52
Uno tras otro, Alec, Maj, Guido, Maureen y Jorgos se deslizaron por el pasadizo que había en la roca del río y llegaron a un espacio oscuro.
Habían abandonado el campamento de los anarquistas poco después de hablar con la reina. Por el camino se habían cruzado con escasos animales, casi todos ellos heridos. El campamento no quedaba lejos del final de la parte edificada de Dite, por lo que pronto se encontraron en la planicie por la que corría el río. Para Alec aquel lugar representaba uno de los últimos dibujos de Beth; para Maj, en cambio, era el lugar en el que había matado al joven chacal.
Maj no había hablado en todo el camino. Hasta el final había insistido en que podían llevarse a Cloe en brazos o en una camilla. Pero, al marcharse, Cloe seguía desmayada. Si tenían que correr, si los atacaban más animales, no podrían salvarla.
Alec encendió una antorcha, que iluminó un túnel formado por bloques de piedra cuadrados. Medía dos metros de ancho y poco más de alto. El suelo estaba ladeado hacia el centro del cráter, bajo la ciudad de Dite.
—Estamos en un conducto —dijo Jorgos.
—¿Conoces los conductos? —le pregunto Alec.
—Pasan debajo del volcán. Es el esqueleto del cráter.
—Así que tú sabes dónde nos encontramos.
Jorgos meneó la cabeza, luego olfateó el aire.
—Los guardias pasan por aquí. Y también los animales.
—¿Crees que ahora están?
—No.
—¿Alguna vez has estado en los círculos de debajo?
—Nunca he estado fuera de Dite. Nadie va, ni siquiera los hijos del Infierno.
Se pusieron en camino, Alec y Maureen delante, con la antorcha, Maj en medio, Jorgos y Guido detrás.
—Espera —susurró Maureen deteniendo a Alec por un brazo.
—¿Qué pasa? —le preguntó él volviéndose sin dejar de caminar.
—Larguémonos de aquí.
—¿Qué?
—Larguémonos de aquí, volvamos arriba.
—¿Qué dices?
Maj caminaba unos metros por detrás de ellos, pero no había oído nada. Se la veía afectada por lo ocurrido en el campamento de los anarquistas, aún tenía la última mirada de Cloe grabada en su mente.
—Nos estamos matando, Alec —dijo Maureen—, ¿no te das cuenta? Míranos, yo antes he visto la muerte cara a cara, un centauro me ha cogido y… tengo miedo, no quiero morir.
—Yo también tengo miedo, pero esto es el Infierno y, si te dejas llevar por el miedo, nunca saldrás.
—Claro que saldré, cuando termine mi condena. Volvamos atrás. Cumpliremos nuestra condena, luego seremos libres.
—Nunca seremos libres si volvemos al Infierno.
—Iremos donde los guardias, les diremos que te atacó un cerbero, que te arrancó el alma. Cuando cumplamos la condena regresaremos a Europa.
—Maureen, estás loca, ¿de qué hablas? No puedes pedirme algo así, ni siquiera puedes quererlo.
—Pues entonces volvamos con las amazonas, ellas pueden protegernos y…
—¿Qué pasa? —preguntó Guido mientras llegaba al lado de sus amigos.
Maureen tenía una expresión rara, abstraída y triste a la vez.
—No quiero seguir teniendo miedo, no quiero seguir huyendo —murmuró ella.
Guido la observó sin entender.
Desde el día en que habían hecho el amor había empezado a experimentar un sentimiento desconocido, una atracción que le hacía pensar de otra manera en su propia vida.
Desde aquel día, se había sorprendido varias veces contemplándola, estudiando las expresiones de su rostro, los detalles de su cuerpo, como una imagen que debía aprender de memoria y retener. Era el primer rostro que había visto después de que un centauro casi lo matara en la ciénaga. Y para él seguía representando la vida y la libertad.
—Vamos donde los guardias —dijo Maureen colocándose delante del grupo, inmóvil, con lo que les obstruyó el paso.
—Pero ¿no comprendes que los guardias son los que nos quieren matar? La Oligarquía es la que está haciendo todo esto. ¿Qué pretendes hacer?
—Maureen, venga —terció Guido—, te encuentras mal, estás asustada. Deja de pensar y sigamos adelante.
—Yo creo que nosotros dos podríamos ser felices, también en el Infierno. Lo único que tenemos que hacer es cumplir nuestra condena.
Guido le cogió las manos, pero ella se zafó y retrocedió.
—No me pidas algo así. Yo me muero si tengo que quedarme aquí… Yo tengo que salir de aquí, tenemos que salir todos…
—Saldremos, pero cuando llegue el momento —insistió ella.
—Yo sé cómo se sale de aquí, sé en qué se convierten los que cumplen su condena.
—Para nosotros será diferente.
Maureen dio un paso atrás, luego otro y otro más. Alec, Guido y Maj la miraban sin saber qué hacer. Jorgos la observaba en la sombra, a poca distancia.
—Déjanos pasar —dijo Jorgos y avanzó hacia ella.
De repente Maureen extrajo de debajo del chaquetón una pistola y apuntó a sus compañeros.
—¿Qué haces? ¿De dónde has sacado eso?
—Regresad, regresad todos a Dite —ordenó Maureen con voz temblorosa.
—Maureen —dijo Alec en voz baja—, ¿qué haces?
Jorgos avanzó un paso.
—¡Quieto! —gritó Maureen y lo apuntó con la pistola—. No te acerques, tenemos que regresar, no hay vía de escape, nos cogerán, regresemos, todavía estamos a tiempo, volvamos al campamento de los anarquistas.
—¿Por qué tienes una pistola? —le preguntó Guido.
—La cogí en la ciénaga cuando Jorgos tiró a los guardias del hovercraft, uno de ellos perdió la pistola.
Alec sacudió lentamente la cabeza, no conseguía creer que la persona que tenía delante fuera su amiga.
—Maureen, ¿te das cuenta del riesgo que has corrido? ¿Qué crees que harán cuando sepan que has cogido una pistola?
Guido la miró, aunque en la oscuridad apenas entreveía su perfil y sus ojos.
—Las pistolas están marcadas —dijo.
Alec se volvió hacia él.
—¿Eso qué quiere decir?
En ese momento se oyeron ruidos a lo lejos. Llegaban del conducto que había detrás de ellos. Jorgos, con los brazos abiertos y los ojos entornados, aguzó el oído.
—Hombres —dijo Jorgos—. No están cerca, pero vienen hacia aquí.
Un estruendo hizo temblar la tierra. El techo se hundió a pocos metros de ellos, donde estaba el pasadizo debajo del río. El agua irrumpió en el túnel, arrollándolos y arrastrando piedras y desechos. La explosión destapó un largo tramo del conducto, haciendo que entrara la luz del día. El ruido de los motores de un hovercraft anunció la aparición del vehículo sobre ellos. Cinco guardias bajaron al túnel.
—¡Ahí están! —exclamó un guardia.
—Cuidado, una está armada —dijo otro.
—¡Ahora! —gritó un tercer guardia, al que se le distinguía el uniforme rojo, recortado contra la panza de acero brillante del hovercraft.
Hubo otra explosión más fuerte, que hundió otro tramo del túnel. La tierra tembló varios segundos mientras bloques de piedra y rocas se despeñaban por el conducto, que ya se había convertido en un canal. El nivel del agua se elevó rápidamente. Un enorme bloque se hundió de repente, abriendo un agujero en la tierra, donde el agua fue absorbida en un remolino. El agujero se convirtió en un abismo de varios metros de ancho, creando una cascada que daba al vacío. Alec, Guido, Maureen, Jorgos y Maj estaban a un lado de la cascada. En el opuesto estaban los guardias de la Oligarquía. Pero más soldados ya habían bajado del hovercraft y no tardarían mucho en bloquearles el paso.
Un muro de niebla se elevaba del abismo. El agua saltaba varios metros y luego se evaporaba rápidamente. Entre la bruma Alec distinguió el río de lava que corría por las entrañas de la tierra. Alrededor del curso del agua había cavernas, y parecía que también había gente y animales. A la vista de la luz que se filtraba desde Dite, todos habían alzado la cabeza.
—Maureen, por favor —susurró Alec, pero su mirada le suplicaba mucho más que sus palabras.
Ella lloraba, apretando la pistola con las manos, que temblaban.
En ese instante Guido tomó una decisión.
—No dejaré que lo hagas —dijo y se le acercó.
—No te muevas —le ordenó ella.
Entretanto, un segundo hovercraft había aparecido sobre ellos. Los guardias habían rodeado a los condenados en fuga, listos para actuar.
—¿Quieres matarme? —le preguntó Guido—. ¿Eso es lo que quieres hacer?
—No, no quiero —contestó Maureen llorando—. No quiero nada, solo quiero regresar.
—No podemos regresar, tenemos que avanzar. Te amo, Maureen, ¿lo comprendes?
En su interior el miedo se debatía con ese sentimiento confuso que la había conducido a Guido.
—¡Cuidado, van armados! —repitió un guardia—. ¡Están disparando!
—¡Baja las manos! —gritó alguien.
Maureen miró a los guardias.
—Dame la pistola —dijo Guido.
El dedo de Maureen se deslizó sobre el gatillo mientras él se acercaba para detenerla.
El disparo alcanzó el hombro de Guido, que gritó de dolor.
Una ráfaga de proyectiles cayó en la roca. Maureen soltó la pistola. Guido la recogió y fue hasta su lado, a la vez que ella se daba cuenta de lo que acababa de hacer.
—Yo… yo no quería.
Alec, Maj y Jorgos se alejaron.
—¡Venga, venid! —gritó Alec, pero el grupo de soldados saltó al túnel, interponiéndose entre ellos y Guido y Maureen, que se habían quedado atrás.
—¡Largaos! —gritó Guido apuntando con el arma a los guardias.
—Baja esa pistola —dijo uno de los guardias.
Luego hizo un gesto a tres hombres, que cayeron sobre Guido y lo sujetaron por los hombros. Un cuarto guardia le arrancó a Maureen de los brazos. Sus miradas se cruzaron un instante, ella no daba crédito a lo que veía, estaba abrumada por el dolor.
—Perdona —susurró mientras los guardias se la llevaban.
—¡No! —gritó Guido forcejeando.
Se soltó y corrió hacia ella, quería rozarla una última vez, sentir la vida y el futuro que por un momento se había imaginado. Un guardia disparó, hiriéndolo en el pecho. Guido se fue al suelo, al lado del abismo, donde seguía cayendo el agua del río. Miró el abismo, la cascada, el río de lava. Aquel era el séptimo círculo, era la tumba a la que lo había destinado el Infierno. Apuntó la pistola contra los guardias, de nuevo listo para disparar. La tierra se hundió bajo sus pies y él cayó al vacío, delante de los ojos de Maureen y de Alec, ocultos en la penumbra del túnel.
En la mente de Alec se apagó la luz. Los pensamientos daban vueltas y más vueltas hasta perder todo sentido. Solo vio el rostro de Maj, sus lágrimas. Sintió que las manos fuertes de Jorgos lo empujaban y se vio corriendo otra vez en la oscuridad del conducto, perseguido por gritos y disparos que llegaban atenuados a sus oídos.
La pendiente del túnel aumentó y el suelo se convirtió en unas empinadas escaleras de piedra. Corrieron hasta el final del conducto y se encontraron en el borde de un agujero circular de unos metros de diámetro. Las paredes de piedra estaban iluminadas por una tenue luz rojiza que procedía de hendiduras y arcos repartidos por toda la altura. Aquel túnel vertical terminaba diez o veinte metros más arriba, pero el fondo, en cambio, no se veía.
Unas escaleras descendían bordeando circularmente las paredes y pasando al lado de las aberturas por las que se filtraba la luz.
—Tenemos que bajar —dijo Jorgos.
Los guardias estaban detrás de ellos.
Empezaron el descenso y se toparon con el primer arco, del que salía una corriente de aire caliente. Era un poco más pequeño que una ventana convencional.
Si lo hubiesen visto desde fuera, difícilmente habrían podido distinguir que era una abertura en medio de una pared rocosa. La estructura del túnel vertical, en efecto, estaba completamente oculta, lo mismo que los conductos. La roca terminaba en un terreno duro y polvoriento, que apenas se entreveía. La poca luz que alumbraba aquel lugar procedía de los fuegos que ardían en la cumbre de colinas áridas. No había cielo sobre aquel paisaje, sino solo dura roca con tres grandes faros que emanaban una luz diáfana, que parecía pulverizarse al contacto con el suelo. En el círculo se movía gente, pero solo eran sombras, mientras que resultaban perfectamente audibles sus lamentos, los gritos que resonaban en lo que evidentemente era una inmensa gruta.
De pronto Alec se dio cuenta de que estaba delante del séptimo dibujo de Beth. La ventana sobre la gruta. Aquel pensamiento invadió su mente. Beth, su madre, el mapa de su padre, Maj, allí con él. Ahora no podía rendirse.
—Es el séptimo círculo. El dibujo de Beth era una ventana como esta.
—Entonces ¿qué debemos hacer? —preguntó Maj.
—Solo hay tres dibujos más. Tenemos que bajar, lo único que podemos hacer es llegar hasta el final. La última imagen nos sacará de aquí.
Una antorcha iluminó el túnel por encima de sus cabezas. Los guardias casi habían llegado. Los chicos echaron a correr de nuevo. Los ojos de Alec estaban pendientes de todo, cualquier detalle podía revelarle el camino de salida del Infierno. Sin embargo, por las otras hendiduras que había en las escaleras no se veía nada. Solo se notaba el aire caliente, se oían los gritos; por momentos, el chisporroteo de las llamas. Una segunda ventana estaba tapada por una roca, como si un bloque hubiese caído sobre ella y la hubiese sellado.
La siguiente abertura daba al octavo círculo. Alec paró un instante, reconoció los grandes cañones que se abrían en la tierra; cada uno de ellos constituía uno de los diez recintos del círculo.
Bajaron más, pero tuvieron que aflojar el paso a causa de las piedras, cada vez más descolocadas. El conducto, que debía de ser parte de una vieja estructura, parecía abandonado. Llegaron a la ventana que daba al noveno círculo. Maj se detuvo frente al arco de piedra.
—Maj, tenemos que seguir —le dijo Alec.
No obstante, ella permanecía inmóvil, con las manos en la pared fría, los ojos perdidos en el paisaje sobrecogedor que tenía delante.
Había una extensión blanca, un lago de piedra, aunque unas estrías azules le daban la apariencia de hielo brillante. Los condenados, que vestían harapos y caminaban solos y encorvados, parecían cargar el peso del Infierno a sus espaldas.
—¡Papá! —gritó Maj—. ¡Papá! —repitió. Un sollozo le sacudió el pecho—. ¿Dónde estás? —Su voz resonó en el aire. Un condenado levantó la cabeza y después siguió andando—. ¿Por qué estás aquí? —preguntó Maj, pero esta vez el grito se ahogó en un susurro.
Luego empezó a llorar quedamente, mientras evocaba los recuerdos de su pasado en el Paraíso, las imágenes claras y serenas de parques, jardines, comidas en la terraza y baños en la piscina. Junto a sus amigos, con su familia.
En ese momento, Alec vio el décimo dibujo. Un día, en su casa de Europa, Beth había trazado en la pared un círculo de ladrillos. Luego lo había tapado con carbón, convirtiéndolo en un círculo negro. Alec miró por encima del hombro de Maj el fondo de aquel pozo, que parecía hundirse en las entrañas de la tierra, y supo que ese era su camino. Lucifer estaba cerca, pero la salida del Infierno se asemejaba cada vez más al final de su viaje, y la libertad se anunciaba con la misma cara de la muerte.
Bajaron corriendo las últimas escaleras. Algunas gradas estaban rotas o en algunos puntos sencillamente faltaban, por lo que tenían que avanzar con precaución para no tropezar. Cuanto más descendían, más caliente era el aire y más aumentaba la oscuridad. Alec ceñía la antorcha, ya casi apagada. Seguía llevando atada al cinturón la espada de los anarquistas. Así, no se percató de lo mucho que sus últimos pasos habían repetido los últimos de su padre.
El pasadizo surgió en la oscuridad en cuanto la pequeña circunferencia luminosa proyectada por la antorcha se sobrepuso al círculo de ladrillos. Alec colocó la mano en la pared y notó que los ladrillos no estaban sellados con cemento. Con ambas manos empujó el muro, que cedió.
Una corriente fría los acometió, apagando la llama. Durante unos segundos se quedaron a oscuras. Después una luz iluminó la entrada de una casa.