50
Los animales empezaron a volver pocas horas después, justo cuando las amazonas terminaron de recoger las armas y de reforzar las barricadas alrededor del rascacielos. Primero llegó un grupo de cerberos, pero parecían supervivientes de los enfrentamientos anteriores, dos estaban heridos y enseguida fueron abatidos por las lanzas de las centinelas de la planta baja. Los otros se situaron a unos metros de las barricadas. Uno trató de hundir la barrera, pero fue alcanzado desde arriba.
Alec estaba con Maj, Cloe, Liz y una docena de amazonas. Se hallaban apostados en la segunda planta del edificio, desde donde resultaba más fácil apuntar a las fieras que se acercaban.
La tierra se puso a temblar de nuevo, pero esta vez no era una sacudida de terremoto. Al fondo de la ancha avenida vieron levantarse polvo y oyeron gritos humanos, seguidos por los de las criaturas infernales.
—Están llegando —dijo en voz baja Cloe.
La tierra vibraba con fuerza creciente y el frente de la horda ya era visible en la calle, en medio de los rascacielos. Los cerberos corrían raudos, avanzaban a grandes zancadas, las patas pisoteando el suelo con violencia, mientras sacudían la cabeza de un lado a otro, con las fauces abiertas, listos para atacar o para arrasar cualquier cosa que se encontrasen en su camino.
—Llamad a todas las amazonas de las plantas altas —le ordenó Liz a una chica, que se apresuró a subir.
Maj miró las lanzas que habían amontonado, los cristales afilados listos para ser arrojados.
—¿Cómo lo hacen? —preguntó Alec.
Cloe y Maj se volvieron hacia él.
—¿Cómo lo hacen para manejar así el Infierno?
—No lo sé, pero lo consiguen, y no han agotado las fuerzas. Movámonos.
Desde el principio de los ataques, Alec no había hecho más que preguntarse cómo conseguía la Oligarquía dirigir el Infierno. En manos de los oligarcas el volcán era un dócil criado dispuesto a someterse a sus órdenes, a matar, a torturar, a difundir odio, miedo y sufrimiento.
Alec observó el tropel que se acercaba.
—No podremos aguantar mucho.
—La tierra tiembla de nuevo —dijo Maj.
—Y ellos mandarán más fieras…
Alec miró sus ojos verdes, las mejillas arreboladas por el sol, sus labios, deseó besarla. Podía ser su último beso, pero se guardó ese pensamiento.
Maj pensó en la herida que Alec le había hecho en el pecho, en la punzada de dolor a la que siguió una sensación dulce y ardiente. Pensó que su muerte podía ser como aquel dolor, solo que mucho más intensa.
De pronto de las plantas superiores llegó un estruendo, y a continuación ruido de cuerpos que caían al suelo y de gritos humanos y bestiales. Alec fue hasta el borde del edificio. Alzó la cabeza y vio que el cielo estaba negro. Eran bandadas de arpías que revoloteaban amenazadoras sobre los tejados de los rascacielos. De las escaleras centrales del edificio salieron más de diez arpías ensangrentadas. Maj y Cloe, seguidas por otras amazonas, les arrojaron sus lanzas y las hirieron una tras otra, mientras estas abrían el pico gritando agonizantes, tensando la piel negra y arrugada sobre el rostro humano.
Hubo otro grito, esta vez se trataba evidentemente de una chica. Alec se volvió hacia el exterior y vio que el cuerpo de una amazona abrazada a una arpía caía a la calle, sobre las barricadas. La amazona se quedó inmóvil, mientras que el pájaro se alejó cojeando unos pasos antes de levantar el vuelo.
Mientras tanto los cerberos habían llegado a los pies del edificio. Una lluvia de lanzas se abatió sobre las fieras y muchas resultaron heridas. Una de ellas asió con los dientes el brazo de una amazona y la zarandeó, pero el cuerpo se le escapó de la boca y acabó en medio de la multitud de minotauros, que presionaba como una ola enloquecida que está a punto de derribar una presa.
Alec cogió un montón de lanzas y corrió a la planta baja, donde las amazonas estaban colocadas en círculo alrededor de las reservas de armas y arrojaban los cristales. Iba a unirse a ellas cuando una mano lo agarró por los hombros. Se volvió, creyendo que era Maj u otra chica, pero, antes de saber quién era, dos brazos poderosos lo levantaron en vilo y lo tiraron al suelo.
Delante de él había un centauro.
Todavía no había visto ninguno desde tan cerca.
El cuerpo no era diferente del de un caballo, pero sí más robusto. El tronco humano era gris oscuro, casi azul, aunque no tenía marcado el pecho o los abdominales, como si su creador no hubiese podido terminar su criatura por las prisas. La cara chata y sin orejas, aunque la frente alta y la boca que se ensanchaba hasta el cuello parecían el fruto de esa creación incompleta.
El centauro movió la boca, emitiendo unos ruidos que recordaban solo vagamente un lenguaje. Luego se agachó hacia Alec alargando los brazos musculosos. En cuanto el chico lo vio inclinarse, asió la lanza y se la clavó en el pecho. El centauro gritó, se llevó las manos al tórax y se arrancó la lanza. Luego miró a Alec con los ojos henchidos de un odio que no parecía humano ni animal, escupió al suelo un grumo de sangre y retrocedió. El tronco humano se dobló hasta casi tocar con las manos el suelo, y el cuerpo de caballo fue hacia la barricada, la cruzó de un salto y se alejó rápidamente.
Alec se levantó. Delante de él estaba ahora la reina, con la mirada cansada. Tenía una mano en la espalda y dos amazonas la sujetaban por ambos lados.
—Estar aquí es peligroso —dijo Alec mirando la barriga abultada de la chica.
—Ya nadie se puede quedar —repuso la reina—. Tenemos que irnos.
—¿Adónde?
—Llegarán hasta el final, no es la primera vez que arrasan Dite, pero sí la primera vez que no quieren dejar supervivientes.
—¿Por qué hacen todo esto?
La reina le cogió la cabeza entre las manos. Tenía el rostro crispado en una mueca de dolor y rabia.
—¡Aquí hay mucho en juego, Alec! No quieren que quede nadie, nadie que pueda contar esta historia.
—Pero ¿qué historia? No entiendo, ¿por qué…? —Alec se volvió hacia la calle. No quedaba tiempo para seguir hablando.
—Vuestra historia, la tuya y de Maj. Quieren que muera en el Infierno.
Alec se volvió hacia las barricadas, a las que habían llegado más centauros. Cogió carrerilla y arrojó una larga lanza, dándole a uno de lleno. Hizo lo mismo con todas las lanzas que tenía consigo.
La batalla contra las criaturas infernales se prolongó horas. Los cadáveres de los cerberos se amontonaban sobre las barricadas, lo mismo que los de las amazonas. Algunas eran devoradas por los perros de tres cabezas, a otras las capturaban los centauros. La tierra tembló dos veces, pero no lo bastante para empujar a las bestias a retroceder.
—¡¿Dónde está Jorgos?! —le gritó Alec a Maj, que estaba luchando a su lado en las barricadas.
Las lanzas empezaban a escasear, había que asestar con fuerza a cualquier criatura que se acercase y apretar la empuñadura para no correr el riesgo de perderla.
—No lo sé. No lo he vuelto a ver.
Alec miró a su alrededor y al que vio fue a Guido. Estaba de pie, recogía las armas y las colocaba en el centro. Se le veía mucho mejor, pero no estaba en condiciones de luchar. Maureen había subido con las otras chicas a las plantas superiores para coger cristales, piedras, cualquier cosa que pudiera ser usada como arma.
Maj ensartó a un cerbero por el pecho. Mantuvo sujeta la lanza con las manos, pero la fiera se retrajo con fuerza, la levantó en vilo y la tiró al otro lado de las barricadas. Sin vacilar, Alec trepó a la chatarra de un coche y atravesó nuevamente al cerbero, luego extrajo la lanza y se la arrojó a un minotauro que estaba a punto de cornearla. Acto seguido soltó la lanza, cogió a Maj en brazos y de un saltó cruzó la barricada.
Sus ojos se cruzaron solo un instante: Maj se dio cuenta de que Alec acababa de salvarle la vida y Alec se percató de la fuerza que ella era capaz de brindarle.
Alec recogió la lanza, preparado para volver a la lucha. Mientras la barra de hierro se desprendía de su mano, vio como el Infierno se abalanzaba sobre Dite. Los ríos de lava sobre las vetas del cráter iluminaban el cielo y trombas de aire levantaban el humo y la ceniza de los árboles que ardían en medio de las calles. Delante de él las caras deformadas de los centauros, las fauces abiertas de los cerberos que giraban frenéticamente las cabezas y bandadas de arpías que se precipitaban del cielo y se abatían contra los edificios, arrastrando a los condenados.
En ese momento vio a un hombre y a un niño que se abrían camino entre las fieras. No conocía al hombre. Tendría unos cuarenta años, barba larga, pelo rizado, cuerpo musculoso. En cambio, el niño era Jorgos. No le asombró ver como rodeaba a las bestias silenciosamente y saltaba luego la barricada.
Hubo un estruendo en la calle. Una viga de cemento había caído desde lo alto, a pocos centímetros de las barricadas, abriendo un pasillo en medio del cual apareció un imponente hovercraft. Solo tenía el esqueleto del de los de la Oligarquía y algunas protecciones de metal. Por lo demás, se movía con grandes ruedas de hierro oxidado y lo empujaban hombres y niños.
—¡Abandonamos el rascacielos! —gritó la reina.
—Tú eres Alec, supongo —dijo el hombre, y enseguida esbozó una sonrisa.
Alec asintió.
—Tu padre era un gran hombre. Espero que hayas venido para completar lo que empezó.
Las amazonas recogieron las armas que quedaban y, protegiéndose con las lanzas, fueron en fila hasta el hovercraft. El rascacielos, invadido por las criaturas infernales, parecía un hormiguero a punto de estallar.
El hovercraft atravesó una ciudad espectral, en la que resonaban los gritos de los animales y de los supervivientes. Tuvo que parar varias veces para repeler los ataques, pero al cabo de una hora llegó al parque central.
La base de los anarquistas apareció entre robles seculares. Una barrera de varios metros de alto, hecha de chatarra de coches, planchas de metal y pedazos de asfalto formaba un muro compacto. En cuanto el vehículo se acercó, la barrera se abrió hacia dentro, donde dos grupos de condenados tiraron de él con recias cadenas de hierro. El hovercraft cruzó la entrada, mientras amazonas y anarquistas protegían la retaguardia. En ese instante, Alec cayó en la cuenta de que Cloe se había quedado atrás con las últimas chicas, con el fin de repeler a un grupo de centauros que se acercaba al galope. Entre ellas también estaba Maureen, la primera que arrojó su lanza, si bien falló el tiro. Entonces el centauro aceleró de repente y la alcanzó, la cogió y siguió su carrera con ella fuertemente apretada contra su pecho. Alec fue corriendo hacia la fiera para cerrarle el paso, pero el centauro frenó bruscamente para volver atrás, y con quien se encontró fue con Cloe.
Maureen gritaba y forcejeaba entre los brazos del animal. Este abrió la boca, emitiendo sonidos inarticulados: parecía como si quisiera decir algo, como si estuviera lanzando una amenaza.
Cloe empuñó la lanza y se la clavó en un costado. La fiera soltó a Maureen, pero dio un brinco, y arrastró a Cloe, que cayó al suelo. Una amazona fue corriendo a ayudar a Maureen, mientras que Alec se acercó a Cloe. La incorporó, pero no se percató de que el centauro los estaba observando. Empuñaba la lanza con tal fuerza que parecía querer partirla, los movimientos de sus brazos eran rápidos, nerviosos, descoordinados. Por eso Alec no se dio cuenta de que tiraba la lanza. La tierra tembló solo en ese momento, treinta largos segundos que dispersaron a los animales por las calles y más allá de la parte habitada de la ciudad. Cloe no dijo nada, pero su rostro palideció enseguida. La lanza se le había clavado en la espalda.