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Los cerberos trepaban las barricadas, empujando con las patas los hierros de coches amontonados en la planta baja. Las amazonas, dispuestas alrededor de todo el edificio, arrojaban cuchillos y lanzas de cristal. Alec vio como una lanza se clavaba en la cabeza de un cerbero, pero fue la única cabeza que se venció sobre el cuerpo del animal, pues las otras seguían gruñendo y embistiendo la barricada.

Habían pasado ya varias horas desde el comienzo de ese nuevo ataque. Cada vez había más animales, y más hambrientos. Los cerberos y los minotauros, como un río en crecida, cruzaban el arco de entrada de la ciudad, después los cerberos se dispersaban por las calles en grupos pequeños, guiados por el mismo instinto de los perros vagabundos, mientras que los minotauros se reunían en manadas en las plazas más grandes.

Nadie en Europa vería aquellas imágenes. No quedaría memoria de la chica rebelde del Paraíso, como tampoco del héroe que había ido a rescatarla. La red de las amazonas y los anarquistas serían eliminados, borrando todo posible rastro de la rebelión.

Una nueva sacudida del terremoto hizo temblar la tierra. Dos amazonas, de pie sobre las barricadas, perdieron el equilibrio y cayeron al suelo, mientras la sacudida continuaba implacable, haciendo chirriar las vigas de cemento del edificio y abriendo largas grietas en la calle.

Las bestias infernales se retiraron, dispersándose.

En la ciudad, envuelta en tinieblas, se hizo un silencio sobrecogedor y la tierra seguía temblando de vez en cuando. Parecía que los animales habían desaparecido y las centinelas de las amazonas confirmaron que se habían retirado a los campos de las afueras de la ciudad, algunas manadas incluso habían salido de las murallas.

Alec subió a la azotea, donde solo se habían quedado unas pocas amazonas de guardia. Casi todas ellas estaban en las plantas inferiores, ayudando a los heridos, preparando más armas y provisiones. Miró el punto del río reproducido en el dibujo de Beth y se preguntó si acaso no sería preferible aprovechar ese momento de tranquilidad para huir. Pero Guido todavía no estaba en condiciones de moverse.

—¿Puedo estar aquí contigo? —preguntó una voz detrás de él.

Alec se volvió. Era Maj.

—Quisiera que estuvieras siempre aquí conmigo.

Ella se acercó y se apoyó con los codos contra el muro que delimitaba la azotea.

—¿En qué piensas?

Alec sonrió, su mente perseguía los recuerdos desde hacía unos minutos. Estaba pensando en su hermana, en los últimos días que había pasado con ella, cuando habían inventado la palabra que podían decir también las personas que no hablan.

—Pensaba en la felicidad, más o menos.

—¿Por qué más o menos?

—Porque no es precisamente la felicidad, es algo que inventé con mi hermana. Aunque se trata de una palabra que significa un montón de cosas.

—¿Qué palabra es?

Mmm.

—¿La palabra es mmm?

—Así es.

Maj lo miró sin comprender.

—Esa es la palabra —dijo Alec y la pronunció de nuevo—. Indica que te encuentras bien, que no tienes dolores raros, que tus parientes y tus amigos están bien, lo cual no es precisamente la felicidad.

Maj pensó en su vida en el Paraíso. En cierto modo, era exactamente así. Alec pareció leer sus pensamientos.

—¿Tú eras feliz?

—No lo sé, estaba bien, todos estábamos bien, pero, cuando descubrí el mundo que no conocía, todo cambió… Sin embargo, me pregunto qué habría pasado si no te hubiese conocido. Habría seguido con mi vida, habría crecido, habría envejecido y me habría muerto. No quiero decir que quisiese eso, pero podía pasar eso.

—Es cierto —admitió Alec.

—Habría sido mmm toda la vida… No es suficiente, ¿verdad? Eso es lo que estoy empezando a pensar. No podemos estar en el mundo solo para sobrevivir. Debemos vivir, pero antes de conocerte no sabía que hubiese una diferencia, ni siquiera me habría planteado la pregunta.

Alec miró el cielo. Le parecía que había pasado un siglo desde la última vez que había visto el cielo azul con estrellas. En el Infierno, el cielo estaba siempre cubierto de nubes. Pero en Europa y en el Paraíso había podido ver las estrellas, se había imaginado la distancia que había entre él y el universo, se había preguntado cuál era su lugar, qué debía o podía hacer un individuo para dar un sentido a su vida.

Ahora lo sabía.

—Construiremos otro mundo —dijo y sonrió.

—¿Qué quieres decir?

—Lo construiremos tú y yo, fuera de aquí. Saldremos de aquí y encontraremos una nueva tierra, comenzaremos un mundo desde el principio.

—¿Hay una tierra fuera de aquí?

—Sí, por eso dibujó mi padre este mapa. Yo… empiezo a entender que no estoy aquí por casualidad, no es casual que esté aquí contigo. No sé explicar por qué, pero es así, la historia debe recomenzar desde el principio.

Maj lo miró, pero esta vez no dijo nada. Alec observó su perfil, iluminado por la luz del fuego. Se perdió durante un instante en sus ojos, experimentando una sensación que había tenido hacía tiempo con Maureen. Entonces deseó recortar aquella mirada para construir otro mundo alrededor. Ahora experimentaba ese mismo deseo.

Maj le dio un beso. Alec le puso una mano en la espalda y la atrajo suavemente hacia sí, para que apoyase su cuerpo en él. Sintió el contacto de sus piernas desnudas, la barriga, el pecho, y sintió que la deseaba más que cualquier otra cosa. No sabía nada del amor, nunca había creído en las palabras, en lo que debían significar, pero creía en lo que experimentaba, en la atracción que su cuerpo era capaz de suscitarle, en el deseo de conquistar otro mundo por ella, un mundo donde la vida pudiese tener un sentido auténtico. La besó de nuevo, sintiendo un sabor, un olor que ya no era solo el suyo, era la unión de sus cuerpos, la suma de todo lo que habían vivido juntos.

Maj se apartó ligeramente de él. Sacó el cuchillo de la funda de piel atada al cinturón y se lo tendió a Alec.

—Quítame el alma.

—Es muy doloroso.

—Por eso quiero que lo hagas tú, así no será solo dolor.

—¿Y qué será?

—Nuestro pacto: o encontramos juntos el camino de salida del Infierno o morimos aquí juntos.

Sus palabras tenían el sonido ambiguo de una profecía. Alec cogió el cuchillo de las manos de Maj y se le acercó. Observó la piel tersa y bronceada de su pecho. La rozó con los dedos.

—Una vez que te la haya quitado ya no podrás volver atrás, no podrás cumplir tu condena, tendrás que huir conmigo.

—Eso es lo que quiero.

—También en Europa seremos clandestinos, tendremos que escondernos.

—A mi casa ya no puedo regresar.

Alec se acercó al fuego del centro de la azotea y pasó la hoja del cuchillo por las llamas. Luego vertió agua de un cuenco de madera a un caldero apoyado directamente sobre las brasas y puso a hervir unos trozos de tela que usaría para vendar la herida. Por su parte, Maj consiguió desinfectante, era escaso y apreciado el que las amazonas lograban obtener en los refugios, pero era necesario y usaría apenas una gota.

La reina se les unió en cuanto estuvieron preparados para sajar la piel. Llevaba la vieja cámara.

—Quiero saber la verdad —dijo Maj— sobre mi padre, sobre la Oligarquía, sobre este mundo. La primera vez que hablamos te dije eso, que quería conocer el mundo. Sigo queriendo conocerlo, pero ahora quiero conocerlo contigo.

Maj le hizo un gesto a la reina para que comenzase a grabar. Luego miró a Alec y asintió. Con el pulgar y el índice de la mano izquierda, Alec tensó la piel del pecho. El pequeño microchip del alma apareció en relieve, en medio del disco de metal. Acercó el cuchillo, primero solamente lo apoyó, Maj se estremeció. Luego sajó. Un corte limpio, corto, justo sobre el alma. La reina lo grababa todo, la carne que se abría, la sangre que comenzaba a brotar. Maj apretó los ojos, contuvo el llanto, tapó el sollozo con un grito. Aspiró y espiró varias veces, mientras Alec le desinfectaba la herida y la vendaba con los trapos esterilizados. El dolor empezó a disminuir. Maj abrió los ojos y vio los de Alec. Sonrió.

—No me esperaba verte sonreír.

—Te había dicho que no sería solo dolor.

Alec le acarició la frente sudada. La reina se había acercado y estaba filmando los perfiles de los dos chicos, uno frente al otro.

—Eres libre —dijo Alec.

—No, somos libres.

Alec se volvió hacia la cámara, su rostro llenó el encuadre. Luego le alargó una mano a Maj y la ayudó a levantarse. La reina retrocedió unos pasos para grabar su beso, el primer beso de un chico y una chica que habían roto su vínculo con la Oligarquía.

El primer beso de dos chicos libres.