48

Guido se despertó sin saber dónde estaba ni cuántos días habían pasado. Miró alrededor, se hallaba en una sala enorme. Había varias amazonas, las reconoció. Ninguna de ellas le prestaba atención porque había también chicas heridas, vio jirones de ropa manchada de sangre y oyó lamentos, un grito; por último, voces que no tenían nada de humano pero que parecían llegar de lejos. Más allá de la sala entrevió el humo negro que ascendía de los edificios derruidos.

Habían pasado tres días desde que Jorgos y Maureen lo encontraran moribundo en la orilla de la ciénaga. Entretanto Dite había cambiado. Cada día nuevas manadas de fieras se abalanzaban sobre la ciudad. Las primeras en llegar fueron las arpías. Se posaron en las murallas, tantas que llegaron a formar una larga cornisa negra que sobrepasaba las torres, luego se precipitaron sobre la ciudad en grandes bandadas que surcaban volando las avenidas, se abatían sobre las plazas o trepaban por los huecos de las escaleras de los edificios. En cambio, de la ciénaga llegaron los cerberos, centenares de ellos atestaron las calles, que ahora estaban llenas de cadáveres de condenados. Los minotauros y los centauros llegaron después, eran menos agresivos, su instinto era menos imprevisible que el de los perros de tres cabezas. Solían quedarse en las afueras de la ciudad, en las praderas que se extendían más allá de los últimos edificios. Y se movían en manadas compactas, lo que hacía más fácil verlos. Muchos condenados ya habían muerto y se contaban algunas víctimas también entre las amazonas.

Guido trató de levantarse, pero sintió un repentino pinchazo en los abdominales, que tenía fuertemente vendados. Las imágenes del ataque reaparecieron lentamente entre sus recuerdos. La cabeza del centauro avanzando hacia él, los grandes ojos rojos y luego el tremendo impacto con su cuerpo. Tuvo la sensación de revivirlo una segunda vez. Sintió calor, se dio cuenta de que estaba sudado, la frente le ardía.

Cerró los ojos. Cuando los reabrió, había pasado un rato. No sabía decir cuánto, pero ahora, sentado a su lado, estaba Alec junto a una chica preciosa, una amazona de rostro angelical. Parecía que estaban velando su sueño.

—Está despierto —dijo ella.

—Eh, Guido. ¿Me oyes? —preguntó Alec.

Guido sintió un pinchazo en la cabeza, no conseguía responder. Seguía oyendo los lamentos de otras personas, pese a que ahora no podía verlas. Maureen se acercó. Desde que habían llegado al rascacielos, lo había cuidado día y noche.

—¿Cómo está?

—No habla —contestó Alec—, pero nos ve.

Guido distinguió detrás de ellos las antorchas que iluminaban a dos chicas tumbadas en el suelo. Luego cerró de nuevo los ojos.

—¿Tú cómo estás? —le preguntó Alec a Maureen.

—Bien.

Él no la creyó. Había adelgazado mucho desde su llegada al Infierno, estaba pálida y su mirada parecía haber perdido la intensidad que había tenido siempre.

En ese instante la tierra tembló. La sacudida duró casi un minuto.

Ocurría cada vez más a menudo. Las sacudidas del terremoto no daban tregua. En las calles resonaban el tenebroso chirrido de las columnas de hormigón y el tintineo de los cristales que se quebraban en el suelo.

—¿Qué está pasando? —preguntó Guido con un hilo de voz.

Alec se volvió hacia él.

—¿Cómo te sientes?

—Medio muerto. Pero vivo.

Alec sonrió.

En ese momento llegaron Cloe y Jorgos.

—El terremoto ha hecho huir a los animales. Las calles están despejadas. Lo mejor que podemos hacer es marcharnos ahora mismo.

El grupo se puso en marcha. Maureen se quedó ayudando a Guido, que parecía encontrarse mejor pero necesitaba beber y comer para reponer fuerzas. Bajaron las escaleras del rascacielos y cruzaron las barricadas que rodeaban la planta baja del edificio. Los cadáveres de los minotauros y de las arpías ocupaban las calles junto con los cuerpos de los condenados: docenas de hombres, mujeres y chicos que no habían encontrado un refugio seguro. En Dite, a lo largo de los años, solo las amazonas y los anarquistas habían construido bases seguras en las que protegerse, y cambiaban con frecuencia de campamento. Llegaron al final de la ciudad, donde empezaba la llanura que rodeaba la parte edificada de Dite, pocos kilómetros de hierba y fango.

La llanura estaba desierta y silenciosa. Maj andaba por la pradera caliente y húmeda en la que había matado al joven chacal. A su lado iba Cloe. Ambas empuñaban las lanzas con un largo cristal afilado en la punta.

A lo lejos, sobre las murallas, se veía a las arpías encaramadas en las cornisas. De vez en cuando, una de ellas resbalaba por la pared y luego levantaba el vuelo de manera desmañada, mientras que otras se picoteaban entre sí, aplastándose los cuerpos anchos y fofos.

Alec caminaba delante, junto con Jorgos. Por su parte, un grupo de amazonas se había quedado en el límite de la ciudad, atrincherado en una vieja gasolinera.

Alec tuvo la impresión de que estaba caminando dentro del dibujo de Beth, por las briznas de hierba, por las charcas de fango caliente, por las murallas. Se imaginó su cuerpo y los de las amazonas dibujados por el trazo duro y abrupto de su hermana. Llegaron así a la roca que se elevaba en medio del río. El agua estaba baja, de modo que no les costó vadearlo. Entonces Alec se volvió y, al ver a lo lejos la azotea del rascacielos de las amazonas, es decir, el lugar donde aquel punto del mapa debió de ser dibujado, supo que se encontraba en el sitio correcto.

—Es aquí —dijo.

Maj y Cloe se habían quedado unos metros más atrás, con las botas dentro del agua y la mirada alerta, para asegurarse de que no llegaba nadie. Jorgos, en cambio, andaba a gatas por el río.

—Debería ser aquí —dijo Alec—, según el mapa.

Maj se acercó y bordeó la roca, Alec hizo lo propio. Mientras tanto, Jorgos se movía despacio por el agua, sin salpicar ni hacer el menor ruido. Como siempre, parecía flotar silenciosamente en el espacio. Alec lo observó y pensó que Jorgos era como él. Ambos eran hijos del Infierno.

—¿Y bien? —preguntó Cloe, que miraba asustada a un grupito de arpías posado sobre una torre—. Río abajo hay cerberos.

—¿Están cerca? —preguntó Maj.

—A doscientos metros, pero no podemos quedarnos más tiempo, nuestro olor les llegará con la corriente, vendrán aquí.

Alec miró la roca. Era un islote de dos metros de alto con un diámetro de cinco o seis. El agua había erosionado los lados, dándole una forma alargada y curvilínea.

—Lo he encontrado —anunció Jorgos, de pie en el punto donde la corriente chocaba contra la roca.

Alec y Maj fueron rápidamente hasta allí. El agua era absorbida hacia el fondo, debajo de la roca. Jorgos se arrodilló y le dijo a Alec que hiciera lo mismo. Así pudo oír el gorgoteo, y el ruido de las gotas hacía pensar que el bloque estaba hueco.

—Aquí dentro hay una gruta —dijo Jorgos.

—¿Y cómo entramos?

Jorgos se puso a gatas y movió unas piedras que cubrían el fondo. Luego empezó a cavar con las manos. El agua comenzó a correr más rápidamente, como si se deslizase al interior de un agujero. Alec también se puso a gatas para ayudarlo. De pronto Jorgos paró, se tiró boca abajo al agua y se dejó llevar por la corriente. Alec vio desaparecer sus pies bajo el bloque de piedra.

—¿Dónde se ha metido? —preguntó Maj.

—Estoy aquí —respondió una voz.

De debajo de la roca surgieron primero las manos y a continuación el rostro de Jorgos. Salió del agujero y se quedó sentado en el agua.

—Es un conducto —explicó Jorgos.

—¿Eso qué significa? —preguntó Cloe—. ¿Adónde lleva ese conducto?

Alec miró la roca, luego el rascacielos. No tenía dudas.

—Nos sacará del Infierno.

Había llegado el momento de quitarse el alma.

—Larguémonos —dijo Jorgos—. Los animales están volviendo.

En la llanura había reaparecido un grupo de centauros, mientras que unos cuantos cerberos se acercaban a la ciudad. Así, tuvieron que cambiar de camino para permanecer lejos de la ruta de las criaturas infernales. Gracias a Jorgos consiguieron ir por una senda, alejada de las grandes avenidas en las que se habían concentrado las manadas de cerberos.

Una vez en el rascacielos encontraron a Guido sentado, apoyado contra la pared. Estaba pálido y cada vez más flaco, pero despierto, y al verlos su mirada se encendió. Maureen le estaba dando de beber. Alec se acercó y se quedó a su lado.

—Así que estamos en guerra… —repuso Guido.

—Eso parece.

Maureen se volvió hacia Alec y dejó el cuenco de agua en el suelo.

—Está ocurriendo algo en Europa —continuó Alec—, la gente sabe de nosotros, sabe de mí, y de Maj.

Guido entornó los ojos para ver mejor a la chica por la que habían llegado hasta allí. Estaba de pie, detrás de Alec.

—Está ocurriendo algo en Europa.

Las últimas condenadas que habían entrado en la red habían contado que en Europa se estaban formando movimientos de protesta. Que la gente se encontraba en las calles, en los barrios periféricos, que por todas partes circulaba un nuevo saludo, ese con los brazos extendidos. Había quien hablaba de rebelión, y en los debates políticos alguien había empezado a hablar de las tierras libres al sur de los Alpes, de la posibilidad de crear nuevos asentamientos agrícolas. Alec trató de contarle todo eso a Guido, hasta que lo vio parpadear varias veces, agotado. Entonces pidió que lo dejaran a solas con él.

Con un trapo mojado le frotó la frente. Guido abrió los ojos.

—Tú también te vas a ir de aquí, ¿entendido? —le dijo Alec.

Guido sonrió.

—Pues me parece que me estoy muriendo.

—Solo es fiebre. Tu cuerpo está reaccionando.

—Sí, quizá.

—Escucha, no te voy a dejar aquí. Te debo la vida, lo sabes. Esperaremos a que te mejores y después huiremos, hemos encontrado el pasadizo.

—Marchaos ahora, yo no voy a mejorar.

—Guido, calla.

—En estos días he visto algo de la vida —dijo Guido, luego expulsó el aire por la boca, estaba caliente y olía a nepente—. En Europa trapicheaba con drogas, tenía mis chanchullos, pero mi cabeza estaba hueca. Ahora lo siento todo, y lamento perder a un amigo, a una chica, todo eso era bonito y sencillo, yo no sabía que la vida fuese así.

En ese instante se oyeron pasos y gritos en las escaleras. Una amazona llegó corriendo hasta el centro de la sala. Estaba herida, jadeaba.

—¡Han entrado! —gritó.

Alec solo tuvo tiempo de pensar que su vida, la vida de aquella gente, avanzaba por un fino hilo pendiente de un futuro incierto. Luego pensó en Europa, en los brazos extendidos de la gente, y se sintió sostenido por aquellas manos. Había llegado el momento de luchar. Mientras bajaba las escaleras hacia las barricadas de las primeras plantas, oyó los rugidos de los cerberos, el repiqueteo rítmico de los pasos de los minotauros y la respiración ronca de los centauros. Las amazonas estaban apostadas en el perímetro de la segunda planta, con las lanzas apuntadas hacia la calle. Más allá de las puntas de cristal, Alec tuvo un nuevo panorama de las calles de la ciudad, que bullían de criaturas infernales, muchas de las cuales habían invadido los otros edificios.

Maj había corrido a la azotea, junto con Cloe, y su lanza apuntaba hacia el cielo. Cuando una bandada de arpías se precipitó sobre su cabeza, percibió que una nueva fuerza circulaba por sus venas. Comprendió por qué estaba allí, por qué estaba luchando. Comprendió por qué se había rebelado contra el Paraíso. No era solo su vida lo que estaba rechazando, luchaba contra los mundos divididos del Paraíso y de Europa, contra la locura del Infierno. Arrojó la lanza hacia el cielo y esta se clavó en el pecho de una arpía, que cayó desplomada al suelo. Más arpías fueron alcanzadas por lanzas, al tiempo que nuevas bandadas se elevaban de las murallas y surcaban el cielo. Maj extrajo la lanza del animal, que retorciéndose rodó rápidamente hasta el borde de la azotea. Luego apuntó de nuevo la lanza hacia el cielo, lista para luchar.