47

Ya era noche cerrada cuando regresaron a la cumbre del rascacielos, dejando atrás a las amazonas adormecidas que vigilaban las últimas plantas. Se sentaron cerca del gran brasero, se habían puesto la ropa mojada para secarla con las llamas del fuego. Había pequeños grupos de amazonas diseminados por la azotea, hablaban entre ellas en voz baja, mientras que a lo largo del perímetro estaban solo las centinelas, pendientes de cualquier movimiento en los edificios colindantes.

Una chica se les acercó para ofrecerles dos cuencos con un líquido caliente que olía a carne y hierbas. Alec le dio un sorbo a aquel brebaje. En esos días solo había comido carne asada, además de las raciones de las pocas cajas de comida que habían intercambiado. Aquel líquido le recordaba al caldo que hacía su madre, cuando su padre estaba todavía vivo y el aroma de la carne cocida llenaba toda la casa.

Miró a Maj, a su lado, sintiendo paz en su interior. Estaba en el Infierno, pero se encontraba con la persona a la que amaba.

—¿Viste u oíste algo sobre mi padre antes de que te detuviesen?

Alec se esperaba esa pregunta.

—Sí.

En el rostro de Maj podían leerse el deseo y el miedo de saber. Alec pensó en los reportajes que habían emitido, se había preguntado qué había de cierto en las acusaciones contra Anton Shobert, pero la noticia había coincidido con la de la detención de Maj.

—Lo juzgaron —dijo Alec—, dijeron que había vendido almas para salir del Infierno, que había recibido apoyo de las bandas criminales de Europa, ofreciendo la libertad a los condenados del séptimo círculo.

—¿Tú qué piensas?

—No lo sé, creo que han querido enredarlo, hacer con él un sacrificio necesario para borrar las acusaciones de corrupción contra la Oligarquía.

Maj recordó la conversación que había escuchado a escondidas desde el otro lado de la puerta del despacho de su padre. Habían dicho que hacía falta un sacrificio.

La reina se acercó y le puso las manos en los hombros. Maj reparó en que ahora con Cloe y Liz había otras chicas mirándola.

Pensó que en las plantas inferiores había más amazonas fabricando armas, limando los cristales de los rascacielos. Algunas estarían con los uniformes de los condenados, cortándolos y remendándolos para hacer más pantalones, cinturones o camisetas. Otras quizá estuvieran durmiendo y otras no podrían dormir. Y algunas también habían perdido un ser querido, una amiga, un pariente, igual que ella. En ese momento la desesperación que había experimentado empezó a fluir por su cuerpo en sentido inverso, como un río que sube una montaña con la violencia de una cascada.

No estaba sola.

Era un nudo de la red.

Y podía emplear esa misma energía que ahora ella no era capaz de desprender. Podía emplear la serenidad, la ira, la concentración, la calidez del resto de las amazonas.

Formaba parte de la red. Era una amazona, una guerrera.

Sintió que su piel se transformaba de nuevo en la armadura que se había fabricado en esos días. Alzó la cabeza y miró a la reina. Esta se sentó en medio de ellos, cruzando una mirada con Alec.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó Maj, recuperando vigor en la voz.

—Hay un libro, un antiguo libro, que describe el Infierno. Mi padre tenía un ejemplar.

La divina comedia —dijo Maj recordando el volumen que su padre le había enseñado en el despacho.

Parecía que había pasado toda una vida, pero recordaba perfectamente sus palabras cuando ella le preguntó qué era. «Es el origen de todo —le respondió—. Es el motivo por el que estamos aquí. Por qué hay un Infierno y un Paraíso».

—¿Cómo es que lo conoces? —le preguntó Alec.

—Lo conocía mi padre.

Alec le contó lo que sabía del libro, del mapa que su padre había dibujado, de sus relatos, cuando él y Beth eran niños.

—Podremos salir de aquí. Daremos con el pasadizo. Pero antes tengo que encontrar a mis amigos.

La reina lo observó mientras su mente volvía al pasado. Nadie se había quitado jamás el alma, todas las amazonas la conservaban, para tener comida, para utilizar las máquinas infernales, con la esperanza de cumplir algún día la condena. Quitarse el alma significaba renunciar a todo eso y contar con una sola posibilidad, la de encontrar la salida del Infierno. Sin embargo, incluso una vez fuera, sin alma no se podía regresar a Europa.

De repente Alec vio el pasadizo. El ramal del río en la llanura, al otro lado de los últimos edificios, parecía una escalera azul que iba de un rascacielos a otro. Más allá de la llanura estaban las murallas de Dite.

Se levantó y se acercó al borde de la azotea. El río describía cinco curvas. En el centro del dibujo se entreveía una roca: allí debía de estar la gruta, pensó Alec. Luego se volvió hacia Maj y la reina, que lo estaban observando. Tuvo la sensación de retroceder en los años, ya no era Alec, sino su padre, la reina era otra y Maj era una joven amazona de la que su padre se había enamorado. Imaginó que se volvía hacia la ciudad, con el libro de La divina comedia entre las manos y un lápiz para reproducir lo que veía, para dejar un rastro de aquel camino que los llevaría a él, a su mujer y al hijo que esta llevaba en el regazo a otro mundo.

Alec se despertó con las primeras luces del alba. Había oído voces agitadas, ruidos que llegaban de las plantas inferiores. Miró alrededor y vio a las centinelas en el perímetro de la azotea. Vigilaban las escaleras de hierro que desembocaban en la azotea, donde acababan de aparecer tres personas: una chica de pelo rizado, un hombre herido tumbado en una camilla y un niño con el pecho desnudo.

—¡Guido! —gritó Alec a su amigo, que estaba casi sin sentido.

Tenía la ropa cubierta de sangre, y con jirones de tela le habían tapado las heridas más profundas y lo habían atado a los bordes de la camilla. Guido no respondió, tenía los ojos cerrados, movía despacio la cabeza de un lado a otro.

Alec miró a Maureen, le pareció más frágil, más indefensa. La abrazó con fuerza, percibiendo un olor distinto. Detrás de ella, se cruzó con la mirada de Jorgos, y supo que estaban vivos solo gracias a él.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Alec.

Maj, entretanto, se había levantado y se les había acercado. Cruzó una mirada con Maureen, mientras Jorgos hablaba con la reina.

—Alec —dijo Guido con un hilo de voz.

Alec se arrodilló a su lado. Dos amazonas llevaron trapos mojados y cuencos de agua. Le quitaron la ropa y comenzaron a lavarle las heridas.

—Guido, ¿qué te ha pasado?

Guido no podía responder. Alec se volvió hacia Jorgos, que estaba olfateando el aire y giraba sobre sí mismo con los brazos estirados. La reina, a su lado, miraba a lo lejos.

La tierra tembló mientras empezaban a caer gotas de lluvia negras. Alec se levantó y observó el volcán. Los ríos de lava parecían más anchos y rojos, estelas de fuego que cortaban la cima oscura de la montaña. Los rayos que desgarraban las nubes iluminaban enormes bandadas de criaturas aladas que Alec en un primer momento tomó por nubes negras, antes de ver una de aquellas fieras con las alas desplegadas, el cuerpo ancho y la horrenda cara humana. Gritos bestiales resonaban dentro del cráter, a la vez que manadas de animales bajaban como un alud de las cumbres más cercanas a las murallas de Dite, cayendo ya en la ciénaga, ya en la tierra negra que rodeaba el promontorio en el que se alzaba la ciudad.

Todas las amazonas tenían la mirada clavada en el volcán. Seguían la luz de los rayos que cortaba la oscuridad, mostrando lo que estaba ocurriendo: el Infierno se estaba abalanzando sobre Dite.