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En el palacio de la Oligarquía, Kronous había decidido seguir las operaciones por las pantallas de la realización. Vestía el uniforme oficial reservado a los oligarcas, una túnica broncínea y plateada sobre unos pantalones blancos, mientras que Marvin llevaba unos sencillos vaqueros y una sudadera roja.

El jefe de guardias estaba sentado al lado de uno de los realizadores.

—Ya casi estamos —dijo.

Kronous se volvió hacia él.

—¿Cómo conseguiréis mantenerlos dentro de Dite?

—Reforzaremos las posiciones de los guardias en las murallas de la ciudad.

—Bien. ¿Marvin?

Marvin estaba mirando la gran planicie que se extendía fuera del edificio.

Esa mañana había hablado con el jefe de guardias. El hombre le había dicho que doscientos kilómetros más al sur la tierra se extendía en una península que dividía dos mares y que llegaba casi hasta las costas del norte de África. Antaño había sido una tierra fértil y rica, luego la habían abandonado. La mayor parte de la población se había trasladado al norte, más allá de los Alpes, mientras que los primeros barrios del Paraíso se habían levantado solo en los numerosos archipiélagos que rodeaban la península.

—Ven a ver —le dijo Kronous.

Marvin apartó la vista del ventanal y se acercó hasta la pared de las pantallas, donde estaba su padre. El hombre lo observó con una sonrisa medida que parecía contener cierto orgullo.

—Te miro y me veo cuando tenía tu edad —le dijo poniéndole las manos en los hombros—. Tienes delante de ti una tierra que hay que construir entera, y una suerte enorme.

Tras decir eso se volvió hacia una pantalla en la que se veía una gran jaula de hierro con animales. Detrás se distinguían las murallas de cemento de uno de los círculos. En una pared, una luz roja empezó a parpadear y la jaula se abrió lentamente. El primer cerbero salió de un salto y enseguida levantó las tres cabezas, sacudiéndolas con fuerza. Una de las cabezas se aplacó y se inclinó hasta el suelo para beber agua de una cuba de hierro oxidado, mientras que las otras dos se volvieron hacia la jaula. Habían salido cuatro cerberos más. Las patas musculosas estaban recubiertas de un pelo corto e hirsuto marcado por numerosas cicatrices. Su paso lento tenía algo de humano y atroz.

—Llegarán a Dite por los conductos —explicó el jefe de guardias.

Kronous se acercó a la mesa donde, en un amplio monitor, estaba representada la sección del volcán. Decenas de líneas de colores se cruzaban, desvelando la estructura de los engranajes del cráter. El jefe de guardias señaló con un dedo una línea roja que llegaba desde las murallas exteriores de Dite hasta el corazón de la ciudad. El oligarca asintió complacido.

En las otras pantallas se veía que se estaban abriendo más jaulas. Marvin vio salir juntos a los minotauros, formando una manada compacta, tenía la impresión de sentir su aliento en las nubes de vapor que emitían por la nariz. Las arpías echaron a volar de manera desordenada, casi enseguida; todas menos dos, que cayeron desplomadas al suelo y desaparecieron del encuadre. Una se levantó cojeando mientras que la otra al parecer se quedó inmóvil. Por último, la atención de Marvin se centró en una criatura que todavía no había visto. Sobre un cuerpo de caballo se alzaba lo que parecía un tronco humano. Terminaba en una cabeza aplastada que tenía al mismo tiempo rasgos humanos y equinos.

—¿Qué es eso? —preguntó Marvin.

—Un centauro —respondió el jefe de guaridas—. Mitad caballo y mitad hombre.

—No lo había visto nunca.

—Son… nuevos, en cierto modo —dijo el jefe de guardias. Luego se dirigió al oligarca—. Señor, la escuadra que mandamos a la ciénaga ha vuelto.

En cuatro pantallas aparecieron las imágenes del pantano Estigia y el faro del hovercraft, que proyectaba un cono de luz delante de sí y que iluminaba las espaldas de dos chicos que luchaban por alejarse.

—Los han encontrado, pero no han podido cogerlos.

—¿Eso qué significa?

—Han escapado; según parece, eran cuatro, con ellos había una chica. A ella la identificaron, luego huyeron.

Kronous evaluó detenidamente esa información. Le habría gustado capturarlos antes de que llegasen a Dite. Pero, así las cosas, la ciudad infernal sería su tumba.

Miró la ciénaga. El cono de luz proyectado por el hovercraft se desplazaba y la cámara mostraba primero la panza del vehículo, luego a dos guardias que, tras caerse en el fango, subían por la escalerilla del portalón trasero. El vídeo se interrumpía bruscamente. Si los guardias hubiesen seguido rodando, habrían visto a un niño y a una chica que corrían resueltos, que saltaban entre las rocas, a dos chicos que se arrastraban por el fango en direcciones distintas.

Mientras que Alec había ido enseguida rumbo a la ciudad, Guido se había alejado hacia el lado opuesto, vagando durante horas por el fango. Ya no veía las murallas candentes, no tenía idea de cómo volver sobre sus pasos. Había visto unas barcas surcando silenciosamente el agua, guiadas por la luz de pequeñas linternas. Pero no se había fiado. Trataba de caminar por las rocas y por las raíces de los árboles, esperando que el calor de su cuerpo secase al menos un poco su ropa empapada. Pero no había muchos islotes y tenía que recorrer largos tramos por el agua, arrastrando los pies, que se le adherían al fondo fangoso.

Pensó que estaba enfermando. Sentía calor y luego frío, y escalofríos que le recorrían la espalda.

En la orilla, a un centenar de metros del punto en que se encontraba, aparecieron hogueras y grupos de condenados. Se oían sus gritos. Guido supuso que estaban haciendo trueques. No tenía nada que ofrecer, pero tampoco nada que perder.

Así, cambió de rumbo y fue hacia la orilla.

A medida que se acercaba, la escena le resultaba cada vez más clara. Había docenas de personas congregadas alrededor de la hoguera, en la que estaban quemando lo que seguramente eran chacales. El humo y el olor a quemado le dieron náuseas, lo cual no era una buena señal.

De pronto la tierra empezó a temblar. La superficie del agua se encrespó. Normalmente las sacudidas solo duraban unos segundos, sin embargo, esa vez parecía que no querían parar, es más, su intensidad aumentaba.

Los hombres de la orilla se habían quedado paralizados, todos miraban hacia un lado. La débil luz de las llamas no le permitía a Guido ver bien, pero aun así supo que algo se acercaba.

«Debe de ser un hovercraft —pensó—. Un hovercraft grande puede hacer temblar el suelo, aunque en ese caso ya tendrían que haberse visto sus luces».

Entonces los hombres empezaron a gritar. Vio dos o tres cadáveres en el suelo, volaban cuerpos sobre las llamas o eran lanzados al agua por una fuerza sobrehumana, como si un tornado se hubiese abatido sobre la costa. Los gritos desgarradores se dispersaban en la ciénaga, mientras más hombres caían, alguno corría pero luego paraba de golpe, y uno se acuclilló en el suelo con la cara tapada al tiempo que una sombra lo acometía, destrozándole el cuerpo.

Guido se quedó inmóvil, se agarró a una rama que asomaba de una roca y trató de apoyarse en un tronco, tenía que descansar un momento la espalda y las piernas. Mientras tanto, en la orilla continuaba la masacre. Se preguntó qué clase de animales eran, no parecían cerberos ni minotauros, y eso que en esos años él había visto todo tipo de criaturas. Las fieras no respetaban los límites de los círculos, por eso era frecuente encontrarse a esos animales en el Limbo.

Sin embargo, a estos no los había visto nunca.

Esperó inmóvil casi una hora, hasta que en la ciénaga se hizo de nuevo el silencio. Quería estar seguro de que se habían marchado. Entre los cuerpos tendidos en el suelo todavía ardían las hogueras y Guido entrevió carne abandonada sobre una roca al lado del fuego. En el Infierno había visto muertos de todo tipo, pero nunca había presenciado una matanza semejante. Conforme se acercaba, los cadáveres se multiplicaban, algunos habían sido arrojados al agua y flotaban con la cabeza hundida, había pedazos de carne por todas partes, si bien era imposible distinguir los jirones de los chacales de los miembros espantosamente mutilados por las sombras monstruosas.

Guido llegó por fin a la orilla y avanzó hasta el punto en que la tierra era seca, negra y fina. Se acercó a una hoguera. Se quedaría allí solo lo que tardara en secársele la ropa. Luego se marcharía. Debía entrar en Dite, debía encontrar la manera de hacerlo, pero Alec era el único que tenía el mapa.

Ante las llamas Guido comenzó a recobrar la lucidez. Era fuerte, estaba vivo, había sobrevivido solo muchos años. Ahora volvía a estar solo, no había cambiado nada. Se sentó en una roca y empezó a sentir hambre, al lado de las brasas había un pedazo de carne que humeaba. Se inclinó para ver si estaba en buen estado, y solo cuando la tocó con la mano se percató de que no se trataba de un chacal, sino de un brazo humano. Contuvo una arcada y se puso de pie de un salto. Tenía que irse de aquel lugar maldito, tenía que encontrar otro refugio. Podía llevarse una rama encendida para hacer una hoguera en otro sitio, pero cuando se disponía a cogerla advirtió que dos ojos rojos lo estaban mirando. Una de aquellas fieras estaba agazapada, inmóvil delante de él, devorando el estómago de un hombre. Guido podía ver claramente a un lado las piernas y al otro el tronco, que se movía cada vez que el animal apretaba la mandíbula. La cabeza de la fiera tenía rasgos humanos, a pesar de su piel negra y brillante, y a que el cuello estaba directamente unido a un tronco que terminaba en un cuerpo de caballo. El animal se puso de pie y le cortó el paso.

Guido apenas tuvo tiempo de ver que los grandes ojos rojos se abalanzaban hacia él. Luego cayó al suelo embestido por una fuerza sobrehumana. Su mente supo que había llegado el fin y corrió por última vez fuera del volcán, lejos del Infierno, hasta Europa. Pero chocó con el delito que había cometido y que nunca había confesado.

El rostro exangüe de su hermano tendido sobre la oxidada grúa amarilla del puerto le llenó los ojos.

—Perdóname —dijo con un hilo de voz.

Después ya no sintió nada.

Maureen y Jorgos no se hallaban lejos, pero habían caminado en la dirección opuesta, con lo que enseguida alcanzaron tierra firme, y habían invertido el rumbo tras comprobar que no había rastro de Guido ni de Alec.

Ahora avanzaban por la llanura quemada que rodeaba las murallas de Dite. La tierra estaba negra y seca, y humeaba en varios puntos, como si el fuego ardiese justo debajo de sus pies.

Jorgos parecía extrañamente tranquilo. No le importaba haber perdido las mochilas y los equipamientos, tampoco haber perdido la pista de dos compañeros de viaje. Caminaba con seguridad, unos metros por delante de ella. En cambio, Maureen temblaba de frío y de miedo.

—Para, espérame un momento.

Jorgos se detuvo. Maureen observó sus ojos negros, aquella cara de niño en la que de vez en cuando aparecían expresiones adultas o raras muecas animales.

—¿Qué hacemos si no los encontramos?

—Vamos a Dite, no podemos pasar aquí la noche.

Jorgos alzó la cabeza y luego estiró los labios con los dientes apretados, mientras aspiraba ruidosamente el aire por la boca.

—¿Qué pasa?

—Hay animales, muchos animales.

Maureen miró alrededor, pero no vio nada. Detrás de ella, la ciénaga parecía un gran lago negro, mientras las llamas de las murallas de Dite proyectaban luces anaranjadas encima de ellos. Tuvo la sensación de sentir un temblor en la tierra, como la vibración que precede la sacudida de un terremoto.

—¿Qué está pasando? —le preguntó.

—Tenemos que darnos prisa —contestó Jorgos a la vez que se ponía de nuevo en camino—. Pero debes dejar de tener miedo.

—Lo haría con mucho gusto si supiese cómo.

Jorgos apenas asintió. A veces Maureen tenía la impresión de que él debía traducir sus palabras para que ella le comprendiera.

—El miedo atrae a los animales —dijo lentamente.

Jorgos olfateó de nuevo el aire y luego aguzó la vista en la oscuridad. Debía de haber notado algo.

—Tenemos que intercambiarnos la ropa —le dijo.

—¿Qué?

—Tenemos que intercambiarnos la ropa.

Sin vacilar más, Jorgos se quitó la camiseta y se la tendió a Maureen. Ella la miró.

—Tapará tu olor, las arpías nos dejarán en paz —explicó Jorgos.

Maureen se quitó la camiseta y se la tendió a Jorgos, que se la puso rápidamente. Ella hizo lo mismo. La ropa de Jorgos tenía el olor del prado, de la tierra y del agua. Y Maureen supo por primera vez en su vida qué significaba no tener miedo.