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Alec cruzó la pradera sembrada de lápidas y se detuvo un momento al lado de una vieja construcción de piedra. «Estoy vivo —se dijo—. Estoy vivo». Miró la camisa rasgada y manchada de sangre y barro. Luego la tumba de la que había salido. Un túnel iba por debajo de las murallas y desembocaba en el cementerio de las afueras de Dite. Ese era el pasadizo entre el quinto círculo y el sexto. Mientras se encaminaba hacia los rascacielos, Alec pensó en la vez que Beth había pintado ese dibujo en la pared de encima de los fogones. Le había parecido un sitio poco adecuado para dibujar lápidas, pero como siempre no le había dicho nada.
Su plan era encontrar un refugio dentro de Dite, buscar a Maj y luego tratar de regresar a la ciénaga, con la esperanza de que entretanto Maureen y Jorgos hubiesen logrado reunirse con Guido.
Después de que el bote volcase, Alec se había arrastrado por el fango sin saber hacia dónde se dirigía. Había visto desaparecer a Guido detrás de un islote, entre los árboles. Más tarde también había desaparecido el hovercraft. Había llegado a la orilla guiado por la luz de las murallas candentes de Dite. Allí la ciénaga terminaba bruscamente y la tierra era dura y seca. No había guardias en la parte alta de las murallas, sino grandes pájaros negros revoloteando entre las llamas y el humo. Había esperado todo el día y toda la noche, con la esperanza de encontrar a sus compañeros.
Lanzó un último vistazo al cementerio para asegurarse de que sabría encontrar el punto al que debía volver. No estaba dispuesto a dejar a sus amigos en la ciénaga. A cien metros se extendía la ciudad propiamente dicha. Los altos edificios se alzaban compactos. Lo que en un primer momento había tomado por una especie de arco de entrada eran en realidad dos edificios hundidos uno sobre el otro.
Cruzó un vertedero en el que había hierros de camiones enormes, de coches y hasta de dos hovercrafts cubiertos de hierba y musgo. Trepó por los hierros y por los vehículos oxidados. Oyó ruido de pasos raudos, y vio entonces a dos ratas inmensas entre los escombros. Pensó que se las habría podido comer, pero había perdido la mochila con todo el equipamiento: la cantimplora, los medicamentos, las telas, las cuerdas, todo se había hundido en la ciénaga. Tenía que encontrar la manera de fabricarse un arma lo antes posible.
Se encaramó a uno de los hovercrafts y desde allí pudo ver mejor la ciudad. Anchas avenidas definían un ordenado retículo.
Bajó del hovercraft y siguió por la pradera llena de desechos. Una vez en el arco triunfal, decidió bordearlo en lugar de cruzarlo. Se deslizó por entre las traviesas de cemento, recorrió un pasillo que horadaba el edificio, y descubrió, cuando saltó al otro lado, que estaba caminando por una de las paredes laterales caídas.
Aterrizó en el asfalto. Se hallaba dentro de la ciudad.
Una luz amarilla y artificial aclaraba apenas la calle, los muros de los edificios ennegrecidos por el humo y las cristaleras rotas.
Mientras bordeaba una hilera de escaparates que mostraban locales completamente vacíos, oyó de repente un ruido en uno de los edificios. Paró. Distinguió entonces claramente el sonido de un vidrio que se rompía, seguido de un crujido. Podía ser una rata o un chacal, o que el edificio se estuviera resquebrajando.
Pero también podía ser una persona.
Una sombra cruzó veloz y lo acometió una corriente. Alec se dirigió al centro de la calle, creía que allí podía estar más seguro, pero tuvo la impresión de que lo rodeaban.
En todas partes, ocultas entre las sombras y los hierros de coches, había sombras.
Se metió en una calle angosta, entre dos edificios altos de ladrillo. Pero antes se volvió un instante y vio a dos chicos. Uno llevaba un palo con decenas de trozos de cristal incrustados. El otro corría desmañadamente, como si fuese cojo, tenía la tez oscura y la barba descuidada, el pelo grasiento y la ropa manchada de ceniza y quemaduras. Alec se arrimó a la pared para que no lo viesen. Luego se introdujo en un escaparate y accedió a un patio interior, entre los muros de edificios que tenían un aire antiguo. Los cruzó corriendo y se coló por una ventana, arrepintiéndose enseguida, porque se encontró en un piso desierto. Tuvo que recorrer varias habitaciones y pasillos para dar con la salida en el lado opuesto y desembocar de nuevo en la calle. Oyó voces, eran masculinas, gritos roncos, las voces de quienes están estrechando el cerco alrededor de su presa.
Se volvió y vio a un muchacho gordo y alto que corría con una antorcha prendida en la mano, pero no parecía ir en su dirección.
Luego reparó en tres chicas en un puente de hierro, a menos de diez metros. La piel brillante y manchada de negro, las facciones duras, los cuerpos fibrosos con ropa que les cubría apenas la cintura y el pecho. No lo habían visto y tenían su atención puesta en otra cosa.
Alec vio a una criatura que al principio no reconoció. Su cuerpo era tan grande como el de cuatro hombres adultos, se asemejaba a un toro, pero era más musculoso y tenía un solo ojo en medio de la frente.
Entonces supo que era un minotauro. Pero algo no encajaba. Los minotauros estaban en el séptimo círculo, no en el sexto, no en Dite.
Dos chicas clavaron sendas lanzas en el costado de la fiera, que pareció no notarlo siquiera; entretanto el muchacho alto con la antorcha se había abalanzado sobre una de ellas, tirándola al suelo. Alec oyó un grito femenino mientras se alejaba corriendo.
Pasó al lado del muchacho alto, que ya se estaba incorporando. La chica seguía en el suelo, sangrando pero consciente. Alec intercambió con ella una mirada que duró solo una fracción de segundo, pero lo distrajo. Perdió el equilibrio y se cayó al suelo. Dos manos fuertes lo levantaron. Se volvió de golpe y descubrió que lo había recogido una de las guerreras a las que había visto antes. Se zafó y ella lo tiró al suelo. Alec cayó de espaldas y el golpe lo dejó sin respiración.
—¿Quién diablos eres? —le preguntó ella con una voz que parecía casi masculina.
Alec vio como detrás de ella el minotauro se desplomaba de costado. Alrededor de la fiera se habían reunido ocho chicas.
—¿Quién debo ser?
La guerrera estaba encima de él, como un depredador que espera dar el golpe final.
—¡Dime quién eres! —gritó otra vez—. No estás con ellos.
—No estoy con nadie.
La chica lo levantó por los bordes de la camisa, que se rasgó, descubriendo el pecho y la herida donde se había quitado el alma. Lo miró a los ojos, aquel rostro le resultaba familiar.
—¡Oye, Cloe, ven! —gritó alguien.
Ella se volvió ligeramente. Alec aprovechó para zafarse y se fue corriendo. Entró en otro edificio sin mirar atrás. Esta vez se encontraba en un enorme aparcamiento elevado. Cogió una rampa y empezó a subir, una planta, dos; entonces vio el cartel que señalaba las escaleras en una puerta, fue hasta allí a toda prisa y subió los escalones de tres en tres. Cuando llegó arriba se dio cuenta de que estaba atrapado. Corrió hasta la otra punta de la azotea, que para su suerte estaba casi pegada a un edificio más alto. Sin calcular el peligro, tomó carrerilla y saltó.
Cuando aún no se había levantado, otro cuerpo ya había aterrizado en el edificio a poca distancia de él. Alec echó a correr con la esperanza de localizar las escaleras. Necesitaba llegar a la planta baja. En la calle tendría más libertad de movimientos. Ese pensamiento, la esperanza de encontrar una vía de escape, lo distrajo.
Un cuerpo se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo.
Alec casi no opuso resistencia. Consiguió volverse para mirarle la cara a su agresor. Era una chica, con la frente fruncida por la ira y el miedo; los dientes apretados le tensaban la piel manchada de las mejillas. Un chaleco de piel le ceñía el pecho, en el que había varios tatuajes negros. La chica se incorporó, le dio una patada en un costado con la bota y luego, mientras él se retorcía de dolor, le aplastó la cabeza contra el suelo con el otro pie. Su frente se estampó con violencia en el cemento y sintió el sabor de la sangre en la boca.
Con el rabillo del ojo observó a la chica, que había alzado una mano por encima de él. Vio el destello de la hoja de un cuchillo.
En ese instante la reconoció. Con un hilo de voz murmuró su nombre.
Los ojos de ella se encendieron. Maj estaba inmóvil, apuntando con el cristal al cuello de Alec.
Lo había visto mientras corría. Lo había seguido con la mirada, captando durante una fracción de segundo su imagen reflejada en los espejos rotos de los restos de una fuente. Era un mosaico hecho con teselas que cubrían lo que debió de ser la estatua de una mujer. Por eso la imagen del rostro del chico le había llegado en pequeños fragmentos, que sin embargo no le habían dejado ninguna duda.
A Alec le costaba reconocer aquel rostro. Tenía la piel más oscura de lo que recordaba. Parecía casi quemada en los pómulos y en la nariz. En el pelo le habían salido mechas rojas, las facciones resultaban más duras, tensas. Pese a todo, evidentemente era ella.
—Alec —dijo Maj.
No creía que volvería a pronunciar ese nombre, al menos mirándolo a los ojos. No creía que fuera a verlo de nuevo.
Maj estaba encima de él. Con la pierna izquierda doblada y pisando el antebrazo de Alec. En la mano derecha seguía empuñando el cuchillo. Apartó la pierna y bajó el brazo sin guardar el arma en la funda. No se lo podía creer, ni siquiera conseguía alegrarse.
Alec comprendió su reacción. Durante todos esos días había esperado ese momento, mientras que ella había tenido el mismo tiempo para perder toda esperanza.
Maj sintió que el rostro se le enrojecía. Guardó el cuchillo y le tendió una mano a Alec, que seguía inmóvil. Le rozó la muñeca. Alec notó enseguida un escalofrío y sonrió. Con los dedos ella le recorrió el brazo, entre los arañazos, los moretones y el barro. Su piel se había convertido en una página escrita que contaba la historia de aquel viaje.
La mano de Maj se detuvo a la altura del cuello, luego se deslizó por la pequeña cicatriz que se había formado en el pecho, en el punto donde se había quitado el alma.
Le daba miedo enloquecer, temía haber enloquecido ya, hasta el punto de dar cuerpo y consistencia a su sueño absurdo, a la esperanza que hasta ese momento no había admitido ni siquiera para sí misma: la de volver a verlo.
Le acarició la barbilla. Estaba manchada de sangre y polvo.
Los dedos de Maj se posaron en sus ojos, en su frente, en sus cabellos.
—¿Estás herida?
Maj meneó despacio la cabeza. Ahora la miraba Alec, sobreponía el cuerpo de la chica del Paraíso al de la guerrera que tenía delante. Tenía los músculos hinchados y tensos, los movimientos eran más rápidos y nerviosos, su cuerpo no olía a flores, sino a tierra y sangre.
Alec hizo ademán de ponerse de pie. Maj instintivamente se echó hacia atrás, como para parar un ataque. Él se quedó quieto.
—Solo quiero ver si sigo entero —dijo al darse cuenta de hasta qué punto el Infierno la había convertido en una fiera dispuesta a defenderse, pero también a atacar y a matar.
—Perdóname —contestó Maj y se levantó a su vez.
Alec aspiró, sintiendo un repentino pinchazo en las costillas. Expulsó despacio el aire y aspiró de nuevo, varias veces, hasta que el dolor menguó. Ahora que la veía allí de pie, comprendía quién era Maj: las botas, los pantalones cortos, el cinturón de cuero y la camiseta raída y abierta. Maj se había convertido en una amazona.
—¿Por qué estás aquí?
—He venido a rescatarte.
—¿Has venido… a rescatarme?
Alec asintió. Maj negó lentamente con la cabeza, incrédula.
—Hay un camino para salir de aquí.
—¿Para salir del Infierno?
—Por eso me he quitado el alma —dijo Alec, mientras se bajaba de nuevo la camisa y le enseñaba la herida del pecho.
—¿Cómo has conseguido…? ¿Cómo has llegado aquí? ¿Por qué te han condenado?
—Hay un camino para salir de aquí, te lo contaré todo, descubrí que mi padre era un arquitecto del Infierno, tengo un mapa que me ha permitido llegar hasta Dite, podemos irnos, podemos ser libres.
Maj escuchó esas palabras sin ser realmente capaz de comprender su significado. No podía creer que Alec hubiese ido a rescatarla para sacarla del Infierno. No era posible.
—Han pasado un montón de cosas desde la última vez que nos vimos —continuó él—, pero nunca he dejado de pensar en ti, por eso estoy aquí. Y no estoy solo, o sea, ahora sí, pero he atravesado todos los círculos con unos amigos, ahora creo que están en la ciénaga.
En ese momento ocurrió algo. En los días que había pasado en la red, Maj se había fabricado su nueva piel, una mezcla de dolor y de adrenalina. Aquella piel se había convertido en una gruesa coraza dentro de la que se había quedado la chica del Paraíso que había sido. Le parecía ver con claridad su viejo cuerpo agazapado en el interior de aquella armadura.
—Alec —dijo con un hilo de voz.
Él sonrió. Había intentado conservar el sonido de aquella voz junto con el recuerdo de su rostro, pero sus oídos estaban llenos de los gritos de dolor y de los lamentos de los condenados.
Dio un paso hacia ella, se acercó hasta que sintió el calor de su cuerpo. Esta vez Maj no retrocedió. Levantó despacio los brazos y Alec hizo lo propio. Sus manos se rozaron. Ella apretó los puños en torno a sus muñecas. Alec la abrazó y Maj se sintió a la vez vulnerable y protegida. Se apartó de él un instante solo para mirarlo a los ojos. Sus rostros casi se rozaron.
—¿Cuándo supiste que me habían condenado?
—En Europa, por televisión. Vi los reportajes en los que hablaban de ti.
—También mi padre está en el Infierno.
—Lo sé.
—He conocido a una chica, se llama Cloe, estoy viva gracias a ella, me llevó a la red.
—Eres una amazona.
—No, soy yo.
Alec se acercó para darle un beso y se detuvo a un centímetro de sus labios.
—¿Puedo besarte?
—¿Por qué me lo preguntas?
—No lo sé, ahora todo es diferente, ¿no?
—Puedes besarme también en el Infierno. Puedes besarme donde quieras.
Alec le rozó suavemente los labios temblorosos, sintiendo su aroma, olía a agua y a tierra. Luego la besó con más fuerza mientras la atraía hacia sí y oía los latidos acelerados de su corazón.
—Has venido a rescatarme —susurró Maj, como si sintiese la necesidad de repetírselo a sí misma.