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Al día siguiente bajaron por la empinada pendiente, no lejos de la cual habían acampado para pasar la noche. Tardaron toda la mañana en llegar al valle. El pantano Estigia apareció de improviso bajo un muro de niebla roja. Era una extensión de charcas, fango, riachuelos de agua pútrida y esqueletos de árboles. En las rocas, que despuntaban aquí y allá a ras del agua, se habían construido rudimentarios palafitos, en cuyo interior a Alec le pareció detectar movimiento, ruidos, sombras que se desplazaban lentamente.

Más allá de la ciénaga se veía el promontorio sobre el que se alzaba la ciudad de Dite.

—¿Cómo llegaremos hasta allí? —preguntó Guido.

—Necesitamos un bote —dijo Jorgos—, tendremos que hacer un buen trueque.

Empezaron a caminar entre los islotes, hundiéndose cada dos por tres en el fango y pasando bajo los palafitos rechinantes. Había varios botes flotando muy juntos entre los troncos que sujetaban los palafitos. Hombres encorvados de caras sombrías se movían como fantasmas, y si se encontraban con alguien paraban solo unos segundos para susurrarle palabras henchidas de odio.

—No miréis a nadie —dijo Jorgos—, esquivad sus ojos.

El niño se detuvo al lado de un bote en el que dormitaba un barquero solitario, envuelto en una capa negra que le tapaba también la frente.

—¿Qué quieres por llevarnos a la orilla interior? —le preguntó Jorgos.

El hombre se zafó de la capa con una brusca sacudida de cabeza, desmintiendo la impresión de que estaba medio dormido.

—¿Qué queréis? —replicó con tono agresivo.

—Tenemos que llegar a la orilla interior.

El hombre lo miró con semblante despectivo. Luego apoyó un remo contra la pared de un palafito, de manera que el bote se desplazó lentamente hacia ellos. De cerca su cara era todavía más inquietante de lo que había parecido. La tez era negra, la nariz aguileña y los pómulos prominentes; tenía los labios tensos en una expresión de desdén.

—¿Qué ofrecéis? —preguntó.

—Carne —contestó Jorgos.

—No me interesa.

—¿Tú qué quieres? —intervino Guido.

—Nepente —dijo el hombre—, pero lo quiero ahora mismo.

—¿Como este? —preguntó Guido a la vez que extraía de su bolsillo una bolita negra.

El hombre la miró con recelo, luego la cogió y con un gesto de la cabeza los invitó a subir a bordo.

Mientras el bote se deslizaba lentamente bajo los palafitos, Guido untó el nepente en una de las hojas que había guardado y se la tendió al hombre. Después de dos caladas este se transformó completamente. Sus facciones se distendieron, los pómulos se aflojaron, la mandíbula se relajó y la frente se ablandó.

—¿Sois nuevos aquí? —preguntó. También el tono de su voz era diferente. Era sereno, cálido.

—Sí.

—No parecéis gente de este círculo… —dijo el hombre, pero no había recelo en su voz—. Quizá yo tampoco lo parecía, cuando llegué aquí…

El bote salió del laberinto de palafitos y se abrió camino por un archipiélago de islotes cubierto por unas cuantas matas. Los condenados se arrastraban como sombras, empuñando cañas de bambú y redes.

—¿Qué hacen? —preguntó Guido.

—Pescan. Hay peces en esta agua, y no solo peces. ¿Queréis pescar? Si tenéis más nepente, os puedo llevar.

—No, gracias —dijo Alec.

El barquero asintió, expulsando una nube de humo blanco.

De repente se oyó un ruido en la ciénaga, un silbido y golpes de agua. De un grupo de árboles negros salió un hovercraft. El barquero detuvo el bote apoyando el remo contra una roca. Alec vio pasar el vehículo. No era como el del desfile, era más pequeño, parecido al que transportaba a los trabajadores en el Paraíso.

El hovercraft paró a menos de cinco metros del punto en el que se encontraban. Los motores soplaban el agua, levantando olas concéntricas que bambolearon el bote. El portalón trasero se abrió y aparecieron cinco guardias. Solo tres de ellos bajaron del vehículo y se apostaron en una roca. Un potente faro se encendió, proyectando un cono de luz blanca sobre los cuatro chicos y sobre el hombre.

—Acercaos e identificaos —dijo un guardia—, es una operación de control.

El barquero cogió el remo y lo acercó a un montículo de hierba que se elevaba de un conglomerado de rocas y fangos, hacia el que habían sido llevados por la corriente creada por el hovercraft. Ya iba a mover el bote cuando sintió que algo le asía la rodilla. Se volvió y vio el rostro de uno de los chicos.

—No te muevas —le dijo Alec en un susurro.

Alec se volvió hacia sus compañeros. Guido lo miraba sin saber qué hacer. Maureen estaba inmóvil detrás de él, mientras que Jorgos había desaparecido.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

—No lo sé —le respondió Guido.

—Si nos cogen será nuestro fin.

—Podemos decir que nos han quitado el alma, que nos atacaron.

—Eso también supondría nuestro fin.

—¿Qué quieres hacer?

Alec le apretó la rodilla al barquero. El hombre miraba la luz blanca que lo deslumbraba, resaltando sus facciones grotescas.

—¿Qué profundidad tiene el agua? —le preguntó.

—Poca, pero no es segura.

—¿Qué quiere decir que no es segura?

El barquero abrió la boca, pero no dijo nada. Alec comprendió que el nepente estaba alcanzando todo su efecto y que pronto el hombre se caería dormido hacia atrás.

Los guardias subieron la escalerilla del hovercraft. El estruendo de los motores se redobló, el vehículo se elevó un metro sin cerrar el portalón y fue hacia ellos.

—Subid —ordenó uno de los guardias.

Ahora estaba justo delante de ellos. De un salto podían llegar fácilmente a su bote.

Antes de que Alec o Guido pudieran hacer algo, un guardia cogió a Maureen de los hombros y la hizo subir por la escalerilla del hovercraft.

Extrajo el detector del cinturón y lo acercó al pecho de Maureen, exactamente debajo del cuello. La pantalla se iluminó, proyectando una luz verdosa sobre su rostro.

—Maureen Whestler —dijo lentamente—, has sido condenada al tercer círculo, ¿por qué estas aquí?

—Son ellos —intervino otro guardia, con la mirada clavada en la embarcación.

—Maureen Whestler, ¿por qué estás aquí?

—Los hemos encontrado —añadió uno de ellos.

Guido se lanzó a la ciénaga sujetando a Alec por la cazadora y arrastrándolo consigo. El bote se volcó, creando unos segundos de confusión que Guido aprovechó para alejarse por el fango, agarrándose a rocas, ramas y raíces.

En ese instante, Jorgos salió del agua y de un salto llegó hasta la escalerilla del hovercraft. Empujó a dos guardias y los hizo caer a la ciénaga. Luego cogió a Maureen por la muñeca y con ella se hundió en el fango. Alec los vio y trató de seguirlos, pero entre él y Maureen estaban los guardias, dos de los cuales habían trepado a una roca, mientras que otro ya había vuelto al vehículo. Guido estaba lejos, pero igualmente intentó seguirlo.

—¡Quieto! —gritó un guardia.

Alec oyó que el ruido del hovercraft aumentaba de intensidad y vio que la luz del faro se alzaba sobre él. Se volvió un instante, mientras con la mano derecha ya había asido una rama que asomaba de una roca.

El vehículo estaba girando sobre sí mismo. El chico se encaramó con fuerza a la roca y echó a correr entre los árboles. Las raíces formaban una base de apoyo lo bastante sólida para que pudiera avanzar rápidamente.

El hovercraft bajó hasta su cabeza, aplastando las ramas muertas. Alec dobló a la izquierda, se lanzó y se hundió en una charca de agua. Chocó primero contra un tronco y luego dio con las rodillas en el fondo rocoso, pero permaneció inmóvil bajo el agua.

No pudo contener la respiración más de unos segundos, la carrera lo había dejado extenuado. Procuró salir lentamente a la superficie para no hacer ningún ruido. Sacó la cabeza hasta la boca y empezó a respirar profundamente. Abrió los ojos. La ciénaga estaba sumida en el silencio. Solo se oía el ruido del agua que le chorreaba del pelo. Se puso de pie. Por todas partes, a su alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, solo había espejos de agua azules y negros, islotes de fango y rocas, y serpientes de niebla que se enroscaban en torno a los árboles muertos.