41
Un rayo de sol atravesó el muro de niebla. Como un cuchillo fino se clavó en el tronco del baobab. Alec abrió los ojos, miró alrededor y reconoció las casas y los campamentos en medio de los árboles.
El viento sacudió las mochilas y los haces de leña colgados de las ramas, dispersando unos segundos la bruma y descubriendo el valle situado en el centro del cráter y el perfil de una torre. Más allá se distinguía la silueta de unos edificios altos. La niebla ocultó en pocos instantes el paisaje, pero lo que había visto le bastó a Alec para saber que Dite no estaba lejos.
Guido se hallaba sentado al lado del fuego, sujetaba una hoja enrollada que ardía emanando un denso humo negro. Olía a resina y a otoño.
—Buenos días —dijo Guido.
—¿Dónde están Maureen y Jorgos?
—Han ido a intercambiar el cerdo.
Guido dio una bocanada a la hoja enrollada y apretó los ojos. Retuvo unos segundos el humo y luego lo expulsó en una larga nube.
—¿Quieres? —preguntó.
Alec negó con la cabeza. Nunca había fumado, pero conocía perfectamente aquel olor.
—He cambiado —dijo Guido—, soy otra persona, ¿sabes?
Alec cogió la cantimplora del suelo y bebió.
—Ha pasado en estos días, tú dormías, o sea, mientras estabas desmayado y te traía con Jorgos.
—¿Qué ha pasado?
—He visto mi vida desde fuera y me he dado cuenta de que no valía nada. —Guido aspiró la hoja y de nuevo expulsó el humo—. Cuando me propusiste ir contigo, que me quitara el alma, acepté, pero sin saber por qué. Creía que me convenía, parecía ventajoso, aquí se razona así. Aunque no me la quité por eso. Tenía miedo a morir, pero lo he comprendido solo ahora. La muerte me daba miedo, dejar de existir; primero existes y después ya no, y contigo desaparece todo, el universo termina.
Alec se sentó, seguía cansado y no entendía por qué Guido le estaba contando esas cosas.
—He hecho el amor con Maureen —dijo Guido—, pasó ayer, lo hicimos en el prado, entre la hierba.
Apretó los ojos, sentía que los pensamientos se le debilitaban, que se le enredaban, le parecía estar persiguiendo un sentido que no hacía más que escapársele.
Alec lo miró pasmado. Trató de saber si eso le molestaba, si le daba celos, y así se descubrió evaluando por primera vez lo que sentía por ella. Volvió con la mente al beso que se habían dado unos días antes de que se embarcase para el Paraíso. Se preguntó qué habría ocurrido si no se hubiese marchado. A lo mejor se habrían besado de nuevo, a lo mejor un día habrían hecho el amor, puede que en la escuela ocupada, sobre un saco de dormir raído. Y él jamás habría conocido a Maj y su vida habría sido diferente, muy diferente.
—¿Te molesta? —le preguntó Guido. Parecía que le había leído el pensamiento.
—No.
—Porque todavía no sé que relación hay entre Maureen y tú.
Alec reflexionó un instante.
—Diría que somos amigos, pero fuera del Infierno, aquí es diferente. Aquí somos personas que tratan de salvar la vida.
Guido sopesó aquellas palabras mientras su mente retomaba el hilo de los pensamientos anteriores.
—He sentido la vida cuando he hecho el amor, y he comprendido que lo que tenía no era solo miedo a morir, sino deseo de seguir viviendo. Nadie me lo había dicho antes…
Alec esperó a que Guido terminase de hablar, pero esos pensamientos se estaban desvaneciendo y pronto se diluirían en una sensación de paz y ausencia.
—¿Qué?
—Que merece la pena; ya que estamos aquí, es preferible vivir, ¿no? Después a lo mejor descubrimos que realmente hay algo mejor, que hay algo que no conocemos. Pues eso, supón que hay algo grande, algo inmenso y oculto.
Guido depositó la hoja enrollada, ya apagada, en una piedra al lado del fuego. Luego se dejó caer hacia atrás lentamente, hasta tumbarse completamente en el suelo.
—Ay, ¿quién habrá inventado todo esto? —dijo con un hilo de voz. Luego cerró los ojos.
Alec se quedó mirando unos segundos su cara de felicidad. La frente y la mandíbula se distendieron.
Oyó un chirrido debajo de las tablas y se volvió con cautela. Maureen saltó del tronco y aterrizó sobre la tarima. Tenía el rostro con marcas de arañazos y algunos cardenales, el pelo alborotado y los ojos demasiado brillantes.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Maureen.
—Creo que bien.
Ella dejó en el suelo dos bolsitas que tenían un polvo blanco.
—¿Qué es? —preguntó Alec.
—Harina. Nos ha costado cara, todo el cerdo que quedaba.
—¿Dónde está Jorgos?
—Ha ido a alguna parte, volverá con comida.
Alec se volvió hacia Guido, que dormía. Luego se dirigió hacia Maureen.
—Me ha contado…
Ella bajó la mirada, parecía avergonzada.
—Sí.
Luego miró a su amigo y pensó en todas las veces que lo había deseado, en todas las noches que había soñado con él cuando, sola en el tejado de la escuela, trataba de explicarse aquel mundo que le parecía absurdo. Con Alec el mundo era menos absurdo, y la vez que se habían besado en el Casino había atisbado un sentido, una dirección, había experimentado una emoción enorme, arrobadora, en la que no sabes dónde estás pero tienes el convencimiento de ir por el buen camino. Después, sin embargo, lo había visto muerto, había creído que no volvería a despertarse. Por eso había hecho el amor con Guido.
—Ha sido una tontería —dijo.
—No creo que en el Infierno haya tonterías. Todo lo que no mata vale, ¿no te parece?
Maureen miró a Guido y sintió por él una inexplicable ternura.
—Hombre, no me ha matado —dijo Maureen y sonrió. Se sintió idiota por esa frase. Pero Alec sonrió a su vez—. Mi temor es que todo se acabe en cualquier momento, porque si eso pasa nuestra vida realmente no sería nada. A mí no me preocupa morir, vivir me da igual, solo quisiera mantener los ojos abiertos sobre el mundo cuando ya no esté, quisiera estar segura de que sigue ocurriendo algo, porque, si no, ¿qué sentido tendría todo?
Maureen miró alrededor: los árboles, la luz que se filtraba en la niebla, el valle del cráter y la ladera del volcán, que surgía aquí y allá, descubriendo fragmentos de bosques, lagos y crestas rocosas.
—No puedes dejar aquí solo los ojos —dijo Alec—, tenemos que salvarnos íntegramente.
—Quería hacer el amor contigo —murmuró Maureen—, quería que lo hiciéramos cuando estábamos en Europa, cuando éramos… ¿libres? Necesito sentirme libre, sentir algo, sentir placer, dolor, lo que sea.
Maureen bajó la mirada a sus brazos arañados y Alec tuvo la impresión de saber cómo se había hecho esos cortes. No parecían heridas casuales, sino finas líneas rojas paralelas.
—¿Te los has hecho tú? —preguntó Alec.
Ella se encogió de hombros.
—Maureen, salgamos de aquí.
—Tengo mucho miedo.
—Eso también nos ayudará a salvarnos, como en Europa, no es diferente.
—Es muy diferente.
—Iremos todos a Dite —dijo una voz detrás de ellos. Era Jorgos. Llevaba un haz de leña atado a la espalda, y al hombro, el cuerpo de un animal grande, parecía un lobo. Dejó la leña al lado del fogón. Colocó los troncos y prendió el fuego—. Nos estamos dirigiendo hacia allí —añadió.
Maureen lo miró confundida.
—¿Qué significa que nos estamos dirigiendo hacia allí? —le preguntó Alec.
—Allí es adonde estaba llevando a Maureen.
—¿Por qué no nos lo habías dicho antes?
Jorgos no respondió, aspiró y expulsó lentamente el aire hacia ellos.
—¿Tú conoces el camino? —le preguntó Alec.
—El camino no, conozco el Infierno.
Alec observó su cuerpo de niño, que contrastaba con la firmeza y la seguridad de su voz. Luego cogió un trozo de carbón del fuego y comenzó a dibujar.
Primero hizo un círculo, era la cumbre del cráter. Trazó un pequeño hexágono en el centro, las murallas de Dite. Luego los campanarios de Nueva Jerusalén, y desde ahí la curva helicoidal que llegaba justo al centro del círculo tras dar cinco vueltas por el interior de su circunferencia.
—Es el mapa —dijo Alec y pintó una cruz en el punto en el que tendrían que buscar la salida del Infierno—. Llegaremos a Dite. Encontraremos la salida. Si nos perdemos, debéis saber lo que yo sé.
Se pusieron en camino a la mañana siguiente, después de haber recogido todas las provisiones, de llenar las mochilas con cuerdas, telas y todo el equipamiento que tenían, incluidos los haces de leña seca. Los fogones de las cabañas sobre los árboles estaban apagados cuando partieron con las primeras luces del alba. Alec y Jorgos iban delante, Guido y Maureen detrás.
Alec supo que se hallaba delante del dibujo de Beth en cuanto salieron del bosque. La pradera que ascendía en terrazas, las murallas que separaban el tercer círculo del cuarto a su izquierda y, más arriba, las cumbres nevadas y las dos puntas rocosas por entre las que tenían que pasar. Los desprendimientos cortaban oblicuamente el borde del volcán y allí era donde las murallas entre los círculos se interrumpían. Anduvieron en silencio hasta que la niebla se despejó y la pendiente de la montaña apareció en toda su majestuosidad. Más arriba, las rocas y la tierra estaban cubiertas de nieve.
—Tu padre ha estado en Dite —dijo Jorgos.
Alec paró y lo miró.
—¿Cómo lo sabes?
—Era más pequeño, pero allí lo conocen, entonces él era libre.
Alec sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—¿Y tú lo viste?
Jorgos asintió con un gesto tajante de la cabeza y siguió andando.
—¿Qué sabes de él?
—Lo que me han contado. Él hablaba con la red, ha estado en el rascacielos.
—No sé de qué hablas.
—La red, las amazonas, es de donde yo vengo. Yo he nacido en Dite, mi madre era una amazona.
Alec había oído hablar de ellas, alguna vez había visto sus imágenes en la catedral.
—Pero ¿cuándo fue eso? —le preguntó.
—No lo sé, yo no conozco el tiempo. Tu padre estaba solo y solo no podía ir, los arquitectos se quedan como mucho en las máquinas infernales. Pero él hablaba con la red, las ayudaba, les explicó dónde estaban los pasadizos entre los círculos.
—¿Por eso tú también conoces el camino?
—No, ya te lo he dicho, yo no sigo los caminos.
—¿Y qué sigues?
—Creo que el olor, me han dicho que hago eso.
—Pero ¿quién te lo ha contado todo?
—Las amazonas, ya las verás, os llevaré donde ellas.
Alec calibró esos datos, si bien las frases confusas del niño lo dejaron perplejo.
—¿Nos estás llevando donde ellas?
—Yo tengo que ir allí.
—Eres raro —le dijo Alec.
—Lo sé, soy diferente, me lo han explicado.
—¿Qué quieres decir?
—Yo soy libre.
—¿Libre en qué sentido? Tú también estás en el Infierno.
—No conozco las palabras para explicarlo, solo sé lo que me han dicho, soy libre, porque no tengo miedo. El miedo es el Infierno.
Alec escuchó esas palabras, tuvo que repetírselas mentalmente para poder encontrarles un significado. Se preguntó qué era el miedo y pensó en su madre llorando en la catedral, en su hermana, que dejó de hablar tras la desaparición de su padre, pensó en los guardias de la Oligarquía que patrullaban las calles de Europa, en el desfile del ejército y en los grandes hovercrafts, y de repente se le esclareció el sentido de aquellas palabras. Eso era el miedo. Eso era el Infierno.
—¿Cómo era mi padre? —preguntó Alec.
Jorgos se detuvo. Primero olfateó el aire y giró la cabeza con ese movimiento animal que Alec ya había aprendido a reconocer.
—¿Qué pasa?
—Animales, pero están lejos —respondió Jorgos. Luego siguió caminando—. Era un anarquista.
—No sé qué es un anarquista.
—Si no existen guardias, no existe la Oligarquía, y no tienes miedo.
—¿Y mi padre era así?
—Tu padre era un anarquista. Pero tenía miedo.
La montaña estaba cada vez más cerca. Ahora el viento era frío y soplaba en una sola dirección, hacia el cráter del volcán. La niebla formaba un manto unos metros por encima de sus cabezas. Era como si reposara sobre grandes bloques de piedra a lo largo de la pendiente, que parecían haberse desprendido del borde de la montaña.
Jorgos se detuvo en un pequeño claro. Alec se volvió hacia el valle, percatándose de lo empinada que se había vuelto la ladera. Maureen y Guido los alcanzaron poco después. Ella jadeaba. Él estaba empapado en sudor, pero tenía el rostro distendido y la mirada brillante.
—Tenemos que encontrar un sitio para la noche —dijo Jorgos mirando primero hacia arriba, hacia las puntas rocosas que salían de la nieve, y luego hacia abajo.
Hacía poco que el sol se había puesto detrás de la cumbre del volcán y con la oscuridad habían reaparecido las altas torres candentes de Dite al fondo del valle. Chorros de fuego y chispas amarillas pintaban la niebla y el humo negro que se elevaba alrededor. Por primera vez, Alec vio qué había también al otro lado de las murallas. Las llamas, en efecto, iluminaban altos rascacielos derruidos, esqueletos de cemento y metal y cristales rotos que quebraban la débil luz del fuego. Alrededor de las murallas, en cambio, se veían los destellos dorados de las aguas de la ciénaga.
—¿Qué son esos edificios? —preguntó Alec.
—Eso es Dite —respondió Jorgos.
—Pero es una ciudad.
En las imágenes que veía en la catedral, en Europa, nunca enseñaban todos los edificios, sino solo fragmentos que parecían poco más que telones de fondo para las máquinas infernales.
—¿Qué había allí? —preguntó Alec.
—Una gran ciudad, antes de que el volcán se reactivase —contestó Jorgos—, antes del Infierno.
—¿Cómo es que sabes todo eso?
—Son las historias que se cuentan en Dite, de noche en la red, frente al fuego. —Jorgos cerró los ojos—. Allí estaba tu padre, tu padre contaba esas historias, creo, quizá yo todavía no había nacido.
Alec evocó los relatos de su padre, las historias de exploradores, viajes, volcanes, todas las aventuras fantásticas que les narraba a él y a Beth de noche. Y también en sus historias había bandas de chicos y chicas, había ciudades y ríos, temporales y vendavales y montañas que había que escalar. Y estaba la gran metrópoli abandonada donde se ocultaba el tesoro.
Reanudaron el camino por el desprendimiento, bordeando los grandes bloques de piedra, que parecía que podían caerse en cualquier momento, al tiempo que largas lenguas de nieve empezaban a aparecer aquí y allá como blancos dedos de hielo que buscaban estrechar la pendiente. Anduvieron en silencio una hora más, hasta que llegaron al pequeño altiplano encajonado entre dos promontorios rocosos.
Alec reconstruía en aquel paisaje los dibujos de Beth, sobreponiendo los trazos del lápiz negro a la montaña.
—Acamparemos aquí para pasar la noche —dijo Jorgos—. Mañana estaremos en el pantano Estigia.