39
Lo primero que Alec vio cuando abrió los ojos fue el cuerpo de un cerdo salvaje muerto colgado de un árbol. Trató de incorporarse, pero se dio cuenta de que estaba atado. Fue presa del pánico. Alzó la cabeza y vio la tupida copa de un árbol. Sus robustas ramas se confundían con las de otros árboles, que estaban iluminados por una luz amarilla artificial. Se sentó, descubriendo que había dormido en una tarima de madera montada sobre el tronco y que las cuerdas, ceñidas alrededor de una manta, tal vez servían para evitar que se cayese accidentalmente.
Alguien lo había encontrado.
Alguien lo había llevado a aquel lugar.
Pero ¿quién? ¿Y por qué? ¿Y dónde estaba Guido?
En su mente surgieron fragmentos de un viaje que no sabía situar en su memoria reciente. Vio una montaña, el abismo infernal que se abría al lado de un sendero. Rostros junto a él, personas que caminaban, una de ellas era sin duda Guido, a la otra no la reconocía.
Consiguió soltarse de la cuerda y se puso de pie, sintiendo enseguida un pinchazo en el pecho. Miró la herida donde se había quitado el alma y advirtió que estaba hinchada. Todavía le quedaba un poco de desinfectante, pero de eso ya se ocuparía después. Antes tenía que averiguar dónde estaba.
Permaneció quieto unos segundos y solo en ese instante reparó en dos grandes ojos que lo estaban observando. Agachado sobre una de las ramas había un chiquillo, inmóvil. No estaba escondido y Alec se preguntó cómo no lo había visto antes. Era poco más que un niño. Tenía el pelo corto y la piel oscura, sobre la que resaltaban unas grandes pupilas. Llevaba ropa ligera, que dejaba entrever una osamenta fina.
—¿Quién eres? —preguntó Alec.
No le respondió.
—¿Tú me has traído aquí?
El niño olfateó el aire y saltó a la tarima de madera sin hacer ningún ruido. Alec retrocedió unos pasos. Las tablas crujieron bajo sus pies.
El niño olfateó de nuevo el aire.
—No tienes miedo —dijo. Su voz era clara pero firme. Parecía la de una mujer.
—¿No?
—No.
—¿Hueles el aire?
El niño se encogió de hombros, luego estiró despacio el antebrazo y miró fijamente a Alec, adoptando una postura que parecía cumplir un ritual concreto. Sopló despacio, produciendo un silbido.
—¿Qué pasa? —le preguntó Alec.
El niño sopló otra vez, luego olfateó el aire.
—Es verdad que eres diferente, me lo había dicho.
—¿De quién soy diferente? ¿Quién te lo ha dicho?
—Los otros condenados tienen miedo.
—¿Yo no?
—Tienes menos. Ella tiene mucho.
—¿Quién es ella?
—Dice que te conoce. Por eso te hemos cogido.
Durante un instante, Alec renunció a comprender lo que quería decir aquel niño.
—¿Dónde estamos?
—En un bosque, entre el cuarto círculo y el quinto, más o menos.
—¿Y cómo hemos llegado?
—Guido te ha arrastrado en una camilla. Él tiene mucho miedo.
—¿Está aquí?
—Sí.
El niño le dio dos golpes al tronco del cerdo salvaje para espantar las moscas. Luego desató una cuerda del tronco y la deslizó entre sus manos. La mochila de Alec bajó lentamente por la tarima de madera. Encima de ellos había más mochilas, bolsas y herramientas. Estaban atadas con sogas por medio de un sistema de poleas.
—Es por las serpientes —explicó el niño—, si no, entran en las mochilas. Coge agua, tienes que beber.
Alec abrió la mochila y sacó la cantimplora. Estaba llena. Tomó un par de tragos, experimentando un alivio inmediato. Tenía la garganta seca y caliente.
—Ahí vienen —dijo el niño, asomándose por la tarima.
El primero que apareció fue Guido, que trepó por una soga atada a una rama grande del árbol. Detrás de él había una chica.
—¡Alec! —exclamó Guido al verlo de pie. Por algún motivo, parecía alegre.
Soltó la soga y se asió a un tronco, luego se deslizó por la tarima de madera, haciendo temblar las tablas. Miró a Alec y le arrojó los brazos al cuello, lo estrechó unos segundos y a continuación lo apartó, sujetándolo con fuerza de los hombros. Alec estaba desorientado por su comportamiento.
—Hola, Alec —dijo entonces la chica.
Llevaba los pantalones del uniforme de los condenados y una ancha sudadera negra. Tenía el pelo alborotado y enmarañado sobre la frente, pero se lo había recogido con un palito incrustado entre los mechones. Se miraron unos segundos. Guido los observaba con curiosidad, parecía que el encuentro le hacía gracia, mientras que el niño seguía la escena con los ojos entornados, los brazos ligeramente extendidos y las palmas vueltas hacia los tres chicos.
Alec fue a su encuentro y la abrazó. Notó su espalda fibrosa entre sus manos, su cuerpo enérgico y al mismo tiempo frágil, su doble naturaleza, que conocía perfectamente. Percibió su olor, seguía siendo a especias, pero había algo más. El fuego y la tierra le habían dejado su huella. Miró sus ojos brillantes: sin querer, se vio reflejado en ellos, desde que había entrado en el Infierno no había visto su propia imagen. No vio nada de sí mismo, salvo el dolor, el miedo.
—¿Cuánto llevas aquí? —le preguntó.
—Dos semanas, creo, nos cogieron en la escuela.
—¿Cómo estás? ¿Estás herida?
—No, estoy bien —respondió ella y le lanzó una mirada al niño—. Él me encontró, estaba muerta, o sea, no estaba muerta pero me había dado un golpe en la cabeza, en el tercer círculo, allí nos habían mandado.
—¿Al tercer círculo? ¿Por qué?
—No siempre hay una lógica, pero quizá eso ya lo sabes.
—Sé poco.
—¿Por qué estás aquí?
Esa pregunta no se podía responder brevemente. Había una larga historia y Alec no creía que pudiera contarla en ese momento. Miró alrededor.
Había otras casitas en los árboles. Solamente eran cabañas, o simples estructuras de troncos unidos entre sí y cubiertos con telas y ramas. En cada una ardía un fuego y las llamas ahuyentaban la niebla amarilla que se deslizaba entre el follaje.
Maureen le puso una mano en el hombro.
—Aquí estamos a salvo. Es su casa.
Entretanto, el niño había cogido un haz de leña. Con movimientos rápidos hizo un montón con una serie de troncos pequeños, que prendió. Por su parte, Guido había bajado al suelo el cuerpo del cerdo salvaje. Con un cuchillo le había cortado las patas y ahora lo estaba despellejando.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Desde cuándo estoy aquí?
—Han pasado cinco días. Jorgos te encontró. —Alec comprendió que Maureen estaba hablando del niño—. Le había hablado de ti. Lo sabe todo.
—¿Qué significa que lo sabe todo?
—Él ha nacido aquí. No lleva alma.
Alec la miró, creyendo que había entendido mal. Sin embargo, Maureen asintió.
—Alec, ¿por qué estás aquí?
Mientras asaban la carne del cerdo, Alec le contó los sucesos de las últimas semanas. El encuentro con Maj, la decisión de irse juntos a Europa, su condena y luego el descubrimiento de que su padre era un arquitecto del Infierno. Le habló de Marcus, de los dibujos de Beth que componían el mapa y de la salida del Infierno.
Después de comer, Maureen se acercó a Alec.
—¿Puedo dormir a tu lado?
Alec levantó un borde de la manta y le sonrió. Maureen se sentó y se apoyó en su pecho. Él sintió el calor de su cuerpo y le pareció tan precioso como el agua y las provisiones. Ella se acurrucó más y él la abrazó. En los otros refugios del bosque se oían voces y susurros. Algunos fuegos seguían encendidos.
Maureen subió la manta hasta más arriba de sus cabezas. Alec oyó el sonido de su respiración amplificado y el latido acelerado de su corazón. Permanecieron largo rato en silencio.
—He tenido realmente miedo de morir —dijo Maureen—, nunca me había pasado, es raro, ¿tú lo has tenido?
—Sí, cuando estaba en la selva.
—Por primera vez deseé que hubiera algo después de la muerte; estaba fatal, creía que no podría volver a levantarme, así que me dije: «Si hay algo después, pues me muero».
Maureen evocó las horas que había pasado tirada en el suelo.
—¿Qué pasó luego? —le preguntó Alec.
—Llegó Jorgos. Me llevó a un refugio, me cuidó.
—¿Por qué lo hace?
—No lo sé.
—¿No se lo has preguntado?
—Él no es como nosotros. Solo sigue su instinto, no sé por qué lo hizo, no sé adónde me está llevando. Pero conoce lugares en los que podemos estar a salvo.
—¿Qué lugares?
—Lugares como este. Aquí no corremos peligro. Se encuentra agua, se puede cazar animales, no llegan los guardias, pero hay otros lugares seguros, hay aldeas por las montañas.
Alec pensó en el mapa y en los dibujos de Beth que representaban el esqueleto del Infierno. Le resultaba difícil figurarse aldeas o refugios, pero había visto la extensión del volcán, las cumbres nevadas que permitían imaginarse otros valles y bosques.
—Tendrá apenas diez años. Si nos lleva a otro lugar, podremos organizarnos, tenemos tiempo, poco a poco te construyes una cabaña y hay gente que te puede ayudar, Jorgos sabe reconocer a aquella de la que te puedes fiar.
Alec suspiró.
—Yo no me puedo quedar. Tengo que ir a Dite.
Maureen meneó despacio la cabeza. Alec sintió que la piel de su amiga se estremecía al contacto con la suya.
—Alec, tú también has visto el Infierno, estamos vivos de milagro. Quieres ir a Dite, pero en medio hay una ciénaga y la ciudad está rodeada de murallas, hay… unas criaturas más espantosas de lo que te puedes imaginar y…
—Lo sé, Maureen, lo sé. —Alec la atrajo hacia sí.
—¿Qué probabilidades hay de sobrevivir? Moriremos, alguien nos matará, o terminaremos heridos, he visto lo que pasa, aquí la gente muere sin parar.
—No digo que mañana estaremos fuera de aquí, pero conozco el camino para volver a casa… Para mí no hay nada después de la muerte.
—¿La amas? —le preguntó Maureen de repente.
—Eso ahora no tiene importancia. Estamos aquí, estamos nosotros, tenemos un camino para ir a Dite, y yo conozco la salida del Infierno, ¿qué importancia tiene lo demás?
Maureen sonrió, una lágrima le surcó la mejilla.
—Estás aquí por eso, ¿cómo no va a tener importancia?
Alec retiró la manta que había protegido sus últimas palabras. Miró a Maureen a los ojos, tratando de averiguar qué estaba pensando.
—¿Por qué me lo preguntas? ¿Por qué quieres hablar de eso ahora?
—No lo sé.
—Ven a Dite con nosotros. Saldremos de aquí, te lo prometo.