38

El suelo estaba blando y candente, pero Maj corría con todas sus fuerzas, rozando apenas las briznas de hierba, oyendo el silbido del viento entre sus cabellos y sus orejas, con la vista clavada en el chacal que tenía a menos de diez metros. Empuñaba la lanza en la mano derecha. Con ella iban otras dos amazonas, además de Cloe, que estaba más adelante y se aprestaba a lanzar.

En la última semana su vida había cambiado completamente. Las amazonas la habían aceptado en su red. Su iniciación había sido grabada con cámaras clandestinas y la cinta pirata se había difundido en Europa. En algunas catedrales, el vídeo de la chica del Paraíso a la que recibían las amazonas estaba rodado como una interferencia. Pocos segundos en los que se repetía constantemente la imagen de Maj de pie frente al fuego y la voz de la reina: «El mundo se quedará mirando a la chica del Paraíso que se ha rebelado contra la Oligarquía».

Al día siguiente de la iniciación se le asignó su guía, Liz, que tenía unos años más que ella y le enseñaría a cazar, le mostraría qué debía comer y cómo debía hacerlo, cómo tenía que moverse por la ciudad, cómo debía defenderse de los otros condenados, cómo había que matar un animal o a un hombre.

Maj había aprendido a tirar la lanza. Había practicado en una de las plantas del rascacielos, junto con Cloe y otras condenadas recién llegadas, con un tronco que le habían dado como blanco. Había comido carne seca y verduras en lata de las raciones de comida, pero también había empezado a conocer las plantas que las amazonas cultivaban en grandes cubas de cemento sobre la azotea del rascacielos. Eran hierbas medicinales para preparar bebidas y desinfectantes naturales.

Cada día había ido a las máquinas infernales para conseguir su ración de comida, y cada día el fuego le quemaba menos, porque la piel se le iba volviendo más dura y resistente.

Al cabo de una semana tuvo que participar en su primera batida de caza. No había escasez de animales en la periferia de la ciudad, allí donde se acababan los edificios y comenzaban las grandes extensiones de hierba y fango en las cercanías de las murallas. Había chacales, lobos, a veces algún cerdo salvaje.

Maj corría junto con las otras amazonas, cada una de ellas empuñando una lanza, con los ojos fijos en la presa. Cloe arrojó la lanza e hirió al chacal en la pata, pero no se la clavó. El pelo del animal se tiñó de rojo mientras caía al suelo y rodaba unos metros, para luego levantarse y continuar su carrera.

El río, que corría plácido en la planicie situada al otro lado de los últimos edificios de Dite, antes de las murallas candentes, apareció detrás de un montículo que el chacal superó con un salto renqueante debido a la herida. Maj vio dos enormes cerberos abrevando en un pequeño islote en medio del agua. Un poco más allá había más chacales.

Una de las dos amazonas arrojó con fuerza la lanza. Esta vez el cristal dio de lleno en la caja torácica del animal, atravesándolo y tirándolo al suelo. En un instante estuvieron allí las cinco: Maj, Cloe, Liz y las dos amazonas con las que formaban el grupo de caza.

Ahora la presa estaba inmóvil, debajo de ella. El chacal jadeaba, no podía siquiera levantar la cabeza, que se balanceaba pegada al suelo, mientras la sangre le había manchado los dientes y el pelo del hocico. Maj no pudo dejar de sentir lástima, sobre todo cuando se dio cuenta de que no era un adulto. Tenía el pelo suave y el lomo estilizado, y en el cuerpo no había marcas de más heridas.

Parecía un animal joven que acababa de empezar a vivir. Parecía ella, pero no la rebelde del vídeo que habían visto las amazonas, sino la chica del Paraíso, pequeña e indefensa. Maj sentía que la misma mentira que se escondía en los dientes apretados del cachorro, en su pelo cubierto de sangre, la encarnaba ella en aquellas imágenes que la presentaban como la chica del Paraíso que se rebela contra la Oligarquía.

—Mátalo tú —dijo Liz.

Maj no reparó en que la chica estaba hablando con ella.

—Venga, atízale en el cuello.

Maj lo miró muda. En el lago, en el Paraíso, siempre obligaba a su padre a soltar los peces que pescaban. Sin duda, Liz no podía imaginarse que a la chica que según el vídeo había disparado a muchos guardias de la Oligarquía le costaba matar un animal.

—Venga, tenemos poco tiempo —la apremió Liz—, las otras nos están esperando.

Maj miró el chacal una vez más, esperando que se muriese solo. Pero el animal seguía jadeando. Dio un paso hacia él, aunque ya estaba bastante cerca para rematarlo. El animal apretó los dientes y saltó hacia la pierna de Maj, que no pilló por poco.

—Puedo hacerlo yo —dijo Cloe, acercándose.

Liz las miró a las dos: nunca habría esperado tanto rato para que una recién llegada matara una fiera. Pero la reina había sido clara: «Ponla a prueba. Quiero una guerrera».

Cloe había intuido el miedo de Maj. En esos días en el rascacielos había aprendido a conocerla, habían hablado largamente, de noche. Maj había descubierto qué significaba tener una amiga en el Infierno, alguien con quien hablar, llorar, abrazarse de noche cuando el miedo te despierta de golpe y la cabeza te dice que no vas a salir de esa, que no conseguirás sobrevivir, que a lo mejor aguantas otro día, una semana o un mes, pero que tu vida está abocada a terminar. Una amiga era un buen motivo para vivir en el Infierno. Eso ya lo sabía perfectamente.

Cloe le agarró la mano y la apretó alrededor de la lanza.

—Remátalo.

Maj ya no podía echarse atrás. Alzó el brazo y calculó la mejor trayectoria. No parecía difícil. Era como clavar una estaca en la tierra, se dijo. Pero la bestia había empezado a aullar, su grito parecía casi un llanto.

Observó sus ojos espantados, se preguntó si se había dado cuenta de que estaba a punto de morir. Se le hizo un nudo en la garganta. Estaba como ella.

El brazo saltó como un resorte, desprendiendo una energía que Maj no creía poseer. El animal aulló mientras el cristal se le clavaba en el cuello, y Maj tapó ese aullido desgarrador con un grito. El chacal se retorció durante casi medio minuto, luego se quedó inmóvil. Maj soltó la lanza. Se arrodilló y puso la mano sobre el animal; se le quedó roja de sangre.

—¿Qué haces? —le preguntó Liz—. Venga, apártate.

—Maj, no te comportes así —le susurró Cloe al oído, tratando de que se alejara, mientras Liz y una de las otras amazonas ataban las patas del animal para poder transportarlo—. Esto es necesario, ¿entiendes?

Maj se fue corriendo antes de que las amazonas pudieran ver sus ojos brillantes. Empezó a llorar convulsivamente, los sollozos le sacudían el pecho. Necesitaba limpiarse la sangre, sentía su olor acre. Llegó al meandro más cercano del río. Se agachó en la orilla y se lavó las manos y los brazos. Cloe apareció a su lado poco después, la obligó a incorporarse y le dio dos bofetadas.

—¡No puedes comportarte así! —gritó Cloe—. ¡No puedes!

Maj no dijo nada.

—Eres un nudo de la red —prosiguió Cloe.

—Yo ya no sé quién soy.

—¡Eso da igual! No debes pensar en quién eres, debes pensar en sobrevivir.

—¿Y eso qué sentido tiene? ¿Para qué sobrevivimos?

—Para salir de aquí, para volver a ser libres.

—¿Y después? ¿Qué nos espera después? ¡El Infierno está también allí fuera, tardas más en morir, pero todo es igual! Y yo no soy la chica del Paraíso que se rebela contra la Oligarquía, no soy más que la chica del Paraíso, la que duerme en una cama con colchas de seda, pasa los domingos en la piscina, siempre tiene comida. ¡Nunca me ha importado nada del mundo, no soy vuestra heroína!

Cloe la cogió del pelo y la tiró al suelo. Se arrodilló a su lado, mientras le agarraba la cabeza a un palmo del agua para que pudiese ver su reflejo. Con la boca abierta y los labios ligeramente levantados, como una fiera que enseña los dientes, la frente arrugada y los pómulos rojos presionando los ojos, una sombra oscura le chorreaba sobre las sienes, era la sangre del chacal.

—Esta soy yo —dijo Maj quedamente.

Cloe le dio un beso rápido y decidido en los labios.

—Esta eres tú.

Cuando volvieron, Liz y las otras dos chicas ya habían terminado de atar al animal para poder llevarlo colgado de un palo. Un grupo de amazonas las esperaba en el punto donde finalizaba la pradera y empezaban los edificios derruidos. Estaban acampadas en la azotea de una antigua fábrica de ladrillos rojos y vigilaban la llanura, por si aparecía cualquier otra banda.

Con ellas estaban además tres hombres, dos jóvenes de unos veinte años y otro que debía de tener al menos cuarenta. En la azotea de la fábrica cortaron el cuerpo del animal en dos partes, una se la entregaron a los tres hombres, quienes dieron a cambio una bolsa blanca.

—¿Quiénes son? —preguntó Maj cuando se adentraban en la ciudad.

—Anarquistas.

—No sé quiénes son los anarquistas.

—Es otra banda de Dite, son los únicos con los que hacemos trueques. Se parecen un poco a nosotras.

—¿En qué sentido?

—Son presos políticos, gente que se ha opuesto a la Oligarquía y por eso está aquí. Hay quien se ha hecho condenar solo para venir a Dite, para unirse a los anarquistas.

Maj la miró incrédula, le parecía imposible que estuviese hablando en serio.

—¿Quién puede hacer algo así?

—Quien cree que el mundo es inaceptable.

El rascacielos apareció de repente, más allá de una pequeña plaza con una fuente en el centro. Había una estatua de un cuerpo femenino parcialmente cubierta de pequeños fragmentos de espejo.

Una vez en el interior del edificio, unas cuantas amazonas cogieron la mitad del animal muerto y subieron las escaleras. Maj y Cloe fueron al sótano, donde se encontraba la antigua cisterna, el motivo por el que años antes habían elegido aquel edificio como base. La cisterna les suministraba toda el agua que necesitaban y habían organizado una parte de ella como un auténtico baño, en el que podían asearse y reposar.

Era una sala amplia envuelta en vapor que olía a hierbas. Altas columnas sostenían el techo, que parecía de piedra. Una tenue luz naranja alumbraba el ambiente, mostrando arcos de aspecto antiguo entre las columnas.

Dejaron la ropa en el suelo y entraron despacio en el agua hirviente. Alrededor se oían voces y susurros, y la luz iluminaba de vez en cuando a las otras chicas que se estaban bañando.

Maj se hundió en el agua, dejándose envolver por el vapor como si fuera un abrazo del que no habría querido soltarse nunca. Echaba de menos el calor humano, el calor de la gente, de sus amigos.

Cloe nadó unos metros. Maj observó desde atrás su cuerpo recio. Tenía varios moretones en las pantorrillas y en los muslos. La alcanzó en dos brazadas y se sentaron juntas en las escalerillas del borde.

—Quisiera quedarme aquí toda la vida —dijo Maj.

—Hasta que cumplas tu condena.

—No, toda la vida.

Cloe sonrió y le acarició la cabeza, un gesto que Maj no se esperaba, pero que aceptó como un regalo, como si su amiga hubiese leído sus pensamientos.

—¿Cómo consiguen conservar este sitio? ¿No lo ha encontrado nadie?

—Está bien defendido. La red es fuerte, pero no hablemos de eso ahora.

—No sé de qué hablar.

—¿Quién era ese chico? El que sale en el vídeo de tu delito, en el río.

Maj tardó unos segundos en acudir con la mente a aquellas imágenes que la devolvían a sus últimos días en el Paraíso, los más hermosos y los más terribles.

—En parte, es el motivo por el que estoy aquí.

—¿En serio?

—Creo que sí. Él me hizo ver cómo es el mundo, me lo explicó, en el Paraíso no sabemos nada.

Cloe la miró con curiosidad.

—¿Qué significa que no sabéis nada?

—Yo nunca había visto el Infierno, no tenía idea de cómo era Europa. Sabía, claro, dónde estaba, sabía que no tenía nada que ver con el Paraíso, que nosotros éramos ricos y ellos pobres, pero no se trata de eso. Con él me sentí real y verdadera por primera vez, su mundo era auténtico, y el mío, falso, y, si creces en un mundo falso, tú también eres falsa. Al cabo de dieciséis años no eres nadie, estás tranquila, estás bien, crees que diriges tu vida, pero no es así.

Maj guardó silencio unos segundos.

—Ahora las emociones me estremecen, siento el dolor, lo siento todo, antes no sentía nada.

Se pasó la mano por el brazo, rozándose la piel, quería sentirse más. Aquel era su cuerpo, aquella era ella.

Haciendo un cuenco con las manos, Cloe cogió un poco de agua y se la echó sobre la cabeza. Olía a azufre. Se frotó los ojos y miró a Maj, pensando en lo diferentes que eran, en cómo en esos días se había convertido en una amazona. Ella, en cambio, estaba acostumbrada a luchar y por eso se encontraba en el Infierno, porque la vida siempre le había parecido una guerra en la que un buen día había perdido.

—¿Qué ocurrió entre vosotros? —le preguntó Cloe—. Respóndeme solo si quieres.

Maj sonrió, evocando el día en que se besaron en la orilla del río. Recordó la sensación, el deseo, su olor.

—Al principio lo busqué yo, él no quería contestarme, trabajaba en nuestro jardín. Después comenzamos a hablar, nos contamos nuestras vidas. Creo que fue así como pasó. —Maj se interrumpió, sin darse cuenta de que su razonamiento estaba incompleto—. Ya no podía prescindir de él, necesitaba verlo, oír su voz, necesitaba imaginarme cada día con él a mi lado, si no, la vida no tenía sentido.

Dejó de hablar, demasiadas emociones se mezclaban en su interior. Experimentaba aún aquel deseo, era más intenso que nunca, pero lo aplastaba la condena que pesaba sobre ella, por la certeza de que sus vidas habían quedado separadas para siempre.

—¿Lo amas? —le preguntó Cloe.

—Es tonto pensar en eso ahora. ¿Qué importancia tiene ya?

—Es un pensamiento alegre.

—¿Y para qué sirve un pensamiento alegre?

—Puede ayudarte a estar bien, puede darte fuerzas para vivir, en el Infierno se necesitan estas cosas.

Maj se concentró en lo que sentía, cerró los ojos y pensó en Alec, pero su imagen aparecía desenfocada detrás de las llamas, de la sangre.

—Íbamos a escapar juntos del Paraíso. Lo teníamos todo preparado, teníamos un plan. Había huido del barrio, estaba yendo en su busca.

Cloe guardó silencio, pero con su mente recorría las imágenes que había visto en la parte alta de la pirámide, los hombros de aquel chico inmerso en el río que abrazaba a su amiga.

—Me sigo preguntando qué pudo pensar cuando vio que no llegaba.

—Sea lo que sea lo que pudo pensar, ya tiene que haber cambiado de opinión.

—¿Qué quieres decir?

—Si ha regresado a Europa, sabrá que has sido detenida, ya habrá visto el vídeo de tu delito.

Solo en ese momento, Maj cayó en la cuenta: Alec sabía que había sido condenada, y también cuándo y cómo había ocurrido todo. De modo que no podía pensar que lo había traicionado, que no había respetado su trato.

—Entonces ¿sabe que estaba yendo en su busca?

—Necesariamente.

Algo se desató en el corazón de Maj. Cerró los ojos de nuevo y pensó con todas sus fuerzas en Alec, lo reconstruyó en su cabeza, lo volvió real. Forzó su mente hasta imaginarse que lo besaba, sintiendo sus labios, su piel áspera, su olor. Nunca había hecho nada semejante, con Marvin jamás, ni siquiera había sentido la necesidad. Ahora descubría por primera vez que existía un lugar en su cabeza en el que podía refugiarse, en el que podía revivir aquellas emociones.

Cuando abrió los ojos, Cloe la estaba mirando con una sonrisa dulce y triste a la vez. Habría querido que esos ojos estuviesen cerrados por ella. Que alguien pensara en ella con esa intensidad. Deseó besar a la chica del Paraíso, pero no lo hizo. Necesitaba una amiga, y decidió guardarse para sí aquel secreto.