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En el bosque de pinos del tercer círculo había poca luz. Una niebla oscura, que olía a humo y a descomposición, trazaba negras pinceladas en el aire.

El terreno por el que avanzaban era tan fangoso que en muchos tramos el lodo les llegaba a las rodillas. Con ellos había otros condenados, los que acababan de entrar en el círculo después de pasar al lado del Cerbero, el enorme perro de tres cabezas que hacía guardia encadenado. De vez en cuando alguien caía y se hundía hasta el cuello.

El fango empezó a disminuir a medida que Alec y Guido se alejaban del alcance de los cañones.

El paisaje cambió bruscamente.

Los vapores negros se disolvieron deprisa y el aire comenzó a calentarse. Los pinos desparecieron y en su lugar surgieron unos pocos árboles grandes, de troncos abultados y nudosos. En las copas había cabañas hechas de madera, ramas entrelazadas, cuerdas y telas. Pequeños fogones ardían en esas construcciones rudimentarias, donde se distinguían figuras humanas.

No resultó difícil hacer un buen trueque. Tenían las mochilas repletas de la comida robada. A cambio de dos pedazos de carne seca y de dos latas de alubias, consiguieron un refugio para la noche en una cabaña. Secaron el equipamiento y la ropa al fuego y durmieron unas horas, por turnos. Ningún trueque te protegía de los robos.

A la mañana siguiente se pusieron de nuevo en camino.

Atravesaron el bosque, que parecía infinito, y varias veces creyeron que habían vuelto sobre sus pasos. Alec debía encontrar un punto donde orientarse para averiguar en qué lugar se hallaban respecto a la línea helicoidal que, según le había dicho Marcus, marcaba la articulación de los pasadizos entre los círculos.

Enseguida se dieron cuenta de que no podrían encontrarlo antes de que anocheciese.

—¿Qué hacemos? —preguntó Guido.

Llevaban horas hablando poco, tan solo se decían lo esencial.

—Hoy también dormiremos aquí.

—Perderemos un montón de provisiones.

En ese momento oyeron pasos, crujidos, algo que se movía a su alrededor. A Alec le pareció entrever unas sombras que se perseguían en la oscuridad. Una columna amarilla barrió la niebla, descubriendo un claro circular de tres o cuatro metros de diámetro, no diferente del que habían visto en el primer círculo, con un refugio en el centro.

—Todos andan por aquí.

—¿Quiénes son todos?

—Todos los que han venido a recoger la comida.

Se oyó un crujido, seguido por un sonido rítmico que hacía pensar en cadenas que eran enrolladas en una polea. Del suelo brotó una jaula.

El ruido cesó de golpe y de los lados del claro salieron cinco condenados. Corrieron hasta la jaula y acercaron el pecho, activando así el reconocimiento del alma.

La pantalla se iluminó, mostrando las imágenes de la detención de un condenado. El chico estaba de pie en un callejón de Konema que Alec conocía perfectamente. Delante de él, unos guardias le apuntaban con sus fusiles. Tenía las manos en alto, en lo que podía ser un gesto de rendición, pero luego las había extendido y se había quedado inmóvil, con los brazos abiertos perpendiculares al cuerpo. Durante un instante Alec creyó verse a sí mismo.

Entretanto una chica cogió la caja con la ración de comida y, antes de abandonar el claro y regresar al bosque, se detuvo, se volvió y extendió los brazos. En ese momento dos condenados salieron del radio de la cámara.

—Ahora —dijo Guido, a la vez que les atizaba dos golpes rápidos y secos.

Cayeron al suelo. Alec cogió sus cajas y echó a correr. Vio que los chicos trataban de levantarse y enseguida pegó un brinco. Chocó contra manos y cuerpos, oyó gritos que se incitaban recíprocamente. Entró de nuevo en el bosque, pero algo lo tiró al suelo, lo golpeó varias veces, él reaccionó con fuerza al sentir entre las manos un pelo hirsuto, mientras un peso le aplastaba el pecho. En la oscuridad reconoció las tres cabezas del cerbero. Rodó por el suelo y consiguió soltarse. Se incorporó y localizó a Guido, que ya era poco más que una sombra entre los matorrales. Ahora alrededor veía a los condenados, que corrían, y a los cerberos, que los perseguían, los pasos inseguros, tambaleantes de aquellos, y los pesados de estos, que avanzaban con la fuerza de un alud.

Un cerbero le cerró el paso con las fauces abiertas y las cabezas girando y chocando entre sí.

La fiera lo embistió con una fuerza sobrehumana, arrojándolo al suelo. Sintió el duro impacto contra un tronco. La sangre le chorreó por los ojos y le llenó la boca, mientras se le nublaba la vista. Parpadeó una, dos, tres veces. Lo invadió un sueño repentino y se dijo que la muerte se anunciaba así. Antes de perder completamente el conocimiento, le pareció que volvía a ver las imágenes del vídeo con los delitos de los condenados. Ahora, sin embargo, todos tenían los brazos extendidos y estaban inmóviles, con la mirada altiva delante de los guardias de la Oligarquía. El recuerdo pasó luego al día de su detención durante el desfile, pero en su mente nublada la Oligarquía era una ola gigantesca que invadía la calle, y él no era más que un chico con los brazos extendidos que quería pararla.