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En las pantallas de la Catedral del Mar se veían las imágenes de un condenado oprimido por el fango y por la nieve. Estaba tirado en el suelo, boca abajo, con los brazos abiertos parecía que trataba de trepar a un árbol, mientras que la parte inferior del cuerpo se hundía en la tierra. La nieve caía sin tregua a través de las ramas, cubriendo su espalda y sus hombros.

Eran las siete de la tarde, la hora en que los bancos de la catedral se llenaban de gente, de trabajadores que se quedaban una media hora antes de volver a casa, de mujeres que estaban desde la tarde mientras aguardaban a que abrieran las tiendas de comestibles, además de las esposas y de las madres de los condenados, muchas de las cuales se pasaban allí el día y la noche.

Todas esperaban ver antes o después a sus propios hijos, a sus maridos, a sus amigos. Pero muchas veces la esperanza se traducía en el temor de descubrirlos muertos.

El vídeo se interrumpió de golpe y todo se volvió negro. Sin embargo, no empezó la toma exterior del volcán que habitualmente se intercalaba en el vídeo de cada círculo.

Apareció una imagen difuminada, un fuego, gente, poco más que sombras. El encuadre se centró en las llamas, balanceándose.

En los pasillos de la iglesia se elevaron voces y comentarios.

Luego la luz aumentó, mostrando claramente la escena, que parecía rodada con una vieja cámara.

Había una chica de pie al lado de un gran fuego. Estaba completamente desnuda. A su alrededor, otras chicas vestidas con ropa sucia y raída. El micrófono de la cámara interceptó probablemente el chisporroteo de las llamas, que durante unos segundos retumbó en la nave. Luego el primer plano de la chica ocupó toda la pantalla, desde el altar hasta el techo, para que todo el mundo la reconociese.

Era Maj Shobert, la hija de uno de los oligarcas.

Los altavoces rechinaron. Luego se oyó una voz: «El mundo se quedará mirando a la chica del Paraíso que se ha rebelado contra la Oligarquía».

Alguien se puso de pie. Dos guardias avanzaron rápidamente hacia la puerta de la sacristía. Por los altavoces, la misma voz repetía aquellas palabras: «El mundo se quedará mirando a la chica del Paraíso que se ha rebelado contra la Oligarquía».

Pasaron escasos minutos y la noticia de una interferencia en la proyección de los vídeos del Infierno llegó al Palacio de la Oligarquía.

Kronous estaba hablando con el jefe de guardias del Infierno. En la amplia sala de realización estaba tratando de averiguar cómo había podido terminar aquel vídeo pirata dentro de una de las secuencias.

—Esto no ha ocurrido nunca —le decía al jefe de guardias—, y tenéis que explicarme cómo ha llegado una cámara hasta Dite.

El jefe de guardias esbozó involuntariamente una sonrisa.

—Llega eso y más cosas, señor.

—Me da igual. ¡Hay que hacer algo ahora mismo!

Marvin ocupaba el asiento de un realizador. En la pantalla de enfrente, la imagen estaba parada en el cuerpo de Maj, iluminado por la luz naranja del fuego. Ese cuerpo desnudo que él nunca había visto y que había deseado largo tiempo, cuando todavía la Oligarquía y el Infierno eran solo una historia que le contaba su padre, un conjunto de hologramas que le había enseñado antes de llevarlo fuera del Paraíso.

—Que intervengan los guardias —ordenó Kronous—, que bajen de su posición más cercana. ¿Cuál es su posición más cercana?

—La torre occidental de Dite, pero no creo que sea una buena idea.

Kronous se volvió de golpe hacia él.

—¿Qué quieres decir? Entonces ¿qué hacemos?

—Esa decisión no la tomo yo, pero no creo que consigamos reponer el orden mandando a los guardias infernales que bajen a los círculos para enfrentarse a las amazonas.

—De alguna manera tenemos que pararlas. Hemos esperado demasiado, y ahora… ahora la hija de Schobert está con ellas. No podemos permitirlo, mandemos a nuestros hombres.

—Nosotros no dictamos la ley, sino el Infierno —dijo el jefe de guardias, repitiendo uno de los eslóganes que afirmaban que el Infierno era la expresión de los principios mismos de la Oligarquía y no fruto del juicio arbitrario del hombre.

—Sí, pero nosotros hacemos el Infierno —rebatió Kronous.

El jefe de guardias encajó aquellas palabras sin rechistar.

Kronous apretó un botón de un tablero en el que había varios mandos. La pared cubierta de pantallas que había delante de ellos se iluminó, mostrando de nuevo el rostro de Maj, mientras la voz de fondo repetía que el mundo iba a quedarse mirando a la chica del Paraíso que se había rebelado contra la Oligarquía.

—¿Comprendes su propósito? Quieren convertirla en un símbolo.

Marvin observó el rostro arañado, sudado, manchado de ceniza de la que había sido su chica.

—Tendríamos que haber extirpado la red hace muchos años. Las cosas no deberían estar así —dijo el primer oligarca mirando al jefe de guardias, que permanecía impasible—. Que bajen tus hombres, coge a la chica y sácala de allí —le ordenó—. La devolveremos al Paraíso.

El jefe de guardias respiró hondo y se acercó a las pantallas. Sabía cuál era el rascacielos en el que se encontraban, conocía bien el Infierno, conocía la red y sabía que las amazonas debían de tener un buen motivo para hacer aquello. Había asistido a cientos de revueltas, de insurrecciones que se extinguían con el primer muerto, cuando los condenados comprendían que no iban a conseguir nada. Pero la red era diferente y él lo sabía. Perdería docenas de soldados y no podía permitirse esa derrota. Sin embargo, no había otra solución.

—No puedo mandar a mis hombres a Dite —dijo—, pero puedo hacer otra cosa.

—¿Qué quieres decir?

—Puedo abrir las jaulas.

—¿O sea?

—Cerberos, minotauros y arpías se abatirán sobre Dite.

Kronous lo miró, mientras evaluaba detenidamente esa posibilidad. De esa manera, el mismo Infierno castigaría la insurrección. La ley de la Oligarquía se aplicaría sin la intervención directa del hombre.

—Naturalmente, no podrán hacer distinciones —añadió el jefe de guardias.

—Eso no me importa.

El jefe de guardias observó por última vez el encuadre de la cámara sobre las amazonas. Kronous se le acercó y le puso la mano en un hombro.

—Abre las jaulas.