35
En el barrio de los trabajadores, la madre de Alec preparaba las maletas para regresar a Europa. Beth estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada contra un árbol, cuando vio aparecer a Milo al final de la calle. El hombre se acercó con la mirada gacha y la cabeza balanceándose despacio. En el instante en que Beth se volvió para avisar a su madre, esta ya estaba en la puerta. Llevaba días esperando noticias de Alec: desde su marcha, no había sabido de él.
Milo cogió una muñeca de la mujer. Pretendía que fuera un gesto afectuoso, pero lo hizo con tanta prudencia y tosquedad que no consiguió su propósito.
—¿Ha llegado? —preguntó la mujer con voz temblorosa.
—Sí, pero… —Milo meneó la cabeza, estaba buscando las palabras adecuadas.
—Milo, por lo que más quieras, ¿cómo está mi hijo?
—Lo lamento —contestó él y le pareció que esas palabras eran suficientes, pero evidentemente se equivocaba.
—¿Qué es lo que lamentas? ¿Qué ha pasado?
—Alec se ha metido en un juego demasiado grande, yo se lo había advertido.
La mujer se puso tensa, la sacudió un escalofrío de miedo.
—¡Por favor, Milo, me va a dar un infarto, dime qué ha pasado!
—Alec ha sido condenado al Infierno.
La mujer permaneció impasible ante la noticia. Su peor pesadilla se había hecho realidad y su mente se negaba a creerlo.
—No es verdad —susurró, con los ojos perdidos en el vacío, mientras en su mente afloraba el recuerdo del día en que los guardias de la Oligarquía se habían llevado a su marido.
La mujer palideció y le flaquearon las piernas. Milo la sujetó justo antes de que se cayera al suelo, luego la abrazó; pero ella no encontraba consuelo. Parecía que su cuerpo ya había comprendido que la noticia estaba incompleta.
—Han encontrado su alma —añadió Milo.
La habían hallado en un campamento del primer círculo. Desgraciadamente, todo el mundo sabía qué significaba eso. Lo más seguro era que al condenado lo hubiese devorado una fiera.
—Lo lamento —repitió, sintiendo el peso de la deuda que ya no podría satisfacer.
La muerte de Alec confirmaba lo que había que pagar por buscar la libertad; aun así, mientras volvía a su cabaña de madera se preguntó si la muerte no valdría más que una vida de mentiras.
La madre de Alec se sentó al lado de la tienda de campaña, con los brazos ceñidos alrededor de las rodillas; estaba tan abrumada por el dolor que no podía llorar ni hablar. Beth, delante de ella, la observaba, con el rostro desencajado por el llanto, mientras las lágrimas le surcaban las mejillas. Retrocedió unos pasos, dio media vuelta y se fue corriendo. Entró a toda prisa en la iglesia y cayó de rodillas ante el altar. En la pantalla que había al fondo de la nave proyectaban la imagen del volcán infernal.
En ese momento Beth comprendió que, ahora que había perdido a su hermano, no había ninguna diferencia entre el Infierno y el Paraíso. No habría sol, mar azul, alegría, riqueza, comida ni comodidad capaz de compensar el dolor por la pérdida de la persona a la que más quería en el mundo.
La imagen del volcán se desvaneció, luego aparecieron las murallas de cemento de un círculo y a continuación una columna de guardias marchando. Un centinela se había quedado atrás, quieto en una torre. Era un chico, miraba la terraza del círculo apuntando con el fusil. Había algo extraño en su rostro, que quedaba, sin embargo, fuera del encuadre, como si la cámara no hubiese reparado en él, como si lo hubiese incluido por error entre los guardias de rostro impasible que desfilaban en primer plano.
El centinela desapareció de la escena, mientras en la parte baja de la pantalla empezaron a elevarse llamas que introducían las secuencias de uno de los círculos. Si la cámara se hubiese detenido unos segundos más, Beth habría visto a un soldado que se lanzaba desde la torre y se estampaba contra la base de las murallas.
Y después entre las rocas también habría visto a un chico que se abalanzaba sobre el cuerpo del soldado, para robarle la ropa y el equipamiento.
Guido fue rápido e impasible. Le quitó las botas al guardia mientras este aún se movía.
Perdía mucha sangre por la cabeza. No tardaría en morir.
Alec vio la pasarela de la parte alta de las murallas. Nadie se había percatado de nada. Los otros centinelas se habían alejado.
—¡Venga, ayúdame! —exclamó Guido. Guardó las botas en la mochila. Luego le quitó los pantalones y la guerrera, que lanzó a Alec—. Mira qué hay dentro.
Alec rebuscó en los bolsillos, en los que encontró una barra de chocolate, cigarrillos y un pequeño estuche de piel. Este contenía la foto de una mujer y la de un niño. Miró a Guido, que registraba los bolsillos de los pantalones y le arrancaba al guardia la camisa ensangrentada. Le dieron ganas de vomitar. Se lanzó sobre él, lo cogió por los hombros y lo empujó hacia un lado.
—¿Qué haces?
—¡No puedes! —gritó Alec—. ¡No puedes, no podemos! Eso es repugnante.
—¡Así se sobrevive en el Infierno! ¿Qué crees?
Ahora el guardia tenía los ojos abiertos y lo observaba. En su mirada no había odio ni miedo. Parecía haber comprendido ya que era su fin. Alec se arrodilló a su lado y le puso delante de los ojos el estuche de piel con las dos fotos.
Una lágrima brotó de los ojos ensangrentados del hombre.
—Podemos llamar a los guardias, acudirá alguien —dijo Alec.
—No —respondió el hombre con un hilo de voz—. Me estoy muriendo, es lo que quería.
—¿Por qué?
Guido se había puesto de pie y lo observaba inmóvil.
—El Infierno te penetra, ya no ves nada.
—¡Pero tienes una mujer! ¡Tienes un hijo! —gritó Alec—. ¡Tienes una vida! ¡No puedes matarte, tienes una vida!
El guardia parpadeó.
—¿Esto es vida?
Luego tosió y escupió saliva y sangre.
—Mátame, te lo ruego.
—No —dijo Alec.
—Ya estoy muerto, solo tienes que pegarme un tiro. No me dejes aquí.
Alec miró el cuerpo del hombre completamente retorcido sobre las rocas. Era evidente que para él ya no había esperanzas. Un sollozo le sacudió el pecho, luego empezó a llorar convulsivamente.
Guido lo cogió por los hombros y lo puso de pie.
—Larguémonos —dijo y se encaminó hacia las rocas.
Alec lo siguió.
—¿Por dónde vamos? —preguntó Guido una vez que se hubieron alejado.
Alec lo miró asombrado. En la expresión de su cara no había el menor indicio de lo que acababa de ocurrir.
—¿Qué pasa? —preguntó Guido.
—Es normal, ¿verdad?
—¿Qué?
—Ver morir a la gente, arrancarle la ropa a un cadáver…
—Lo más normal en el Infierno es morir, y da gracias al cielo que no te haya pasado a ti. —El tono de su voz era duro y tajante. No había comprensión ni compasión. Guido recordaba la primera vez que había visto morir a alguien en el Infierno, era un hombre con el que había hecho un trueque y al que después un cerbero había despedazado delante de sus ojos. Recordaba que lo había observado largo rato, inmóvil encima de un árbol, mientras esperaba que la fiera se marchase, pero ya no recordaba ninguna de las emociones que ahora atormentaban a Alec—. Bueno, ¿nos movemos?
Alec miró al frente y por fin encontró el pasadizo. Fue como si los trazos secos y rápidos de Beth se hubieran puesto a correr por las rocas, por la hierba, por las murallas, sobreponiéndose con precisión al paisaje y señalando, por último, el punto al que debían ir.
Se trataba de una cámara de aire en la base de las murallas entre el segundo y el tercer círculo. En el dibujo parecía una puerta, pero en realidad era un agujero de menos de un metro de alto. Un ancho contrafuerte tapaba esa entrada, impidiendo que los guardias pudieran verla desde arriba. Alrededor había pinos de ramas muy anchas que también brindaban abrigo. Todos los detalles coincidían con el dibujo. Esa vez no tenía ninguna duda.
Entraron uno detrás del otro. Avanzaron a gatas unos metros, hasta que se encontraron en una sala iluminada por una tenue luz naranja.
El techo medía menos de dos metros de alto, pero resultaba difícil establecer la exacta extensión del lugar. El espacio, en efecto, seguía los relieves de la montaña, por lo que el suelo de hormigón era irregular. Una cinta transportadora se deslizaba lentamente a un palmo del suelo, entre las columnas que sostenían el techo.
La cinta pasaba al lado de grandes jaulas de hierro que surgían del suelo, unos brazos mecánicos, a intervalos regulares, empujaban sobre el rodillo las cajas de cartón con las raciones de comida.
—¡Coge todo lo que puedas! —dijo Guido, mientras abría las cajas, sacaba la comida y guardaba todo lo que le cabía en la mochila y en los bolsillos del chaquetón.
Una débil luz aclaraba ligeramente el ambiente, aunque varias zonas permanecían completamente sumidas en la oscuridad. Las palabras de Marcus acudieron en su ayuda, al tiempo que el recuerdo del guardia muerto empezaba rápidamente a desvanecerse: «Te encontrarás dentro de la montaña, allí debes buscar los molinos. En los rodillos están las raciones de comida, pero esa zona está vigilada, debes actuar deprisa».
El suelo descendía a medida que avanzaban. Llegaron al fondo de la sala.
—Son los cimientos de las murallas entre el segundo y el tercer círculo —dijo Guido poniendo las manos en los grandes bloques de cemento.
Entre los bloques había arcos, equidistantes entre sí. Por dentro giraban los engranajes de los molinos.
—Tenemos que pasar por aquí —dijo Alec.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—No estoy seguro.
En ese momento oyeron pasos.
—Eh, ¿quién anda ahí? —gritó una voz—. ¿Quién es?
Los pasos se multiplicaron deprisa. Al menos cinco o seis personas bajaban rápidamente hacia ellos.
Sin vacilar, Alec señaló la cámara de aire entre el arco y un molino. Luego se sentó en el suelo. Estaba húmedo. La rueda del molino elevaba grandes cilindros llenos de hielo.
Se asió a uno de los brazos, se deslizó hasta el eje sobre el que giraba la rueda y, pasando rápidamente de un brazo a otro, llegó hasta la parte inferior de la rueda. Allí, para no caer boca abajo, se dejó resbalar, esperando encontrar un punto de apoyo, un escalón o cualquier otra cosa donde poner los pies.
Sin embargo, los pies se le hundieron, luego tuvo que soltarse del molino y se fue al fondo con todo el cuerpo. Con un ligero impulso salió a la superficie, pero el agua estaba helada y la ropa y la mochila tiraban de él hacia abajo.
—¿Qué hacemos? —gritó Guido. Su voz llegaba evidentemente del arco de al lado.
—¡No lo sé!
Alec se dio cuenta de que lo que tiraba de él hacia abajo no era solo su peso, sino además una corriente que parecía girar oblicuamente al movimiento del molino, como si dos fuerzas perpendiculares se hubiesen enredado. Trató de recordar el mapa, el dibujo de Beth, las palabras de Marcus, pero el frío no lo dejaba razonar. Marcus le había dicho que el tercer círculo era azotado por una lluvia ininterrumpida, por nieve y por granizo. Que ese era el pasadizo y que llegarían a través de los engranajes del Infierno.
—Salid de ahí —dijo una voz.
Alec vio las piernas del guardia justo encima de él, desde donde todavía llegaba un poco de luz. No podían volver atrás, los habrían cogido.
Se dejó hundir por la fuerza de la corriente. Tuvo la sensación de que daba vueltas sobre sí mismo varias veces mientras su cabeza chocaba contra los bloques de hielo. No podía respirar, el hielo le oprimía terriblemente el pecho. Luego la corriente lo devolvió a la superficie, estampándolo contra un muro de piedra.
Tomó aliento, abrió los ojos.
Sobre su cabeza caía sin cesar una cortina de agua mezclada con nieve. Delante de él había un bosque de pinos que parecían elevarse sobre un mar de fango y hielo.
Guido estaba a pocos metros, arrodillado en lo que parecía un contrafuerte de las murallas. Tosía con fuerza. Luego empezó a vomitar.
Encima de él, enormes cañones arrojaban agua, nieve y hielo.
—Bajemos, rápido —dijo Alec, y se lanzó por la pendiente.
Cogió velocidad y se hundió en el fango que había en la base de las murallas. La nieve y la lluvia seguían cayendo sin parar.
—¡Estamos justo debajo de los cañones, tenemos que largarnos de aquí! —gritó Alec mirando el bosque que tenía al frente.
Se arrastraron por el fango unos metros hasta apartarse de la trayectoria de los cañones. En los árboles había una nieve fina que se derretía en cuanto tocaba el suelo, porque la temperatura del aire no era en absoluto baja. Alec pensó que debía de hacer al menos veinte grados, los mismos que en el círculo anterior, lo que volvía incomprensible el paisaje.
Solo entonces reparó en la puerta de entrada del círculo. Había un arco de piedra cubierto de nieve. Debajo una sombra se movía despacio, descubriendo solo parcialmente su identidad, cada vez que una luz muy tenue la iluminaba. Alec tardó unos segundos en captar en una única imagen a la monstruosa criatura.
Se trataba de un animal enorme, de no menos de dos metros de alto. Tenía tres cabezas que se agitaban alrededor de los condenados que entraban en el círculo y gritaban desesperados. Los ojos rojos centelleaban en la oscuridad, el vientre era ancho y protuberante. Con las garras trataba de asir a los hombres que pasaban, pero una cadena lo retenía. Un chico fue alcanzado por un zarpazo y cayó al suelo; otro tropezó y la bestia le mordió un brazo, manchando de sangre la nieve blanca. Sin embargo, casi todos conseguían cruzar el arco, y luego, hundidos en el fango, intentaban afanosamente llegar al bosque.
Alec observó inmóvil aquella escena que había visto alguna vez en la iglesia. Las imágenes de la pantalla de la Catedral del Mar eran como el reflejo de las que estaba viendo, con la diferencia de que ahora no estaba sentado en un banco, donde no le podía pasar nada. Alec reconoció a Cerbero, el guardián del tercer círculo. Marcus le había hablado de él, y también le había nombrado la Comedia.
«Recuerda que todo coincide con lo que figura en la Comedia», le había dicho en la celda.
«¿Qué quieres decir?».
«Fiera monstruosa y cruel, caninamente ladra con tres fauces sobre la gente que aquí es sumergida. Cerbero es el guardián del tercer círculo. Lo encontrarás».
«Marcus, ¿qué es la Comedia?».
«Ahora no podemos hablar de eso. Si llegas hasta el final, también descubrirás qué es la Comedia, todo comienza ahí y todo volverá a empezar desde ahí».
Marcus lo había dejado con esas palabras enigmáticas que para Alec no tenían ningún significado. Pero ya no le importaba comprender.
Lo único que le importaba era salvarse para salvar a Maj.