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Maj y Cloe permanecieron escondidas en el edificio de las afueras de Dite hasta la puesta de sol. Pensaban que con la escasa luz del crepúsculo podrían atravesar la ciudad y regresar al rascacielos sin que las vieran. Aunque había pasado poco tiempo desde su entrada en el Infierno, ya no tenían el aspecto de los recién llegados. Su ropa estaba manchada de cenizas, tierra y sangre; las caras, marcadas por los arañazos de las garras de las arpías.

Mientras el sol se ponía, tiñendo de naranja los cristales rotos de los edificios y proyectando largas sombras sobre las calles, cruzaron la ciudad, siempre apartadas de las grandes avenidas, mirando alrededor constantemente, pendientes de cada ruido. Maj se daba solo ahora cuenta del peligro que había corrido al huir de la pirámide.

En la esquina de una calle se encontraron con un mono enorme, inmóvil, apoyado contra un muro de ladrillos. Llevaba en brazos dos crías, que parecían dormidas.

Tuvieron que cambiar de calle para sortear a un grupo de gente que estaba reunida en un cruce, entre los hierros de coches volcados y grandes hogueras en las que ardían cuerpos. Maj tuvo la sospecha de que eran cadáveres humanos, pero podía equivocarse.

Llegaron al rascacielos de las amazonas sin cruzarse con nadie más. Entraron en el gran vestíbulo desierto de la planta baja cuando el sol ya se había puesto. Subieron las escaleras en un silencio sobrecogedor, mientras fuera la noche se llenaba de ruidos; algunos de ellos parecían humanos, otros, animales. De repente la tierra tembló, haciendo crujir las vigas de acero del edificio y tintinear los cristales rotos.

Subieron las primeras ocho plantas. Al principio del siguiente tramo se vieron sorprendidas por un grupo de amazonas. Eran diez y se habían colocado a lo largo de los escalones, delante y detrás de ellas. Era evidente que llevaban un rato siguiéndolas.

—¿Quiénes sois? —preguntó una de las amazonas.

—Llegamos ayer —contestó Cloe—, ya hemos estado aquí, esta mañana hemos tenido que escapar de la pirámide porque…

En la oscuridad se encendió una antorcha. La luz de la llama iluminó los rostros de las chicas, la piel negra, las botas altas atadas alrededor de las pantorrillas. Empuñaban largas lanzas en cuya punta tenían atado un trozo de cristal afilado.

—Maj —dijo la chica que llevaba la antorcha. Era Liz, la que la había conducido a la pirámide. Avanzó unos pasos para iluminarla mejor—. Eres la hija de uno de los oligarcas.

Maj asintió con un gesto imperceptible de la cabeza.

—Venid —dijo la chica señalando las escaleras—. La reina os espera.

Siguieron subiendo, Maj no conseguía llevar la cuenta de las plantas, aunque de vez en cuando distinguía, al otro lado de los amplios salones invadidos de escombros, los tejados de los edificios más bajos.

Llegaron a la última planta. También de noche ardía un gran fuego en medio del techo. Las amazonas estaban reunidas alrededor del brasero, serían al menos un centenar. Hablaban en voz baja entre ellas. Cuando las vieron llegar guardaron silencio.

Maj y Cloe fueron llevadas cerca del fuego; mientras tanto, las amazonas las observaban, colocándose en un círculo perfecto. Las llamas alumbraban sus rostros duros. En el cielo se veían relámpagos silenciosos. Alrededor del Pantano Estigia, los ríos de lava que descendían por el borde del cráter parecían inmensos troncos que sostenían aquellas nubes apocalípticas.

La reina avanzó hacia ellas. Tenía las piernas esbeltas y largas, llevaba pantalones vaqueros cortos y una camiseta que, eso sí, le dejaba al aire la barriga hinchada y que a duras penas le tapaba el pecho abundante. Maj la miró asombrada. No cabía duda de que esa chica estaba embarazada.

La reina miró a Maj y esbozó una sonrisa, asintiendo ligeramente. Dos amazonas salieron del grupo formado alrededor del fuego, cogieron a Cloe por los hombros y la hicieron retroceder. Maj la vio desaparecer, luego se volvió hacia la reina, que se había acercado a ella para observarla a menos de un palmo.

—Los ángeles empiezan a caer —fueron sus primeras palabras.

Maj oyó un zumbido a su izquierda. Se volvió y vio a una chica con una vieja cámara en la mano. La estaba grabando. La rodeó. Luego encuadró a la reina.

—Es raro que una chica del Paraíso llegue a Dite. Aquí reciben castigo los herejes, los que se han opuesto al gobierno. ¿Por qué una chica del Paraíso tendría que oponerse a la Oligarquía?

Maj no sabía qué responder. Le había quedado impreso en la retina el gesto de Liz después de ver el vídeo de su delito. Pero Cloe la había convencido de que las amazonas le darían otra oportunidad, de que la interrogarían. Observó los rostros de esas chicas, mientras la cámara seguía su mirada asustada, y comprendió lo que estaba ocurriendo.

—Porque los ciudadanos del Paraíso no saben.

La cámara la encuadró y luego volvió a enfocar el vientre hinchado de la reina. Tenía la piel tensa y le asomaba el ombligo.

—¿Qué es lo que no saben?

—No saben lo que pasa aquí, el Infierno, Europa, yo lo descubrí por casualidad, yo… —Maj calló al recordar lo que le había dicho Cloe, tenía que jugar bien sus cartas y no lo estaba haciendo.

—El delito que has cometido está claro. Te has opuesto a la Oligarquía, has huido del Paraíso, has matado gente, guardias.

Maj reflexionó unos segundos sobre aquellas palabras. Podría y tendría que explicar que ese vídeo era falso, que solo algunas de esas imágenes eran verdaderas. Pero se daba cuenta de que, dadas las circunstancias, a lo mejor debía hacer justo lo contrario y confirmar esa versión.

—No es un delito tratar de ser libre —dijo, asombrándose de sus palabras. La chica de la cámara se arrodilló y la grabó desde los pies hasta la frente sudada—. Quería huir del Paraíso.

La reina sonrió.

—He visto escapar a otras chicas de sus jaulitas de cristal en el Paraíso. Su huida termina cuando descubren que fuera no hay un mundo libre. Pero tú eres la hija de uno de los oligarcas.

Se interrumpió. En el cielo retumbó un trueno. Gotas de lluvia negra empezaron a caer sobre las amazonas y sobre el fuego, crepitando entre las llamas.

La reina se acercó a Maj, de manera que la cámara pudiese encuadrar sus perfiles enfrentados. Luego la rodeó observándola de pies a cabeza. Maj llevaba aún el uniforme que le habían dado los guardias, pero estaba empapada de sudor.

—Las chicas del Paraíso mueren aquí en el Infierno. Las que han cometido un delito por error, las que han traicionado, matado, las que se han acostado con un trabajador. Mueren porque han sido expulsadas del Paraíso, pero querrían volver. ¿Tú quieres volver al Paraíso?

En la mente de Maj brotaron los recuerdos. Su habitación, la ventana que daba al jardín, el olor a hierba cortada, las tardes con sus amigas en el parque o en la piscina. Y además estaban sus padres, los días en el lago con su padre, cuando aún era una niña, su madre, que la vestía como una princesa para su fiesta de cumpleaños. Sabía que no quería recuperar esa vida, solamente quería conservar intacto el recuerdo.

—No —respondió.

Maj se subió la camiseta hasta mostrar el pecho. Las llamas iluminaron el pequeño disco de acero que había tapado el tatuaje con la espada y las rosas. Miró a la reina, que asintió ligeramente. Luego miró alrededor, sintiendo los hilos que unían a aquellas chicas.

—No puedo garantizarte que sobrevivirás a la condena. Y hay deberes. Tienes que estar dispuesta a luchar siempre, a defender a tus hermanas, a matar a los infames, y no solo a ellos, tienes que estar dispuesta a cazar, a soportar el fuego que castiga a los condenados de este círculo. Si la muerte te parece un camino más sencillo, renuncia ahora.

La miró directamente a los ojos. Le puso dos dedos en la frente y se los deslizó por las sienes, las mejillas y el cuello.

Por último sonrió.

Dos chicas se acercaron a Maj. Una le quitó la camiseta, la otra le desató las botas y se las quitó. La despojaron de los pantalones y Maj se quedó entonces desnuda, inmóvil, a unos pasos del fuego.

Durante unos minutos nadie se movió. Maj sintió el viento tibio de la noche en el cuerpo. Se miró las manos, los pies, el pecho, las rodillas arañadas. Ese era su cuerpo, pensó, nunca lo había observado bien, nunca lo había sentido. Ahora, en cambio, era como si una primera capa de la piel se hubiera quemado, descubriendo a otra persona.

Una chica se acercó y dejó ropa en el suelo: unos pantalones cortos, una camiseta verde, un cinturón de cuero y sus botas negras.

—Vístete con esa ropa.

Maj se arrodilló. Miró las prendas y lentamente se las puso. Primero los pantalones, luego la camiseta. Se sentó en el suelo y se calzó las botas de cuero, atando bien los cordones. Por último el cinturón. Ahora era como todas las otras, solo tuvo que observar sus rostros, sus miradas, los músculos tensos y las piernas marcadas por arañazos y moretones para verse a sí misma, para saber que ahora era un nudo de la red, que su vida estaba unida a la de ellas.

Finalmente la reina le tendió el palo con el cristal en la punta. El pequeño trozo de tela que lo envolvía seguía blanco.

—Esta será tu arma. Con ella la red se defiende de las arpías, mata a los condenados, protege a las chicas cuando entran en Dite, antes de su iniciación. Con esta arma cazarás a los chacales y a los cerberos, con ella harás que te vean en todo el mundo, para decirle que eres una de las nuestras.

Maj apretó el palo.

—Mañana empezará tu entrenamiento.

La luz del fuego teñía de naranja el cristal y el pequeño trozo de tela. Parecía ya manchado de sangre.

—El mundo se quedará mirando a la chica del Paraíso que se ha rebelado contra la Oligarquía.