33
En cuanto salieron de la gruta, Alec y Guido se vieron acometidos por el viento caliente que arrastraba polvo rojo. Encima de ellos, la ladera del cráter se elevaba escabrosa e inaccesible, para terminar un centenar de metros más arriba, en el imponente anillo de murallas de cemento que separaba el primer círculo del segundo. La arena se levantaba incesantemente del suelo formando pequeños remolinos, pero ello no impedía ver los tejados centelleantes de Nueva Jerusalén, que brillaban a lo lejos. Era un panorama alucinante, los campanarios parecían suspendidos en medio del cielo.
Anduvieron casi una hora, bordeando pequeños cráteres poco más altos que una persona, de los que salía a intervalos regulares aire caliente. La tierra temblaba de vez en cuando, daba la impresión de que en ese punto el corazón del volcán salía a la superficie.
Alec se paró al lado de un cráter. Trató de aguzar la vista y advirtió que estaba flanqueando las murallas de cemento del segundo círculo. Miró a Guido, la arena se le había pegado al sudor, formando una máscara roja sobre su cara.
Alec se apartó del abrigo que había encontrado detrás del cráter y se percató de que el viento había empezado a soplar con más fuerza.
—Venga, no debemos parar.
Guido no se movió. Estaba mirando fijamente al frente, parecía hipnotizado.
—Tengo que encontrar un sitio desde el que orientarme.
Guido señaló con el dedo un punto indeterminado. Alec solo vio más cráteres.
—¿Qué pasa? ¿Qué tengo que mirar?
En ese instante pasó por delante de él una sombra arrastrada por el viento, como un tronco por la corriente de un río. La sombra desapareció, pero enseguida apareció otra. Luego otras dos, más lejanas. Entretanto el viento seguía aumentando.
—¿Qué son? —preguntó Alec.
No le dio tiempo de oír la respuesta. Algo se abalanzó sobre él, haciendo que se cayera al suelo y que se estampara contra el cráter. Era una chica. Estaba cubierta de arena, la ropa y la mochila ahora eran completamente rojas. Le chorreaba sangre de la frente. Lo miró, no parecía asustada. Alec se levantó y supo qué eran esas sombras.
Un hombre avanzaba a gatas tratando de aferrarse al suelo, era alguien que como ellos había conseguido protegerse detrás de un cráter. Tres chicas intentaban juntarse para oponer más resistencia al viento. En cambio, un grupo de condenados resbalaban juntos por el suelo arenoso; a Alec le recordó el vuelo desordenado de una bandada de pájaros.
El viento creaba un estruendo ininterrumpido que hacía difícil hablar.
—¡Parará en algún momento! —gritó Guido—. ¿Qué hacemos?
Alec no lo sabía. Muchas de las palabras de Marcus, que al principio le habían parecido oscuras, estaban empezando a adquirir un significado muy concreto: «Cada delito tiene su ley del Talión, la condena que castiga el pecado. El viento de la pasión sacude a los lujuriosos. No hay manera de evitarlo».
—No podemos evitarlo —dijo Alec para sí.
—¿Qué?
—¡No podemos evitarlo! Es la ley del talión.
Dos personas resbalaron a pocos metros de ellos gritando, tendiendo los brazos.
—¡Echadnos una mano! —gritó uno de ellos—. ¡Ayudadnos! ¡Después os recompensaremos!
Alec y Guido permanecieron inmóviles.
—¡Ayudadnos, cabrones! —gritaron antes de desaparecer en los remolinos rojos.
Una nueva ráfaga los acometió y los levantó del suelo. Alec se estampó contra el cráter y luego recorrió al menos cinco metros en volandas antes de rebotar en el suelo. Trató de ponerse de pie mientras seguía resbalando, pero el viento lo hizo tropezar y caer. Detrás de él vio a Guido, que no conseguía parar, como un tronco que cae rodando por una pendiente. El viento se aplacó un instante, luego una corriente lo hizo dar un salto de al menos diez metros. Alec intentó en vano dirigirlo, para aterrizar en un punto concreto, pero lo que consiguió fue estrellarse en el suelo junto con otros dos cuerpos que habían sido empujados por el viento en la misma dirección.
—¡Guido! —gritó.
—¡Estoy aquí!
No sabía de dónde llegaba la voz, pero no debía de estar lejos.
Entonces el viento cesó de golpe.
Alec se quedó en el suelo unos segundos, dolorido.
Se sentó con esfuerzo. Escupió al suelo y aspiró el aire caliente.
La arena roja, ya no removida por las ráfagas, se estaba depositando en el suelo como los copos de una nevada. En el silencio reinstaurado en aquel pequeño valle oyó voces, lamentos, susurros.
Cuando la arena se hubo depositado completamente, vio dónde había terminado. Era un pasillo de no más de cinco metros de ancho, delimitado por imponentes paredes de roca en las cuales, a varias alturas, se abrían grutas de las que salían destellos, suspiros y gritos repentinos. Por todas partes había condenados despatarrados, aunque algunos ya estaban de pie, otros se sacudían la arena de la ropa y otros ya se habían puesto en camino.
Alec comprobó que no se había lastimado mucho. Cuando vio a Guido, tirado en el suelo unos metros más adelante, comprendió que su compañero no había tenido la misma suerte. Tenía la cara cubierta de sangre y de arena. Fue corriendo hacia él.
—¡Guido! ¿Cómo te encuentras?
Guido lo miró y esbozó una sonrisa sarcástica, pero solo le salió una expresión dolorida.
—¿Estás herido?
Guido tendió una mano para que Alec lo ayudase a levantarse. Se sacudió un poco de arena de la ropa, se escupió las manos y se frotó con ellas la cara.
—Creo que sí.
—¿Puedes andar?
Guido dio unos pasos. Dobló ligeramente el tronco a derecha e izquierda y alzó los brazos.
—Estoy entero.
Luego se llevó una mano a la frente, de allí le salía la sangre.
—Tienes que desinfectarte esa herida —dijo Alec. Se quitó la mochila y sacó el frasquito de alcohol.
—No, no me lo des —repuso Guido—. Lo necesitamos para la herida en el pecho, no encontraremos más fácilmente. Ahora necesitamos agua y comida, y un sitio donde pasar al menos una noche.
—¿Dónde vamos a encontrar todo eso?
Guido miró alrededor. No parecía desorientado. Aunque estaban en el segundo círculo, aquello seguía siendo el Infierno y las mismas leyes valían para los primeros seis círculos, hasta Dite.
—Tendremos que hacer un trueque.
—Pero ¿qué podemos cambiar? Necesitamos las mochilas, los equipamientos.
—Yo tengo algo de lo que podemos prescindir.
Se encaminaron por el pasillo rocoso. A su alrededor había otros condenados, cada uno se preocupaba solo de sí mismo, de sus propias heridas. Dos chicos les pidieron agua, Guido les hizo un gesto negativo con la cabeza. Un hombre, en cambio, les ofreció comida, pero tenían que seguirlo. No le hicieron caso. Guido evitaba a la gente y sus miradas. A los lados del túnel empezaron a aparecer tiendas y pequeños campamentos. Había también estructuras hechas con cuerda y madera, mientras que en el suelo había alfombras y almohadas o simples sábanas de colores. Por todas partes había chicas vestidas con escasa ropa ceñida, cuando no completamente desnudas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Alec.
—¿Tú que crees?
Un viejo jorobado con una ridícula trenza de pelo canoso se acercó y agarró a Alec por la manga de la camisa.
—Anda, ven conmigo y ya verás lo bien que te lo pasas.
Alec apartó el brazo, el viejo lo rodeó.
—Fíjate en eso, fíjate qué chicas más guapas.
Debajo de una tienda roja había unas chicas echadas sobre una ancha alfombra rodeada de almohadas. Detrás de ellas, al otro lado de una gruesa tela, se entreveía movimiento.
—¿Qué lleváis en estos buenos macutos, eh? —insistió el viejo palpando la mochila de Alec.
—Nada que te interese —le espetó Guido—. Ahora, lárgate.
El viejo se quedó unos instantes mirando a Guido con una rara expresión ofendida. Acto seguido se alejó cojeando hacia otros condenados que llegaban detrás de ellos.
—¿Alguna vez has estado en un burdel? —preguntó Guido.
—¿Yo? No.
—¿No has ido en Europa?
—Nunca he tenido ocasión.
Guido se rio con sarcasmo.
—No hay que tener ocasión, hay que abrir la puerta de un burdel y entrar.
Alec miró alrededor. Sentadas en sillones hechos con sucias almohadas o tumbadas sobre alfombras había docenas de chicas. Algunas tenías descomunales pechos falsos y rasgos grotescos. Jadeos, suspiros y gritos resonaban en las paredes rocosas.
—No me apetece.
—Bueno, es una de las cosas que hay que hacer antes de morir, ¿no? ¿O prefieres morir sin haber estado nunca en la cama con una mujer?
—No tengo intención de morir.
—Es mejor estar preparados.
—¿Estaré mejor preparado para morir si me voy con una de esas?
Guido se encogió de hombros.
—Yo iría.
Cuanto más avanzaban, más se multiplicaban las tiendas, junto con el ruido, las voces de quienes negociaban el precio, de quienes discutían. A Alec le recordó el mercado de Konema, donde a diario se detenía a comprar algo para la cena.
—Pero ¿por qué lo hacen? —pregunto Alec.
—¿Las chicas? Pues por dinero, o por protección, el sexo es una buena mercancía de cambio, también en el Limbo; es mejor que dejar que el viento te estrelle contra las rocas.
—¿Y nadie dice nada? ¿Nadie sabe nada? ¿Dónde están los guardias de la Oligarquía?
—Aquí no hay cámaras. Ningún buen ciudadano de Europa verá nunca este burdel.
Alec seguía observando los rostros de los hombres transfigurados por la excitación, los ojos nublados por el nepente.
Casi habían llegado al final del túnel, y a unos cien metros de distancia se entreveía el techo verde formado por las copas de los árboles. Guido paró al lado de un corrillo de gente que estaba fumando.
—¿Qué haces? —preguntó Alec preocupado—. ¿Por qué nos detenemos?
—Ha llegado el momento de hacer el trueque.
—¿Vamos a hacerlo con estos?
Tumbados sobre las almohadas, unos hombres se pasaban una pipa grande. Había uno alto, moreno y robusto. Tenía la piel bronceada y llamativos tatuajes en el cuerpo.
A su lado había otro más bajo, rechoncho, con escaso pelo en las sienes y mirada lánguida. Estaba tumbado de lado sobre una almohada, parecía un gato gordo. Alrededor de ellos había otros hombres más jóvenes y chicas.
—Espérame aquí —dijo Guido y se dirigió hacia el grupito.
—¿No pretenderás ir con esos?
Guido no respondió y se acercó al hombre más bajo.
—Oh, hermoso joven, ¿vienes a hacernos competencia? Te advierto que a estas solo les gustan los bajos y gorditos.
Todos estallaron en carcajadas. Guido se aproximó, pero el hombre lo detuvo con un gesto de la mano.
—¡Espera, espera un momento, voy a adivinar quién eres, no me lo digas!
Se puso de pie tambaleándose, tenía las facciones hundidas por el nepente, que le dibujaba una sonrisa exagerada.
—¡Eres un joven oligarca, un putero! No, eres una linda bailarina, eras una bailarina de lap dance, una simpática doctora, pero te tiraste a todos los guardias y al final alguien te metió en el trullo, ¡no! Eres un honrado trabajador, un buen regente de burdeles, ¡no! Eres todas esas cosas a la vez, o bien…
El regordete alzó los brazos hacia el cielo.
—O bien eres un príncipe de sangre azul —dijo con una ridícula entonación teatral—, eres un buen gobernador, pero te gustan las chicas muy jóvenes… ¿Y quién te lo reprocha, amigo mío? ¡Sé bienvenido a nuestra mesa, sea bienvenida toda Europa!
Tras pronunciar esas palabras, hizo una reverencia tan enfática que acabó despatarrado en el suelo. Sus compañeros se echaron a reír de nuevo, hubo aplausos y silbidos. Guido entonces se acercó al hombre alto. Se arrodilló a su lado, le habló rápidamente al oído y desaparecieron juntos detrás de una cortina roja.
Al cabo de unos minutos, salieron. El hombre tenía un aire satisfecho, mientras que Guido estaba impasible. Se acercó a Alec y le tendió una bolsa de tela.
—Guárdala en la mochila, hay agua y medicinas.
Alec obedeció.
—¿Ya nos podemos ir?
—Ahora sí.
—¡Adiós, majo! —exclamó el regordete—, ven a vernos, pero tráete a unas amigas, supongo que no te faltarán con tu cara bonita. ¿O eres de la acera de enfrente?
Alec y Guido se alejaron, dejando atrás las carcajadas estentóreas de la banda. Recorrieron un centenar de metros, hasta que el túnel terminó en un ensanche.
Guido sacó la cantimplora de la bolsa de tela y tomó un primer trago. Luego se la pasó a Alec, que hizo lo mismo.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Alec. Tenía un sabor extraño, ligeramente salado.
—Antiinflamatorios.
Alec tomó otro trago. Luego le devolvió la cantimplora a Guido y se quedó mirándolo unos segundos.
—¿Todo bien?
—Sí.
—¿O sea que todo en orden?
—Sí, ya te lo he dicho, ¿qué quieres?
—Tú, antes, con el chico moreno…, en la tienda…
Guido lo escudriñó, frunciendo la frente. Su expresión cambió de repente, hasta que empezó a reír.
—¿Por qué te ríes?
Guido meneó la cabeza.
—¿Qué crees que he intercambiado?
—No lo sé. ¿Qué?
Guido se metió una mano en el bolsillo y al sacarla le mostró la palma abierta. Tenía un trozo de nepente.
—¿Eso es lo que les has dado a esos tíos?
—Claro, es lo único que quieren, más que el sexo.
Una vez que hubieron aplacado la sed, Guido dividió en dos partes un pedazo de carne seca y un mendrugo de pan.
—No es mucho, pero debería bastarnos para aguantar también esta noche.
Delante de ellos, un desprendimiento cortaba transversalmente el círculo. Grandes bloques rocosos y piedras planas formaban una barrera natural que iba de las murallas del primer círculo a las del segundo. Al otro lado del desprendimiento, comenzaba el bosque.
Se encaminaron por la tierra suelta, saltando entre las rocas o sorteando las más grandes. Cualquier paso en falso provocaba corrimientos de tierra y derrumbes, y las piedras rodaban, quebrándose contra las altas murallas. El sol empezaba a ponerse. Alec vio un bloque rocoso que sobresalía entre todos los demás y trepó a él. Quería encontrar un punto desde el que poder observar el cráter y orientarse para localizar el siguiente pasadizo.
—Oye, ¿qué haces? ¿Adónde vas? —preguntó Guido, que ya se había adelantado.
—Voy —contestó Alec.
Primero observó las murallas. En la pasarela de arriba había un guardia, solo y quieto. Escrutaba la parte de abajo.
Luego subió al muro de protección y se arrojó al vacío.
Alec lo vio caer en la escarpada pendiente que había debajo de las murallas, y luego estamparse contra una roca. La sangre del hombre salpicó en la piedra, que se volvió naranja por la luz del ocaso. Guido le dio alcance corriendo.
—¡Venga! —exclamó—. Coge todo lo que puedas antes de que lo vea otro.
El hombre no estaba muerto. Movía los brazos y su cuerpo pegaba sacudidas. Guido se le arrojó encima mientras Alec observaba el cráter. En ese momento el segundo dibujo de Beth se materializó delante de sus ojos.