32
Alec abrió los ojos con las primeras luces de la mañana. Estaba recostado entre el tronco del árbol y la mochila, arrebujado en su chaquetón. Miró alrededor, Guido no estaba.
Tenía recuerdos confusos del día anterior. Había perdido mucha sangre, pero había conseguido desinfectar bien la herida. Había mantenido la mano apretada en el trozo de tela que tapaba la herida y había bebido mucho. No recordaba el momento en que el dolor y el cansancio lo habían vencido, pero en algún momento debía de haberse dormido.
Primero cogió la cantimplora y se terminó la poca agua que quedaba. Luego retiró el trozo de tela de la herida y descubrió que ya se había formado una gruesa costra. No parecía que estuviera mal. En el punto donde la navaja había sajado, la piel estaba un poco levantada e hinchada, pero no perdía sangre.
—Buenos días —dijo Guido al tiempo que aparecía detrás de un árbol. Sujetaba entre los pies un pequeño cerdo de pelo oscuro—. Ha habido suerte con la caza.
Alec se levantó, tenía los músculos doloridos. Miró alrededor y dio unos pasos para ver en qué condiciones estaban sus piernas. La luz de la mañana iluminaba varias formaciones rocosas que sobresalían del terreno, rodeadas siempre de una fina arena roja. Había restos de estalactitas, y a lo lejos se distinguían entradas de grutas, muchas de ellas ocultas por las raíces de los árboles.
—No me has tomado el pelo —dijo Guido—. Y yo cumplo los tratos. Pero no pienso quitarme el alma hasta que no vea el pasadizo.
—Antes de salir al segundo círculo tienes que quitártela. No podemos correr el riesgo de que un guardia te identifique.
—¿Dónde desemboca el pasadizo?
Guido sabía que las identificaciones tenían lugar a lo largo de las murallas y especialmente bajo las torres en las que se hallaban los puestos fijos de los guardias. Allí los detectores reconocían las almas en un radio de pocos metros. Los helicópteros se acercaban a los círculos solo en casos excepcionales. Por eso, mientras se mantuvieran lejos de las murallas, no correrían peligro.
—No tengo ni idea. —Alec se arrepintió enseguida de esa frase—. No sé dónde desembocaremos, pero saldremos al segundo círculo y no debemos llevar el alma.
Guido no añadió nada más. Comenzó a guardar todo el equipamiento en la mochila, dejando fuera solo una caja de hierro que emanaba un ligero resplandor. Era una de las cosas que venía dentro de las cajas de las raciones de comida. Estaba abierta a los lados y contenía tizones ardientes. Podía convertirse en un cuchillo rudimentario, pero Guido ya tenía una navaja, así que hizo con ella una linterna.
—Creía que te habías ido —dijo Alec, que no conseguía comprender las auténticas intenciones de Guido.
—¿Y me habría ido dejándote bien arropado? Yo no soy tu madre.
—¿Pues por qué lo has hecho? —Ahora se daba perfecta cuenta de que Guido lo había tapado con la manta y le había puesto la mochila en la espalda.
—Es lo que hacen los aliados.
—¿Es lo que somos?
—Depende de ti —contestó Guido y señaló con un gesto de la cabeza la gruta—. ¿Vamos?
Alec cogió la linterna y se acercó a la entrada de la gruta, iluminando la roca oscura. Dio unos pasos, la luz apenas bastaba para reconocer los perfiles de los bloques de piedra. Avanzó lentamente y enseguida se detuvo, esperó a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad.
—Sí, vamos.
Empezaron a bajar.
Se movieron con cautela y no tardaron en encontrarse en un túnel estrecho. El suelo era irregular y resbaladizo. El aire era más caliente.
—Aquí hay poco oxígeno —dijo Guido.
Al cabo de unos minutos desembocaron en una gruta más grande. En un primer momento percibieron la amplitud solo gracias al rumor del agua que creaba un continuo eco.
—Dame la linterna —pidió Guido.
Luego cogió un trozo de cartón y lo prendió. La luz duró solo unos instantes, mostrando un reguero que corría entre las rocas y terminaba en un laguito cuya profundidad era imposible establecer.
—Adelante —dijo Alec y prosiguió tratando de seguir el sonido del agua, porque creía que el canal debía salir por algún sitio.
—Espera.
—¿Qué pasa?
—No podemos seguir sin rumbo. ¿Dónde está el pasadizo? ¿Cómo diablos vamos a llegar a Dite de esta forma? —Su voz contenía a duras penas la rabia.
—No lo sé. Lo que sé es que este es el camino —repuso Alec, pero se lo decía a sí mismo, se rogaba a sí mismo que siguiera creyendo que aquella era la dirección correcta.
Una vez que dejaron atrás el laguito, la gruta se ensanchaba, pero resultaba mucho más complicado saber hacia dónde ir. Podía haber ramificaciones, acabaron dos veces en un tramo cerrado y tuvieron que volver sobre sus pasos.
—Yo me voy —dijo Guido—. Estás loco, no sé por qué te he seguido, soy un idiota. Dame la antorcha.
—Si tú regresas, yo también tendré que regresar.
—Haz lo que quieras, la antorcha es mía, si ves a oscuras, vete a donde te dé la gana.
—¿Tienes otro trozo de cartón? Al menos probemos a iluminar la gruta de nuevo.
Pocos minutos después, una llama desgarró la oscuridad. Guido había prendido un cartón. La luz descubrió un lago más grande que el anterior, tras el cual se entreveía una pequeña playa. Antes de que la llama se apagase, Alec advirtió que la arena que había entre las rocas era roja. Ese era el único indicio que conducía al camino indicado por Marcus.
Todas sus esperanzas estaban depositadas en lo que le había contado su tío. Sin embargo, Marcus era un hombre inestable, destruido por el nepente, era un loco que había vuelto del Infierno, pero dejándose allí buena parte del cerebro.
—Podría ser por allí —indicó Guido.
Alec no se entretuvo en averiguar si su compañero había cambiado de parecer. Con la linterna bien apretada en la mano, se aprestó a entrar en el agua.
Cruzaron lo que resultó ser una charca poco profunda. El agua apenas les llegaba a las rodillas y en la otra orilla descubrieron que el túnel continuaba, aunque ahora era más empinado. Descendía como unas escaleras a derecha e izquierda, estrechándose y ensanchándose y siguiendo la forma de grandes bloques de piedra que parecían engastados en la montaña.
—Esto no es una gruta —dijo Alec.
—¿Qué quieres decir?
—Hay marcas de pico.
Alec sintió de nuevo cierta esperanza. Se imaginó a su padre en ese mismo túnel presenciando la excavación de los pasadizos entre los círculos. Su padre, el arquitecto. Evocó su rostro, pero por primera vez, después de años, no vio el rostro triste del hombre al que se llevaban los guardias de la Oligarquía. Por primera vez en su memoria no sonó la marcha triunfal del desfile. Vio a un hombre más joven que contemplaba el Infierno y que entretanto se imaginaba un mundo nuevo.
En ese instante, al fondo de la gruta, brilló una luz roja.
—¡Fíjate! —gritó Alec parando de golpe.
Guido se detuvo detrás de él. En la extremidad del túnel había aparecido un tenue resplandor rosado.
Avanzaron despacio hacia aquel punto luminoso que se iba haciendo más intenso. El aire se volvía cada vez más caliente y seco. Un silbido lejano hacía pensar en fuertes ráfagas de viento. Pasada una curva estrecha, se encontraron frente a un arco natural, tras el cual también el aire parecía teñido de rojo.
El viento soplaba sin cesar, levantando arena que se depositaba en la entrada de la gruta y formaba pequeñas dunas. Poco más allá de la salida de la montaña, apenas alcanzaban a vislumbrar unas formaciones rocosas cónicas. Parecían pequeños cráteres.
Guido se acercó a la salida, con los ojos perdidos en el viento que teñía de rojo el aire. Se le posó un poco de arena en las botas.
—Así que ¿es verdad?
—¿Qué?
—Que este es el segundo círculo.
—Creo que sí —contestó Alec.
Todos los dibujos de Beth aparecieron en su cabeza. Eran más claros y nítidos ahora que tenía la certeza de que coincidían con lugares reales y que podrían conducirlo a Maj.
—¿Qué hacemos? —preguntó Guido.
—Tenemos que encontrar un punto desde el que se vea el cráter.
—¿Por qué?
—Porque tengo que situar el mapa.
La mirada de Guido había cambiado. Ya no quedaba rastro de la desconfianza del principio y él mismo percibía un nuevo conflicto en su interior, el que contraponía la rabia y la resignación que había sentido en los últimos años a esa nueva esperanza a la que no sabía dar un nombre.
—Te lo explicaré todo —dijo Alec sintiendo que le hablaba a un aliado—, pero ahora tienes que quitarte el alma.
Guido prendió otro trozo de cartón y desinfectó la navaja. Luego se sajó la piel bajo el pecho con un golpe seco. No hizo la menor mueca de dolor. En aquellos años se había acostumbrado a toda clase de sufrimiento y estaba seguro de que aquel acto le provocaría poco más que un escalofrío. Pero cuando miró el alma en la punta ensangrentada de la navaja, experimentó una sensación que no tenía que ver con el cuerpo. Repentinamente sintió que ya no tenía ningún vínculo con toda la otra gente. Comprendió que no existía para el mundo, sino solo para sí mismo. O a lo mejor también existía para el mundo, pero no para la Oligarquía, ni para el Infierno ni para los guardias. Ahora no era más que un árbol, que una roca o que un animal.
Alec le entregó el frasquito de desinfectante, que él vertió primero sobre la herida y luego sobre un trozo de tela, que apretó sobre el corte para bloquear la sangre.
—Vamos —dijo mientras se encaminaba hacia la salida.