31
Maj bajó corriendo de la pirámide, hendiendo las llamas que brotaban inopinadamente del cemento.
Las amazonas la habían rechazado.
La esperanza se había esfumado en unos segundos ante las imágenes que describían a la rica muchacha del Paraíso que había mandado al traste su felicidad. Por un momento se preguntó si las cosas hubieran podido ser diferentes. Lo tenía todo, dinero, diversiones, vivía en un pequeño mundo perfecto, ella tenía la culpa de su condena, merecía arder en el Infierno.
Pero no se merecía entrar en la red de las amazonas. El Paraíso la había expulsado y ahora el Infierno la rechazaba.
Al llegar abajo se volvió por última vez para ver a Cloe, que seguía en la cúspide de la pirámide. Maj no sabía adónde ir. Se adentró en una calle ancha cubierta de tierra y de escombros, de la que brotaban troncos de grandes árboles que proyectaban sus sombras sobre los edificios de cristal de alrededor. Pasó al lado de un grupo de monos que gritaban y saltaban, luego dobló en una calle más pequeña, que resultó ser un callejón sin salida. Entró en la galería de un edificio. Había muchos escaparates rotos y en el suelo todavía se veía el dibujo de los mármoles de colores. Había mucha gente acampada, tumbada en el suelo sobre mantas mugrientas, ardía un fuego en un bidón.
Maj dejó de correr y se puso a andar. No le importaba el peligro, ya no sentía el miedo que la había acompañado hasta allí. Alguien le dijo algo, pero ella no oía nada. Avanzó hasta el final de la galería y salió a una pradera que terminaba unos cientos de metros más adelante, en las murallas de la ciudad.
En medio de la pradera yacía la chatarra de un hovercraft. Estaba casi completamente cubierto de tierra y plantas trepadoras, pero algún rincón de metal brillante reflejaba todavía la luz. Delante había una plataforma de cemento con cuatro largas mesas rodeadas de bancos. Se sentó y puso la caja con la ración de comida delante de ella.
Permaneció inmóvil, oyendo el silbido del viento en sus cabellos, los gritos y los lamentos que llegaban de lejos, desde el otro lado de las murallas, y el murmullo de la tierra, que parecía que se resquebrajaba y disgregaba a varios metros bajo sus pies.
—Eh.
Maj se volvió de golpe.
Cloe la miraba con una expresión triste, la sombra de una sonrisa en los labios.
—No es buen sitio para parar. —Se acercó y se sentó frente a ella. La observó en silencio durante un instante, luego dijo en voz baja—: ¿Por qué no me habías dicho que eres hija de un oligarca?
—Déjame sola.
—No. Tenemos que irnos de aquí.
—Soy hija de un oligarca. —Esas palabras se le quebraron en la garganta—. La red no me quiere, el Paraíso tampoco, y yo no quiero nada, no deberían haber venido aquí, a ti te han aceptado. ¿Por qué no te has quedado con ellas? ¿Por qué me has seguido?
Cloe sonrió. Luego miró alrededor.
—Porque creo que se equivocan.
—Tú no decides, ¿no?
—No, pero la reina podría tomar otra decisión.
—¿Quién es la reina?
—Lo sabrás si vuelves conmigo al rascacielos.
—¿Por qué haces esto? Ahora que ya sabes quién soy, deberías odiarme.
—¿Debería odiarte porque eres hija de un oligarca? Sí, a lo mejor te odiaría si estuvieras en el Paraíso, pero estás aquí en el Infierno, y el vídeo…
—Lo que se ve en el vídeo no es verdad, esas imágenes no son ciertas.
—¿No te apresaron los helicópteros?
—Eso sí.
—¿Tú no estabas con ese trabajador?
—Sí, pero nunca he matado a nadie, no sé qué tienen que ver los guardias… —Un sollozo interrumpió sus palabras.
—Escúchame, Maj, los vídeos de los delitos nunca son del todo ciertos, los exageran, los crean, para que la gente en Europa se indigne, deben vernos en medio de las llamas, luchando para conseguir comida, y luego ver que nos hemos merecido este castigo.
Maj no dijo nada. Miró a lo lejos el humo que se elevaba de la base de las murallas, le pareció distinguir unas siluetas oscuras planeando sobre las llamas.
Cloe se percató de que algo había atraído su atención y se volvió.
—Arpías —dijo—. Es mejor que nos larguemos. Podrían llegar aquí.
—Vete tú. No debías seguirme.
—¿Has decidido dejar que te maten?
—No he decidido nada. He dicho que te vayas.
—Ven tú también, por favor.
—Pero ¿qué más te da? —En el tono de su voz había más estupor que rabia.
Cloe le cogió las dos manos y las apretó con fuerza, forzándola a mirarla a los ojos.
—Maj, aquí estamos en el Infierno, no en Europa ni en el Paraíso, así que no me importa lo que pienses ni lo que quieras, tú ahora eres mi amiga, estás conmigo y, a menos que decidas matarme aquí mismo, no voy a dejar que te separes de mi lado.
Maj permaneció inmóvil, con los ojos como platos. Un golpe de viento le alborotó el flequillo. Vio los mechones ennegrecidos, percibió el olor a quemado que emanaba su cuerpo sudado.
—Mi padre es un guardia de la Oligarquía —dijo Cloe, mientras los ojos se le ponían brillantes—. Sé lo que significa crecer teniendo que acatar valores falsos, con la esperanza de obtener alguna ventaja, una casa mejor, un piso en una planta alta en una ciudad rascacielos, el sueño absurdo de conseguir algún día una colocación en el Paraíso. Yo no creí en nada de eso y por eso estoy aquí. No somos tan diferentes.
Un ruido procedente de la chatarra del hovercraft hizo que Cloe se pusiera de pie de un salto. Durante unos segundos hubo de nuevo silencio. Luego, pasos rápidos seguidos de unas sacudidas y de gritos animales.
—Larguémonos —dijo Cloe a la vez que recogía la caja con la ración de comida.
En ese momento un cuerpo oscuro se abalanzó sobre Maj y la tiró al suelo. Se le adhirió al cuerpo y se agitó convulsivamente, no como un agresor, sino como una presa que ha caído en una trampa. Maj se volvió y rodó, sin entender qué la había atacado. Oyó más ruidos, sacudidas y pasos rápidos, y vio que Cloe había subido de un brinco a la mesa, y que con las rodillas dobladas giraba bruscamente de un lado a otro el rostro aterrorizado.
Maj empujó con las manos a la bestia que se le había enroscado como una telaraña. Tenía la piel gruesa y áspera, pero había además algo blando, como plumas. El animal se soltó, aunque se quedó revoloteando en el aire un metro por encima de ella.
El cuerpo tenía el tamaño del tronco de un hombre adulto, era un óvalo cubierto de piel negra arrugada. Tenía dos patas, cada una de ellas con tres dedos que terminaban en largas garras. El pecho estaba envuelto en negras plumas que se tupían en los lados, en las alas desplegadas que se agitaban nerviosamente, como si tuvieran que desprenderse de una pared de pegamento. La criatura lanzó un grito estridente mostrando el pico abierto y el rostro humano. La piel era oscura y rugosa, caía sobre los pequeños ojos amarillos y alrededor del pico corto rodeado por labios rosados y finos.
Maj retrocedió de culo unos metros. Luego se puso de pie y echó a correr, pero de esa forma atrajo su atención. Docenas de aquellas bestias se abatieron sobre la mesa a la que un instante antes Cloe y ella estaban sentadas. Tres arpías se precipitaron sobre ella y la tiraron al suelo, se pusieron a picotearle la espalda y a arrancarle pelo. Ella rodó, dando patadas y forcejeando, mientras los gritos de las bestias la ensordecían. De nuevo consiguió incorporarse y vio a Cloe, de pie a pocos metros de distancia. Estaba tratando de desprenderse de una con fuerza, pero parecía que un ala del animal se había enredado con su pierna.
Al final Cloe logró soltarse, aunque se quedó arrodillada en el suelo. Estaba herida, tenía la ropa manchada de sangre. Fue despacio hasta el punto en que se encontraba Maj, quien entretanto observaba cómo las bestias se abalanzaban sobre la mesa, donde había quedado algo de comida en la caja de cartón.
—Huyamos —dijo en voz baja Cloe, como si temiese que aquellas criaturas pudiesen oírla. Asió a Maj por el borde de la camiseta rasgada y manchada de tierra y con un gesto de la cabeza le señaló la dirección que había que tomar—. Tenemos que llegar a los rascacielos.
Mientras tanto, parecía que las arpías se habían apaciguado. Algunas estaban posadas sobre el hovercraft desguazado, otras caminaban por la pradera, arrastrando sus cuerpos anchos y las largas alas, que barrían el suelo.
Las dos chicas se alejaron furtivamente, si bien instantes después oyeron de nuevo los gritos y el silbido del aire: la bandada de arpías volaba de forma compacta apenas a unos metros de sus cabezas, tenían un aspecto espantoso; los picos, que tensaban la piel de la cara, mostraban la lengua y el paladar rojo. Todas las alas se agitaban a la vez, produciendo un sonido rítmico que recordaba el de las aspas de un helicóptero.
Empezaron a correr. Maj sintió que el miedo le corría por las venas, que la sangre le desbordaba los músculos. Cayó al suelo en medio de un charco de fango caliente y se levantó sin detenerse, dos arpías aterrizaron a su lado, avasallándola, pero ella logró no perder el equilibrio. Aquellas bestias parecían cuerpos muertos cuando caían al suelo. Sin embargo después se levantaban, sacudían la cabeza y, moviendo despacio las alas, levantaban de nuevo el vuelo. La bandada estaba encima de ella, podía sentir sus alientos, que olían a sangre y a basura. Supo que en pocos segundos la alcanzarían de nuevo y apretó más el paso, descubriendo de repente una fuerza que ni ella misma creía tener. Cloe se quedó unos metros más atrás, y las arpías se abatieron sobre ella, arrollándola. Maj se volvió dos veces sin aminorar el paso, viendo primero la masa negra de carne y plumas que rebotaba en el suelo como si fuese un solo cuerpo, luego a Cloe, que se reincorporaba y trataba de avanzar, pero de nuevo la alcanzaban las bestias. Maj paró, volvió hacia atrás, aunque no tenía con qué espantarlas, no tenía armas. Empezó a gritar, gritó con todas sus fuerzas, desgarrándose la garganta, con los pulmones a punto de estallar, reclinando el pecho para lanzar un chillido que se sobrepuso a los ladridos bestiales de las criaturas.
Las arpías se detuvieron de golpe y le clavaron la mirada.
A Maj le pareció leer estupor y rabia en sus ojos, en sus expresiones humanas. Aquella fracción de segundo le bastó a Cloe para escapar y alcanzar a su compañera, que ya corría por la pradera.
Consiguieron llegar a los primeros edificios cuando algunas arpías ya habían abandonado la persecución. Se metieron en un edificio derruido, cruzaron un arco donde antaño debió de existir un portal y se cobijaron en un hueco de la pared del que salían las escaleras. Subieron corriendo los primeros tramos. Se dejaron caer al suelo en un rellano que daba al hueco de un ascensor. Permanecieron varios minutos en silencio, jadeando, con las cabezas moviéndose de arriba abajo nerviosamente, los músculos crispados que no dejaban de temblar.
Maj miró a Cloe, su rostro, que conjugaba rasgos duros, la mandíbula estrecha, la frente arrugada, y curvas suaves, en las mejillas, alrededor de los ojos.
—No puedo volver al edificio de las amazonas, ve sola, han visto esas imágenes, han visto que soy una niña rica del Paraíso, han visto…
Cloe la interrumpió poniéndole una mano en la boca.
—Todavía no has entendido. Los realizadores te han pintado como una criminal sin escrúpulos, eres la chica del Paraíso, pero la que desafía a los guardias, y cuando las amazonas te juzguen también lo entenderán. Tienes que jugar bien tus cartas.
—¿Por qué estás haciendo todo esto? —volvió a preguntar Maj.
—Porque necesito una amiga.
—No sé si puedo ser una buena amiga —dijo Maj.
—No necesito que seas buena. Solo necesito una amiga.