30
Con la luz de la mañana, el bosque tenía un aspecto completamente diferente. A pesar de la niebla que en ciertos puntos envolvía a los árboles, el olor a corteza y a hierba mojada se sobreponía al de la ceniza que arrastraba el viento.
Alec y Guido habían abandonado el refugio y llevaban caminando ya media hora. Alec había localizado el sitio donde, según el mapa, debería hallarse la gruta de la arena roja. Guido sabía cómo llegar, se tardaba unas horas.
Encontraron a un grupo de cinco muchachos que transportaban un animal sangrante, probablemente, un chacal. Luego pasaron por un campamento, por en medio de un grupo de tiendas reforzadas a los lados con piedras y troncos y colocadas en círculo alrededor de una hoguera. Unos chicos dormían. Alec cruzó una mirada con una chica que se estaba lavando el pelo en un cubo. En cada rostro veía a Maj, buscaba desesperadamente confirmar que seguía con vida.
—¿Aquí estamos a salvo? —le preguntó a Guido.
—¿Qué quieres decir?
—Ayer me querían matar, me persiguieron, ahora nadie se fija en mí.
Guido, que caminaba un par de metros por delante de él, meneó la cabeza y soltó una carcajada.
—Las cosas no son así. Ayer eras un novato. Ahora estás conmigo. Si alguien te hace algo me ofende a mí, y mogollón de gente me debe algo.
—No entiendo.
—Es la ley del Infierno. Aquel al que proteges, defiendes, salvas la vida, das de comer u ofreces hospitalidad se convierte en tu deudor.
—¿De modo que yo estoy en deuda contigo?
—¿No lo crees?
—Sí, creo que sí. Pero ¿cómo puede ser una ley? ¿Quién la cumple?
—Todos. Más vale cumplirla, porque, si no, todo el mundo se entera. Y entonces eres el primero al que eliminan. Si la cumples formas parte de los pactos de sangre.
—¿Y nunca nadie infringe la ley, o roba o ataca a alguien, o…?
—Claro que sí. Estamos en el Infierno.
Dejaron atrás el bosque y siguieron andando por una franja de tierra. El anillo del círculo infernal se estrechaba hasta convertirse en una terraza de no más de veinte metros de ancho. A su derecha estaban las murallas de cemento. Alec volvió a ver a los guardias, sus uniformes rojos parecían llamitas que ardían en la pasarela entre las torres. A la izquierda estaba el abismo que bajaba al séptimo círculo.
—¿Alguna vez has matado a alguien? —preguntó Alec.
—Puede.
—¿Puede que hayas matado a alguien?
Guido no respondió y Alec pensó que no tendría que habérselo preguntado.
—Sí, he matado a alguien —dijo Guido—; alguien trata de robarte, te defiendes, alguien muere.
Alec escuchó esas palabras pensando que no contaban toda la verdad.
—Pero ¿tú qué has hecho? ¿Por qué te condenaron en Europa?
—¿Ahora pretendes someterme a interrogatorio?
—Respóndeme si quieres. Si no, da igual.
—Trapicheaba con nepente. Hay cosas peores, ¿no? No hacía daño a nadie.
—¿Y a cuántos años te han condenado?
Guido guardó silencio, mientras seguía andando.
—Tienes que quitarte el alma —dijo, por cambiar de tema.
—En cuanto encontremos la gruta —repuso Alec, renunciando a obtener una respuesta.
—No falta mucho.
Empezó a soplar un viento frío y cortante, que expulsaba la niebla del cráter.
—Como sea una jugarreta te arrepentirás, en serio —insistió Guido. El tono de su voz no era amenazador. Parecía que estuviese aplicando una simple lógica.
—Ya verás que no es ninguna jugarreta —respondió Alec, aunque en su fuero interno tenía miedo. No podía estar seguro de que encontraría ese pasadizo, ni siquiera estaba seguro de su existencia, pero Guido había sido claro: no le daría una segunda oportunidad.
Llegaron a un nuevo grupo de árboles bajo los que crecía una tupida vegetación. Matorrales con anchas hojas, flores oscuras y pegajosas, lianas que colgaban de las ramas y se enredaban en el suelo. Tuvieron que aflojar el paso.
Alec reparó en ese momento en los arroyuelos que corrían entre los árboles. Oía el rumor, pero no los distinguía claramente. Muchos de ellos desaparecían en la tierra. Y todos seguían el mismo rumbo. Alec vio las rocas y unos agujeros en el suelo, y, entre las rocas, las enormes raíces de los árboles. Luego en medio de la hierba empezó a aparecer la arena roja, y en su mente cobró forma el primer dibujo de Beth: la gruta, el bosque, los arroyuelos y la arena.
Avanzaron siguiendo el sentido de los arroyos. El terreno descendía y los árboles se espaciaban. De vez en cuando entre los troncos se entreveían fragmentos del volcán: la niebla, las explosiones de fuego, la luz reflejada por espejos de agua que surgían en la pendiente cada vez que una ráfaga repentina de viento despejaba unos segundos el vapor y la niebla.
Luego la vio: la gruta del dibujo. Un agujero bordeado por rocas y estalactitas. Parecía una boca que trataba de morder el suelo.
—Hemos llegado, es aquí —dijo Alec—. Este es el pasadizo.
Guido se quitó la mochila y la apoyó contra un árbol. Escupió al suelo y se tumbó. Estaba cansado, ambos lo estaban después de la larga caminata.
—¿Ahora qué tenemos que hacer?
—Tenemos que entrar en la gruta, desembocaremos en el segundo círculo —le explicó Alec con una seguridad totalmente reñida con el miedo que sentía por dentro.
Guido empezó a recoger del suelo leña y hojas.
—Hagamos un fuego.
Lo prendió con unos movimientos rápidos. Llevaba cartón seco en la mochila y era evidente que lo guardaba precisamente con esa finalidad. Luego puso la hoja de la navaja sobre la llama, pero sin calentarla demasiado. La frotó varias veces contra el interior de su cinturón de cuero y luego la puso de nuevo al fuego. Solo entonces se la tendió a Alec, que la cogió y la miró atentamente. Parecía bien afilada. Tendría que pasársela con un gesto firme por la piel, para no desgarrarla. Debía cortar en el punto exacto en el que le habían implantado el alma, pero eso no le parecía muy difícil. La pequeña silueta se veía perfectamente.
Se sentó en una roca con las piernas cruzadas. Se quitó el chaquetón y se desabotonó la parte de arriba de la camisa. Acercó despacio la navaja y se la puso sobre la piel, sin apretar. La hoja estaba de nuevo fría. Una vez que se quitara el alma ya no podría cumplir su condena. Le quedarían dos maneras de salir del Infierno: o con Maj, desde Dite, o muerto.
—¿Tienes alcohol? —preguntó Guido.
—No.
—En la mochila ponen también alcohol, los más idiotas se lo beben.
Guido abrió la mochila de Alec y extrajo de un bolsillo interior un frasquito de plástico duro con un líquido celeste. Lo dejó en el suelo y volvió a sentarse.
Alec recorrió con la hoja la superficie que debía cortar. Con el pulgar y el índice de la mano izquierda tensó la piel.
Luego cortó. Un movimiento seco, decidido. Sajó la carne blanda del pecho con facilidad. Un dolor repentino, como un fuego que estalla.
—Pero ¿qué haces? —gritó Guido.
Alec no respondió. Empezó a brotar sangre del pecho. Hurgó con la punta de la navaja debajo del alma, tratando de sacarla por la herida abierta.
—¡Estás loco! —gritó de nuevo Guido. Lo observaba sin acercarse, sentado en su mochila.
Alec estaba pálido, apretaba los dientes. Lo intentó por segunda vez, pero el microchip era resbaladizo y, a pesar de que lo había movido de sitio, no conseguía extraerlo. Se sentía mareado, parpadeó.
Introdujo de nuevo la navaja en la herida y esta vez sacó el alma en la punta de la hoja ensangrentada.
Acto seguido cogió el frasquito, abrió el tapón y se echó alcohol en la herida, tratando de usar la menor cantidad posible. Con la misma navaja cortó un trozo de la camisa y lo apretó contra la herida. Solo entonces se dejó caer contra el tronco que había detrás de él.
Guido lo miraba sin poder pronunciar palabra. Se levantó, dio unos pasos y se arrodilló a su lado. En ese momento habría podido robarle todo fácilmente y largarse. Esa noche se había convencido de que lo de Alec no era más que una farsa. Que Alec se había inventado toda aquella historia para que le salvara la vida y que él había sido un ingenuo por creerle. Había ido con él por el bosque con la intención de robarle allí, lejos de su refugio, después lo abandonaría a su destino.
Pero lo que acababa de hacer lo cambiaba todo.
—Estás completamente loco.
—He hecho lo que había dicho.
—Ahora ya no puedes salir de aquí.
—Claro que saldré.
—Pero ¿adónde quieres ir? ¿Qué quieres hacer? —Guido era presa de una agitación que no experimentaba desde hacía años. Estaba acostumbrado a hacerlo todo con sangre fría, conocía los riesgos y el precio que había que pagar, en Europa como en el Infierno. Ahora las cosas habían cambiado.
—¿Y bien? ¿Vienes conmigo?
Alec miró la navaja, abandonada en una piedra al lado de la hoguera. Guido se dio cuenta. Dudaba. Todavía no estaba convencido de que ese novato pudiera estar ofreciéndole una vía de escape. Por otro lado, sabía perfectamente que no tenía muchas esperanzas. Pronto iba a ser trasladado al séptimo círculo y allí no resistiría mucho tiempo. La que se le presentaba era probablemente su última oportunidad de salir vivo del Infierno.