29
Maj y Cloe estaban sentadas en un rincón de la balaustrada que delimitaba la azotea del rascacielos de las amazonas. El sol se estaba poniendo detrás de la cima del volcán, pintando de naranja las largas lenguas de hielo que descendían de las cumbres nevadas. Se confundían así con los ríos de lava que fluían más abajo. Las amazonas las habían llevado por la ciudad sin pronunciar palabra. Habían atravesado calles secundarias, pequeñas plazas cubiertas de escombros y patios ocultos por edificios derruidos. Hasta llegar a un rascacielos de al menos cincuenta plantas. Habían subido varias decenas de tramos de escaleras. Solo en las últimas plantas habían encontrado gente. Todas eran mujeres, vestidas como las guerreras que las habían salvado.
En el centro de la azotea había una gran hoguera. Maj miró alrededor, abarcando de un solo vistazo los otros rascacielos, las murallas de Dite que ardían en torno a aquella ciudad destruida y luego, detrás de las murallas, la ladera del volcán. La tierra tembló, produciendo un largo crujido seguido por el tintineo de los cristales que se desprendían de las fachadas y caían al suelo.
—¿Qué has hecho? —preguntó Cloe.
Maj no comprendió enseguida el sentido de esa pregunta. La miró con gesto interrogante.
—¿Qué has hecho para estar aquí?
Ni siquiera en su fuero interno Maj había sido capaz de responderse a eso. Pero ahora por primera vez se lo planteaba directamente, y no tenía dudas: no estaba allí por un delito ni por Alec, sino por sí misma.
—Quería saber la verdad —contestó Maj. Luego calló.
—¿La verdad? ¿Sobre qué?
—Quería conocer el mundo.
—No es un delito por el que se acabe aquí.
—No, ¿verdad? —respondió Maj, dándole la razón a Cloe. No sabía hasta qué punto sincerarse: Cloe la había llevado hasta allí, le estaba ofreciendo la posibilidad de permanecer con vida, pero no dejaban de estar en el Infierno.
—Quizá dependa de lo que se haga para descubrirla —la pinchó Cloe.
Una chica se acercó con un caldero lleno de un líquido que olía a carne. Les tendió dos escudillas de madera.
Había una solidaridad espontánea en aquel gesto que no traslucía ninguna bondad ni amabilidad.
—¿Qué es la red? —preguntó Maj cuando la chica se hubo alejado.
—Es como las chicas sobreviven en el Infierno. Los hombres se agrupan en bandas, son muchos, las mujeres son muchas menos. Por eso existe la red.
—Pero ¿cómo funciona? ¿Y por qué sabes todas esas cosas?
Cloe elevó la mirada al cielo y cerró los ojos. Luego la observó.
—Escucha, en Europa todo el mundo sabe lo de la red, hasta los oligarcas. De vez en cuando tratan de eliminarla, pero la red no se rompe, puedes quitarle un trozo, pero no tiene centro, no puedes destruirla.
—¿Sois las recién llegadas?
Cloe se volvió. La que había hablado era una chica bastante alta, de tez clara y facciones marcadas. Su cuerpo parecía como tallado con unos pocos golpes secos.
—Soy Liz.
—Hola —dijo Cloe.
—Ya se ha hecho tarde para ponernos con la iniciación, así que la dejaremos para mañana por la mañana. Vendréis conmigo. Podéis dormir aquí, hace calor.
—De acuerdo —asintió Cloe. Parecía ya saber lo que la esperaba.
—Veremos el vídeo de vuestro delito y decidiremos si os aceptamos.
La chica se alejó. Maj siguió sus pasos, largos y firmes, los músculos de los muslos eran como los engranajes de un motor.
Cloe miró a Maj. Las amazonas no la habían visto en el barco, con el rostro limpio y sin el uniforme del Infierno. Pero para ella ese rostro no tenía secretos.
—Quizá tendrías que decírselo ahora.
—¿El qué?
—De dónde vienes. Hay pocas como tú en el Infierno, y no están muy bien vistas… Pero si estás aquí…
Maj la observó, no lograba entender su razonamiento. Cloe se le arrimó más para que no la oyeran.
—Si estamos en el Infierno es porque alguien ha pensado que el mundo no era tan hermoso como pretendía, y que otros debían pagar por ello. La Oligarquía ha construido este lugar para tener el control total sobre Europa, para defender sus privilegios, para defender… el Paraíso.
Maj comprendió entonces que era inútil seguir ocultando la verdad.
—No pueden saber que vengo de allí.
Cloe se quedó pasmada. La confirmación de la que solo era una sospecha le brindaba una sensación nueva que no había previsto. Nunca había conocido a una chica del Paraíso.
—Claro que pueden —dijo con voz temblorosa—. Por eso hacen la iniciación. En ese momento descubren tu delito y deciden si aceptarte en la red.
—¿Y si descubren que vengo de…?
—No lo sé, depende de lo que hayas hecho.
La débil luz que quedaba ponía de relieve las grandes nubes negras que se enroscaban en el cielo sobre sus cabezas.
Maj no pudo dormir esa noche, pero de todas formas cerró los ojos y trató de permanecer inmóvil, necesitaba reposar los músculos, tensos por el cansancio y el miedo.
Por la mañana, antes del amanecer, Liz fue a despertarlas.
Maj sintió que la sacudían por un brazo. Se volvió y vio el rostro de la amazona cubierto por lo que parecía una capa de grasa negra. Pocos minutos después estaban bajando las escaleras del edificio junto con cuatro chicas. No salieron a la calle, sino que siguieron hasta el subsuelo, hasta un largo túnel por el que discurrían unos rieles. Anduvieron largo rato bajo la tenue luz que llegaba de unas estrechas aberturas en el techo.
Al cabo de una hora, se detuvieron en una estación.
Había varios andenes y esqueletos de trenes abandonados. Escaleras cubiertas de escombros y placas de metal oxidadas.
—Tenéis que coger la caja con la ración de comida —dijo Liz—. Salid por las escaleras. Las encontraréis delante. Nosotras estaremos en los edificios de alrededor, os observaremos desde allí.
Cloe y Maj se alejaron. Subieron las escaleras salvando los escombros que en algunos puntos obstaculizaban casi completamente el paso. Llegaron a una planta intermedia, un gran salón sujeto con vigas de cemento marrón. En el suelo había tres dedos de agua y barro. Maj vio en el lado opuesto un resplandor procedente de una rampa que llevaba a la superficie. Cuando estuvieron en el nivel de la calle, supieron qué era la máquina infernal. Se trataba de una pirámide formada por gradas de cemento, cuya base medía al menos cincuenta metros de lado.
Cloe miró a Maj.
—Voy. Recuerda: despacio o rápido, es la única manera de no acabar quemada —dijo y se aprestó a subir el primer escalón.
Cuando puso el pie se oyó una vibración en el suelo, seguida de un ruido metálico intermitente, como si un engranaje acabase de ponerse en marcha.
La pantalla que había sobre la jaula se iluminó de nuevo. Otro chico había cogido la ración de comida. Aparecieron un rascacielos y un puente; luego, el chico empuñando un cuchillo, y con él más gente fumando. Un grito apartó a Maj de aquella imagen. Una llamarada surgió del suelo a pocos centímetros de Cloe, que, en vez de saltar hacia atrás, la esquivó y cerró los ojos.
Siguió subiendo, más llamaradas se elevaron a lo largo de varios metros. Esta vez la embistió una por un costado. Maj ahogó un grito, mientras veía que el fuego envolvía de lleno a la chica. Cloe dobló las rodillas y jadeó. Tenía el pelo un poco quemado y el uniforme ennegrecido. Continuó subiendo; pisando con fuerza, alcanzó rápidamente el penúltimo escalón. Una nueva llamarada estalló a su espalda y la hizo resbalar hacia delante; amortiguó la caída con los brazos, pero luego rodó hacia un lado, donde otra llamarada la acometió. Se levantó, con la cara manchada y sudada, y una expresión de miedo hasta entonces desconocida. Ganó el extremo superior de la pirámide de un salto tan fuerte que casi se estrelló contra la enorme jaula de metal.
Una luz roja parpadeó tres veces, de la jaula salió una chapa negra con la caja de la ración de comida. Cloe la cogió y se volvió hacia la base de la pirámide, desde donde Maj la estaba observando. Todos los ojos de las amazonas estaban pendientes de la pantalla que se acababa de encender. Ese era el momento crucial, aquel en que se decidía si una condenada podía pasar a formar parte de la red.
Primero apareció una ciudad rascacielos, luego el rostro de una chica, era Cloe. Había también un hombre. Estaban sentados a la mesa de una cocina. Él llevaba el uniforme de los guardias de la Oligarquía. Después se veía solo a Cloe apuntando con una pistola a la bandera de la Oligarquía, pero era una imagen rara, la bandera aparecía solo después de un fundido del rostro de Cloe y de la pistola.
La pantalla se apagó. Cloe se volvió hacia la plaza y se cruzó con la mirada de Liz, que estaba apostada en la segunda planta de un edificio derruido. Liz asintió lentamente, entornando ligeramente los ojos.
Luego Maj empezó a subir.
«Despacio», pensó.
El fuego la rozó dos, tres veces, sintió que se le abrasaba la piel, pero era un dolor soportable. La llamarada, en efecto, solo duraba un instante y dejaba la piel enrojecida pero sin quemaduras.
Localizó enseguida las grietas en el cemento de las que salían las llamas. No era difícil bordearlas, pero su inclinación no era previsible, lo cual hacía peligrosa la subida. Mientras, veía que otros chicos trepaban a la pirámide y que efectivamente unos se movían rápido, sin fijarse en las grietas, y que otros avanzaban despacio pero ágiles.
Cuando llegó a la parte de arriba, la cara le ardía y sentía el olor a quemado de su pelo.
Cloe seguía allí. Al otro lado de la pirámide, una chica acababa de efectuar el reconocimiento, por lo que había obtenido su ración. Esa vez Maj no miró la pantalla.
—¿Has visto mi vídeo? —preguntó Cloe.
Maj asintió.
—¿Sabes lo que mostrarán de ti?
—No.
—¿Has sido detenida en el Paraíso?
Maj no respondió. Se acercó a la enorme jaula de metal, observó la rejilla de la que salían las cajas con la comida. En cada recuadro había un círculo rojo. Se acercó un paso más y uno de los círculos se iluminó y parpadeó tres veces. Maj miró la pantalla; luego, de nuevo, a la jaula. Una chapa se deslizó por un rodillo, y sacó una caja blanca. Maj la cogió y se la puso bajo el brazo. Luego alzó la cabeza hacia la pantalla. Los ojos de las chicas de la red observaban aquellas mismas imágenes desde lejos.
Maj se vio a sí misma en medio de una pradera. En el cielo había dos helicópteros. Bajaban hasta el nivel del suelo, luego la imagen se desvanecía. Aparecía de nuevo ella trepando un muro, ella entrando en la pequeña iglesia de los trabajadores, ella bañándose en el río con un chico, no se reconocía el rostro de Alec. Un nuevo fundido mostraba una rápida secuencia de imágenes que se sobreponían entre sí: una mano empuñando una pistola, un cristal haciéndose añicos, una niña que gritaba y lloraba. Seguían escenas confusas en las que se veía a guardias de la Oligarquía corriendo, hombres y mujeres abatiendo a unos guardias a tiros. El vídeo continuaba con una secuencia de imágenes de Maj en el Paraíso, en bañador mientras se lanzaba a la piscina, en el parque frondoso que rodeaba el barrio, en la playa cristalina vigilada por los guardias, en barca en el lago mientras reía con sus amigas. Luego por abajo aparecieron las llamas que poco a poco cubrieron todo el encuadre.
El vídeo se interrumpió de golpe y la pantalla permaneció oscura unos segundos. Maj se quedó observándolo mientras unos pensamientos inconexos bullían en su cabeza. Nunca había empuñado una pistola ni había visto cómo un grupo de hombres y mujeres disparaba contra los guardias. Sin embargo, ella era la chica que había trepado el muro, la que estaba de pie en medio de los helicópteros. El vídeo describía a una sola persona, a una chica que había tenido todas las ventajas del Paraíso pero que había echado a perder su vida.
Maj se volvió hacia Cloe, que la estaba observando con una expresión de profundo estupor, luego se fijó en la base de la pirámide. Había más chicos y chicas mirando el delito proyectado. No era frecuente ver las imágenes del Paraíso en el Infierno. Maj sintió un calor repentino en el pecho, observó a Cloe y luego los rostros inmóviles de las amazonas. Enseguida tuvo claro que la habían reconocido, tal y como había ocurrido en el Paraíso el día que fue agredida por un hombre, el día en que los embustes que le había contado su padre empezaron a salir a la luz.
—Eres hija de un oligarca —susurró Cloe con voz neutra, aunque Maj detectó en ellas desprecio y odio. Esos eran los sentimientos más comunes que los ciudadanos de Europa albergaban por la Oligarquía.
Liz meneó despacio la cabeza.
La chica del Paraíso no podía formar parte de la red de las amazonas.