28

Alec ya estaba metido en el fango hasta el cuello, si bien con los brazos podía sujetarse bastante bien al suelo. Sin embargo, nunca podría salir de allí solo. Aunque no se hundiera, de todas formas se habría muerto de frío o de hambre.

Miró al chico de la cabeza rapada, que ahora lo escrutaba con curiosidad. A su espalda se elevaban unos ficus gigantes y él estaba de pie, agarrado a las raíces que colgaban de las ramas más altas.

—Conozco una manera de salir de aquí —dijo de nuevo Alec—, y si me sacas te la puedo enseñar. Hay una salida, más abajo.

—¿Abajo dónde?

—Sácame de aquí y te lo diré.

—Mejor dímelo ahora.

—En Dite, hay una salida en Dite.

—¿Y cómo llegamos?

—Nos quitaremos el alma.

El chico permaneció unos instantes observándolo para saber si estaba hablando en serio.

—Nos quitaremos el alma, ya no podrán vernos, y saldremos.

—Oye, que te maten a ti, si quieres.

El chico hizo otra vez ademán de marcharse. Era evidente que ese novato le estaba tomando el pelo. Quitarse el alma equivalía a firmar tu condena a cadena perpetua o a muerte. Su pérdida solo era admisible por una herida o una agresión, en cuyo caso tenías que someterte a la inspección de los guardias para que te reimplantaran el alma; pero, si una bestia te desgarraba un trozo de carne del pecho a mordiscos, era más probable morir desangrado que encontrar las fuerzas para que te pusieran un nuevo microchip.

—Hablo en serio. Yo me quitaré el alma primero. Estaría loco si lo hiciera sin conocer una vía de escape. Y si te he tomado el pelo siempre puedes eliminarme. O hacer lo que quieras conmigo.

El chico vaciló unos segundos.

Luego miró alrededor, se quitó la mochila, aunque no la dejó en el suelo, y extrajo una cuerda. Ató un extremo a un tronco y el otro lo sujetó con la mano. Tiró con fuerza, para que la cuerda le sirviera a Alec de punto de apoyo. Alec consiguió sacar rápidamente del fango primero los brazos, luego una pierna. Un minuto después estaba incorporado, pero con el tronco inclinado hacia delante para recuperar el aliento. Detrás de él estaba el chico que lo había rescatado, apuntándolo con la navaja.

—Ahora dame la mochila o te tiro de nuevo.

—Te he dicho que me quito el alma y te demuestro que podemos salir.

—Dame esa mochila —insistió el chico.

—Déjamelo y te enseño cómo salimos de aquí.

—¿A quién pretendes tomar el pelo? ¡Haz lo que te digo o te mato!

Alec trató de mantener la calma. No podía ceder.

—¿Cuántos años tienes que estar aquí?

—Te la estás jugando. Estoy perdiendo la paciencia.

—Si vienes conmigo podrás salir dentro de tres días, lo que se tarda en llegar a Dite.

El chico permaneció inmóvil, con la mirada clavada en la mochila, la navaja empuñada, la frente fruncida. Alec retrocedió un paso para apartarse del radio de acción del arma.

—No te hagas el listo —gruño el chico, amenazador.

Luego guardó la navaja en una funda que llevaba atada al cinturón. Pensando que estaba a salvo, Alec bajó la guardia, y el otro aprovechó para asestarle un fuerte puñetazo en la cara que lo hizo caer hacia atrás, contra una roca. Enseguida se abalanzó sobre él, le dio la vuelta de una patada, le arrancó la mochila de la espalda y se alejó.

—¡Espera! —gritó Alec—. Quédate con mi mochila, pero préstame la navaja, me quitaré el alma y entonces tú decidirás si estoy loco o si te estoy contando la verdad.

El chico paró. Que acabara de agredirle y de pegarle parecía no condicionar sus intenciones. Empezó a pensar que quizá no estaba mintiendo. Había oído historias de gente que había tratado de escapar, leyendas sobre condenados que conocían pasadizos secretos y misteriosas vías de escape. La verdad era que del Infierno nunca se había evadido nadie.

—Dime tu nombre.

—Alec.

—¿Por qué estás aquí?

—Porque tengo que rescatar a una persona. ¿Tú cómo te llamas?

El chico no respondió enseguida, pero lo miró, asombrado por esa confesión.

—Guido, me llamo Guido.

—Necesito un aliado —añadió Alec—, alguien que venga conmigo.

—¿Adónde?

—Al sexto círculo. Saldremos por allí.

Guido lo observó con creciente estupor.

—¿Se puede saber quién diablos eres tú? ¿Qué has hecho para que te metan aquí? ¿Qué eres, un hereje? ¿Formas parte de la rebelión?

—No formo parte de nada. Solo tengo que encontrar a una persona.

Guido evaluó aquella información y cómo podría cambiar su futuro inmediato. Después de tres años en el Limbo, a la semana siguiente sería trasladado al círculo al que lo habían asignado, el séptimo, donde tendría que cumplir cuatro años y donde seguramente moriría. No se trataba solo de que aquel fuese un círculo propiamente dicho, con leyes del Talión, bandas de criminales y altas probabilidades de coincidir con la gente con la que tenía cuentas pendientes en Europa. La verdad era que empezaba a estar cansado. Cansado de matar, cansado de correr. Pese a que por ahora no quería admitirlo ni siquiera a sí mismo.

—¿Y cómo lo haremos para llegar al sexto círculo? —preguntó Guido.

—Entonces ¿vienes conmigo?

—Tú dime cómo llegaremos.

—Conozco el camino.

—¿Por qué?

—Tengo mis fuentes.

—Pues harás bien en decírmelas. De todas formas, vale, acepto. No vayas de listo, te lo repito, tardo un segundo en cambiar de opinión y en matarte. Vamos.

—¿Adónde?

—Te llevo a mi campamento. Allí te quitarás el alma.

Tras decir eso, se encaminó por el bosque. Alec trató de sacudirse el fango que le cubría la ropa y luego fue tras él.

Pasaron dos veces delante de corrillos de gente reunida alrededor de hogueras improvisadas en las que ardían pedazos de carne. Nadie trató de detenerlos ni se fijó en ellos.

—¿Por qué no se meten con nosotros? —preguntó Alec.

No era mera curiosidad. No estaba seguro de que fuera a hacer el viaje con ese tío y, por si se quedaba solo de nuevo, necesitaba saber cómo debía actuar.

—No se meten conmigo —dijo Guido—. No tienes nada que ver.

—¿Qué quieres decir?

—Que si estuvieses solo ya te habrían desnucado. —Guido se volvió hacia él y lo miró a la cara—. Y, a juzgar por los arañazos, diría que ya te has pegado unas buenas carreras. ¿Cuándo llegaste?

—Ayer.

—Los primeros días son los peores. Por lo menos, sigues vivo. Gracias a mí.

Fueron por un sendero escarpado que subía entre las rocas oscuras. Alec empezaba a acusar el cansancio. Alzando la cabeza vio el cielo azul, donde había aparecido alguna estrella. Detrás de él se cernía el techo verde oscuro formado por las copas de los ficus gigantes y, más allá del bosque, la tapa de niebla negra y roja que cerraba el cráter del volcán.

—¿Siempre hay esta niebla? —preguntó Alec pensando que necesitaba averiguar dónde se hallaba para situar el mapa y dar con el pasadizo del primer al segundo círculo.

—No, depende, no lo sé —respondió Guido, apresuradamente.

El sendero se ensanchó hasta convertirse en una terraza que sobresalía de la montaña.

—Por aquí —dijo Guido al tiempo que entraba en una abertura de la roca.

Alec echó un último vistazo a las murallas de cemento que se elevaban por encima de él. En la parte de arriba le pareció entrever el perfil de un grupo de guardias que salía de una torre. Luego lo siguió al interior de la gruta.

Había imaginado que encontraría a un grupo de chicos, a una banda como la que lo había perseguido. Lo sorprendió que dentro no hubiera nadie.

Guido encendió una antorcha y la plantó en el suelo. La luz iluminó una tienda marrón sujeta con una cuerda, cajas de madera y una cantimplora como la que tenía Alec.

—¿Quieres? —preguntó Guido y le tendió la cantimplora.

Alec bebió un largo trago.

Guido amontonó unas cuantas ramas secas en medio de la gruta, donde quedaban los restos de una hoguera. Cogió un trozo de cartón y lo prendió. La llama brotó rápidamente, alumbrando la oscuridad que los rodeaba.

Alec se acercó para secarse la ropa, mientras Guido sacó la navaja y puso la hoja al fuego. De su mochila extrajo carne seca, que dejó en una piedra al lado de las llamas, y una lata que puso directamente en las brasas.

—Come. —El tono de Guido no era interrogativo ni imperioso.

No se trataba de la primera vez que acogía a alguien en su refugio desde que hacía unos meses había abandonado la banda. Ofrecer una comida o un cobijo para la noche era una moneda segura que podía salvarte la vida un día u otro. Miró a Alec: se había sentado con las piernas cruzadas al lado del fuego, una posición en la que ningún condenado con un mínimo de cerebro se habría colocado delante de nadie. De un salto habría podido fácilmente tirarlo al suelo y matarlo. Habría hecho un buen negocio: una mochila nueva, un uniforme recién recogido y setenta kilos de carne para vendérsela a algún infame. Él nunca había comido carne humana. Era el único límite que se había impuesto, la única frontera que se había trazado entre sí mismo y el Infierno.

—Necesito la navaja para quitarme el alma —dijo Alec.

Guido no respondió. Quitó la hoja del fuego y la dejó enfriar unos segundos. Luego la guardó en la funda de piel que tenía atada al cinturón. Sacó una manta de una de las cajas, se la enrolló alrededor del cuerpo y se sentó en un rincón, contra la roca.

—Duerme, si quieres —dijo y enseguida inclinó la cabeza sobre el pecho—, mañana me explicas por qué conoces el camino. Si me has tomado el pelo, peor para ti, te lo aseguro.

—Tengo que quitarme el alma —insistió Alec.

Sin embargo, el otro no le respondió: tenía los ojos abiertos, pero parecían fijos en un punto impreciso de la gruta.

—Mañana.

Alec no tenía idea de por qué aquel chico, que poco antes había estado a punto de matarlo, ahora le hacía esa concesión. Pero Guido conocía perfectamente los riesgos de una herida semejante, habría perdido sangre, no habría podido evitar una infección, a pesar del desinfectante que suministraban en la mochila junto con el equipamiento básico. Habría tenido que beber mucha agua y mantener limpia la herida. Todo ello no era posible esa noche.

Alec se quedó observando en silencio a Guido, que ahora parecía dormido. Estaba casi seguro de que se hallaba más que alerta. Se sentía cansado y tenía sueño, pero no conseguía dormir. Pensaba en Maj, rogando que estuviera bien. La encontraría, la sacaría de aquel lugar.

Aún era de noche cuando Alec salió de aquella gruta.

Hacia levante se adivinaba el principio de un resplandor en las cumbres nevadas de las montañas. Dio unos pasos hasta el borde de la pared rocosa. Oía crujidos, gritos de animales, voces y lamentos lejanos. Se preguntó si provenían de los otros círculos. Se preguntó qué lo aguardaba.

El cielo empezó a aclararse y la luz del amanecer iluminó de celeste las murallas que había detrás de él, proyectando débiles sombras en el suelo. La niebla aún no se había despejado, pero Alec pudo vislumbrar durante un instante la amplitud del volcán. Vio los pequeños cráteres del segundo círculo, los bosques del tercero y, a lo lejos, la gran ciénaga que rodeaba las murallas de Dite. Luego se volvió hacia Nueva Jerusalén. Desde donde estaba, apenas podía ver los campanarios y los tejados de las catedrales a su izquierda.

Se arrodilló y dibujó un triángulo en la arena. Esa era Nueva Jerusalén.

Desde allí trazó una línea que descendía hacia poniente, calculando aproximadamente la posición en base al punto donde poco antes había visto que se aclaraba el cielo. A continuación trazó una X sobre el dibujo, más o menos frente a la entrada del segundo círculo, la gruta de la arena roja. Recordó su último encuentro con Marcus, cuando le había preguntado cómo podía estar seguro de aquellos pasadizos, qué posibilidades había de coger el camino correcto y cuál era el riesgo de perderse en los meandros del volcán.

«Tienes que bajar al bosque y seguir el agua. Los arroyos del Aqueronte descienden y se pierden bajo tierra. Solo cuando veas la arena roja estarás en el sitio debido, y entonces tendrás que encontrar la gruta del dibujo».

«¿Y si me pierdo? Esto no es un mapa de verdad… Esto… solo es un esbozo».

«No existe solo el mapa, tendrás que fiarte de tu instinto».

«¿Cómo puedo fiarme del instinto? Tengo que encontrar un camino».

«El instinto de todo animal es el de encontrar la libertad y la salvación, tu naturaleza te guiará al final del camino».

Alec no estaba en absoluto convencido de que su naturaleza pudiese conducirlo. No sabía si ese día iba a poder encontrar el pasadizo, pero sabía perfectamente qué ocurriría si fracasaba. Guido había sido claro al respecto, y Alec poseía ya bastantes elementos para saber que no dudaría en matarlo. Lo miró de nuevo, parecía alerta y dormido al mismo tiempo. Un pensamiento le atravesó la mente como un rayo. Podría matarlo. Quizá abalanzándose sobre él y golpeándole la cabeza con una piedra. Perdería a un aliado, pero evitaría granjearse un enemigo en el supuesto de que no encontrase enseguida el pasadizo. Se imaginó a sí mismo empuñando la piedra mientras la arrojaba contra Guido con fuerza, y experimentó por primera vez una sensación que no conocía: tuvo miedo de sí mismo.