27
El hovercraft atravesaba lentamente las ciénagas hendiendo la niebla y creando olas concéntricas a su alrededor. Maj miraba por el ojo de buey. Unas sombras se movían en el agua. Un hombre tiraba de una balsa con una mujer tumbada. De pronto, un cuerpo se estrelló con fuerza contra el cristal. Maj vio primero sangre que salpicaba por todas partes y luego el rostro de un chico que se hundía en el agua. Se volvió hacia el otro lado.
—Casi hemos llegado —le indicó Cloe, que estaba sentada a su lado—, mira.
A unos cientos de metros habían empezado a perfilarse las murallas envueltas en llamas.
Maj miró la ciudad y luego de nuevo a Cloe, cuyo rostro parecía ahora tranquilo y seguro. Habían cruzado juntas la selva oscura, Cloe la había llevado siempre de la mano, incluso cuando los vapores adivinatorios le habían distorsionado la realidad y mostrado las tres fieras que se ensañaban con su cuerpo. Se había desmayado, y, para que recuperara el conocimiento, Cloe le había metido la cabeza en un arroyo que olía a azufre. En la puerta del Infierno se habían puesto los uniformes de los condenados delante de los ojos excitados de chicos y hombres; alguno se había acercado, alguno les había ofrecido protección. Pero Cloe sabía cómo moverse, sabía cómo responder. Tras cruzar el arco del sexto círculo, el elevador había descendido durante varios minutos mientras la temperatura aumentaba a cada segundo. Luego los condenados habían sido introducidos en el hovercraft, rumbo a Dite.
Ahora las murallas de la ciudad estaban delante de ella, aunque aún no se veían los edificios que había dentro.
—¿Qué va a pasar? —preguntó Maj.
—Tendremos que estar preparadas, tú sígueme siempre.
—¿Tendremos que huir?
—No enseguida; mientras sigamos bajo las cámaras, estaremos a salvo.
Había unos veinte condenados sentados dentro del hovercraft. Casi todos eran hombres, tenían rasgos duros que marcaban profundas sombras bajo los ojos y en las mejillas hundidas. Había también un viejo con el pelo canoso que le llegaba hasta los hombros, y una mujer de mediana edad con extraños ojos saltones que le conferían un aire espectral. Todos llevaban el uniforme del Infierno y algunos de ellos miraban el equipamiento de la mochila; otros, como Maj, observaban el Pantano Estigia, las charcas de agua marrón que se alternaban con los islotes de rocas y arbustos cubiertos de fango.
El vehículo recorrió el último tramo de ciénagas y luego subió por una leve pendiente de tierra negra humeante. Las murallas estaban cada vez más cerca. Entre las llamas y las burbujas de fuego que estallaban en la cima, Maj creyó ver unos pájaros enormes dando vueltas.
Hubo unas sacudidas, y el hovercraft paró. Maj vio en tierra a dos hombres dándose puñetazos, a una chica vestida con harapos corriendo, a un grupo de chicos acampados alrededor de una hoguera en la que quemaban pedazos de animales que ya eran difíciles de identificar.
Luego el vehículo reanudó la marcha, llegó a las murallas de la ciudad y pasó debajo de un gran arco en el que había otros dos hovercrafts. Durante unos segundos, Maj no vio nada, salvo unas chispas que caían desde arriba y rebotaban en el metal brillante que tenían sobre sus cabezas.
Al otro lado de las murallas, la niebla desapareció completamente, revelando un edificio de al menos cincuenta plantas. La parte inferior estaba recubierta de cristal, mientras que la superior era solo un esqueleto de hormigón. Luego vio un edificio semejante pero inclinado, que se apoyaba en otro más pequeño de ladrillo rojo. El hovercraft pasó en medio de dos montones de coches desguazados y dobló en una avenida ancha en la que había altas palmeras que parecían clavos incrustados en una pared. Por último se detuvo en el centro de una gran plaza redonda rodeada de rascacielos derruidos. El asfalto de la calle estaba roto y rajado en varios puntos.
Las puertas traseras se abrieron, haciendo que entrara una repentina corriente de aire candente. Dos filas de guardias los esperaban a los lados de la escalinata.
Los condenados se echaron al hombro la mochila y se prepararon para bajar.
La luz era intensa, blanca; el aire, abrasador y húmedo.
Una vez que todos los condenados hubieron descendido, los guardias volvieron a subir al vehículo, el portalón trasero se levantó y el hovercraft se alejó silenciosamente.
Maj miró alrededor. Se hallaba en medio de una amplia plaza circundada de esqueletos de edificios, montones de escombros y de coches desguazados. Palmeras, trepadoras, árboles de hojas gruesas y grandes tapizaban los edificios.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Maj.
—Esperar —susurró Cloe—, no deben descubrir nuestras intenciones.
—¿Sabemos adónde ir?
—Sabemos dónde buscar.
No lejos de ellas había un alto poste sobre el que había montado un cubo con cuatro pantallas. En la base tenía una jaula de metal. Unos chicos se acercaron lentamente, con la mirada gacha. De pronto, del suelo surgieron unas llamas altas, ascendieron al menos tres metros, como el chorro impetuoso de un géiser, y luego desaparecieron bajo tierra. Los chicos se apartaron, pero fueron rozados por una llamarada. Maj vio cómo el fuego lamía la mochila y el pelo de uno de ellos, mientras que otro conseguía alcanzar la jaula de metal.
—¿Ahí es donde se coge la comida? —preguntó Maj.
—Sí, es un refugio.
Una de las pantallas se iluminó mostrando en primer plano a un chico espantado. A continuación el encuadre se ensanchó, incluyendo a los guardias de pie delante de un suntuoso edificio blanco. El chico gritaba algo, aunque no había sonido. Luego echó a correr, pero enseguida cayó al suelo. El vídeo se detenía en el pie del guardia de la Oligarquía, que le aplastaba la cabeza en el suelo.
—Venga, larguémonos —ordenó Cloe—, sígueme.
Se alejaron hacia el perímetro de la plaza. Llegaron a uno de los edificios y pararon delante de los escaparates rotos de un gran salón, en cuyo interior había un grupo de chicos. Estaban fumando.
—Hola, preciosas —exclamó uno, que se incorporó de un salto y fue hacia ellas.
Instintivamente, Maj se pegó a Cloe.
—No te preocupes —dijo Cloe—, seguimos en el radio de las cámaras, aquí no nos pueden hacer nada.
—Pues quedémonos aquí.
—No podemos.
—¿Por qué?
Entretanto, el chico se les había acercado.
—Estamos acampados aquí al lado —dijo con una sonrisa divertida que a Maj no le inspiró la menor confianza—, si queréis…
—De acuerdo —respondió Cloe. Maj la miró alarmada. El chico, en cambio, la observó sorprendido—. Pero tenemos unos amigos —añadió Cloe—, los recogemos y venimos.
Tras decir eso, volvieron sobre sus pasos, hasta el punto en que habían bajado del hovercraft. Los chicos que habían cogido la comida del refugio estaban ahora comiendo la carne seca sentados en el suelo sobre sus mochilas. Maj observó aquellos rostros sudados y ennegrecidos, los cabellos chamuscados, los uniformes que se acababan de poner ya manchados de tierra y cenizas.
—Cloe, ¿qué estamos haciendo?
—Sígueme y no te preocupes. Dejamos atrás a estos y después nos vamos por otro camino.
Atravesaron toda la plaza. Maj sentía todo el peso de la mochila, el sudor que le empapaba la ropa y le chorreaba por la espalda. La avenida estaba desierta, pero a Maj le pareció percibir unos ruidos, unas sombras que se movían furtivamente dentro de los enormes edificios de cristal destruidos. Cloe dobló en una calle más pequeña y umbrosa, y se apoyó contra una pared. Maj se paró a su lado jadeando, pero su respiración agitada se convirtió enseguida en un sollozo.
—¡Ahora no puedes llorar, no hay tiempo! —exclamó Cloe—. Quítate la mochila y túmbate en el suelo.
—¿Qué?
—Haz lo que te he dicho.
Maj obedeció sin poder dejar de llorar. Tenía miedo, temía que Cloe quisiese robarle la mochila, quizá la había llevado consigo adrede para eso. Cloe se arrodilló. En la calle quedaban restos de una hoguera, tierra, cenizas y algún pedazo de carbón. Cogió un puñado y lo frotó primero en la mochila y luego en el cuerpo de Maj, en la ropa, en el calzado, en las manos y, por último, en el rostro. Luego hizo lo mismo consigo misma.
—No deben creer que acabamos de llegar —dijo Cloe, mientras la ayudaba a levantarse. Las lágrimas le marcaban dos rayas blancas en la cara manchada de hollín. Cloe la miró unos instantes pensando que ni aunque la hubiese arrojado a las llamas esa chica habría podido disimular su rostro angelical—. Ánimo —añadió secándole una lágrima—, tenemos que encontrar la red.
Un chico apareció delante de ellas. Era bastante corpulento, tenía el pelo rubio y corto, la tez blanca pero marcada de negro bajo los ojos y las manos grandes y sucias. Una cicatriz le cruzaba el cuello de un lado a otro.
—Dadme las mochilas —ordenó.
—Vámonos —dijo Cloe y empujó a Maj hacia delante.
Ella empezó a caminar, pero le temblaban las piernas. Se alejaron en la dirección opuesta.
—Eh, no os hagáis las listas, soltad aquí las mochilas y a lo mejor os dejamos ir.
—Sigue andando —susurró Cloe.
Sin embargo, otros dos chicos les cerraron el paso. Uno de ellos tenía los ojos almendrados y el pelo lacio y negro; el otro, en cambio, era gordo pero ágil.
—¿Quiénes son? —preguntó Maj, con la voz trémula por el miedo.
—Es una banda de correos, nos quieren asustar. Tú no te preocupes, permanece a mi lado.
—Démosles lo que nos piden y marchémonos.
—Maj, tienes que hacer lo que te digo.
—Ya no me bastan las mochilas —dijo el del cuello desfigurado.
En un instante, Maj y Cloe se vieron rodeadas por un grupo de al menos ocho condenados.
—Mochila y ropa —exclamó el de los ojos almendrados acercándose amenazador—. ¡Ahora mismo!
—Haz lo que dicen —dijo Cloe al tiempo que se quitaba la mochila. El tono de su voz no delataba la menor agitación.
Maj se quitó la mochila y la dejó en el suelo con las manos trémulas.
—Ahora, la ropa —hizo eco el chico de la cicatriz—; sed buenas.
Maj miró a Cloe, que se estaba quitando el chaquetón lentamente.
—Eh, os doy unos segundos, después os la quitaremos nosotros.
El condenado gordo se echó a reír con sorna. Maj vio que su rostro se deformaba en una mueca monstruosa. A su lado estaban dos condenados, inmóviles, con la piel quemada, los uniformes raídos, las miradas impasibles. A uno de ellos le faltaba una mano.
—Tengo miedo —susurró Maj.
—Haz lo que piden —dijo Cloe en voz baja.
Maj se quitó despacio la cazadora, pero ahora le temblaba todo el cuerpo. Se quitó también la camisa y la tiró al suelo.
Entonces el chico de la cicatriz se acercó a paso rápido. Cogió la mochila de Maj y se la puso al hombro.
—Dame también las botas —ordenó. Y luego, dirigiéndose a Cloe—: Y tú no me cabrees.
El gordo y el de los ojos almendrados agarraron a Cloe por los hombros y le arrancaron de la mano la mochila. El chico al que le faltaba la mano empujó a Maj y la tiró al suelo. Se arrodilló a su lado y con la única mano que tenía trató de quitarle una bota. Maj dio patadas al aire y consiguió levantarse, pero el chico del costurón en el cuello la asió por los hombros, inmovilizándola.
—Es mejor que no lo hagas —dijo Cloe con voz tranquila.
—¿Cómo? —preguntó él.
—He dicho que es mejor que no lo hagas.
—¿Por qué?
—Tu castigo solo será peor.
Maj miró a Cloe incrédula por aquella valentía disparatada que la hacía hablar con tanta seguridad.
El chico sonrió, parecía que le hacía gracia, y luego meneó la cabeza.
—¿Y qué pasaría si lo que hago es cortarte tu cara bonita?
—Ya te he dicho que es mejor que no lo hagas. Decide tú.
El muchacho escupió al suelo y la miró con rabia.
—Deja ya de decir chorradas, ¿vale? —Extrajo una navaja de un bolsillo y se le acercó con aire agresivo.
En ese momento se oyó un ruido, como un lejano redoble de tambores, seguido de crujidos procedentes de los edificios. La banda de correos se detuvo al instante. Una sombra cruzó la calle y arrolló al chico de la cicatriz en el cuello, haciéndolo caer al suelo.
De las primeras plantas de los edificios salieron decenas de chicas. Su tez brillante parecía pintada con carbón, no llevaban el uniforme de los condenados, sino pantalones cortos y camisetas raídas. Solo las botas de cuero eran las que habían recibido de los guardias.
Una lluvia de cristales se abatió sobre los condenados. El chico de los ojos almendrados cayó al suelo; aquel al que le faltaba una mano echó a correr, con la cara ensangrentada. Lo cogieron entre tres: dos lo inmovilizaron mientras la tercera le pegaba con fuerza en el estómago. Maj lo vio desplomarse escupiendo sangre. Se volvió: detrás de ella otras tres chicas tenían sujeto en el suelo al del costurón en el cuello, que ahora trataba de incorporarse.
—Por favor, dejad que me vaya, os daré todo lo que queráis —les suplicó.
Una de las chicas que lo estaba encarando empuñaba una especie de palo que tenía en la punta un pedazo de cristal puntiagudo y manchado de sangre. Con un movimiento seco se lo clavó en el cuello. Las otras dos lo desnudaron rápidamente, guardaron la ropa en una mochila y lo abandonaron desnudo en el suelo. Maj lo vio retorcerse un par de veces y luego quedarse inmóvil, muerto.
Dos condenados consiguieron huir a través de un amplio salón de uno de los edificios. Luego las chicas rodearon a Maj y a Cloe.
Los pantalones cortos dejaban al aire la piel manchada y sudada. Empuñaban armas fabricadas con maderas, con barras de hierro y con cristales puntiagudos y perfilados.
Sus miradas eran firmes y seguras, los pequeños ojos oscuros las observaban inmóviles.