25
Todos los condenados estaban reunidos entre los seis arcos, cada uno de los cuales conducía a un círculo del Infierno. Al otro lado de los arcos, el terreno descendía rápidamente hacia el primer círculo de murallas que separaba el Vestíbulo del Infierno del Limbo. Desde aquella posición era perfectamente visible la estructura de los círculos infernales. Había cinco anillos de murallas, que correspondían a los primeros círculos del Infierno. Cada uno de ellos estaba constituido por una terraza que recorría toda la circunferencia del volcán y que en algunos puntos se ensanchaba, abarcando bosques y amplias llanuras, mientras que en otros se estrechaba hasta convertirse en un pasillo de apenas unas decenas de metros de ancho. El quinto anillo, el más bajo, rodeaba el pantano Estigia, en cuyo centro se distinguían las murallas de la ciudad de Dite.
Alec se dirigió hacia el primer arco, bajo el cual había una puerta de metal. Muchos condenados ya estaban reunidos allí delante, en su mayoría, chicos y chicas. Los más jóvenes, en efecto, abarrotaban el primer círculo, el Limbo, donde no había previstas penas corporales.
Cuando estuvo a un metro de la puerta de metal, vio una luz roja parpadear tres veces.
Era la señal de que su alma había sido identificada y de que el sistema había registrado su entrada. La cuenta atrás había empezado. Podría salir solo cuando hubiera cumplido su condena, siempre que llegara a sobrevivir.
Las hojas de la puerta se abrieron lentamente. No alcanzaba a ver nada al otro lado. Avanzó y empezó a oír en su cabeza el sonido de los segundos que pasaban. Subió en silencio con otros condenados al enrejado de hierro que era la base del elevador. Este se puso en marcha cuando eran más de cincuenta, apretujados entre los barrotes de hierro. Un ruido de cadenas, seguido por un chirrido de planchas de metal, acompañó su descenso al subsuelo.
Alec contó los segundos: uno, dos, tres.
Llegó a diez.
El elevador paró. Los barrotes se abrieron.
Los condenados bajaron en tropel, empujándose, pisándose unos a otros. Al principio Alec se dejó llevar por la gente, que pronto se dividió en pequeños grupos. A poca distancia había unos árboles, algunos condenados fueron en esa dirección. A pesar de la niebla amarilla que cubría el terreno, se distinguía la inclinación del suelo. Así, Alec dobló hacia la izquierda y comenzó a subir con paso firme, como le había aconsejado Marcus. Tenía que encontrar un punto donde parar y orientarse.
Algo lo arrolló por un costado, arrojándolo al suelo y haciéndolo rodar por la pradera hasta el tronco de otro árbol. Instintivamente se levantó y se golpeó la cabeza con la corteza del tronco. A un metro de distancia un chico lo observaba. Con las piernas dobladas, listas para saltar. Parecía solo y no especialmente amenazador. Alec evaluó un instante la posibilidad de hacerle frente. No podía seguir huyendo.
El chico dio un brinco y lo agarró por el pecho con una fuerza inarticulada, parecía un mono enloquecido. Alec se volvió de golpe y trató de aplastarlo contra el tronco, lo que consiguió solo parcialmente. El chico lo soltó, cayó al suelo, lo miró y echó a correr, como si hubiese comprendido que no podía vencerlo.
Alec se disponía a continuar cuando de pronto se dio cuenta de que no podría avanzar mucho más si no tenía una estrategia que seguir. Recordó las palabras de Marcus: «Sube todo lo que puedas y encuentra un lugar desde el que puedas orientarte. No duermas si puedes evitarlo».
Aspiró profundamente y siguió su camino, procurando ir hacia donde, por lo que alcanzaba a ver, la niebla se iba despejando. Anduvo despacio entre los troncos negros de los árboles. No había arbustos o matorrales que obstaculizaran su camino, solo un terreno blando en el que aquí y allá crecía una mata. Al cabo de unos minutos, por fin empezó a ver menos árboles.
En el instante en que dejó atrás el bosque, la niebla desapareció, como si las plantas la hubiesen atrapado en una red.
El Infierno se le apareció de nuevo. Era la inmensa circunferencia del cráter, cuya tierra negra se alzaba en algunos puntos hacia el cielo, culminando en cumbres nevadas. Unas nubes amenazadoras chocaban en un movimiento circular para luego dispersarse y clarearse, para alargarse hacia el fondo del cráter como los poderosos brazos de un tornado.
Alec se quedó paralizado ante aquella escena, cerró los ojos, pero incluso en la oscuridad de su mente le parecía ver las chispas rojas de los cráteres más jóvenes que había diseminados por todos los círculos.
Supo que se hallaba en una estrecha franja de tierra cuando vio por encima de él las enormes murallas de cemento que delimitaban el primer círculo. En la parte de arriba creyó reconocer los uniformes rojos de los diablos. Un grupo de ellos iba hacia una torre, donde Alec distinguió claramente unos fusiles preparados para disparar.
Delante de él, en cambio, había un abismo que separaba el primer círculo del segundo. Aquel podía ser un buen punto para tratar de orientarse, pero pensó que antes debía asegurarse de que estaba a salvo. Miró hacia atrás. No había motivo para regresar al bosque. El círculo se ensanchaba en un llano protegido de las murallas por un enorme promontorio rocoso y, hacia el valle, por un río: con toda probabilidad, el Aqueronte. Se dijo que allí encontraría agua para beber y un sitio donde esconderse y comer las pocas provisiones que le habían dado.
Al menos esas eran sus intenciones cuando del bosque salió un grupo de chicos. No eran menos de quince. Tenían caras espectrales; las pupilas, grises e inexpresivas. Alec comprendió que no conseguiría huir.
—¿Quién eres? —preguntó uno de ellos.
Entretanto se habían acercado, rodeándolo.
Alec miró alrededor para saber si había alguna vía de escape.
—¿De qué banda eres? —preguntó el mismo chico. Debía de ser el jefe del grupo. Era flaco pero recio. Los músculos del cuello se le tensaron al hablar, y la camisa, remangada hasta los codos, mostraba antebrazos musculosos cubiertos de tatuajes.
Alec se sintió aterrorizado. Marcus le había hablado de las bandas, le había dicho que, salvo que fuera estrictamente necesario entablar una alianza, se mantuviera apartado de ellas.
—Venga, habla —dijo el chico avanzando raudo hacia él—, ¿ya estás con alguien?
Alec no tuvo tiempo de responder, porque el chico lo empujó y lo tiró al suelo. Cayó de espaldas y el golpe apenas lo amortiguó la mochila, pero el chico se le subió al pecho con los pies. Luego se le sentó encima.
—Acabas de llegar, ¿eh?
—Basta —dijo alguien detrás de él. Era el hombre de la cicatriz, aquel con el que había bajado del barco—. Cógeselo todo y vámonos.
—¿Lo cogemos también a él? —preguntó otro chico, más joven. Estaba completamente rapado y le faltaba un brazo.
Alec vio que en el grupo estaba también el enclenque. Ya no llevaba el uniforme ni la mochila. Es más, por su cara hinchada, parecía que le habían dado una buena paliza.
El jefe de la banda le dio a Alec una patada en las costillas que lo tiró al suelo de bruces. Luego dos chicos lo asieron por los brazos y lo levantaron.
—Y bien, novato, ¿estás con nosotros o contra nosotros?
Alec pensó que no podría resistir mucho tiempo solo. Si no lo hacía esa, cualquier otra banda terminaría capturándolo. Luego entrevió, detrás de ellos, una parihuela con dos cadáveres completamente desnudos. Era la pareja que poco antes le había propuesto una alianza, el chico pelirrojo y la que parecía su novia.
Con un gesto brusco y repentino se soltó y echó a correr valle abajo con toda la fuerza que tenía. El miedo lo hacía avanzar como un alud que cae de la montaña. Aprovechando la pendiente del terreno, daba grandes saltos, se caía al suelo, se levantaba enseguida y seguía corriendo.
Entró en un bosque de ficus gigantes, mientras detrás de él oía gritos y pasos. Lo estaban persiguiendo, no sabía cuántos eran, no sabía si insistirían, si estaban armados. Los gritos dejaron de oírse, luego un chico cayó a su lado y rodó delante de él: era aquel al que le faltaba un brazo. A su espalda, alguien rompió a reír socarronamente.
Alec dejó atrás una hoguera que ardía entre dos árboles. Alrededor había tres personas. Oyó que alguien gritaba y de nuevo pasos rápidos. Había más hogueras en medio de un pequeño campamento. Entonces reparó en el esqueleto de un animal. Medía al menos tanto como tres cuerpos humanos adultos y tenía el lomo cubierto de pelo hirsuto. Al dejar atrás aquel cadáver, no pudo dejar de lanzarle un veloz vistazo. Vio entonces las tres cabezas y los tres cuellos que salían del cuerpo. Una yacía inerte, aplastada sobre la hierba; otra trataba de incorporarse despacio; la tercera, en cambio, al cruzarse con la mirada de Alec, ladró furiosamente y gruñó enseñando los dientes.
Alec parpadeó, sintiendo que se le helaba la sangre y pensando que sus perseguidores le pisaban los talones. Le faltaba el aliento. A pesar de la adrenalina, de la sangre que le latía en las venas, sabía que estaba herido. Se había golpeado varias veces contra rocas y ramas.
Oyó un silbido detrás y vio una sombra a dos metros. Un chico estaba a punto de darle alcance. Alec trató de apretar más el paso, pero no pudo. Entonces algo lo agarró por los hombros y lo tiró al suelo. Rodó unos diez metros intentando zafarse del hombre o bicho que tenía encima. Se puso de pie con una fuerza ciega y se desasió de un chavalín flaco y bajo que, sin embargo, en cuanto Alec echó de nuevo a correr, fue en pos de él, dispuesto a acometerlo otra vez.
Cuando los pensamientos echaron a volar por su cuenta, Alec creyó que estaba muerto. Ese terror lo despertó de golpe, como una bofetada, como un cubo de agua fría arrojado a la cara. A Alec le asombró no estar tumbado en el suelo, rodeado de chicos, de bestias, hecho trizas. Pero había cambiado su situación. No había dejado de correr. Se volvió y vio las sombras que lo seguían y unas hogueras lejanas. Luego miró otra vez hacia el frente, donde se había abierto un claro. Los árboles terminaban de repente alrededor de un círculo de hierba verde iluminada por una luz amarilla, irreal, que definía los contornos de la niebla que se elevaba despacio de la pradera, como vapor de agua hirviente. En medio había un refugio. Alec lo reconoció enseguida porque lo había visto en las imágenes de la catedral. Encima había un poste alto que sostenía cuatro faros y cuatro cámaras.
Allí no podrían robarle ni matarlo, pensó Alec, hallando la energía para un último impulso. Recorrió los metros que lo separaban del claro casi volando, cayendo y rodando en la hierba húmeda, donde se quedó echado, inmóvil.