23

Alec estaba parado delante del gran arco infernal, con los ojos fijos en las palabras que ardían en la parte alta.

«Dejad, los que entráis, toda esperanza».

Chorros de fuego caían al suelo. De los lados salían las murallas que rodeaban toda la cumbre del cráter y más allá de las cuales era imposible ver. Había al menos trescientos diablos formados en dos filas y decenas de jeeps que se movían de un lado a otro por la pendiente y por las murallas. Varios helicópteros surcaban el cielo, bajando de vez en cuando hasta el nivel del suelo, mientras dos hovercrafts permanecían justo en la entrada, para que los condenados tuvieran que pasar entre ellos. Los guardias sacaban de un contenedor mochilas y ropa y las repartían a los condenados.

Alec se puso en fila detrás de unas diez personas. Quien recibía el equipamiento iba a cambiarse en medio de la pradera. Hombres, mujeres y chicos se desnudaban completamente para reemplazar la ropa raída por el uniforme de los condenados. En ese momento todo el mundo parecía preocuparse solo de sí mismo. Alec sabía, porque se lo había dicho Marcus, que los problemas llegarían después.

—Altura —dijo un guardia cuando le llegó su turno.

—Un metro setenta y cinco.

—Peso.

—Setenta kilos.

El guardia cogió un par de pantalones de color naranja de una caja que había al lado del contenedor, una camisa gruesa de áspero algodón verde, un chaquetón gris con varios bolsillos y un par de botas de cuero negro. Otro guardia le dio la mochila.

Alec se alejó del contenedor y se detuvo al lado de otros condenados. Dejó la mochila en el suelo y empezó a desnudarse.

A unos pasos de él, tres chicas se estaban cambiando. Descalzas en la hierba mojada, con la piel arañada y el pelo alborotado y sucio. Una de ellas estaba llorando. Alec la miró, pero también esta vez, como había ocurrido en el muelle con la que le había pedido ayuda, se imaginó a Maj en su lugar, llorando, asustada.

Terminó de atarse rápidamente las botas, se puso la camisa y el chaquetón y se alejó. Más adelante miraría qué había en la mochila. Al cabo de unos metros, sin embargo, vio a un hombre tirado en el suelo, llevaba la mochila al hombro, parecía que se había caído. Nadie se dignaba mirarlo.

—Ayúdame —imploró el hombre con voz entrecortada.

Alec lo miró.

—¿Qué te ocurre?

—Si me ayudas a levantarme… a cruzar el arco… luego se me pasa.

Alec siguió recto.

Tras dar unos pasos entre los condenados que avanzaban lentamente, se volvió. El hombre seguía en el suelo y trataba en vano de que alguien lo incorporase. Tendía los brazos hacia todas las personas que pasaban a su lado, como quien se halla en medio de un río y está a punto de ser arrastrado por la corriente.

Tendría unos cuarenta años, la cabeza rapada, barba gris de varios días, físico robusto y manos gruesas. Podía ser su padre. Podía ser un hombre inocente, pero también un homicida.

Alec volvió atrás rápidamente.

—¿Puedes andar? —le preguntó.

El hombre lo miró y alargó una mano hacia él. Alec la asió y lo ayudó a levantarse entre las miradas ya asombradas, ya indiferentes de los otros condenados.

—Eres un buen chico —dijo el hombre mientras le rodeaba los hombros con un brazo. Avanzó despacio, cojeando, la pierna izquierda de vez en cuando se le vencía y tenía que arrastrarla—. Luego se me pasa; en cuanto se caliente, se me pasa.

Al cabo de menos de un minuto, efectivamente, el hombre empezó a caminar mejor. Retiró el brazo de los hombros de Alec y no se detuvo. Su mirada se volvió más segura, pero Alec pensó que nunca sobreviviría al Infierno.

—Gracias —dijo, y se alejó.

Alec lo siguió mientras avanzaba en medio de los otros condenados. Había un hombre gordo de unos sesenta años, que se arrastraba cansinamente, con el rostro cárdeno y ojeras profundas. Otro que reía y uno que hablaba en voz alta, gesticulando. Decididamente, había menos mujeres que hombres. Quizá la décima parte. Había dos que caminaban juntas de la mano; otras tres, de unos cuarenta años, avanzaban en compañía de un hombre más joven.

La mirada de Alec recayó de nuevo en las tres chicas a las que poco antes había visto cambiarse al lado del contenedor. No tenían más de dieciséis años. Las tres avanzaban muy pegadas, mostrando un rostro severo, la expresión agresiva de quien está dispuesto a defenderse, pero también de quien no puede disimular el miedo detrás de los ojos brillantes.

—Eres el del desfile —dijo una voz detrás de él.

Alec se volvió. Había un chico flaco y alto, con el pelo rizado y rojo, la tez clara y facciones finas. El uniforme de los condenados le quedaba evidentemente ancho y en el cuello se le veían perfectamente las venas azuladas. Tenía el aspecto de quien no come desde hace días. Llevaba de la mano a una chica más joven, el pelo oscuro y lacio, los ojos verdes con largas pestañas.

—¿Eres el que paró el desfile? —repitió el chico pelirrojo—. Nos arrestaron el mismo día, yo iba delante del desfile, toco en la banda…; es decir, tocaba.

Alec se encogió de hombros pero no dijo nada.

—Pensé que eras un idiota, hacías que te mandaran al Infierno, luego también me detuvieron a mí. ¿En qué círculo estás?

Alec no respondió.

—Escucha, nosotros no somos como los demás —prosiguió el chico—, no hemos hecho nada. Unámonos, formemos un equipo, en el Infierno se sobrevive así, ¿no? He visto que no eres un canalla, no puede serlo alguien que levanta a un viejo al que eliminarán mañana… ¿Por qué te comportaste así en el desfile? Al día siguiente no se hablaba de otra cosa.

—¿Qué quieres decir?

—Los informativos no dijeron ni una palabra, pero el asunto fue sonado, yo lo vi, los niños se lo contaban por la calle, todos con los brazos abiertos.

Alec reanudó su camino, sin decir nada y dejando atrás a aquella pareja. No estaba convencido de que fuese inteligente hablar por ahí de lo que había hecho. Y, en cualquier caso, esos dos no habrían sido buenos aliados. Daba igual que fueran culpables o inocentes, eran débiles.

La sombra del alto arco de cemento englobaba a los condenados como una boca a punto de cerrarse sobre ellos. Parecían serpientes que se enroscaban en torno a sus tobillos. Luego las lenguas de niebla amarilla los alcanzaron.

Los condenados formaban ahora una fila compacta entre las dos filas de guardias que vigilaban la puerta, con los fusiles de precisión empuñados, los mismos fusiles con los que hacían respetar la ley.

«En las zonas de sombra vence la ley del más fuerte, pero bajo las cámaras rige la ley de los diablos. Si tienes un arma, si intentas conseguir algo con violencia, recibes un disparo. La primera bala es de goma, para inmovilizarte. Después pueden matarte. O trasladarte a las Malasbolsas del octavo círculo. En ese caso, es preferible morir enseguida».

Alec siguió avanzando. No sabía decir si ya había dejado atrás la puerta, tenía la sensación de estar caminando sobre las nubes. No era consciente de sus pasos, de su movimiento.

Enseguida, sin embargo, el Infierno se hizo notar.

Al principio solo fueron suspiros, voces, lamentos. A medida que avanzaba, el ruido se hacía más fuerte, se oían algunos llantos y gritos henchidos de rabia.

—Ya hemos llegado —dijo alguien detrás de él.

—¿Por dónde tenemos que ir? —preguntó quedamente otro.

Eran voces desconcertadas, asustadas. Transmitían el mismo terror que él sentía cada vez más intenso en su interior.

Se detuvo. El suelo cedía ligeramente bajo el peso de las botas. Algo le subió por dentro de los pantalones hasta la pantorrilla. Dio patadas al aire, se palmoteó las piernas y reanudó su camino.

Siguió a paso rápido hasta que la niebla empezó a despejarse y descubrió sobre qué andaba. El suelo estaba cubierto de una capa de gusanos que se retorcían unos sobre otros. Pero ese no era el peor espectáculo, pues hacia donde se volviese había cadáveres en distintos estados de descomposición. Marcus le había dicho que bajo el arco infernal morían los primeros condenados, los vencidos por el miedo, la desesperación; muchos se dejaban caer allí y esperaban. No podían volver atrás, morían allí, de sed o de hambre.

La tierra se puso a temblar, con una sacudida fuerte que la hacía retumbar. A lo lejos le pareció distinguir llamas. Un rumor de agua advertía de la presencia de un río no lejano.

Luego la niebla se despejó del todo, revelando lo que ocultaba.

Un arco casi perfecto de montañas. Las vetas más altas estaban cubiertas de nieve, se elevaban alrededor de la circunferencia del volcán. Casi treinta kilómetros lo separaban de la cima opuesta, donde algunas crestas rocosas, negras como la oscuridad más profunda, sobresalían de las nubes que se adensaban en la cumbre del cráter.

En medio, la tierra se abría en un abismo de una profundidad de más de mil metros, del que se elevaban vapor y neblina. Voces, gritos y lamentos rebotaban en las paredes del volcán. Al fondo del cráter se vislumbraba un reflejo dorado, parecía un espejo de agua, pero la superficie era irregular, y no se distinguía si todo era efecto de la luz o si realmente había un lago. «El pantano Estigia», pensó Alec mientras visualizaba en su mente uno de los dibujos de Beth. Seguramente había bosques y grandes extensiones desiertas, si bien era difícil tener una visión de conjunto. El vapor salía sin parar de la tierra, junto con lo que por momentos eran solo chorros de fuego y en otros auténticos ríos de lava que centellaban formando en la oscuridad un retículo discontinuo de llamas.

Una explosión hizo vibrar el suelo. Alec tuvo la impresión de hallarse todavía en el barco en medio del mar y no en tierra firme.

Unos segundos después de anunciarse con el ruido de las aspas que enseguida se convirtió en un estruendo ensordecedor, en el cielo apareció de repente un helicóptero. Pasó por encima de los condenados congregados en la entrada del Infierno. Transportaba una plataforma sobre la que había tumbados dos hombres.

—Dichosos ellos, se van —le comentó un chico a otro que estaba a su lado.

—Fíjate en cómo están.

Alec solo alcanzó a ver algo. Uno de los hombres se hallaba completamente cubierto de sangre. El otro estaba echado a su lado, con un brazo colgando en el punto en que el cable de acero unía la plataforma al helicóptero. No lograba entender qué estaba ocurriendo, por qué se estaban llevando a esos dos. Supuso que era así como retiraban los cadáveres en el Infierno.

—¿Están muertos? —preguntó Alec.

El chico que había hablado antes se volvió lentamente hacia él. Luego miró de nuevo el helicóptero, que se alejaba.

—No, son libres.

Una sacudida hizo temblar de pies a cabeza a Alec que empezó a sentir la consistencia del miedo, que te penetra como una navaja y te remece por dentro. Ese era el precio que había que pagar por la libertad.

Alec se volvió hacia el chico pelirrojo, estrechaba a su novia entre sus brazos, le tapaba los oídos con las manos y le ocultaba el rostro en su hombro, como si quisiese protegerla del horror de aquel lugar. Alec se preguntó una última vez qué crimen podían haber cometido, pero se dijo que eso quizá no tenía ninguna importancia.

Avanzó lentamente y advirtió que algunos condenados se estaban congregando. Los guardias los estaban empujando a todos hacia un punto de reunión. Él también tuvo que ir hacia una gran estructura circular de cemento alrededor de la cual había seis arcos.