22
Los guardias empezaron a hacer bajar a los condenados del vientre del barco. Cinco cada vez, cada treinta segundos. El ruido de los pasos en la pasarela de hierro resonaba en el silencio. Las voces de los condenados parecían silbidos que se dispersaban en la oscuridad como el último humo de un fuego recién apagado.
Habían pasado cinco días desde su arresto. Cinco días desde que Marcus lo había ido a ver para decirle aquellas palabras que deberían salvarle la vida. Lo habían llevado a la cárcel del barrio portuario, desde donde zarpaban los barcos hacia el Infierno. En Europa habían emitido los reportajes conmemorativos del desfile. Los eslóganes eran los de siempre: «La población celebra la confianza y el futuro», «La Oligarquía camina por las calles de Europa, el buen gobierno está entre nosotros». Naturalmente, nadie había mencionado el percance, nadie había hablado de ese chico que se había lanzado al centro de la calle.
Durante el viaje hacia el Infierno, Alec permaneció inmóvil en la cubierta del barco. Con la cabeza inclinada sobre los brazos, que estrechaban las rodillas. No había gritado cuando le habían grabado la marca de fuego del Infierno en el pecho. Le había parecido casi un consuelo, porque durante media hora larga no había podido pensar en nada más que en esa punzada abrasadora que le aplastaba el esternón.
El chillido de una gaviota lo hizo volverse. El pájaro se había posado en el muelle, muy cerca de donde él estaba. Un golpe de viento le levantó las plumas y la indujo a abrir las alas, de modo que la misma corriente la elevó de nuevo. Su silueta se esfumó en un instante.
Alec dio los primeros pasos en el muelle.
Las olas rompían en las vigas de madera produciendo un rumor sombrío, fluctuante, como el de una vieja campana que resuena al fondo de un pozo.
Se volvió una última vez, pero el barco ya estaba desapareciendo, devorado por la niebla. La luz amarilla de unas farolas altas apenas la penetraba. En cambio, en ambos lados del muelle, se distinguían perfectamente dos filas de diablos, los guardias infernales, envueltos en sus brillantes uniformes rojos.
Alec lanzó un vistazo fugaz a los cuatro que habían bajado con él: un rubio enclenque, un chico con barba larga y una enorme cicatriz en la mejilla, un hombre con la tez amoratada que se tapaba la cabeza con un sombrero y, por último, una chica que iba un par de metros por detrás de ellos, con el terror pintado en el rostro.
—¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué nos van a hacer? —no cesaba de repetir el enclenque.
—¡Cálmate! —le dijo el de la cicatriz.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —insistió el enclenque, pero esta vez no obtuvo respuesta.
—Necesito beber —dijo la chica—. ¿Cuándo van a darnos agua?
—Fuera de la selva —le respondió el chico de la cicatriz. Se volvió hacia ella y le clavó unos ojos de depredador.
Alec pensó que ese hombre no habría vacilado un segundo en eliminarlos a todos por conseguir algo, y también pensó que el enclenque no tenía muchas posibilidades de sobrevivir.
Recordó el momento en que había visto aparecer a Marcus al otro lado de los barrotes de la celda del puerto. Los guardias lo habían cacheado antes de dejarlo pasar.
«Que no vean que tienes miedo —fueron las primeras palabras de su tío—. Muéstrate siempre fuerte, seguro, peligroso. Eso es lo que hacen los animales para asustar a sus presas o para defenderse de los depredadores. Y en el Infierno tú no eres una persona, sino un animal».
El muelle terminó y Alec se vio en tierra firme. Muchos chicos, al menos unos treinta, se habían detenido allí; parecía que algunos de ellos querían volver sobre sus pasos, otros parecían paralizados por el miedo, y otros se habían dejado caer al suelo rindiéndose a la desesperación.
—No se vuelve atrás —dijo una voz apenas susurrada.
Era alguien que, como él, trataba de sobreponerse a la adversidad. Alec evocó un recuerdo borroso de su padre, de un día que lo había llevado a la playa. Tenía solo cinco años y, como le daba miedo meterse en el agua, se quedaba en la orilla y echaba a correr cada vez que llegaba una ola.
«No se vuelve atrás», le dijo su padre con una sonrisa.
Ahora aquellas palabras sonaban oscuras y amenazadoras como una maldición.
—¿Adónde vas? —le preguntó el chico de la cicatriz.
—Al Limbo.
—¿Qué has hecho?
—¿Eso tiene importancia?
—No; si quieres, vamos hasta la puerta juntos.
—No.
Cuatro grandes focos iluminaron de golpe el suelo. Procedían de unos postes muy altos que formaban un cuadrado alrededor de los condenados. La luz era tan fuerte que los obligó a taparse los ojos con las manos.
El ruido de un motor que se acercaba se sobrepuso al del viento y al de las olas contra los postes del muelle. La silueta de un hovercraft surgió de la oscuridad de la selva y se detuvo a pocos metros de los condenados. El portalón inferior se abrió lentamente y descendieron seis hombres uniformados como diablos. Se colocaron en fila delante del paralelepípedo de luz que emitían los focos. El panel anterior del hovercraft se iluminó y en la superficie se proyectó un vídeo que mostraba al primer oligarca.
Su expresión era orgullosa y serena. El cuerpo fibroso se intuía bajo la ropa de paisano. Llevaba unos simples vaqueros, una camisa blanca y un jersey ligero.
«Bienvenidos —dijo sin el menor rastro de ironía—. Me gusta recibir personalmente a los condenados. Es un gran viaje y una gran oportunidad la que os espera. La de redimir vuestra alma, afrontando la muerte».
Kronous hizo una breve pausa y sonrió volviendo la cabeza de un lado a otro.
«Tendréis de todo. No estáis aquí para morir, sino para expiar vuestros pecados, para pagar por los crímenes que habéis cometido, para dar ejemplo a los ciudadanos de Europa. Tenéis que seguir cinco sencillas reglas para cumplir vuestra pena. Uno: no cometáis crímenes. Dos: no abandonéis vuestro círculo. Tres: mantened una relación civilizada con vuestros compañeros. Cuatro: no fabriquéis armas. Cinco: aceptad la ley del Talión y tendréis comida, ropa y medicamentos».
El vídeo se interrumpió. Los diablos subieron al hovercraft, que se alejó rápido y silencioso, tal y como había llegado.
Luego las luces se apagaron.
Alec se quedó inmóvil donde estaba, recordando lo que le había dicho Marcus: «Os dirán las cinco reglas para sobrevivir en el Infierno. De nada vale que las sepas. Son puras patrañas. Al día siguiente las habrás infringido todas».
Entonces comenzaron los primeros llantos, los gritos.
Alguien corrió hacia atrás, tratando en vano de regresar hacia el barco.
Se oyeron dos disparos, la forma en que los diablos advertían claramente de que desde allí no se salía. Un grupo de condenados corrió hacia la derecha, otros hacia la izquierda, muy pocos eran los que avanzaban hacia el frente, porque delante de ellos había un muro negro de oscuridad.
—¿Dónde está el camino? ¿Adónde hay que ir? —preguntó un chico—. ¡Por favor, ayúdame!
Alec se volvió. Era el enclenque rubio. Estaba aterrorizado. Tenía los ojos fuera de las órbitas, brillantes, y la frente sudada.
—Hay que caminar recto —respondió Alec. Hablaba con voz entrecortada pero firme, le faltaba el aliento.
—Yo no he hecho nada —dijo el enclenque agarrando a Alec del brazo—. No he hecho nada, ¿entiendes? No debería estar aquí.
Alec se soltó de él. El chico cayó al suelo y empezó a sollozar. Alec se alejó rápidamente, pero alguien lo cogió por el hombro. Se volvió.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó una voz femenina, sumisa—. Vamos juntos a la puerta.
La oscuridad no le permitía verla bien, pero su cuerpo parecía delgado, debía de ser joven. Alec se imaginó a Maj en su lugar.
—Por favor —le suplicó la chica—, solo sácame de aquí; total, de todas formas, voy a morir.
—No es verdad —repuso Alec, aunque no estaba hablando con ella. Sus palabras se las dirigía a Maj. Le estaba pidiendo que resistiera, le estaba rogando que siguiera viva—. Ven conmigo.
Alec tendió una mano y le agarró una muñeca. Ella no dijo nada. Cuando apenas habían dado unos pasos hacia la selva, un grupo de condenados se acercó corriendo. Alec oyó sus jadeos. Los arrollaron, tirándolos al suelo.
Cuando Alec se levantó, la chica había desaparecido. Avanzó unos metros mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y empezó a percibir las primeras formas: la silueta de un árbol, una roca, un ligero resplandor que procedía del mar y que destacaba más el perfil anguloso de los escollos.
Hubo otros dos disparos y un grito seguido de un ruido sordo, alguien había caído en el muelle.
«No se vuelve atrás», se repitió Alec, al tiempo que las palabras de Marcus resonaban sin pausa en su cabeza: «Tienes que atravesar la selva lo más rápido que puedas y procurar no herirte. Si llegas cojo a la entrada del Infierno, estás acabado».
Alec elevó los ojos hacia el cielo, estaba negro, sin estrellas, hostil. Un repentino resplandor amarillo lo iluminó, mostrando el remolino de nubes negras y grises que se enroscaban sobre la cima del volcán. Fue solo un instante, pero le permitió distinguir la selva. El denso sotobosque de endrinos silvestres sobre el que se alzaban los robles. Parecían enormes setas de contornos quemados.
Echó a andar en la oscuridad y al cabo de unos pasos se encontró solo, inmerso en las tinieblas.
Las hojas crujían bajo sus pies, las ramas le azotaban las piernas. Avanzaba con los brazos estirados hacia delante, si bien las espinas le arañaban de todas formas la cara. Un par de minutos después tropezó con algo y se cayó al suelo. Tardó unos segundos en descubrir que aquello contra lo que había tropezado se movía entre sus brazos. Era un cuerpo humano. Lo empujó y fue empujado. Se levantó y apretó el paso, pero el miedo más que el cansancio lo habían dejado sin aliento.
No veía nada.
Empezó a pensar que tenía los ojos cerrados.
Sí, debía de tenerlos cerrados, se dijo. Con los dedos recorrió el perfil de la frente hasta debajo de las cejas. ¿Estaban cerrados o abiertos? No lo sabía. Sin embargo, se percató de que se había detenido. ¿Qué había dicho Marcus? Ya no lo recordaba. Aspiró. El aire olía a cenizas y a azufre.
Reanudó su camino. Los ruidos del bosque llegaban a sus oídos amplificados. Notaba a su alrededor la presencia de otros condenados, percibía los jadeos, los pasos, el olor penetrante del sudor.
Se imaginó la oscuridad que se deslizaba como un líquido oscuro en su boca, tiñéndole de negro la garganta, el estómago, luego todos los órganos vitales hasta llegar a la superficie de su cuerpo, que era como una vasija de barro que de repente se desmenuzaba y desaparecía.
No había más.
¿Era posible?
Echó a correr de nuevo. Chocó con unas ramas y de pronto se estrelló con fuerza contra un tronco y se cayó al suelo. Trató de mirar alrededor, todo era oscuridad. Después levantó la cabeza y vislumbró el perfil de la copa de un árbol. Parecía una página arrancada. Había reaparecido el cielo.
Apenas era más claro que las plantas, pero lo suficiente para que le permitiera orientarse. Pudo ver por qué lado subía la pendiente y reanudó otra vez su camino. A medida que avanzaba, la luz aumentaba, iluminando las rocas y los arbustos del sotobosque. Hasta que de golpe la selva terminó.
Más allá de los árboles, la cuesta continuaba. La débil luz del cielo teñía de azul la pradera. La luna era un disco pálido que aparecía y desaparecía en el remolino de nubes.
El dibujo de Beth se perfiló en su mente como una fulguración repentina. Era el dibujo que había sobre la chimenea. Estaban representados el bosque, una colina y un hombre caminando. Había además otros detalles, pero entonces no fue capaz de recordarlos.
La débil luz de la luna iluminó los hilos de vapor que brotaban de la hierba. Parecían algas blancas ligeramente mecidas por el viento.
«Los vapores adivinatorios provocan alucinaciones místicas. Cuanto menos respires, más posibilidades tendrás de llegar sano y salvo a la puerta. No puedes evitar que te droguen, pero corre todo lo que puedas y…».
Las palabras de Marcus se interrumpieron como si hubiese grabado mal el recuerdo.
Echó a correr. Ya no notaba el cansancio, el miedo y el dolor convertidos en adrenalina. Las ideas se centraron rápidamente en su cabeza.
Sabía lo que debía hacer. La pradera se había vuelto verde y la niebla había desaparecido, por encima de él habían salido las estrellas.
Estaba amaneciendo, el cielo azul brillante se degradaba hacia el celeste en el horizonte. La selva había quedado detrás; más allá de las últimas copas de los árboles, se veía el mar aclarado por la luna. De repente un ruido rompió el silencio, seguido por un sombrío borboteo que parecía llegar del subsuelo.
Las tres fieras aparecieron en el mismo momento, sobre la colina.
Su perfil se recortaba contra el cielo, el mismo cielo que le había dado un instante de esperanza. La pradera estaba llena de condenados. Hombres, mujeres, jóvenes. Tenían los rostros marcados por el cansancio, estaban cubiertos de arañazos y de tierra.
El largo sonido del cuerno se vio seguido por el rugido del león, que resonó de forma espeluznante.
Alec no estaba tan drogado para no darse cuenta de que tenía los sentidos más aguzados.
Miró a las tres fieras, todavía inmóviles. Le pareció entrever los dientes afilados de la loba, pese a que desde donde se encontraba eso era prácticamente imposible. Debía de hallarse al menos a cien metros de él. Aún no había terminado este razonamiento cuando un cuerpo se le echó encima y lo tiró sobre la hierba. Sintió los golpes en el pecho y los arañazos que se le abrían en los brazos. Rodaba por el suelo bajo el peso de la loba. Se levantó, pero ahora tenía delante al león, lo estaba mirando, listo para abalanzársele. Corrió en diagonal por la pendiente, con todas las fuerzas que tenía; los otros condenados hacían lo mismo. Los cuerpos caían uno tras otro, y en el aire retumbaba el eco de los pasos pesados que pisaban el suelo como tambores. Estaba al límite de sus fuerzas, ya no le quedaba aliento.
Se cayó al suelo. El león se abalanzó sobre él. Se dijo que era el final. Vio el rostro de Marcus, el de Beth, el de Maj. Se demoró en su sonrisa, cerró los ojos y trató de fijarla en su cabeza.
De nuevo se oyó el largo sonido del cuerno.
Cuando abrió los ojos estaba tumbado en la orilla de un arroyo. A su alrededor había otros hombres y mujeres. Unos bebían, otros se lavaban las heridas en el agua.
Solo tenía algún arañazo en los brazos. Se puso de pie y vio a lo lejos, en la cima de la colina, tres grandes estatuas. Las tres fieras. Pero eran solo estatuas, nada más.
«El efecto desaparece rápido. Advertirás que la mayor parte de las cosas que crees haber hecho no son sino creaciones de tu mente».
Las palabras de Marcus le suscitaron un instante de alivio, luego reapareció el miedo. Ese era el poder del volcán infernal. Aquella isla podía suprimir la realidad, las percepciones, la memoria. Esa era la fuerza que el Infierno mostraba a los condenados aun antes de que lo pisasen.
Más allá de las fieras, a lo lejos, se vislumbraba el perfil de los altos tejados puntiagudos de Nueva Jerusalén. Alec paseó la mirada desde el campanario más elevado hasta el punto donde empezaba el primer anillo de murallas del Infierno. Alrededor había cientos de guardias; los uniformes rojos de los diablos parecían pequeñas llamas que lamían la base de las murallas.
«No se vuelve atrás», dijo su mente, que ya se había apropiado de aquellas palabras recogidas en la oscuridad. Y pocos segundos después por fin la vio: la puerta del Infierno.
Tenía al menos veinte metros de alto y los mismos de ancho, era un coloso de cemento y negra piedra volcánica. Las llamas ardían en la parte de arriba y en la inscripción. Bajo el arco, las chispas caían a la oscuridad, parecían luciérnagas incandescentes que flotaban unos segundos antes de posarse en el suelo humeante. Los condenados, que como él habían visto aparecer la puerta en la cima de la colina, estaban de pie, hipnotizados. El sonido del cuerno infernal resonó en el aire tres veces y las llamas del arco se elevaron varios metros para luego precipitarse como el chorro de una fuente.
En ese momento, Alec vio en el suelo, a un metro de donde se encontraba, algo brillante. Avanzó un paso para verlo de más cerca. No le quedaron dudas: medio enterrada, era la hoja de un cuchillo.
«En el Infierno se encuentra todo, menos armas de fuego. Nadie las usa, los diablos te eliminarían antes de que pudieras apretar el gatillo. Pero las navajas sí que son valiosas. En las zonas de sombra, dicta las leyes quien tiene un cuchillo».
El cuchillo estaba a poco más de un metro de él. La hoja estaba sucia; el mango de madera, roto. Alec dio un paso y se agachó, con las manos apoyadas en las rodillas, como para descansar un momento. Luego, avanzando un poco más, dejó caer una mano hasta el suelo, cogió el cuchillo y se lo guardó en un bolsillo.
A su alrededor había unos veinte condenados de distintas edades, repartidos en un radio de cinco o seis metros. Nadie parecía haberse percatado de nada y Alec se encaminó velozmente hacia la puerta.
—¿Qué has cogido? —preguntó una voz detrás de él.
Alec no le hizo caso y siguió andando. Una mano lo cogió del antebrazo.
Alec se volvió.
—¿Hablabas conmigo?
Un hombre lo miraba, con el rostro crispado en una mueca que manifestaba una mezcla de rabia y enfado.
—Enséñame lo que tienes en el bolsillo.
—No tengo nada —dijo Alec; dejó de apretar el cuchillo y sacó las manos de los bolsillos. Miraba las murallas, donde estaban los guardias. ¿Estaba a salvo? ¿Podía echar a correr hacia ellos?
—Obedece o te mato en cuanto estemos dentro —gruñó el hombre—. Dame lo que has escondido.
Mientras tanto, algunos chicos se habían interesado en la escena. Entre ellos, el de la cicatriz en la mejilla, con el que había bajado del barco. Ahora estaba con un chaval más pequeño, parecía casi un niño, pero si se le observaba con atención cualquiera habría reconocido los ojos consumidos por el nepente, la mirada vacía del que ha dejado de pensar.
Alec se dijo que se exponía a meterse en un lío inútil. Necesitaba un cuchillo, cierto, pero también necesitaba entrar en el Infierno ileso. Extrajo rápidamente el cuchillo del bolsillo, se lo enseñó al hombre y luego lo soltó. Se dio la vuelta y se marchó antes de que aquel pudiera decir nada.
Un instante después oyó un ruido violentísimo. Alec se volvió de golpe y vio que el chaval que parecía casi un niño le lanzaba una patada con todas sus fuerzas en la cara al hombre, ya tirado en el suelo. Su compañero, mientras tanto, recogía el cuchillo.
Alec siguió recto, yendo rápido hacia los guardias. Una vez en la base del gran arco de la puerta infernal, paró a contemplar las palabras grabadas con letras candentes. Su sentido era en buena medida oscuro para él, nunca había visto la inscripción completa, pero el último verso no necesitaba explicaciones.
«Dejad, los que entráis, toda esperanza».