21

Alec salió de la casa de Marcus. Necesitaba estar solo, pensar. Una vez en la calle, se paró y volvió la vista. La nieve había cubierto los antepechos de las ventanas y pintado de blanco las calles de Europa. Vio a su tío a través de la cristalera. Una silueta negra contra el rectángulo de luz amarilla que proyectaba hacia atrás un leve resplandor.

Anduvo hasta el barrio Gótico y se detuvo en la plaza de la catedral. Entró por el portal lateral y se sentó en un banco de madera, al lado de una de las grandes columnas de mármol de la nave.

Todavía era temprano y solo había algunas mujeres vestidas de luto. Miraban las imágenes del Infierno, con ojos llenos de dolor. Durante un instante se imaginó a su madre en medio de ellas, con la cabeza cubierta por un velo negro, la mirada perdida en las imágenes del Infierno, con la esperanza de ver aparecer en cualquier momento a su hijo, pero también con el temor de verlo morir.

Se veía una tierra roja, árida, azotada por un fuerte viento que levantaba polvo y arena. Conos de tierra, semejantes a pequeños cráteres, se elevaban pocos metros y constituían el único abrigo para los condenados, quienes inútilmente se asían a ellos antes de ser barridos por el viento. Aparecían hombres y mujeres cayendo al suelo, como hojas secas. Un chico y una chica se abrazaban con fuerza, con la esperanza de oponer más resistencia al viento, pero fueron levantados del suelo, como una planta arrancada de raíz. Alec los siguió con la mirada hasta que desaparecieron en la arena roja.

Permaneció allí toda la noche, con los ojos perdidos en las imágenes, la mente concentrada en mil interrogantes. ¿Su padre era realmente un arquitecto del Infierno? ¿Cómo había podido ocultarle su verdadera identidad? ¿Qué sabía su madre? ¿De verdad había un camino para huir de ese lugar?

Salió de la iglesia cuando amanecía. Se tapó la cabeza con la capucha y se abotonó bien la chupa.

Iba a ir por el callejón que desde la plaza se adentraba en el barrio de los pescadores cuando reparó en que la fachada de la catedral estaba engalanada. La noche anterior no le había prestado atención. De las vidrieras pendían grandes estandartes de la Oligarquía, pero también de las ventanas de los edificios colgaban banderas, cuyos colores chocaban con la pintura desconchada de las viejas construcciones.

En eso oyó voces, seguidas inmediatamente por ruido de pasos. Sonaban en las piedras de la calzada con la fuerza de una granizada. Un grupo de chicas y chicos apareció en la plaza. Eran al menos unos veinte y avanzaban desordenadamente, empujándose y bromeando.

—Venga, que va a empezar —dijo uno de ellos—, moveos y no os olvidéis de levantar bien las manos, que van a estar las televisiones.

Una chica que estaba detrás de él levantó ambos brazos, con las palmas de las manos bien abiertas, haciendo el saludo de la Oligarquía. Un joven que la seguía a unos pasos aprovechó para pellizcarle el culo. Ella se volvió de golpe.

—¡Baja esas manos, memo! —profirió riendo.

—¡Vosotros dos, ya está bien! —los amonestó el que dirigía el grupo—, ¡ahora poneos serios!

Alec tardó unos segundos en acordarse del día que era. En otras circunstancias no se habría dejado pillar por sorpresa. Lo habría esperado con odio y temor durante semanas, y al final se habría encerrado en casa, hasta que pasase. Pero, con todo lo que había ocurrido, se le había pasado por completo.

El grupo pasó a su lado.

—¡Viva la Oligarquía! —exclamó un chico con los brazos levantados y mientras miraba fijamente a Alec, esperando que este hiciese lo mismo.

Pero Alec se limitó a asentir, aunque tendría que haber correspondido al saludo con la misma exclamación. El otro lo miró mal unos segundos, luego siguió su camino.

El grupito desapareció en un callejón, dejando sitio al ruido de las trompetas y de los tambores, al chillido del megáfono que recitaba los eslóganes de la Oligarquía, y a la oleada de gritos que creaba el estruendo de un río en crecida.

Alec cruzó la plaza, fue por el mismo callejón que habían cogido los chicos y se detuvo justo al borde de la gran avenida que dividía la ciudad, por donde poco después marcharía el ejército de la Oligarquía, seguido por la población en fiesta.

Los recuerdos empezaron a abrirse camino por su mente como clavos incrustados en la blanda corteza de un árbol.

Su madre colgando la bandera fuera de la ventana.

El sonido de las trompetas y de los tambores llegando en oleadas cada vez que la banda militar se acercaba.

Su padre todavía no había vuelto. «¿Dónde está papá?». «Llega dentro de poco».

Luego los guardias, el ruido metálico de su equipamiento, el crujido de sus botas. Las miradas inexpresivas.

Los recuerdos giraban sobre sí mismos entreverándose, y Alec se vio catapultado a la calzada. Sacudió la cabeza para ahuyentar las imágenes del pasado, pero también la del desfile que acababa de empezar delante de él, acompañado por el estruendo de los aplausos. Una fila de guardias marchaba de forma compacta, llenando la calle hasta donde a Alec le alcanzaba la vista. El ruido de las botas que golpeaban contra el asfalto duro acompasaba el ritmo de la música que seguía el desfile a un centenar de metros. Por detrás de la banda se veían los tanques y los enormes hovercrafts de los oligarcas.

Alec comprendió que debía irse de allí. La multitud ocuparía al cabo de pocos minutos todas las callejuelas y hasta el más pequeño rincón de las inmediaciones.

Trató de volver sobre sus pasos, pero la entrada del callejón estaba bloqueada por una enorme tanqueta del ejército. Empezó a andar pegado a las paredes, tenía que encontrar la siguiente bocacalle, que le permitiría escabullirse sin llamar la atención.

Se abrió camino empujando a la gente que poco a poco se iba concentrando a los lados de la calle. La banda se estaba aproximando y el volumen de la música aumentaba a cada paso. Las cabezas erguidas y las miradas severas de los soldados recibían las expresiones entusiastas de la gente, en las que no se conseguía distinguir la sincera adhesión del servil alarde.

Alec sintió que la cabeza le daba vueltas, luego náuseas, la frente sudada. Tenía calor, pese a que la calle estaba cubierta de nieve y a que tenía la ropa mojada. Observó a los guardias, a los soldados, el blanco de los uniformes se confundía con la nieve, mientras que los emblemas rojos en las guerreras y en las botas parecían manchas de sangre.

Las palabras de Marcus resonaron en su cabeza.

«Tu padre era un arquitecto del Infierno».

«Dibujó el mapa para que escaparan los inocentes».

«Él comprendió qué era el Infierno, y ellos lo eliminaron».

«Ellos».

Alec se detuvo y los miró. ¿Quiénes era ellos? ¿Eran los soldados que vigilaban las carreteras de Europa? ¿Eran los ricos habitantes del Paraíso? ¿O los oligarcas? ¿O bien los ciudadanos de Europa con su apoyo mutuo, con su indiferencia?

Una punzada de rabia le contrajo los músculos de la espalda, seguida de una descarga de adrenalina.

¿Qué clase de mundo era ese? Un mundo al servicio del poder y de la riqueza de unos pocos privilegiados. Un mundo que acallaba cualquier discrepancia.

Su padre.

Maj.

Sus amigos.

Había visto cómo se llevaban a decenas de ellos. Cómo eran conducidos al Infierno acusados de robo, tráfico, agresión. Cuando la único culpa real era la de no tener esperanzas, y haberlo comprendido.

Un mareo más fuerte lo hizo tambalearse y se estrelló contra un grupo de guardias que marchaba al lado del desfile con las banderas enarboladas.

—¡Ten cuidado! —lo reprendió uno de ellos.

—¡Largo! —dijo otro, antes de que alguien lo agarrase y lo sacase de allí.

Era una mujer de mediana edad. Alec no sabía quién era.

—Eh, chico, ¿te encuentras bien?

—Sí, sí —contestó apresuradamente, pero la cabeza le seguía dando vueltas. Trató de alejarse y se cayó al suelo.

—Hay un chico que se encuentra mal —dijo un hombre.

La multitud seguía pasando a su alrededor. Un guardia lo cogió por los hombros.

—Será mejor que te vayas a casa.

—Se encuentra mal —intervino otro hombre—, tiene fiebre.

—No, no —protestó Alec al tiempo que se desasía del hombre.

En ese momento el desfile se detuvo y se hizo un silencio repentino, espectral.

—Buenos días, ciudadanos de Europa.

Kronous estaba de pie sobre un hovercraft al menos tres veces más alto que un tanque y casi tan ancho como toda la avenida.

—También este año celebramos el nacimiento de la Oligarquía, la unión de los gobiernos de Europa por una paz duradera y una creciente prosperidad.

Una ovación acompañó la breve pausa del primer oligarca.

—¡Viva la Oligarquía! —exclamó Kronous.

Y la multitud le hizo eco con un grito que hizo temblar la calle.

El desfile continuó su recorrido acompañado por la música de la banda. Alec estaba inmóvil, porque a sus ojos aquel desfile se había convertido en un inmenso vehículo militar del tamaño de toda la ciudad impulsado por las sonrisas falsas de todos los ciudadanos de Europa. La calzada, en cambio, se había convertido en un sepulcro, las piedras eran lápidas de todas las víctimas inocentes del Infierno.

Entre ellas, vio también a Maj. Se imaginó su tumba como uno de los millares de piedras del pavimento.

La cabeza, detenida en aquella visión, dejó de darle vueltas.

Se abrió una grieta en el muro de gente que seguía el desfile. Atravesó la calle, pero primero pasó en medio de los tanques que avanzaban compactos y luego dejó atrás a las dos filas de soldados. Llegó detrás del hovercraft, lo rodeó y también dejó atrás a la banda que precedía a aquel. Delante de Alec ahora solo estaba la avenida desierta, flanqueada por los altos edificios con las banderas de la Oligarquía, que ondeaban blandamente en los antepechos.

El desfile aún no se había interrumpido cuando él se detuvo y lo vio llegar como una ola a punto de romper en unos escollos.

Nadie se había atrevido jamás a tanto. Nadie había desafiado jamás deliberadamente a la Oligarquía.

Después se hizo el silencio. La banda paró a unos pasos de él. Los tanques se detuvieron y también las sonrisas de los ciudadanos se debilitaron como las llamas de un incendio bajo una lluvia repentina.

Alec levantó ambos brazos, con las palmas de las manos bien abiertas hacia las filas de soldados. En sus ojos, como en los de todos los ciudadanos que presenciaban sin palabras la escena, leyó confusión, desorientación. Aquel era el saludo de la Oligarquía, era el mayor homenaje que un ciudadano podía rendir a los gobiernos, pero en ese momento se había convertido en otra cosa.

Pasaron unos segundos, luego Alec bajó los brazos, lentamente, sin doblar los codos, hasta que ambos estuvieron perfectamente perpendiculares al cuerpo. Los ciudadanos de Europa asistían atónitos a ese gesto que parecía fruto de un ritual concreto, pero Alec no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Había saludado a la Oligarquía y ahora con esos mismos brazos detenía su marcha triunfal.

El primer oligarca lo miró desde lo alto del hovercraft.

Dos soldados avanzaron hacia él. Uno de ellos le dio a entender con un gesto que debía irse de allí. Alec meneó despacio la cabeza. Toda la rabia que albergaba se había convertido en adrenalina pura. Tendrían que pasar por encima de él con los tanques: no podía moverse ni aunque hubiera querido.

La banda se preparó para seguir tocando y durante unos segundos el gentío pareció reanimarse, pero, tras el sonido de la trompeta y un redoble de tambores, de nuevo se hizo el silencio.

Alec no se movía, seguía inmóvil, con los brazos extendidos y las palmas hacia Europa. Periodistas y comentaristas políticos presenciaban la escena en los balcones que daban a la avenida. Todas las cámaras lo apuntaban, pero enseguida pasarían por la severa criba de la censura. Nadie, con toda probabilidad, vería aquellas imágenes.

Fue en ese momento cuando un grupo de guardias lo rodeó.

Luego todo se volvió negro.

Se despertó tumbado en un catre en una celda pequeña y oscura. La luz de la luna se filtraba por una claraboya e iluminaba a un hombre que estaba de pie delante de los barrotes.

Un guardia abrió la celda.

—Tiene cinco minutos —dijo, y el hombre asintió.

Entró, se sentó en el catre y lo miró. Era Marcus.

—Escucha bien, todo lo que voy a decirte podría salvarte la vida.