20
La lluvia golpeaba la cristalera de cuadros que daba a la calle. A través de los cristales cuarteados, las luces rojas de los locales parecían desenfocadas, como colores borrados por el tiempo.
—¿Mi padre era un arquitecto del Infierno? —preguntó Alec, pero Marcus no lo escuchaba.
Estaba dibujando otra vez en un estado hipnótico. Era como si el mismo carbón condujese su mano por la pared.
Alec golpeó una taza que había en la mesa y la hizo caer. El ruido de la hojalata en el suelo hizo que Marcus se volviera. Tenía los ojos como platos, las cejas ligeramente arqueadas en una expresión de extasiado estupor, como presa de una alucinación.
—El volcán —dijo señalando el dibujo con el gesto nervioso de una mano.
—¿Qué?
—El volcán —repitió Marcus.
Luego cogió la taza del suelo y tiró el trozo de carbón al fuego. Se arrimó a la pared y pegó la oreja. Con los dedos índice y corazón, empezó a ascender por el croquis, siguiendo las líneas más oscuras. Se detuvo en los árboles, recorrió el sendero que zigzagueaba por el borde de la montaña, y por fin se detuvo delante de un gran portal.
—«Por mí se va a la ciudad doliente —recitó en voz baja y temblorosa—, por mí se va al eterno dolor…».
—¿Qué estás diciendo?
Marcus no respondió. Sus manos se deslizaron por la pared hasta llegar a la chimenea, donde había dibujado un barco atracado en un embarcadero y un bosque.
—«En una selva oscura me encontraba… —susurró Marcus—, porque mi ruta había extraviado».
Se volvió y miró a Alec con los ojos brillantes y fuera de las órbitas. Inclinó despacio la cabeza.
—«En una selva oscura me encontraba…».
Alec lo observó inmóvil.
Marcus miró de nuevo la pared y, con los dedos índice y corazón de la mano derecha, subió al centro del bosque, hasta llegar a una gran muralla. Allí se detuvo. Usando los dedos de la mano como si fueran dos piernas, siguió el perímetro de las murallas que rodeaban el volcán. Paró delante del gran arco por el que se entraba en el cráter.
—«Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza —dijo pronunciando lentamente cada palabra—. Todos los pasadizos, todos los caminos, todos los senderos».
—¿Qué pasadizos? ¿Qué estás diciendo?
—Federico los dibujó entre las páginas… Todo se ha perdido. Me los quería dar a mí, quería que yo conociese el camino.
Marcus puso de nuevo los dedos en la pared. Llegó al bosque, pero paró y volvió hacia atrás. Ascendió hasta la cumbre del volcán y se detuvo allí donde el dibujo estaba incompleto. Alec lo observaba sin pronunciar palabra.
—He perdido el camino —dijo con un hilo de voz. Luego puso la mano en medio de los círculos y se quedó quieto en medio del volcán.
Repentinamente se fijó en Alec. A continuación se volvió hacia la pared, vio el dibujo y miró alrededor nerviosamente. Corrió al fregadero de la cocina, abrió a toda prisa unas puertas y sacó un cubo. Lo llenó de agua y, una vez delante de la pared, le arrojó el contenido entero con todas sus fuerzas. Después cogió un trapo del suelo y empezó a frotar con ímpetu para borrar el dibujo.
Cuando hubo quitado buena parte del croquis, volvió a mirar a Alec.
—No se puede ir al Infierno —dijo con tono terminante—. No se puede volver atrás.
Alec guardó silencio. Extrajo de la mochila la carpeta que le había dado Beth. La abrió, sacó el bloc y se lo enseñó a su tío procurando que no pudiese cogerlo.
—¿Qué son?
Marcus observó el primer dibujo y retrocedió.
—¿Quién te los ha dado?
Alec no respondió. Pasó despacio las páginas delante de él, para que pudiese verlos bien.
—¿Qué son?
Marcus se arrodilló, pero sin dejar de guardar las distancias. Miró los folios con una mezcla de avidez y terror.
—¿Qué son? —insistió Alec.
—No son nada. ¡Son el delirio de un loco, tu padre! ¡Es por lo que se cavó su propia tumba!
—¿Qué quieres decir? ¡Ya estoy harto, quiero saber qué le pasó a mi padre, quiero saber por qué has estado en el Infierno y qué son estos dibujos! ¡Dime la verdad!
—No.
—¿Qué tiene que ver mi padre con el Infierno?
—Ha muerto demasiada gente —dijo Marcus— por una ilusión; la muerte no tiene vuelta atrás ni una nueva meta… sencillamente, es muerte. No hay otra tierra.
—Si hay algo relacionado con él que yo no sepa, quiero que me lo cuentes… —Las palabras se le desvanecieron en la boca; empezaba a comprender cuál era la única pregunta certera que todavía no había formulado—. ¿Quién era mi padre?
Marcus lo miró y sonrió tristemente. Se alejó hacia la ventana iluminada por los relámpagos. Oyó unos ruidos que llegaban de la calle, un chirrido de ruedas en el asfalto, gritos. Eran sonidos lejanos, parecían llegar del pasado.
Un trueno retumbó fuera haciendo vibrar el suelo. La sombra de Marcus se alargó sobre el dibujo, haciendo que pareciera más alto y fornido de lo que era en realidad.
—Fue uno de los más geniales arquitectos del Infierno —dijo con una voz de nuevo clara—. Durante años creó las máquinas de la ley del Talión. Tú no sabías nada, supongo.
Alec negó con la cabeza, mientras pensaba en las largas semanas en las que su padre se ausentaba con la excusa de que lo habían llamado los trabajadores de las obras de los nuevos barrios del Paraíso.
—Hasta que se dio cuenta de la injusticia que reinaba en el Infierno; comprendió que había sido construido para destruir a quien criticaba el poder, que era un instrumento de represión de la Oligarquía. Conoció a los inocentes, y conoció a los opositores del régimen. Para ellos dibujó el mapa.
—¿Qué es el mapa?
—Eso que tienes en la mano, al menos en parte.
Alec bajó la mirada hacia los dibujos y los observó con nuevos ojos. De repente el bloc de folios le pareció más pesado.
—¿Para qué sirve?
—Para ir de un círculo a otro, para reunirse en Dite.
—¿En Dite? ¿Por qué?
—En Dite están todos los herejes, los que han cometido crímenes contra las instituciones. Allí iba a empezar la rebelión. Desde allí los rebeldes iban a salir del volcán.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo puede salirse de Dite?
Marcus se volvió y se acercó a la pared, donde el croquis no se había borrado del todo. Con el dedo pasó rápidamente del bosque a la cima de la montaña para luego descender hasta el centro del cráter, sobre el que había una muralla alrededor de lo que debía de ser Dite. Cogió el trozo de carbón y trazó una línea recta que salía de los contornos marcados, hasta el punto donde debía estar el mar.
—La espelunca —dijo Marcus.
—¿Qué?
—Es el túnel que te saca del Infierno. Lo proyectó en secreto con otros arquitectos que eran sus cómplices.
—¿Un túnel para salir del Infierno?
—Desde allí iba a empezar la rebelión. La Oligarquía se percató de que estaba ocurriendo algo, pero no encontraron el túnel. Y nadie ha podido encontrarlo nunca, pero yo sé que existe…, yo sé que hay una salida.
Alec lo miró incrédulo. No había salida del Infierno, como tampoco había objeciones a la justicia ni a los principios de la Oligarquía. Lo repetían siempre los políticos en todos los debates televisivos. El Infierno representaba la ley absoluta, el imperio de los oligarcas, el nuevo reino creado en la época en que nacieron los mundos divididos.
—Condenaron a tu padre —continuó Marcus.
—¿Mi padre fue condenado al Infierno?
—Claro. Al noveno círculo, entre los traidores a la patria.
Alec sintió que un temblor de rabia y desesperación le recorría el cuerpo. Nunca lo había conocido realmente, empezaba a hacerlo gracias a aquellas palabras que le devolvían apenas un fragmento, pero que aun así arrojaban una nueva luz sobre el mundo en el que siempre había creído vivir y sobre el lugar que su padre había querido darle en ese mundo. Sintió que las lágrimas le surcaban las mejillas y que un dolor más grande que él lo abrumaba.
—Todavía estaba vivo cuando entró en el noveno círculo —prosiguió Marcus—, pocos días después de que los guardias se lo llevaran de casa.
La imagen de su padre sacado a la fuerza de casa por los guardias de la Oligarquía se prendió como un incendio inopinado en su mente, y se le sumaron todos los detalles que aquellos días terribles habían borrado. Vio a su hermana de rodillas tratando de retener al hombre mientras entre sollozos suplicaba a los guardias que lo dejaran. «¡No os llevéis a mi papá!», gritaba, «por favor, no os lo llevéis». Él la miraba con ojos llenos de dolor, probablemente ya conocía su destino. A buen seguro ya no tenía dudas mientras estrechaba con fuerza a su hijo, pidiéndole que fuera fuerte.
Marcus cogió de nuevo el trozo de carbón y se arrodilló en el suelo. Trazó una línea curva que se enroscaba sobre sí misma. Era una curva helicoidal perfecta que dibujó con una precisión de la que Alec nunca lo habría creído capaz.
Luego se levantó, le cogió los dibujos de Beth de las manos y empezó a hojearlos rápidamente. Se arrodilló de nuevo y comenzó a colocarlos a lo largo de la curva que había trazado. Al cabo de cinco minutos, todos los dibujos estaban en el suelo. Con el carbón, Marcus hizo después un círculo que abarcaba los dibujos.
—Este es el mapa del Infierno. Los círculos están unidos entre sí por pasadizos secretos situados en una curva que se enrosca dentro del cráter según un equilibrio perfecto, el de la sección áurea.
—Pero entonces ¿qué tienen que ver los dibujos?
—Tu padre marcó los puntos de entrada de los pasadizos dentro del libro, entre un canto y otro. Podían parecer simples dibujos, pero en realidad eran las puertas entre los círculos. Los inocentes llegarían así a Dite, y allí empezaría el camino hacia la libertad. Nadie ha descubierto nunca el mapa, puede que nadie haya cruzado jamás la espelunca para salir. Nadie aparte de él, cuando la construyó. Él fue quien me dijo que al otro lado del Infierno, que al otro lado del volcán, había una nueva tierra, una tierra libre, una montaña.