19
Sentada en la cubierta del barco, Maj miraba el horizonte vacío. Le dolía la cabeza y el ardor en el pecho no le daba tregua.
Pensaba en su padre, se preguntaba qué habría hecho para merecerse la condena al noveno círculo. La periodista había dicho que era el de los traidores a la patria. De modo que su padre había traicionado a la Oligarquía. Se preguntó por qué y entretanto la imagen que tenía de Europa, del Infierno y del Paraíso comenzó a cambiar. Había crecido creyendo instintivamente en la bondad del gobierno oligárquico. Ahora ya no sabía qué pensar.
El sol ya se estaba poniendo y la cubierta del barco se había recubierto de una ligera bruma. Se puso la cazadora que le había dado la doctora y sobre la que estaba sentada. Le llegaba hasta el trasero y, a pesar de que le faltaban varios botones, la abrigaba.
Durante un instante se imaginó a Alec sentado en primera fila en una de las catedrales de Europa observándola mientras corría en la oscuridad del bosque. Ese pensamiento tenía algo de irreal, como si todo aquello no le estuviese ocurriendo verdaderamente a ella.
—Hola —dijo una voz.
Maj alzó la cabeza. De pie delante de ella había un chico bastante robusto, con el pelo corto y los ojos pequeños y hundidos, ocultos por pómulos prominentes que daban a su rostro un aspecto algo grotesco. Llevaba un chaquetón pesado, pantalones gruesos, botas, una sudadera y también un sombrero de cuero marrón. A su lado había otro chico y una chica de más o menos la misma edad. Los tres parecían formar un grupito.
—Hola —respondió Maj.
—¿Qué tal? ¿Cómo estás? —preguntó él.
Maj se encogió de hombros. Era una pregunta muy rara dadas las circunstancias.
—¿Tú qué tienes? —preguntó el chico robusto.
—¿En qué sentido?
Él se abrió el chaquetón. Tenía una riñonera atada a la cintura, una cuerda enrollada al pecho y los bolsillos interiores estaban llenos de objetos. Maj reparó en que la chica llevaba una mochila al hombro y que también ella iba bien abrigada.
—Yo no tengo nada, solo esta cazadora… ¿Cómo hacéis para tener todas esas cosas? ¿Se pueden conseguir en algún sitio?
Un nuevo sentimiento, un instinto de supervivencia estimuló de pronto los pensamientos de Maj. Había unos chicos, tenían cosas que podían permitirle mantenerse con vida, defenderse. Ella también las quería.
El chico sonrió, achicando aún más sus minúsculos ojos. Luego hizo un gesto a sus dos compañeros. Estos la inmovilizaron de golpe mientras el otro le quitaba la cazadora a la fuerza. Maj trató de forcejear, pero en respuesta le asestaron dos rodillazos en los costados, que la postraron en el suelo.
Los tres se fueron rápidamente, dejándola dolorida y sin aliento.
No se movió durante unos segundos. Parpadeó y vio entonces la luz del sol, que se ponía en el horizonte, reflejada en la cubierta mojada. Intentó recuperar el aliento.
—Oye, ¿todo bien? —preguntó una voz.
Esa vez Maj se volvió de golpe.
Delante de ella había un chico con vaqueros rasgados y una sudadera manchada de barro.
—No voy a hacerte nada —le dijo.
Solo entonces Maj lo reconoció. Estaba a su lado cuando se había despertado. Pensó que si hubiese querido agredirla o robarle, ya se habría aprovechado.
—¡Qué cabrones! —exclamó el chico—. ¿Te ayudo a levantarte?
—No, gracias —contestó con sequedad Maj.
—Comprendo —dijo él sin el menor asombro—. Esos son correos. Yo no soy correo.
No añadió nada más, dando por hecho que Maj sabía lo que estaba diciendo.
—Los diablos no los tocan y ellos hacen lo que quieren —continuó.
—¿Por qué?
—Tendrán sus intereses. Aquí todo el mundo tiene interés en hacer algo, haces bien en desconfiar.
—¿Y tú no tienes ninguno?
—Es diferente.
—¿Qué interés tienen los correos?
—Bueno, depende: drogas, herramientas, medicamentos, hace falta saber quién se lo encarga. Ojo, llegan los diablos.
Un grupo de guardias pasó corriendo a su lado, sin mirarlos. Maj seguía en el suelo, abrumada por el dolor de un golpe que le habían dado a propósito. Nunca le había pasado nada semejante.
—¿Quiénes son los diablos?
El chico sonrió, divertido por su ignorancia.
—¿Me preguntas quiénes son los diablos? ¿Tú de dónde vienes?
—Si te apetece, respóndeme. Si no, déjalo.
—Los guardias, los guardias del Infierno —le explicó el chico—. ¿Quién, si no?
Entonces Maj consiguió sentarse. Se deslizó despacio contra la pared de hierro del barco, en el punto más protegido del viento. El chico se mantuvo a distancia. Ella lo miró con recelo, tratando de leer sus intenciones en su rostro. Tenía facciones delicadas, el pelo lacio de un palmo de largo le caía sobre la frente, un poco por encima de los ojos, penetrantes. El cuerpo era robusto, se intuía incluso a través de la gruesa sudadera. No tenía el aspecto opulento de Marvin y de los otros chicos del Paraíso, pero no parecía haber pasado hambre.
De repente se oyó el largo sonido del cuerno infernal, seguido de tres explosiones.
—Debemos irnos —dijo el chico—, tienen que soltarnos el discursillo en la catedral.
—¿Por qué sabes todas estas cosas? —preguntó Maj.
—Lo raro es que tú no sepas nada.
—¿Qué quieres decir? ¿Tú ya has estado en el Infierno?
—No, pero tú nunca has hablado con nadie que haya estado, ¿verdad?
—Claro que he hablado —mintió Maj.
El chico sonrió de nuevo.
—De todas formas, yo soy Cloe. Dite, sexto círculo, ¿y tú?
—¿Por qué lo quieres saber?
—Porque no soy una criminal, y soy muy buena reconociendo a los que no han hecho nada.
—¿Buena? —preguntó Maj, dándose cuenta con unos segundos de retraso que Cloe también era un nombre femenino.
—Sí, buena.
Maj observó mejor a quien hasta hacía un instante había creído que era un chico, y Cloe se percató.
—Soy una chica —dijo estirándose con los índices las comisuras de la boca para fingir que ponía a la fuerza una amplia sonrisa, como si aquel fuese el símbolo claro de su feminidad.
Maj escuchó el sonido suave de su voz, que efectivamente también podía ser de una chica, y se tranquilizó.
Fueron juntas al punto de reunión de los condenados frente a la catedral. Los guardias, o diablos, como los había llamado Cloe, las hicieron entrar en las galerías que rodeaban la nave.
Esa vez, en el altar, había un hombre con uniforme rojo. Parecía desempeñar un cargo importante, porque los otros soldados y el sacerdote estaban un par de escalones más abajo.
Maj se asomó por el parapeto, demorándose con la mirada en los condenados de los círculos inferiores.
—No los mires —dijo Cloe—. Es preferible que nadie memorice tu rostro.
—¿Por qué?
—Porque se ve a la legua que eres una presa fácil.
—¿Qué quieres decir?
Entonces Cloe negó con la cabeza, aunque en su fuero interno empezaba a no tener dudas sobre la que había sido su primera sospecha. Esa chica de rasgos delicados, de pelo cuidado y de manos finas no podía venir de Europa.
—¿A cuántos años te habrán condenado? ¿A tres? ¿A cinco? Abajo hay hombres destinados de por vida al Infierno. Estarían dispuestos a arrancarte el corazón si supieran que lo pueden usar.
Maj asintió.
—Tendrás que evitar durante un tiempo las zonas de sombra —prosiguió Cloe—; al menos hasta que tengas un aspecto un poco más… infernal.
—¿Qué son las zonas de sombra? —preguntó Maj.
Cloe no respondió. La miró en silencio unos segundos.
—¿No quieres contarme qué has hecho y de dónde vienes?
Maj bajó la mirada. No, no quería contárselo, y no se lo contaría a menos que fuese estrictamente necesario.
—De acuerdo —dijo Cloe y volvió a mirar hacia el frente, hacia el altar, donde el hombre de antes se disponía a tomar la palabra.
—Si estáis aquí, significa que habéis pecado —empezó este—, vuestro crimen contempla la condenación, y el Infierno será desde mañana vuestra casa.
Se oyeron gritos en las partes inferiores. El hombre no se descompuso, esperó el silencio y habló de nuevo.
—El triste acuerdo constituye el camino para la felicidad que todos deseamos. Queremos paz, justicia, amor para todos los ciudadanos de Europa. Por este motivo hoy estáis aquí, para que paguéis vuestra deuda y para que así participéis en la construcción de una sociedad mejor.
Tras esas palabras, el hombre retrocedió. Sus pasos crujieron en la tarima de madera del altar, resonaron de forma siniestra en el silencio absoluto de la iglesia. Luego se hizo la oscuridad. La enorme pantalla que había detrás de él se iluminó con llamas rojas.
—Ya, una sociedad mejor —repitió Cloe meneando la cabeza—. Cuántas trolas.
En la pantalla apareció el volcán. La imagen temblaba como si en ese momento un terremoto sacudiese la Tierra. En la cumbre del cráter había un río de lava que descendía rápidamente, las llamas bullían y chisporroteaban, escupiendo chorros candentes al aire. Después la lava acababa en un abismo y desaparecía en el interior de la montaña.
—Que comience la comedia —dijo el hombre, y sus palabras retumbaron en la catedral, mientras detrás de él se materializaba la selva, el bosque que ascendía por uno de los lados del volcán.
Luego reinó de nuevo el silencio.
El embarcadero empezó a chirriar. Un ruido de cadenas retumbó en el corazón de la nave. Maj sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
Las puertas de la catedral se abrieron y los condenados salieron en tropel a la cubierta.
La bruma se estaba despejando. Maj vio a centenares de hombres de pie, inmóviles, y, en medio de ellos, a los guardias de uniforme rojo, que parecían pequeñas llamas ardiendo en el suelo de hierro. Todos miraban hacia un solo lado. En medio de la bruma había aparecido la silueta oscura del volcán. Una sombra se cernía sobre el barco, ocupando todo el espacio visual y perdiéndose en el cielo, donde nubes negras se adensaban en un remolino imparable. Llamaradas y rayos repentinos rasgaban el aire, seguidos por explosiones de chorros de los cráteres, que, como altas chimeneas, se elevaban sobre la cumbre del volcán.
El ruido de las cadenas se detuvo y acto seguido se produjo un estruendo. El barco seguramente acababa de atracar. Se oyó el largo lamento del cuerno infernal, luego ruido de pasos apresurados y las primeras voces, murmullos que pronto se convirtieron en gritos de pánico. Maj se asomó por la cubierta para mirar la tierra firme. Vio a los primeros condenados que acababan de bajar al muelle. Unos corrían, otros trataban de regresar y eran parados por los guardias, otros se tiraban al suelo llorando, y otros, en cambio, caminaban despacio, encarando su destino.
Maj miró a Cloe, su expresión resuelta, firme. No parecía tener miedo. Ella, en cambio, estaba experimentando una nueva forma de terror, una sensación que le retorcía las entrañas y le impedía respirar.
—Ahora nos harán bajar a nosotras —susurró Cloe—. ¿Vienes conmigo, niña del Paraíso?