18
Marcus lo apuntaba con el fusil; los músculos, tensos, le temblaban. Tenía los ojos desmesuradamente desorbitados, barba de al menos un mes y muy poco pelo. La camisa marrón que llevaba parecía manchada de sangre, los vaqueros negros estaban rasgados a la altura de las rodillas y las altas botas de cuero estaban abiertas, sin cordones. En el cuello y en las manos eran perfectamente visibles los tatuajes que le cubrían todo el cuerpo.
—Marcus, soy tu sobrino. ¡Mírame! ¿No me reconoces?
—¡Largo de aquí! —gritó Marcus—. ¡No me jodáis!
Alec retrocedió un paso, pero luego se detuvo.
—¡Largo, he dicho!
—Te necesito —repuso Alec con un hilo de voz—. Necesito hablar contigo.
Al parecer, algo hizo reaccionar a Marcus, porque bajó el fusil, apenas se volvió y miró al chico de reojo.
—No te han mandado ellos —dijo para sí.
—¡No me ha mandado nadie!
—¿Cómo puedo saber que no has salido de mi cabeza? —preguntó el hombre.
—No he salido de tu cabeza, te lo aseguro.
—A veces salen de mi cabeza, parecen como los otros… —prosiguió él, pero no se sabía con quién estaba hablando.
—Marcus, soy tu sobrino, Alec.
Él lo observó; daba la impresión de estar más tranquilo.
—Haz algo imprevisible —dijo mirando un punto indefinido del rellano—. Cuéntame un chiste, ellos nunca me contarían un chiste.
Alec vio las llamas de la chimenea prendida detrás de su tío. No sabía qué hacer. Buscó en la mente un chiste, pero no encontró ninguno.
—¡Y bien! ¡Cuéntamelo! —gritó Marcus y volvió a apuntarlo con el rifle.
Antes de que Alec pudiera abrir la boca, Marcus comenzó a asentir, primero despacio, luego con más fuerza, hasta que por último estalló en una estruendosa carcajada.
—Anda, pasa, me has hecho reír bastante.
Alec lanzó un vistazo a la higuera por la ventana de las escaleras, a continuación otro al hombre que lo invitaba a pasar después de haberlo amenazado con un fusil. No sabía si estaba haciendo lo correcto, pero creía que no le quedaba otra opción.
El piso de Marcus era un solo espacio que venía a ser como tres o cuatro veces su casa. En uno de los lados largos estaba la chimenea, y además había un sofá; en la pared opuesta, una vieja cocina de hierro oxidado repleta de platos sucios y una mesa con una sola silla. Frente a la entrada, en cambio, había una cristalera de cuadros que daba a los locales de las luces rojas.
Alec fue directamente a la chimenea y se puso delante, de pie, a pocos palmos de las llamas. La ropa mojada empezó a humear.
—Hace muchos años, cuando vine aquí, todo era diferente —dijo Marcus ahora con una voz cálida, acogedora. Luego se sentó delante de Alec en un sillón desfondado de terciopelo verde lleno de quemaduras.
Alec miró alrededor: las paredes grises, el suelo mugriento y las bombillas que colgaban del techo creando halos azules y amarillos en el suelo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Marcus volviéndose hacia él.
Alec no sabía si darle o no la respuesta obvia.
—Estamos… en tu casa.
—Claro, claro, eso es lo que ellos quieren hacernos creer.
—Pero… ¿quiénes son ellos? —se atrevió a preguntar.
—¿Tú no sabes quiénes son ellos?
—No.
—Los muertos.
—¿Los muertos quieren hacernos creer que estamos en tu casa?
Marcus asintió. Luego lo miró y sonrió.
—Me gusta, me gusta tu forma de razonar.
Así las cosas, Alec comprendió cuál era el problema de su tío. Había visto a muchas personas colgadas por el nepente como para saber cuándo tenía a una delante.
Marcus se levantó y fue a un pequeño mueble desgastado que estaba al lado de los fogones, del que sacó unas latas de comida. Luego se detuvo y levantó despacio la cabeza.
—«A mitad del camino de la vida… —dijo elevando una mano hacia el cielo como si estuviese declamando un poema—, en una selva oscura me encontraba, porque mi ruta había extraviado…». ¿Tú sabes cómo sigue?
Alec negó con la cabeza. No lo sabía y ni siquiera comprendía de qué estaba hablando.
—¿Qué es?
Marcus no respondió, por un momento pareció que se había apagado como un viejo engranaje que se detiene. Luego se iluminó de golpe.
—«Dejad…, los que aquí entráis…».
Alec conocía esas palabras. Las había leído en la catedral. Estaban grabadas en el arco candente del Infierno, sobre el volcán.
Marcus dejó las latas de comida en la mesa. Luego cogió una larga capa negra que estaba colgada de un clavo de la pared y se envolvió completamente. Fue caminando despacio hasta la puerta, como si estuviese absorto en sus pensamientos.
—¿Tú conoces a Federico? —preguntó.
—Es mi padre.
—Tú padre… ¿cómo está?
—Ha muerto.
Marcus asintió gravemente y salió.
Alec trató de seguirlo, pero ya había desaparecido por las escaleras. Volvió a la casa y lo vio desde la ventana mientras se alejaba por la calle que bordeaba el puerto. Detrás de él, unos viejos pesqueros se balanceaban, empujándose unos a otros.
Entretanto, la ropa empapada por la lluvia casi se había secado. Alec echó algún tronco más al fuego, preguntándose si su tío volvería y, en tal caso, qué podía preguntarle. La última vez que lo había visto estaba cansado, exhausto, pero no loco.
Miró las latas de carne y de alubias que había dejado sobre la mesa y puso dos a calentar cerca de las brasas. Por lo menos habría resuelto una comida.
Intentó encender el televisor con la esperanza de encontrar alguna noticia sobre la detención de Maj. Después de pasar por varios canales sintonizó uno que emitía el rostro de Maj coronado de espinas, con chorros de sangre cayéndole por las mejillas. Era una imagen falsa, parecía un fotomontaje, aunque igualmente lo impresionó.
Vio cuatro informativos seguidos, pero no había ninguna noticia de Maj. Al final apagó el televisor, acercó todo lo posible el sofá a la chimenea y decidió que lo único que podía hacer era esperar el regreso de su tío. Dio un par de cabezadas y luego, sin darse cuenta, se quedó completamente dormido.
Lo despertó el ruido de la puerta.
Abrió los ojos y vio las últimas brasas de la chimenea que resplandecían en medio de las cenizas. Echó una mirada hacia la ventana y vio que fuera estaba oscuro, pero no sabía decir si era la tarde o la noche.
La puerta se abrió de par en par y Marcus dio un paso hacia el interior de la casa.
Miró alrededor con precaución.
—¿Qué has hecho? —dijo en voz baja, para sí. Tenía un aspecto extraño, alarmado. No se estaba dirigiendo a Alec.
Luego reparó en él.
—¿Y tú quién eres? ¿Qué haces en mi casa? —le preguntó.
—Marcus, nos hemos visto hace poco.
Marcus no se alteró, observó con atención primero al chico y luego la habitación.
—Soy Alec, el hijo de Federico.
Marcos se acercó con cautela, dándole a Alec tiempo de asimilar que quien tenía delante era en parte otra persona. Los ojos parecían menos desorbitados, tenía una expresión serena pero concentrada, lúcida. El que tenía delante parecía en todos los sentidos un hombre distinto del de unas horas antes.
—¿Cómo es que estás aquí?
—Necesitaba hablar contigo.
Marcus se acercó más.
—Cómo has crecido —dijo lentamente y sonrió—. Tienes los ojos de tu padre.
Alec estaba desorientado por su actitud, y Marcus pareció advertirlo.
—Supongo que lo has encontrado.
—¿A quién?
—A él.
—No sé de quién me estás hablando.
Marcus suspiró pesadamente, se aproximó al fuego y luego miró en la mesa las sobras de la modesta comida, asintiendo.
—¿Ha preparado él la comida?
—No, yo.
—Ah, claro, ya me parecía. Si te prepara la comida no toques nada, es capaz de envenenarte; sin querer, por supuesto.
—He calentado dos latas, pero te compraré otras —se apresuró a decir Alec.
—No hace falta, no te preocupes. ¿Quieres un té?
—Bueno, sí.
Marcus puso a hervir agua en una cazuelita de cobre. Se enjuagó las manos, se las secó en un trapo que había colgado en la pared y cogió un bote de hojalata de un pequeño armario, del que extrajo unas hojas secas enrolladas.
—No es peligroso, ya lo has visto. Solo está…, ¿cómo lo diría?, un poco chiflado…
—¿De quién estás hablando?
—Del hombre que, supongo, te ha hecho entrar en la casa cuando has llegado.
—Pero si ese hombre eras tú.
—No, no era yo. Mejor dicho, era yo, una parte de mí… No siempre estamos tan disociados… A veces solo es una mezcla.
Marcus suspiró de nuevo, estaba abatido. Cogió la cazuelita del fogón y vertió el contenido en dos tazas de hojalata. Le tendió una a Alec y se sentó al borde de la chimenea.
—No siempre ha sido así —dijo tras dar un sorbo al líquido caliente—. Antes de ir al Infierno era normal. Bueno, ¿por qué estás aquí?
—Una persona que para mí es muy importante ha sido condenada. Pero no ha hecho nada… y yo…
—¿Y tú? —Marcus suspiró y cerró los ojos. Se frotó la cara y luego meneó varias veces la cabeza.
—Ella es inocente —continuó Alec.
—¿Y qué? ¿Sabes cuántos inocentes hay en el Infierno? —preguntó Marcus—. ¿Qué quieres de mí?
—Dime solo cómo es, cómo conseguiste sobrevivir allí. Tengo que hacer algo. Es una niña, solo tiene dieciséis años, ¿qué le pasará?
Marcus lo miró con gesto serio.
—¿Realmente lo quieres saber?
—Sí.
El hombre vaciló unos segundos. Iba a decir algo, pero calló, como si el peso de las palabras que habían tomado forma en su cabeza fuera excesivo.
—Yo me voy —dijo al fin. Se embutió en la capa y se dirigió a la puerta.
Alec se levantó del sofá y fue tras él.
—¡Espera! No puedes irte así.
Marcus lo ignoró y Alec lo retuvo por un brazo. Marcus se volvió, asombrado por ese gesto audaz.
—¿Qué quieres de mí? ¿Qué quieres que te cuente? ¿Qué crees que le pasará?
—¿Morirá…?
—¿Una chica de dieciséis años en el Infierno? ¿Tú qué crees?
—¿Qué puedo hacer?
—Nada.
—Pero si tuviese ayuda, si alguien pudiese ayudarla… —dijo Alec, mientras en su mente ese pensamiento, que hasta ese momento no se había atrevido a confesarse ni siquiera a sí mismo, empezaba a concretarse cada vez más—. ¿Cuántas probabilidades hay de que un hombre vaya al Infierno y consiga regresar?
—No cuesta nada ir al Infierno. Lo difícil es salir.
Los ojos de Marcus se velaron repentinamente de tristeza. Luego sonrió con amargura.
—En el fondo, resulta absurdo pensar que un destino tan importante haya terminado así.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alec, pero Marcus estaba embargado por los recuerdos.
—La vida ha venido a pedirte cuentas también a ti.
—¿Qué quieres decir? No te entiendo.
Marcus balanceó la cabeza, dio dos palmadas y se acercó de un salto a la ventana. Estiró los brazos, luego dobló varias veces las rodillas, como un atleta que se prepara para una carrera. Por último se volvió hacia Alec.
—Nunca te dijo nada, ¿verdad? —le preguntó.
—¿Quién?
—Tu padre.
—¿Sobre qué?
—Sobre quién era. —Marcus sonrió y meneó la cabeza, dos gestos que parecían contradictorios.
—¿Qué tiene que ver eso con lo que te he dicho?
El hombre cogió un trozo de carbón de la chimenea, lo sopló y lo observó unos segundos. Trazó una línea curva en la pared que representaba una montaña. Luego dibujó alrededor un bosque, una playa, un mar. En medio de la montaña esbozó unos cubos de metal, unidos por molinos cuyas aspas eran impulsadas por ríos. Con trazo veloz y nervioso hizo unos círculos concéntricos dentro de la montaña, luego marcó los centros de esas circunferencias y los unió con líneas rectas a la cumbre de lo que, ahora Alec lo comprendió claramente, era el cráter de un volcán.
Luego se volvió hacia su sobrino.
—Tu padre sabía cómo salir.
—¿Por qué?
—Porque tu padre era un arquitecto del Infierno.