17
Alec regresó a Europa tres días después de su marcha del Paraíso. El barco atracó una noche en el puerto del suroeste. Desde allí los trabajadores fueron divididos en camiones y enviados a sus barrios. Cuando llegó a Konema ya era por la mañana y las calles estaban cubiertas de una fina capa de escarcha. Cruzó los callejones de su barrio sumidos en silencio, mirando los muros desconchados, los tejados de chapa y las calles llenas de baches.
En casa se quedó solo unos minutos, el rato que necesitó para dejar la maleta que le había dado su madre. Hacía, si cabe, todavía más frío que fuera, por lo que no le molestó mucho salir enseguida para ir al trabajo.
Entró en el Casino a eso de las ocho, la única hora a la que no había clientes. Era demasiado tarde para los de la noche y demasiado temprano para los de la mañana. Su jefe estaba sentado detrás de la barra del bar, contando las ganancias.
Era un tipo de unos treinta años que vivía en una ciudad rascacielos con su mujer y una hija de pocos meses.
—¿Tú qué haces aquí? —le preguntó.
—He vuelto antes.
El hombre lo miró de reojo, con recelo.
—¿Qué has hecho?
—Nada.
—¿Quieres trabajar?
—Para eso estoy aquí.
Con un gesto de la cabeza, su jefe le pidió que se acercara.
—Te tengo que inscribir de nuevo. No te esperaba tan pronto.
Cuando Alec estuvo a su lado, le pasó el detector por el pecho. La pantalla se iluminó de verde, subrayando la expresión de contrariedad del hombre.
—¿Qué pasa? —preguntó Alec.
—No puedo darte trabajo.
—¿Qué significa? ¿Por qué no puedes? ¿Qué es lo que pone?
—No pone nada, ¿qué crees? Pero no te puedo dar trabajo.
Alec se sintió impotente. Necesitaba ese trabajo, por él mismo y por su familia. El jefe lo miró con cara seria.
—Escucha, sé que eres un buen chaval, no sé lo que has hecho, pero no te sacan del plan de trabajo porque sí, si no has hecho nada.
—Yo no he hecho nada, yo…
El hombre lo interrumpió con un gesto de la mano.
—No te justifiques conmigo, es inútil.
Alec salió del Casino abatido. Se encaminó hacia casa pensando que el dinero que tenía en el bolsillo apenas le alcanzaba para una semana. Al llegar a la puerta de la catedral vio los habituales corrillos de gente en la plaza. Por la pantalla pasaban imágenes de una gran erupción en una de las vertientes interiores del volcán. La lava había arrollado los primeros círculos, hundiendo las murallas, barriendo un campamento e incendiando un bosque.
Llegó a casa y con la poca leña que había quedado en el arcón que había al lado de la chimenea hizo un fuego. En cuanto la llama empezó a arder, Alec se sintió mejor. Sacó una lata de carne de la mochila y encendió el televisor. Necesitaba comer y descansar. Después iría a ver a Maureen.
Vio un debate político en el que se hablaba del Infierno, de las rebeliones de los condenados en Dite y las medidas adoptadas por la Oligarquía para aplacarlas. Luego vio un spot sobre un nuevo bloque del Paraíso, una urbanización recién construida en un archipiélago del Mediterráneo. Mostraban las casas blancas por las que trepaban las buganvillas rosas, las palmeras, las piscinas que daban directamente al mar y las playas de arena fina.
Pensó en Maj. Se preguntó una vez más por qué no había ido a la cita. Puede que Milo tuviera razón. Al final, las chicas del Paraíso eligen a los chicos del Paraíso.
Comió la carne y durmió unas horas en el sofá. Se despertó muerto de frío delante del fuego ya apagado. Miró por la ventana, estaba lloviendo, una lluvia fina y persistente. Echó unas ramas al fuego, soplando en las pocas brasas para reavivarlo. Cuando volvió a sentarse, por televisión estaban dando de nuevo un reportaje sobre el Infierno. Mostraban a los condenados, entrevistaban a sus familiares y emitían las imágenes de su entrada por la puerta del Infierno.
Tras las entrevistas a un par de mujeres que lloraban y las imágenes de un hombre que caminaba con la cabeza alta bajo el gran arco candente de la puerta del Infierno, apareció un periodista joven, bastante atractivo, con una sonrisa radiante: «Y ahora pasamos al último reportaje del día. No quiero anticiparles nada, veamos enseguida el reportaje».
En la pantalla apareció un suntuoso edificio de mármol, iluminado por la luz del sol y rodeado por un jardín verde brillante, perfectamente cortado.
Un hombre respondía a las preguntas de un periodista, que sujetaba un micrófono: «Solo puedo decir que lo siento, hay cosas que no deberían ocurrir».
Después entrevistaban a una mujer que tenía la cara roja como un tomate y que mientras hablaba gesticulaba acaloradamente: «Es la confirmación de lo necesario que es el Infierno. Si no podemos estar seguros ni siquiera en nuestras casas, ¿qué va a ser de nosotros?».
A continuación entrevistaron a una chica. Tenía los ojos brillantes: «No sé qué decir, era amiga mía, o sea, es amiga mía…».
La chica rompió a llorar. El periodista se dirigió a la cámara. Alec se acodó en el sofá y enderezó el tronco. Cogió el mando a distancia y subió el volumen.
Ahora salía en primer plano Kronous, el primer oligarca, con traje blanco, el pelo entrecano, una sonrisa radiante en el rostro sin arrugas: «Solo quiero decir a los ciudadanos de Europa que esta condena es la confirmación de los valores en los que creemos. La ley de la Oligarquía es igual para todos, tanto en el Paraíso como en Europa. Las almas no están en venta y quien mercadea con ellas comete un crimen que se castiga con la condenación. Las bandas criminales de Europa, que la Oligarquía combate desde hace décadas, han obtenido grandes beneficios y muchos condenados del séptimo círculo han recobrado la libertad. Anton Shobert ha pagado con una de las condenas más graves su traición. Y su hija está sometida a la misma ley».
Tras estas palabras, el hombre elevó los brazos, haciendo el gesto de saludo de la Oligarquía: «La ley es igual para todos, tanto en el Paraíso como en Europa».
El reportaje concluía con las imágenes de una chica a la que detenían en una pradera. Los guardias bajaban de un helicóptero, mientras dos jeeps militares la rodeaban. Parecía un esfuerzo desmedido para un objetivo como ese. Después el encuadre subía hacia el cielo y se difuminaba en una rápida secuencia de imágenes: un río, una mano que empuña una ametralladora, una pequeña iglesia. Por último, se veía corriendo a los guardias de la Oligarquía, y de fondo se oían disparos. El reportaje resaltaba el rostro de la chica condenada.
Maj.
Alec clavó los ojos en la pantalla, incrédulo.
Se estremeció. El reportaje terminó y pusieron anuncios. Cambió de cadena para encontrar otro informativo y durante toda una hora buscó el desmentido de aquella información. Pero lo que encontró fue la confirmación.
Habían condenado a Maj al Infierno.
Salió de casa y se puso a andar sin rumbo.
No podía estarse quieto. Sentía en las piernas una electricidad que le hacía temblar la sangre de las venas. Pronto se sorprendió andando hacia la Catedral del Mar. Se detuvo en el sitio de siempre, frente a las imágenes de los condenados que durante años había mirado todas las noches. Era presa de una indignación y de una frustración que lo abrumaban, impidiéndole reflexionar, porque cada pensamiento parecía un líquido hirviente que se incendiaba al instante.
Se quedó allí hasta muy entrada la noche, buscando en las imágenes del Infierno el rostro de Maj, aunque sabía que con toda probabilidad en ese momento seguiría en la cárcel portuaria a la espera de ser embarcada. Por la pantalla pasó un gran encuadre del volcán. Parecía casi real, parecía que se elevaba allí, sobre el portal. Entró en la iglesia y se detuvo en el centro de la nave principal.
A esa hora no había nadie y el único ruido era el chisporroteo de las llamas que salía de los altavoces. Cruzó uno tras otro los altos arcos y paró delante del altar. Allí se postró de rodillas, en sus ojos se reflejaba el fuego, pero en su mente estaba grabado el rostro de Maj, con la última sonrisa que le había dirigido y que él había grabado en su memoria, guardándola como una joya preciosa.
Salió de la iglesia y fue a la escuela. El edificio quedaba a unos cientos de metros y llegó en pocos minutos. Llamó a la puerta con fuerza. Esperó unos segundos, pero nadie abrió. Siguió llamando y solo después se percató de que el edificio estaba abandonado. Algunas ventanas de la segunda planta estaban abiertas de par en par. Empujó el portal y descubrió que estaba abierto. Entró y fue por los pasillos. En el suelo había sacos de dormir apelotonados y mantas polvorientas. Había sillas volcadas, cristales rotos y manchas de sangre en las paredes. Recorrió todo el pasillo hasta una puerta de madera roja, donde una vez lo había llevado Maureen. Subió por unas escaleras. En la tercera planta, entró en una habitación pequeña y oscura de la que salían unas escaleras de caracol que conducían al refugio de la muchacha, en lo que antaño había sido una torrecilla astronómica. Ahora únicamente quedaba la cúpula de hierro oxidado. En el suelo encontró una manta, un libro, unas velas y una especie de caballete sobre el que había una taza de metal.
—¿Quién anda ahí? —dijo una voz detrás de él.
Alec se volvió y vio a un niño. No tenía más de diez años.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Alec.
—¿Y tú quién eres?
—Soy un amigo de Maureen.
El niño miró los restos de las escasas pertenencias de la chica.
—Ya no está, ya no está aquí.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué ha pasado?
—Han desalojado la escuela, se los han llevado a todos, ¿no lo sabías?
Alec meneó la cabeza.
—Hace una semana, creo, o más, no me acuerdo. Lo sabe todo el mundo, ¿tú dónde estabas? ¿Dormías?
—¿Adónde se los han llevado? ¿Dónde están?
—Unos cuantos consiguieron huir, hubo chivatazos, a otros los cogieron, a algunos los van a mandar al Infierno.
Alec salió de la escuela presa del pánico. Pasó por delante de la iglesia y vio los ríos de lava proyectados sobre el portal. Le parecía que esa lava, que esas llamas lo estaban acorralando, que le estaban cerrando todas las salidas. No había tiempo para pensar, para decidir qué era lo mejor que se podía hacer.
Atravesó el laberinto de estrechas callejuelas del barrio Gótico, donde se cruzó con un par de vagabundos que se cobijaban como mejor podían bajo una marquesina y con un grupo de chicos que habían encendido un fuego en un bidón. Siguió adentrándose por las calles de los barrios residenciales. Las altas ciudades rascacielos volvían aún más oscuras las calles. No había nadie, solo un perro callejero y dos hovercrafts de la guardia de la Oligarquía. Algunos rascacielos estaban iluminados y por las ventanas vislumbró fragmentos de vida: una mujer con un niño en brazos, un hombre que empujaba una mesa, dos chicos que fumaban.
Cuando dejó atrás también el barrio residencial ya no llovía y un tímido sol se había asomado entre las nubes. Delante de él había al menos cuatro kilómetros de ciénagas, sobre cuyas aguas se elevaban palafitos, pero también complejas construcciones de madera de hasta dos y tres plantas. A lo lejos se veía el mar. En la línea del horizonte se erguían los brazos mecánicos de la zona industrial.
Recorrió casi en línea recta los pocos kilómetros que distaban del barrio portuario y, cuando por fin llegó, estaba tan extenuado que tuvo la tentación de meterse en el primer local.
Allí se orientó fácilmente. Durante unas semanas, después de la muerte de su padre, había ido varias veces. No le resultó difícil reconocer la entrada del chalet que buscaba, la cristalera de cuadros enmarcada por el muro de ladrillos y el pequeño jardín delantero, con una higuera solitaria.
En el lado opuesto de la calle había un par de locales con luces rojas.
El portal estaba abierto. Entró. Subió las angostas escaleras que conducían a la segunda planta, donde había una puerta. Llamó.
Oyó unos pasos y el ruido del cerrojo. Luego la puerta se entornó un palmo.
—¿Quién es? —preguntó una voz.
En la penumbra del rellano Alec no conseguía ver quién hablaba.
—Marcus, soy Alec.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Soy el hijo de Federico, tu hermano, nos vimos… más o menos hace dos años.
La puerta se cerró de golpe. Alec se quedó inmóvil, a la espera, sin saber si volver a llamar. De nuevo un ruido de pasos, luego algo que caía al suelo y rodaba.
La puerta se reabrió de golpe. Marcus estaba de pie en la habitación y lo apuntaba con un fusil.
—¡Largo de aquí!