16

La despertó un fuerte viento caliente.

Luego oyó el largo sonido de una trompeta, una, dos, tres veces.

A continuación hubo una explosión que le hizo dar un respingo.

Maj abrió los ojos, pero enseguida tuvo que cerrarlos porque la luz era cegadora. Volvió a abrirlos lentamente, protegiéndose del sol con una mano. Lo primero que vio fue la bóveda del cielo, increíblemente azul.

Cerró de nuevo los ojos, sintiendo la cabeza todavía pesada.

Los abrió.

Vio el mar, una extensión azul marcada por las vetas blancas de la espuma de las olas. Corría hasta el horizonte.

Otra vez el sonido de la trompeta y una nueva explosión.

Todos sus sentidos se encendieron a un tiempo. Oyó el ruido de los motores, el aire caliente que salía de los radiadores y el viento húmedo.

De repente lo vio. El barco del Infierno.

Una larga cubierta de hierro rojo sobre la que se elevaban tres altas chimeneas que escupían humo negro al cielo. Se hallaba en un punto elevado, apoyada contra una de esas chimeneas. Había varias decenas de chicos y chicas, algunos reunidos en pequeños grupos, otros solos.

En el centro del barco había un ancho abismo oval, del que salían gritos y lamentos. Se puso de pie, reparando solo en ese momento en que había más chicos sentados a su lado.

Dio unos pasos y se asomó por una barrera protectora que rodeaba la chimenea. Debajo de ella había al menos diez hombres con uniforme rojo brillante. Desde esa posición podía también ver mejor el agujero que había en medio de la cubierta. Era como un cono invertido y de las distintas alturas salían brazos y cabezas de personas que trataban de mirar hacia arriba.

Se volvió. Sentado junto a ella, había un chico de pelo lacio. Tenía los brazos sobre las rodillas, miraba fijamente hacia el frente.

—¿Cuánto tiempo llevamos viajando? —le preguntó.

Él alzó la vista; tardó unos segundos en distinguirla bien. La escrutó con curiosidad. Ahora que la veía de pie confirmaba su primera sospecha cuando en la noche había visto llegar a una chica delgada y aturdida que los guardias habían dejado allí. Sin duda esa chica no venía de los callejones de Europa. Los guardias de la Oligarquía debían de haber hecho una redada en las ciudades rascacielos.

—Cinco horas, quizá seis —dijo y enseguida volvió a mirar hacia el frente—. ¿Te has recobrado?

—¿En qué sentido?

—Llevas dos horas delirando. Te han sedado bien.

El chico la observó de pies a cabeza y luego asintió despacio. Maj se sintió desnuda ante sus ojos. Todavía llevaba los vaqueros con los que la habían detenido en el Paraíso.

—¿Qué has hecho para acabar en el Infierno? ¿Le has robado dinero a tu abuela?

Maj no respondió.

—Eh, tú —dijo una voz detrás de ella.

Se volvió.

Había una mujer con uniforme rojo rodeada de tres hombres vestidos de la misma forma. Miraba una carpeta que sujetaba entre las manos.

—Ven con nosotros.

Dos guardias la flanquearon, invitándola a seguir a la mujer.

Maj se fijó en la carpeta: en realidad era un cristal reflectante por el que pasaban imágenes. La mujer recorrió la superficie con los dedos, haciendo que se movieran unas figuras y que aparecieran textos escritos. Luego apretó un botón de un lado y en la pantalla solo quedó un círculo rojo con cuatro rayos.

Llegaron a una sala circular a la que daban varias puertas. Entraron en una. Había una mesa, una camilla, armarios con medicamentos y un lavabo. En una esquina de la mesa había un pequeño televisor. Era muy diferente de los televisores a los que Maj estaba acostumbrada, como también las imágenes que emitía. Se veían las calles de Europa, escenas de tiroteos, cadáveres abandonados en la calle. Esa era Europa, aquel era el lugar al que habría querido huir con Alec.

La mujer se sentó detrás de la mesa y apretó de nuevo un botón de la carpeta, que se iluminó, proyectando un resplandor azul sobre su rostro.

—Maj Shobert, la hija de uno de los oligarcas —leyó.

Luego observó unos segundos a la chica, con la frente arrugada, con una expresión asombrada y casi divertida pintada en la cara.

—Échate en la camilla. Y quítate la camiseta.

Maj hizo lo que le había ordenado. Se preguntó dónde estaría su padre, adónde lo habrían llevado y por qué. Se preguntó si sabría que su hija estaba en el barco que iba rumbo al Infierno.

La mujer se levantó, se puso unos guantes de látex y se acercó lentamente a la camilla. Observó a la chica de hito en hito y asintió. Cuando vio la camiseta de Maj, sonrió. Sin duda no la había comprado en los mercados de Europa.

No se asombró de encontrar en el pecho, sobre un seno, a la altura del alma, el escudo de los ciudadanos del Paraíso.

Apoyó un dedo en el tatuaje y recorrió el contorno. No era frecuente ver uno en ese barco.

—Debes de haber montado una gorda, querida niña… —dijo la mujer, y Maj no supo discernir si en su tono había mofa o compasión—. Te aconsejo que este dibujo lo escondas bien cuando estés en el Infierno.

La mujer le miró los ojos con una pequeña linterna, luego le hizo abrir la boca con un palito de madera, le tomó la temperatura con un termómetro electrónico que le puso en la frente. Por último le dio tres pastillas amarillas.

—¿Qué son? —preguntó Maj.

—Antiinflamatorios, antibióticos y un poco de sedante.

Maj miró los comprimidos en su mano. No comprendía por qué tenían que darle medicamentos antes de mandarla al Infierno.

—No nos sirves muerta en la selva —dijo la mujer—, si no, te habríamos arrojado directamente al mar.

—¿Y cómo os sirvo? —inquirió Maj, arrepintiéndose enseguida de la pregunta, que ciertamente había sonado como una afrenta. Pero en realidad era lo único que quería saber. ¿Para qué servían los condenados del Infierno? Y si no estaban allí para morir, ¿qué probabilidades tenían de sobrevivir a su condena?

La mujer la miró perpleja. Se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y sonrió.

—Nos sirves para que demuestres a quienes están libres lo que le pasa a quien comete tu delito. Nos sirves para que muestres cuánto vale la libertad que has perdido.

Tras decir eso, le tendió un vaso de agua. Maj lo cogió y tragó las pastillas.

—Muy bien —dijo la mujer. Luego miró su ropa—. ¿Esto es todo lo que tienes?

—Sí.

La mujer arqueó las cejas, se volvió y abrió un armario. Sacó una cazadora de gruesa tela verde y la dejó en la camilla, al lado de Maj.

—Guárdala, y no la pierdas. Hace frío en la selva.

Maj cogió la cazadora, la enrolló y se la metió debajo del brazo. Iba a levantarse de la camilla cuando la mujer la detuvo con un gesto de la mano.

—Espera, no hemos terminado.

Maj se quedó desconcertada unos segundos. ¿Qué más tenían que hacerle?

—Túmbate —dijo la mujer señalando la camilla.

Maj obedeció y usó la cazadora como almohada porque no quería separarse de ella. Esa noche había sufrido el viento gélido de alta mar, a pesar del aire caliente que salía de los radiadores de cubierta y que emanaba un olor terrible a petróleo y a aceite quemado.

La puerta de la habitación se abrió y entró un hombre en bata blanca. Llevaba en la mano una pequeña caja transparente que contenía un disco de metal.

La abrió y extrajo el disco, que sujetó unos segundos suspendido encima de Maj. Ella no tenía idea de lo que era.

Tenía el tamaño de una moneda.

—Te dolerá un poco —dijo el hombre.

Empapó un trozo de algodón en alcohol y se lo frotó en el pecho, pero en cuanto vio el tatuaje con el escudo del Paraíso se detuvo. Miró a Maj a la cara y luego de nuevo el tatuaje. Por último levantó la cabeza y cruzó una mirada con la mujer, que Maj no comprendió.

—Sí, es ella —dijo.

El médico se demoró con el disco de metal en la mano. Luego observó de nuevo a Maj y meneó despacio la cabeza. Tendría unos cincuenta años, barba un poco larga y gafas con una gruesa montura negra.

—Niña, te lo puedo poner más en el centro, sobre el esternón. O en el pecho, tapando el tatuaje.

—¿Qué diferencia hay?

—Los ciudadanos del Paraíso no están precisamente bien vistos en el Infierno. Y la hija de uno de los oligarcas, como ya supondrás…

Maj miró la espada con las rosas; para ella representaba toda su vida, su familia, su madre. Pensó en los dieciséis años durante los cuales había crecido sin saber nada de la vida, del mundo real, de las injusticias ni de la miseria.

—Encima del tatuaje —dijo Maj.

El hombre asintió. Luego hizo un gesto con la cabeza a los guardias, que se acercaron y le sujetaron los brazos, mientras la mujer le introducía un trapo en la boca. Maj volvió la cabeza hacia un lado, y su mirada cayó en el televisor.

Estaban emitiendo el informativo. En una esquina de la pantalla, vio en una foto el rostro de su padre. En primer plano, la periodista leía las noticias.

«Anton Shobert, el cuarto oligarca, ha sido condenado al Infierno por alta traición a los valores de la Oligarquía. Es la primera vez que ocurre, pero ello representa el poder absoluto de la ley, su imparcialidad. Es un sacrificio necesario, ha dicho Kronous, el primer oligarca, para recordar que nadie es superior a la Oligarquía. Anton Shobert será trasladado a las cárceles de Europa, donde se procederá a su interrogatorio. Después será encarcelado en la segunda zona del noveno círculo, la reservada a los traidores a la patria».

A Maj no le dio tiempo a digerir esa noticia, porque en cuanto el reportaje terminó el médico puso el disco de metal exactamente sobre el símbolo del Paraíso.

La punzada de dolor que sintió fue aguda y repentina. Maj gritó con todo el aliento que tenía. Era como si le hubiesen volcado lava hirviente dentro del cuerpo. Mordió con fuerza el trapo y notó sangre en la boca. Vio la sangre que le chorreaba a los lados del pecho, mientras que la mujer vertía un líquido azul directamente en el disco de metal. El dolor se hizo insoportable, la opresión que sentía era tan fuerte que parecía que le partía el pecho por la mitad. Hasta que de repente ese dolor desapareció, pero fue reemplazado por otro no menos intenso, ahora que sabía que su padre había sido condenado al Infierno.

Cuando la mujer le quitó el trapo de la boca, vio que estaba manchado de sangre.

Maj permaneció inmóvil. Todavía tenía los músculos tensos y la mandíbula dolorida; su pecho, en cambio, estaba completamente anestesiado.

—Ya está —dijo la mujer—. Mírate.

Maj bajó de la camilla y se acercó al espejo de la pared. A duras penas reconoció a la chica bronceada que se preparaba para el largo verano con su chico y sus amigos, entre excursiones en barca y meriendas en el parque. Observó su pecho, el tatuaje ya no se veía.

—Llevadla a la catedral —ordenó la mujer.

Fue conducida por los guardias a través de un largo pasillo que salía de nuevo a cubierta. Esta vez delante de ella no estaban las altas chimeneas, si bien la estela de su humo negro era perfectamente visible en el cielo. Una iglesia mucho más grande que la que había visto en el barrio de los trabajadores se erguía delante de ella. Desde la cubierta podían verse los pináculos y el campanario, que se elevaba varios metros hacia el cielo, mientras que la base se hundía una decena de metros en el suelo para que los cimientos reposasen en el fondo del barco. Había muchos condenados más y también muchos guardias. Por un embarcadero colgante fueron introducidos en una de las galerías que recorrían los lados de la nave central. Los guardias se quedaron fuera de la iglesia.

En cuanto estuvo en el interior, Maj oyó el rumor de las llamas. Procedía de la pantalla que había en el ábside. Sobre una superficie de al menos diez metros por cinco se proyectaban enormes lenguas de fuego.

Alrededor de ella había cientos de condenados. Vio a una mujer de pelo rizado y rojo, con la cara hinchada y el cuello un poco hundido. También a un chiquillo que no aparentaba más de doce años, con una expresión audaz y asustada al mismo tiempo grabada en el rostro, como si el Infierno ya hubiese doblegado su voluntad. Se preguntó qué cara tendría ella en ese momento.

Las imágenes de las llamas desaparecieron. En su lugar surgió un gran bosque que crecía en las laderas del cráter infernal. De pronto se hizo el silencio y una mujer avanzó hacia el altar. Llevaba puesta una túnica negra con paramentos rojos sobre los hombros. Tenía el pelo recogido sobre la cabeza en un apretado vendaje blanco con una cruz dorada bordada sobre la frente. Llegó al atril que había en el altar y abrió un pesado libro. Luego empezó a leer.

—«Por mí se va a la ciudad doliente».

La pantalla que tenía detrás se encendió de nuevo, mientras en la nave retumbaba el largo sonido del cuerno infernal seguido por tres explosiones. Los condenados de los círculos más bajos comenzaron a gritar y sus gritos se confundieron con el chisporroteo ensordecedor de las llamas. La mujer reanudó la lectura. Su voz amplificada se sobrepuso al ruido, Maj percibió como vibraba su pecho. Unos segundos después, se hizo de nuevo el silencio.

—«Por mí se va al eterno dolor».

Su voz resonó ahora sombría como un temporal que se aleja.

—«Por mí se va con la perdida gente».

Detrás de la sacerdotisa, las llamas se disolvieron. En su lugar apareció un gran arco candente sobre el cual había una inscripción: «Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza».

Cerró el libro al tiempo que en la pantalla reaparecían las llamas. Se oyó una primera explosión, un estruendo que hizo temblar las paredes. Maj creyó desmayarse, pero, mientras aquel ruido suprimía durante unos instantes el dolor de aquellos días, sobreponiéndose a cualquier pensamiento, una imagen cobró forma en su mente. Era el rostro de su padre, de una de las últimas veces que lo había visto, antes de descubrir la verdad, cuando para ella era simplemente su padre. Sintió rabia y dolor al mismo tiempo, porque creía que el hombre risueño al que había conocido estaba muerto para ella, había quedado su máscara, la del oligarca, que pronto terminaría en el Infierno. Meneó la cabeza, quería ahuyentar ese pensamiento, necesitaba sentir otra cosa, algo verdadero, hermoso, vivo.

Pensó en Alec. Se lo imaginó sentado en el río, en el punto donde habían quedado para huir juntos del Paraíso.

Se preguntó qué habría pensado al no verla llegar, se preguntó si ya había descubierto que había sido condenada al Infierno.

Se preguntó, por último, qué estaría haciendo en ese momento y si alguna vez volvería a verlo.