15

El jardín de la mansión estaba abarrotado de gente, y Maj aún no se había decidido a salir de su habitación. Desde la ventana había entrevisto a su madre, a Marvin y a algunos amigos. Se había quedado en la habitación con la excusa de que estaba terminando de arreglarse, aunque en realidad ya estaba lista desde hacía una hora.

Llevaba un traje blanco, de seda, que le dejaba desnuda la espalda y las largas piernas. Era un vestido muy provocador, lo había comprado otra Maj, la chica que iba de compras al centro con sus amigas, no aquella que huía de casa para reunirse a escondidas con un chico.

Por fin a las doce y media se decidió a salir al jardín. Debajo de la terraza, en el césped y alrededor de la piscina habían colocado mesas de hierro forjado pintadas de blanco, sillones de mimbre, adornos florales. Camareros en uniforme azul deambulaban entre los invitados ofreciendo copas de vino y canapés.

En cuanto Marvin la vio fue a su encuentro sonriendo.

—Eh, ¿dónde te habías metido? Temía que ya no fueras a bajar.

—Me estaba arreglando.

Él la cogió de las manos y la miró satisfecho, como si fuese su criatura.

—Estás preciosa.

Maj recibió el piropo con una sonrisa esquiva.

Cruzaron del brazo la fiesta, deteniéndose a saludar a sus amigos, entreteniéndose unos instantes con los vecinos de casa, regalando generosas sonrisas.

—Mira a quién tenemos aquí.

El rostro risueño del padre de Marvin se les plantó delante.

—Buenos días —dijo Maj.

—Mi hijo y su deliciosa chica —continuó el hombre—. Una bonita fiesta, es una pena que tu padre no esté, pero el trabajo es el trabajo.

Maj permaneció impasible, procurando, sin embargo, captar cualquier mínimo matiz en su sonrisa falsa.

—Venga, salgamos de aquí —dijo Marvin.

Maj lo miró pasmada.

—Tengo que hablar contigo —prosiguió él—, pero necesito un lugar más apartado.

Marvin la cogió de la mano y se encaminó por el jardín, pasando frente al escenario, donde tocaban un violonchelista y un pianista.

—Pero ¿adónde quieres ir? —le preguntó.

Marvin pasó al lado de la caseta de las herramientas y luego bordeó el seto, hasta el pequeño bosque de melocotoneros en cuyo centro había un templete de hierro forjado en el que se enroscaba un rosal trepador rojo.

Allí nadie podía verlos. A lo lejos se oían los ruidos de la fiesta, las voces de los invitados, las notas del piano.

—Marvin, ¿qué pasa? ¿Qué hacemos aquí?

La expresión del chico se volvió repentinamente seria.

—Maj, en este último año contigo he comprendido muchas cosas —empezó él mirándola directamente a los ojos—, he comprendido que el mundo es complicado, más complicado de lo que a veces creemos, y a veces sin darnos cuenta dudamos de todo.

Marvin aspiró y miró un instante por encima del hombro de Maj, hacia los invitados. Siguiendo el movimiento de sus pupilas le pareció que estaba cruzando una mirada con alguien que había detrás. Instintivamente se volvió, pero no había nadie.

—No tenemos muchas certezas —continuó él con tono impostado—, aparte de esta vida, de la suerte que nos ha permitido vivir aquí, en el Paraíso, lejos de la violencia y de la miseria. Lejos del Infierno.

Maj sintió de pronto frío, a pesar del sol que se filtraba por los melocotoneros, reflejándose en el mosaico de espejos que decoraba el techo del templete.

—Todos formamos parte de un gran proyecto —dijo Marvin—, para que un día nuestra felicidad pueda compartirla todo el mundo. Para que un día ya no sea necesario el Infierno.

Marvin le hablaba utilizando las mismas frases, los mismos eslóganes rebuscados que había empleado su padre cuando le había revelado la verdad.

—¿Por qué me dices estas cosas?

—Porque sé que para ti estos días han sido difíciles. La agresión en la playa…

Maj no quería confirmar ni desmentir la versión de los hechos que él le estaba dando, pero sus emociones se impusieron. Una lágrima le resbaló del ojo. La detuvo enseguida, con el dorso de la mano, estropeando así el maquillaje perfecto que había tapado los arañazos del día anterior.

Marvin pareció no darse cuenta, o, en cualquier caso, no prestarle atención.

Se puso de rodillas, le cogió la mano.

—Te amo, Maj.

Lo miró atónita. Miró su sonrisa, sus ojos brillantes. Pensó en cuánto había deseado ese momento, en cuánto había hablado sobre él con sus amigas que ya tenían novio. Después habían cambiado muchas cosas, pero igualmente Maj sintió una punzada de nostalgia.

—Podemos tener nuestra vida —dijo Marvin—, una casa en este bloque del Paraíso…

Marvin dejó en suspenso esa frase, abarcando con su mirada todo cuanto lo rodeaba. Sin embargo, siguiendo sus ojos, Maj solo vio el alto seto que delimitaba el jardín.

—Para siempre —dijo Marvin.

A Maj le pareció que volvía atrás en el tiempo, que borraba las dos últimas semanas en un instante.

—¿Quieres ser mi novia?

El pasado volvía a llamar a su puerta, le estaba ofreciendo una rendija, le estaba diciendo que el Paraíso, si lo quería, seguiría siendo su casa.

A las seis y media de la tarde Alec se encontraba en el claro del río, en el punto donde habían quedado. Con él estaba Milo, que lo miraba con gesto preocupado.

—Hago esto solo por la amistad que me unía a tu padre —le dijo al tiempo que le tendía una pequeña mochila de tela azul.

Ya se lo había dicho, se lo había repetido al menos cinco veces en la última hora. Solo quería saldar su deuda; de lo contrario, nunca lo habría ayudado.

—Milo, no me queda otra salida —le explicó Alec por enésima vez.

—Abre la mochila. Dentro hay ropa un poco desgastada que no llamará la atención. Unos vaqueros, una gruesa sudadera y unas botas negras. Vestida así nadie se dará cuenta de que es una chica, y menos aún que es del Paraíso.

Alec extendió las prendas delante de sí. Estaban usadas y sucias. Olían a hierba.

—¿De dónde las has sacado? —preguntó.

—¿Eso tiene importancia?

—No.

—Entonces, cuando ella llegue harás que se ponga esta ropa y abandonarás aquí la suya. Yo me encargaré de recogerla y de quemarla. No debe quedar ningún rastro. Luego iréis al hovercraft, delante de la iglesia. La mandarás por delante a ella y tú llegarás pocos segundos después. Yo estaré con los guardias en el momento de los controles. Si el alma falsa funciona, el detector grabará la salida de otro trabajador y luego la información desaparecerá del sistema.

Alec miró el río, donde se había bañado con su hermana, el claro con la vegetación que rodeaba la charca natural, los campos cultivados un poco más allá de la orilla.

—¿Crees que nos buscarán? —preguntó Alec.

—No sé qué pasará. Si han decidido mandarte al Infierno, lo harán pronto. No puedes volver a casa. Tendrás que encontrar un sitio donde quedarte, donde esconderte.

Alec asintió gravemente. Guardó la ropa en la mochila y se levantó para dirigir una última mirada al sol, que estaba a punto de ponerse detrás de las murallas.

—No le dirás nada a mi madre, ¿verdad?

—No sé si lo que me pides forma parte de mi deuda.

—No le digas nada, por favor. Ya sabe que regreso a causa de las notificaciones. No quiero que se entere…

Las palabras se le atragantaron. Iba a decir que no quería que su madre supiese que su hijo arriesgaba la vida y que podía morir.

Milo le puso una mano en el hombro, como habría podido hacer su padre, orgulloso y afligido. Luego se volvió y subió por la pendiente hasta el otro lado del río.

Alec se quedó esperando solo. Ya faltaban quince minutos para las siete. Pero no esperaba que Maj llegase puntual. Le pareció oír un ruido, aunque luego reparó en que provenía del cielo, era una especie de silbido acompañado por un sonido intermitente que se apagó poco después.

Alec miró de nuevo la ropa que le había dado Milo. Pensó que era demasiado grande para Maj, pero de todas formas valdría. En Europa le encontraría ropa nueva. Le pediría ayuda a Maureen, es más, quizá precisamente Maureen podría encontrarles un sitio en la escuela ocupada; al menos para los primeros días.

A medida que el sol bajaba, las sombras de los árboles se iban alargando por la pendiente, hacia las murallas que rodeaban el barrio de los trabajadores.

Era por allí por donde Alec contaba con ver aparecer a Maj en cualquier momento.

A las siete y diez, sin embargo, aún no había llegado. Alec se ordenó a sí mismo no preocuparse. En el fondo podía haber tenido mil contratiempos, mil motivos para retrasarse. Lo importante era que llegase antes de las ocho, cuando partía el hovercraft.

A las siete y media Alec subió la pendiente, desde donde alcanzaba a ver a lo lejos los campos de girasoles al otro lado del barrio de los trabajadores. Desde allí llegaría Maj. Trató de aguzar la vista por si detectaba algún movimiento, pero no había nada.

A las ocho menos cuarto estaba en el río, en el punto donde atravesaba las murallas. Era el sitio en el que se habían besado por primera vez, pero las emociones de aquel momento ahora estaban enterradas por el miedo. Faltaban quince minutos. A lo mejor, corriendo conseguían llegar a la plaza de la iglesia en cinco minutos, o en cuatro. Pero eso significaba que les quedaban apenas diez minutos. Si Maj no llegaba, tendría que marcharse solo.

La fiesta tocaba a su fin. Los últimos invitados empezaban ya a marcharse. Quedaban en el jardín las mesas decoradas, los templetes y los floreros.

—Estoy contento —le dijo Marvin a Maj. Se estaban despidiendo delante de la puerta de la mansión, debajo de la columnata.

—Yo también estoy contenta —respondió ella, dirigiéndole una sonrisa radiante.

Él le dio un beso en la frente, luego se volvió y alcanzó a su padre, que lo esperaba al lado de la verja.

Maj lo miró y advirtió el peso de sus ojos recelosos.

—Y bien, ¿cómo ha ido?

Maj se giró. Era su madre.

—Creo que bien, ¿no?

—Sí, sí, yo también lo creo. —Tenía la cara cansada, triste—. Lamento que tu padre no haya podido llegar a tiempo.

—Claro —dijo Maj.

Habría querido confesarle sus pensamientos, sus miedos, sus deseos. Habría querido que fuese su cómplice y no la de su padre.

La mujer se sentó en el escalón de la entrada de la mansión. Ya no había nadie en el jardín, pero aun así a Maj le pareció inusual aquel comportamiento.

—¿Todo bien, mamá?

—Por supuesto, por supuesto —dijo ella—, creo que todo ha salido bien; eso sí, hacía demasiado calor.

Maj se sentó a su lado.

—Marvin me ha pedido formalmente que sea su novia.

Su madre se volvió de golpe, su rostro se iluminó.

—¿En serio? ¡Pero es una noticia maravillosa! ¿Y cuándo? ¿Quién lo sabe?

—Nadie. Me lo ha pedido antes.

—Bien, pero ¿tú le has dicho…?

—Que sí, claro —respondió Maj y sonrió. Sintió que sus ojos brillantes se estaban llenando de lágrimas.

Su madre se percató y la abrazó.

—Mi niña —dijo hundiendo su rostro en los cabellos de su hija—. Estoy muy contenta. No veo la hora de que papá regrese para contárselo.

Maj miró el cielo, todavía luminoso. Eran las seis de la tarde.

—Mamá, me voy a mi cuarto, estoy cansada.

—Por supuesto, cariño, ve a descansar.

Maj entró en la casa. Subió despacio las escaleras mientras sentía el pecho hirviente y trataba de contener los sollozos. Tessa le cerró el paso de improviso.

—¿Todo bien, señorita? —le preguntó.

Maj transformó rápidamente su expresión triste en una sonrisa, pero no estaba en absoluto segura del resultado.

—Estoy muerta de cansancio —dijo de un tirón.

Tessa juntó las manos y sonrió.

Una vez en su habitación, Maj se tumbó en la cama, hundiendo la cabeza en la almohada para atenuar el llanto. Se quedó así unos minutos. Luego se levantó y se puso delante del espejo. Se quitó el elegante traje. Observó los arañazos en las piernas y los brazos, la huella de su primera huida. Los había disimulado todo lo que había podido con un poco de maquillaje, pero ahora le parecían vivos y evidentes como luces encendidas en la oscuridad. Abrió un cajón, cogió unos vaqueros y una camiseta y se los puso. Luego sacó el macuto del instituto de debajo del escritorio, vació los libros sobre la cama y guardó una botella de agua, una toalla, tres camisetas, ropa interior limpia y unas deportivas. No cabían más cosas, y además no tenía idea de lo que iba a necesitar realmente. Del segundo cajón del escritorio cogió el sobre con las almas que había encontrado en el libro, las volcó en una bolsita de seda donde guardaba los pendientes de plata que su padre le había regalado el año anterior.

Luego salió de la habitación y cerró la puerta con llave, que dejó en un florero de la entrada.

Un minuto después estaba caminando por la avenida que llevaba al parque, con la mirada gacha.

A las seis y media cruzó el primer puesto de control del barrio, dijo que le anotaran tres horas, el tiempo de un paseo. El guardia observó la pantalla y sonrió.

—Buen paseo —le dijo—, y feliz cumpleaños.

Maj recibió las felicitaciones con una sonrisa y siguió su camino. Vio a lo lejos a un par de chicos que hacían jogging y luego, cerca de una glorieta en la que había un coche aparcado, a una pareja con un niño de dos o tres años que daba patadas a un balón. Parecía feliz, como sus padres. Pero ¿qué era entonces la felicidad?, se preguntó. ¿Podía ser realmente solo una sensación? ¿O, en el peor de los casos, la suma de varias sensaciones, por falsas, hipócritas e injustas que pudieran ser?

Dejó atrás el parque y siguió por el camino todavía medio kilómetro más, antes de adentrarse en el prado de girasoles. Allí la hierba era alta, y había bastantes zarzas y matorrales. Por fin vio aparecer el muro detrás de una fila de árboles que lo camuflaban.

Miró la hora. Las siete menos cuarto.

De pronto oyó un ruido en el cielo. Era una especie de silbido lejano acompañado por un sonido intermitente. Al principio no le prestó atención, luego elevó los ojos y vio un helicóptero. No sabía de dónde había salido. Instintivamente se tiró al suelo, tratando de esconderse debajo de un matorral. Se quedó allí, tumbada, inmóvil, mientras el ruido de las hélices se hacía ya más fuerte, ya más débil. Pasados unos minutos, el helicóptero se alejó. Maj se incorporó y llegó corriendo al muro que la separaba del barrio de los trabajadores. Lo recorrió hasta el punto en que se cortaba frente al río. Allí, sin embargo, oyó de nuevo el silbido, seguido por el sonido martilleante. Se volvió y vio que ahora había dos helicópteros. Eran pequeños y blancos, y permanecían inmóviles a pocos metros del suelo, en medio del campo de girasoles. De nuevo se tiró al suelo y llegó arrastrándose al tronco de uno de los árboles que bordeaban el muro. Vio que en medio del prado había tres guardias. Luego, más lejos, hacia el camino, un coche. ¿Qué estaban haciendo? ¿Por qué estaban allí? Decidió actuar deprisa. Se puso de pie y saltó al río, pero por la precipitación resbaló y el macuto se le cayó al agua. Lo recogió y cruzó rápidamente el muro. No bien estuvo en el otro lado lanzó un suspiro de alivio, lo había conseguido. Se sentó a la sombra, oculta por un matorral, durante casi un cuarto de hora. A lo sumo, llegaría tarde, pero aún no eran las siete. De todas formas, llegaría a tiempo para coger el hovercraft.

El ruido de las hélices de los helicópteros disminuyó hasta desaparecer del todo. Maj se levantó y se encaminó por la pendiente, hacia el claro. Solo en ese momento, cuatro guardias salieron de los matorrales.

Maj empezó a correr. Se metió por el bosque que ascendía por la colina, corrió sin fijarse en los matorrales que le arañaban las piernas y los brazos. Solo tenía que llegar al claro, faltaba poquísimo. Cayó al suelo y se levantó, mientras el ruido de las hélices de los helicópteros de nuevo resonaba en el cielo. Se volvió para ver dónde estaban, pero perdió el equilibrio una vez más y acabó otra vez en el suelo. Ahora no podía moverse, porque un guardia le cerraba el paso, apuntándola con una ametralladora. Otro se apresuró a recoger su macuto, mientras dos jeeps la alumbraban con las luces largas y los helicópteros se habían detenido encima de ella. El guardia vació el macuto, luego recogió la bolsita de seda. La abrió y puso los ojos en blanco. Se la enseñó al compañero que llevaba la metralleta. Sus miradas parecían mezclar estupor y compasión. Maj trató de incorporarse, pero el guardia meneó la cabeza y ella se detuvo. Sintió un estremecimiento. Luego la cabeza empezó a darle vueltas y todo se volvió negro. Lo último que vio fue un puntito rojo que resplandecía en la barriga de uno de los helicópteros. La última persona en la que pensó fue Alec, que la estaba esperando allí cerca. Lo último que resonó en su cabeza procedía de un recuerdo reciente.

«Hace falta un sacrificio».