14

Alec estaba pasando su día libre con su hermana en una ancha charca del río que corría entre los campos del barrio de los trabajadores. Esa mañana le habían comunicado que tenía que regresar a Europa porque sus características ya no cumplían con los requisitos para el trabajo en el Paraíso. Todavía no se lo había dicho a su madre.

—No debes preocuparte. Solo vuelvo un poco antes que vosotras.

Sentada en una roca, Beth lo escuchaba, y Alec pensó que en ese momento era una suerte que ella no hablase.

—En serio, voy a casa, compruebo que todo esté bien, y además tengo ganas de ver a Maureen.

Beth lo miró con cara de no creer lo que estaba diciendo.

—No debes estar triste —insistió Alec—, pero tampoco feliz: debes estar mmm.

Beth alzó la vista hacia él.

—Nuestra palabra, ¿no te acuerdas? Si no tienes hambre, sed ni dolores, y tus amigos y parientes están bien, quiere decir que estás mmm.

La niña se encogió apenas de hombros, y Alec comprendió que no iba a convencerla fácilmente.

—No estás mmm, ¿verdad?

—No —dijo Beth.

La palabra sonó como un suspiro.

Alec se volvió de golpe hacia su hermana para estar seguro de que había oído bien. Ella tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Promete que volverás —dijo Beth. Su voz había cambiado desde la última vez que la había oído, pero seguía siendo la de una niña.

—Beth —murmuró Alec conmovido.

Beth esbozó una sonrisa, como si ella también hubiera acabado de darse cuenta de que, después de años de silencio, su boca había articulado por fin un sonido.

—Hablo —dijo.

Alec habría querido preguntarle mil cosas. Todas las preguntas que había acumulado desde la muerte de su padre se le agolpaban ahora en la mente.

Las lágrimas le surcaban las mejillas, y abrazó a su hermana. Permanecieron así casi un minuto, unidos en lo que repentinamente se había convertido en un adiós y un nuevo encuentro.

Luego Beth cogió su mochila de tela y extrajo una pequeña carpeta. Dentro había un bloc de folios que Alec le había comprado unos meses antes y que estaba convencido de que ella nunca había usado. Se lo tendió a su hermano, abierto por la primera página. Había un dibujo de un bosque, una pradera, una puerta. Alec pasó la página y apareció un río, un claro entre los árboles con un cubo de metal en medio. Hojeó las siguientes, en las que vio dibujos más raros y complejos: un río de lava, una caverna cuadrada en la que había una mesa con animales muertos, luego un lago, una barca.

—¿Qué son? —preguntó Alec.

—Son los dibujos del libro. Todos.

Alec los volvió a mirar y tuvo la impresión de hojear el libro de su padre.

—Llévatelo contigo —dijo Beth.

Alec la miró. Luego cerró el bloc y lo guardó en la carpeta. Quería hacerle una pregunta, una pregunta cuya respuesta creía conocer en parte.

—¿Por qué haces esos dibujos, Beth? —le preguntó—. ¿Por qué haces esos dibujos en la pared?

Beth sonrió entre las lágrimas, y a Alec le pareció una expresión adulta, como si el don de la palabra la hubiese hecho crecer varios años en pocos segundos.

—Papá hacía esos dibujos.

Alec la miró y asintió, perdiéndose un instante en el recuerdo de su padre, sentado al lado de la chimenea con el libro en la mano.

Alec pensó en aquel volumen, del que su padre sacaba las historias que les contaba cuando eran pequeños. Alec comprendió que con esas imágenes Beth había protegido su casa, había pintado a su padre alrededor de ellos, transformándolo en ladrillos y cemento.

—¿Nos bañamos? —le preguntó un momento después.

Beth asintió con un gesto de la cabeza. Solo después añadió la palabra que Alec estaba esperando.

—Sí.

Beth se lanzó primero y buceó varios metros antes de salir a la superficie. Alec estaba a punto de alcanzarla cuando oyó un ruido. Al principio pensó en un animal, quizá una ardilla, había bastantes en el bosque. Luego oyó pasos, un crujido.

Maj le dijo al guardia del puesto de control de la frontera meridional del barrio que iba a estar fuera todo el día y que su chico se reuniría con ella para comer en el parque. Era un día muy soleado, y no había objeciones para un plan así. El guardia pasó el detector electrónico por su alma y anotó diez horas.

Eran las nueve de la mañana. Debía estar de vuelta en casa a las siete de la tarde. En cuanto cruzó el puesto de control, Maj experimentó una sensación placentera que no sabía definir. Se sentía impulsada por un deseo extraño, era algo que jamás había experimentado. Le parecía que acababa de adentrarse en un sendero empinado, en medio del bosque, de la oscuridad. Sin embargo, conocía aquel camino, era el mismo que había recorrido varias veces con Marvin y sus amigos.

Bordeó primero las verjas de las últimas casas, luego siguió por el camino que se adentraba en el parque, a cuyos lados había numerosas glorietas. A esa hora no había nadie, y quizá era eso lo que le provocaba otra sensación rara. Alguna vez se había quedado sola, pero en casa, en su jardín o en su habitación. En cambio, cuando salía, siempre iba acompañada. Se volvió hacia las mansiones que estaban desapareciendo detrás de una hilera de árboles. Luego miró hacia el frente. El camino proseguía, pero ya no había más glorietas donde detenerse.

Paró.

Respiró.

Sentía un peso en el pecho, una piedra que le aplastaba la caja torácica y que no se podía quitar.

El aire le abrasaba los pulmones, y un escalofrío le recorrió la espalda. Elevó la cabeza y durante un instante observó el cielo azul y despejado. Le pareció verse desde fuera, desde arriba, se imaginó su perfil como un pequeño peón en la enorme esfera del mundo y rodeado por un espacio infinito.

Tuvo miedo de esas imágenes, le suscitaban emociones nunca experimentadas.

Empezó a correr, sintiendo que la energía se desprendía de su cuerpo, sintiendo el sudor, el calor, los músculos tensos y el roce de los pies al pisar el suelo. Luego dejó el camino y siguió corriendo por la hierba alta y los matorrales, arañada por las ramas y por las espinas.

Un primer sollozo le sacudió el pecho, no lo reconoció enseguida como el principio del llanto. No se detuvo mientras las lágrimas le surcaban el rostro y le nublaban la vista. Tropezó y cayó al suelo, chocando contra una zarza. Se levantó al momento y continuó corriendo, le parecía sentir que el mundo se deslizaba bajo sus pies.

Solo se detuvo delante de la tapia del barrio de los trabajadores. Anduvo hasta un arco por donde el río cruzaba la tapia. Sin descalzarse entró en el agua y rodeó con facilidad la tapia. Subió por la colina, tratando mientras tanto de recobrar el aliento, de respirar normalmente. Se sentía ligera y frágil, como si en ese momento un golpe de viento hubiera podido levantarla del suelo y disgregarla en el cielo. Solo el escozor en las piernas y en los brazos la anclaba al suelo, a un dolor que no conocía bien, pero que hacía que se sintiera viva, real.

Alec la vio aparecer detrás de un matorral, con una expresión nueva en el rostro arañado y surcado de lágrimas. Se apresuró a ir a su encuentro, justo a tiempo para sostenerla cuando ella se abandonó a su abrazo.

—Maj, ¿qué ha pasado?

Ella lloraba, no conseguía responder. Estrechaba un bolso entre las manos.

—Cálmate, Maj, y cuéntame qué ha pasado.

Ella empezó a hablar, se lo contó todo: que se habían llevado a su padre, la conversación que había escuchado a escondidas, las palabras del padre de Marvin, los peligros que también él corría.

—Ven, es mejor que te laves las heridas.

La cogió de la mano y la condujo a la orilla del río.

—Aquí pueden encontrarnos —dijo Maj—, no deben verte conmigo…

—Nadie remonta el río hasta aquí.

Maj miró alrededor. La vegetación creaba una gruta natural que filtraba los rayos del sol. Parecían columnas de luz colocadas adrede para elevar las copas de los árboles.

Alec examinó las piernas de Maj, estaban completamente arañadas. En el tobillo tenía una marca roja. La camiseta que llevaba estaba rasgada en varios lados y manchada de hierba.

—Está pasando algo malo. Saben lo nuestro, saben que he venido aquí, puede que nos hayan visto.

—¿Quién nos ha visto?

—He oído a mi padre hablar con dos personas, un hombre y una mujer.

Alec, de pie en la orilla, la observó preocupado.

—Vuelvo a Europa —le dijo.

Maj alzó los ojos hacia él.

—Lo sé. Por eso estoy aquí. Ellos también saben lo de algunos de tus… robos en la tienda de comestibles, lo de los proyectiles que compraste… Yo ni siquiera sé qué significa. Pero dijeron que pueden mandarte al Infierno cuando quieran.

En ese momento, Beth surgió del agua detrás de ellos. Los observó en silencio.

—Todo está bien —la tranquilizó Alec, pero Beth no tenía aspecto de creerle.

Maj bajó la cabeza, y una lágrima le resbaló por la mejilla y acabó en el agua.

—¿Estás segura de que se han llevado a tu padre? —le preguntó bajando la voz—. ¿Estás segura de lo que has oído?

—No estoy segura de nada… él tenía miedo de algo, hablaba de un sacrificio…

Alec miró su rostro, recordó cómo la primera vez le había parecido una hoja en blanco y se dijo que en cambio ahora eran visibles los primeros trazos de tinta, como si solo en ese momento hubiese comenzado su historia.

En sus ojos, sin embargo, Alec vio el mar hasta el horizonte, el volcán del Infierno, que siempre lo hacía pensar en la libertad.

—Tenemos que irnos.

—¿Cómo lo haremos?

—No lo sé.

—Yo tengo esto. —Maj extrajo del bolso las almas que había encontrado en el despacho de su padre. A Alec no le costó reconocer en los discos de color naranja las almas falsificadas.

—¿Cómo las has conseguido?

—Creo que mi padre me las ha querido dejar.

Alec cogió una y la miró con atención.

—Con estas podrías cruzar los puestos de control aquí, pero en el hovercraft te reconocerían. Algún trabajador te vería.

—Me taparé la cara; en el fondo, solo hay que llegar al exterior de las murallas. Luego, desde allí…

—¿Desde allí?

—No lo sé, ahora no tiene importancia —dijo tajante Maj. Después, casi arrepintiéndose, añadió—: No estás obligado a huir conmigo, pero yo no puedo seguir estando aquí.

Alec asimiló en silencio la gravedad de esas palabras y de sus pensamientos. Ese plan podía salir bien, se dijo. Con tal de tener alguna ayuda en el barrio en el momento de subir en el hovercraft que los llevaría fuera del bloque del Paraíso. Y él sabía dónde encontrar esa ayuda.