13

Esa noche Maj vio que un coche se detenía delante de la mansión. Llevaba horas tratando infructuosamente de dormir, hasta que se había levantado y se había asomado a la ventana. Soplaba un viento tibio, y el chirrido de los grillos creaba un sonido hipnótico y relajante. Miró la hora: eran las cuatro.

Una mujer bajó del coche. Se quedó de espaldas junto a la verja. Unos segundos después, Maj vio que su padre recorría el camino que conducía a la entrada principal. Intercambió unas palabras con la mujer.

El diálogo entre los dos se convirtió pronto en una discusión. Anton empezó a gesticular acaloradamente, mientras que ella permanecía impasible. Luego las puertas del coche se abrieron y bajaron dos hombres a los que Maj nunca había visto. Se acercaron lentamente, no parecían tener un aire amenazador. Anton los saludó con un gesto de la mano. Uno de los dos le habló, mientras que el otro abrió la verja.

Los dos hombres lo rodearon, uno de ellos le pasó un brazo por los hombros, al tiempo que el otro abría la puerta. Anton se volvió para desasirse, parecía que entre los dos había cierta fricción. Después el segundo hombre lo cogió por un brazo y lo empujó al interior.

Maj sintió que el corazón le estallaba en el pecho; habría querido gritar, pero solo le salió un ruido agudo sofocado por el miedo. La mujer lo oyó, se volvió hacia la mansión, y las miradas de ambas se cruzaron unos instantes. Maj se apartó inmediatamente y bajó las escaleras tal y como estaba, en pijama y descalza. Atravesó corriendo la puerta y enseguida fue por la grava hasta la verja, pero solo alcanzó a oír el motor del coche, que se alejaba. Salió a la calle y siguió corriendo hacia el lado de donde le parecía que llegaba el ruido. Las lágrimas le surcaban las mejillas ardientes, tenía los músculos tensos por la adrenalina, que le impedía sentir el dolor de los arañazos que se había hecho en los pies desnudos en el camino.

El ruido del motor del coche dejó de oírse del todo.

Maj paró y, sin aliento, cayó al suelo de rodillas. En el silencio de la calle oyó que sus sollozos rompían el canto monótono de los grillos. Se volvió hacia la derecha, luego hacia la izquierda. Dos filas idénticas de mansiones, las fachadas apenas iluminadas por las farolas de los jardines, cuya luz se confundía con las sombras azules de la luna. «Todo es falso —pensó—. Todo es una ilusión».

Un peso le oprimía el pecho como una roca.

Todo había ocurrido demasiado rápido para que pudiera comprender qué era lo que había visto en realidad. Tenía que hablar con su madre. Se incorporó y fue corriendo a casa.

—¡Mamá! ¡Despierta! —gritó precipitándose hacia la cama.

La mujer abrió los ojos de golpe.

—Oh, Dios mío, Maj, ¿qué ha pasado? ¿Por qué estás llorando?

—Papá, se han llevado a papá. Ha venido un coche, se han bajado unas personas…

Maj se dio cuenta de que era incapaz de dar una explicación sensata de lo que había visto.

—¿Qué estás diciendo, Maj? ¿De qué hablas?

—¡Estaba asomada a la ventana, no podía dormir, he visto salir a papá, había un coche, se lo han llevado!

La mujer sacudió lentamente la cabeza.

—Maj, tu padre se ha ido esta noche a Europa. Hizo la maleta anoche. Incluso se ha despedido de mí.

Maj se quedó paralizada ante la calma de su madre. Se preguntó si había interpretado mal lo que había visto. No le parecía que su padre llevara una maleta consigo. Pero la luz de las farolas de la avenida era débil, quizá no había reparado en ella.

—¡Mamá, dos hombres lo han empujado a un coche, yo no sé si tenía que irse, pero lo seguro es que esos no habían venido a recogerlo!

Entonces la mujer se puso de pie.

—Maj, cariño, ¿qué te pasa? Ya no te reconozco. Te digo que tu padre se ha ido de viaje, me he despedido de él hace poco. ¿Estás segura de que no has tenido una pesadilla?

Maj la miró sin saber qué decir. Su tranquilidad la desorientaba. Todo había ocurrido tan deprisa que a lo mejor había visto mal. De repente sintió que recuperaba la calma, pero también un dolor en los músculos de todo el cuerpo. Rompió a llorar a lágrima viva, mientras su madre la estrechaba entre sus brazos.

—Vuelve a la cama, anda.

Maj pensó que tal vez era verdad, que se lo había imaginado todo.

Fue a su habitación, vio la ventana abierta y las cortinas de seda dorada iluminadas por la luna flotando en la habitación. Cerró las contraventanas y, cuando iba a meterse en la cama, cambió de opinión, salió de la habitación y bajó las escaleras del sótano.

Entró en el despacho de su padre y cerró con llave la puerta tras de sí. Luego encendió la lamparilla del escritorio. No había nada fuera de su sitio. Ningún detalle podía hacer pensar que su padre se hubiese preparado para un viaje, pero tampoco que hubiese tenido que abandonar de improviso el despacho.

Se sentó en el gran sillón de piel.

Abrió de uno en uno los cajones del escritorio. Había varias carpetas apiladas ordenadamente. Se levantó y comenzó a mirar las paredes, dos de las cuales estaban ocupadas por una enorme librería repleta de pesados volúmenes. Maj vio los títulos en los lomos de algunos, pero estaban escritos en un idioma que no conocía. En la tercera pared había un mueble de madera oscura, con dos hojas sobre las que había tres cajones y una repisa en la que estaba la cafetera.

Abrió las hojas. Dentro no había nada.

Entonces intentó moverlo. Era pesado, pero insistiendo consiguió apartarlo de la pared unos centímetros. Detrás estaba la pared, no había ningún pasadizo interno. Sin embargo, Maj recordaba perfectamente que después de aquella conversación el hombre y la mujer habían desaparecido del despacho sin salir por la puerta.

Dio la vuelta al escritorio y repasó de nuevo los volúmenes de la librería, hasta que encontró el que su padre le había enseñado. La divina comedia, de Dante Alighieri.

«Es el origen de todo. Es el motivo por el que estamos aquí. Por qué hay un Infierno y un Paraíso».

Cogió el libro, acarició la gruesa cubierta de piel amarillenta que en algunos puntos parecía casi quemada. Lo abrió y hojeó las páginas finas, oyendo, junto con el crujido del papel, un ruido. Fue a la última página y vio que la cubierta tenía un doble fondo. Extrajo un sobre fino y lo abrió. Dentro había dos pequeños discos de color naranja de plástico transparente. En su interior había una minúscula semilla blanca incrustada, parecía un grano de arroz. Maj reconoció enseguida el alma, aunque no sabía para qué servía el disco de plástico.

Despegó el sobre del libro y se lo guardó en el bolsillo.

Luego vio que había un marcapáginas, un cordoncillo de oro, puesto cerca de la mitad del volumen. Del cordoncillo colgaba una llave fina. Trató de leer esa página, pero estaba escrita en un idioma incomprensible. Cogió la llave y se inclinó delante de la mesa de billar, ahí donde su padre había puesto en funcionamiento el mecanismo del holograma con el esquema del Infierno.

Había una cerradura. Introdujo la llave.

El libro, las almas, el holograma: Maj comprendió que su padre le había dejado un mensaje.

Una luz azul se desprendió de nuevo del techo, generando una imagen. Volvía a aparecer el volcán del Infierno, pero el dibujo parecía casi apresurado; el cono invertido con los círculos sobrepuestos estaba esbozado con un trazo nervioso. Las inscripciones que indicaban los círculos eran apenas legibles. Solo un detalle se veía bien. Del fondo del cono salía un túnel que ascendía, desembocando en lo que parecía una playa. Se le intuía únicamente porque sobre la superficie del mar había una semicircunferencia con dos árboles estilizados. La impresión era que cualquiera que hubiese hecho aquel dibujo debía de tener una enorme prisa por acabarlo. Debajo de ese túnel que desde el fondo del Infierno conducía a la playa, aparecía escrita una palabra que Maj no conocía: ESPELUNCA.