12

A Maj le resultaba imposible dejar de pensar en Alec.

Le parecía percibir su olor y el sonido de su voz en todas partes. Conseguía dar un sentido a sus días solo viviéndolos por él, preguntándose qué habría pensado él de aquel mundo centelleante, de los suntuosos edificios del centro, con su multitud de tiendas, restaurantes y locales. Todo era perfecto, cada cosa había sido proyectada para proporcionar felicidad. Y era por eso por lo que en el fondo Maj siempre había creído en su padre, porque él le había dicho que ese era su trabajo: construir rincones de perfecta felicidad.

Una noche decidió hablar con él. Bajó las escaleras del sótano y se detuvo justo delante de la puerta de su despacho. Se disponía a llamar cuando reparó en que no estaba solo. Oyó voces, de dos o tres personas.

—Hace falta un sacrificio —dijo una voz masculina.

Esas palabras despertaron enseguida la curiosidad de Maj.

—Ha salido demasiada gente y han muerto demasiados inocentes. En Europa la gente se irrita, también en Dite. Es la única forma de restablecer el orden.

Todos guardaron silencio unos segundos.

Maj oyó el crujido del escritorio en el despacho y el ruido lento de unos pasos. Alguien estaba caminando de un lado a otro. Luego oyó un ruido que no logró identificar enseguida, como si alguien hubiese volcado un cubo de bolas sobre la mesa.

—¿Cuántas son? —preguntó Anton.

—Diez.

Maj volvió a percibir el mismo ruido, esta vez más débil. Supuso que alguien estaba recogiendo lo que había volcado.

—Hace falta una condena ejemplar, la Oligarquía debe declarar que ha extirpado la corrupción del Paraíso.

—Encontraremos a alguien.

—No puede ser cualquiera, tiene que ser alguien que sea conocido en toda Europa, se necesita un mártir. Grabaremos la condena, emitiremos las imágenes en todas las catedrales, lo convertiremos en un símbolo. Pagaremos por nuestra culpa y luego pediremos cuentas.

Hubo unos segundos de silencio. Luego crujidos y pasos. Maj tuvo la impresión de que la reunión estaba terminando. Retrocedió: en el supuesto de que la vieran, fingiría que acababa de llegar. Sin embargo, la puerta del despacho no se abrió.

—Ah, me olvidaba de tu hija —dijo una voz masculina—. ¿Todo está bien?

—Claro —se apresuró a contestar Anton.

—Escucha, no quiero meterme en tus asuntos, pero sé que ha habido algún problema.

—Todo se ha arreglado.

—Mi hijo es un buen chico —continuó la voz masculina—, está haciendo todas las cosas como es debido. Maj está a punto de cumplir dieciséis años, y supongo que él querrá hacerle en breve una propuesta seria. Me gustaría saber si debo animarlo o disuadirlo.

Maj reconoció al padre de Marvin. Apenas lo conocía, pero no podía ser sino él.

—Tienes que animarlo, por supuesto —dijo Anton—. Maj está enamorada de Marvin. Solo está alterada por el percance de la playa.

—De acuerdo —cedió el otro, no demasiado convencido—. Pero ¿qué hacemos con el chico?

A través de la puerta, Maj reparó en el suspiro pesado de su padre.

—¿Quién? ¿El trabajador?

—Sí.

—Primero lo haremos volver a Europa —intervino una voz femenina—. Ya ha sido fichado varias veces por robos en la tienda de comestibles y les ha comprado proyectiles a los guardias. Podemos mandarlo al Infierno cuando queramos.

Maj volvió a las escaleras que llevaban al piso de arriba. Le faltaba el aliento; las piernas le flaqueaban. Oyó de nuevo hablar a los hombres, como si se estuvieran despidiendo. Subió unos escalones y luego, cuando la puerta del despacho se abrió, encendió la luz y volvió a bajar, para hacer creer que acababa de llegar.

—Maj, hola —la saludó su padre, en la puerta del despacho. Tenía la voz cansada y la frente arrugada, y no hacía nada por ocultarlo. Estaba solo.

—¿Cómo estás? —le preguntó ella.

—Un poco cansado. ¿Y tú? No es un gran momento, ¿verdad?

—No precisamente —dijo y le entraron ganas de llorar—. Quería… quería hablar contigo. ¿Puedo?

—Claro, ¿qué pasa?

El despacho estaba vacío. No había más entradas, o al menos ningún pasadizo visible. Sin embargo, pensó Maj, aquellas personas tenían que haber salido por algún sitio. Su padre se sentó en el gran sillón de piel; Maj, en cambio, permaneció de pie.

—Escucha, Maj, sé lo que piensas, son las mismas cosas que pensaba yo hace años, cuando tenía tu edad.

—¿En serio?

—El mundo es injusto, el Infierno es injusto, el Paraíso es injusto, la riqueza es hipócrita, no hay felicidad sin libertad.

Maj escuchó con estupor aquella frase, que sonaba, por el tono extenuado de su padre, un poco como una absurda cantilena.

—Pero la vida te acorrala y tienes que tomar decisiones, y no siempre las que querías, especialmente cuando tenías… quince o dieciséis años.

—¿Y qué decisiones habrías querido tomar tú? —le preguntó Maj.

Él sonrió. Asintió despacio, para sí, como si lejanos recuerdos le pasaran por delante de los ojos. Luego sacudió la cabeza.

—No tiene importancia. Ahora solo me importas tú…

—¿Yo? ¿De verdad?

—Sí, porque… Escucha, lo digo por tu bien, procura estar tranquila un tiempo. Sal con Marvin, diviértete, ve a tus amigos… ¿Ya no te gusta Marvin?

—¿Qué pasa si no estoy tranquila? —preguntó.

Luego se dirigió hacia la puerta del despacho.

—Espera, Maj —dijo Anton. Su voz había cambiado. Era dura, profunda, asustada.

Ella se volvió y sintió miedo.

—Escucha. —Se levantó con esfuerzo del sillón, como si tuviese un gran peso en la espalda. En su rostro cansado y tenso había aparecido una arruga.

Maj pensó en cuando era niña, en cuando él la llevaba al parque en bicicleta. Recordó los días lejanos en los que su padre le contaba historias de dragones, diablos y princesas, y comprendió que aquel lugar la había acostumbrado a borrar la memoria, a suprimir los recuerdos y las emociones.

—Toda mi vida he pensado en tu felicidad y en la de tu madre, he procurado daros lo mejor, y lo mejor era esta mansión en el Paraíso, el sueño de cualquiera, el mayor privilegio. Y aquí hemos estado bien.

Maj escuchaba sus palabras, impasible.

—Es necesario hacer concesiones para llevar esta vida. Y yo… no debería decirte estas cosas. Puede que todo vaya bien, pero, por si algo se tuerce, lo que sea… coge este libro.

El hombre se acercó a la librería que tenía detrás y sacó un pesado tomo con la cubierta de piel desgastada. Lo dejó en la mesa. Maj leyó el título de la portada: La divina comedia, de Dante Alighieri.

—¿Qué es? —preguntó.

—Es el origen de todo. Es el motivo por el que estamos aquí. Por qué hay un Infierno y un Paraíso.