11
Al día siguiente, Alec no fue a la mansión. Esa misma mañana le habían comunicado que trabajaría en los campos al este de las murallas, con lo que se quedó en el territorio de los trabajadores. Pero lo destinaron a las tareas agrícolas también los dos días siguientes.
Maj pasó esos días evitando a sus padres todo lo que podía, salvo en la cena, durante la cual se limitaba a breves y neutros cruces de palabras. En el instituto había visto a Marvin y había fingido que no había pasado nada. No resultó difícil: para él, realmente no había pasado nada.
Por la noche había visto la televisión sola, mientras su madre le organizaba la fiesta de cumpleaños, que iba a celebrarse ese domingo en su jardín, y el padre pasaba largos ratos en su despacho. La televisión hablaba de una realidad sin conflictos, mostraba pocas imágenes, siempre iguales, tontos espectáculos y juegos de entretenimiento.
Cuando Alec volvió a la mansión, Maj acababa de terminar de comer y se disponía a volver a su habitación, donde pasaba gran parte del día. Pero la presencia del chico la hizo cambiar de planes.
Decidió instalarse en la terraza, desde allí podía tener el mejor panorama del jardín. Cogió un libro, lo abrió sobre la mesa y se sirvió un vaso de zumo de frutas, para aparentar al menos que estaba haciendo algo, mientras de vez en cuando le lanzaba vistazos furtivos a Alec.
Sin embargo, él parecía ignorarla. No se había vuelto ni en una sola ocasión.
—Maj, voy al centro, necesitamos platos de porcelana. Al final he optado por la porcelana, ¿te lo había dicho?
La voz de su madre le llegó amortiguada, como si hubiese hablado desde detrás de una puerta. Solo oyó la última frase. Se volvió hacia ella y recordó que desde hacía semanas todo parecía girar alrededor de la fiesta.
—No me lo habías dicho —contestó simplemente—, o a lo mejor lo he olvidado.
—¿Tú qué haces? ¿Te quedas en casa? ¿Estás estudiando? —le preguntó al ver el libro abierto sobre la mesa.
—Sí —respondió Maj ojeando un par de páginas al azar.
Ya había empezado a preguntarse qué necesidad había de estudiar. Textos antiguos, historias lejanas, poemas y pinturas de un mundo desaparecido constituían la materia prima con la que los chicos del Paraíso formaban su cultura, sin saber nada de su presente, de la sociedad en la que vivían.
El ruido del cortacésped, que se acercaba, provocó una mueca de desagrado en el rostro sereno de la madre.
—Pero ¿cómo puedes estudiar aquí, con este ruido?
—Ahora entro, tienes razón —respondió Maj condescendiente.
Esperó unos diez minutos antes de llevar a cabo su plan. Fue corriendo a ponerse el bañador y se tumbó a tomar el sol en el borde de la piscina. Allí Alec no podría ignorarla. Se llevó consigo el libro que fingiría leer. El resultado fue que un par de veces intercambió una sonrisa con Beth, que se había sentado a la sombra del gran melocotonero.
Al cabo de una hora, decidió pasar al ataque.
Cuando vio a Alec cerca de la caseta de las herramientas, se puso de pie y fue a su encuentro. Pasó a su lado despacio y volvió ligeramente la cabeza, cruzando su mirada. Delante de él, vestida solo con un biquini, se sintió desnuda y experimentó un repentino bochorno. Alec siguió empujando el cortacésped, como si tal cosa, y Maj llegó a la puerta de la caseta de las herramientas.
Empujó la puerta de madera y entró en la penumbra.
Estaba segura de que Alec llegaría inmediatamente; en cambio, oyó que el motor se alejaba una, dos, tres veces. Al cabo de casi diez minutos, por fin apareció en la puerta de la caseta.
Ella lo miró, emocionada y enfadada al mismo tiempo. Había esperado con ansia ese momento, pero no sabía si Alec también.
—¿Me estás evitando? —le preguntó a quemarropa.
—No quería que nos vieran —respondió él. Parecía que estaba preparado para esa pregunta, y Maj se sintió tonta por haber interpretado mal su actitud.
—Te he esperado —prosiguió Maj—, mucho.
Alec aspiró profundamente, luego sonrió.
—Yo he pensado en ti —reconoció—, bastante.
—¿Has pensado en mí bastante? —preguntó ella divertida.
—Más que bastante, diría que mucho.
—Eso está mejor —dijo Maj, sintiendo una intimidad que nunca había tenido con Marvin.
Alec dio un paso hacia ella, miró su piel dorada por el sol, su perfil perfecto. Habría querido cogerle la mano, pero retrocedió. Las palabras de Milo seguían zumbándole en la cabeza.
Maj estaba perdida en sus labios, había seguido su movimiento mientras hablaba, ahora los tenía ligeramente abiertos. Alec sintió un escalofrío que le puso la piel de gallina. El sudor le chorreaba por el cuello, en la caseta de las herramientas hacía un calor sofocante. Luego colocó sus labios en los de ella, sin moverse. Ella comenzó a besarlo, lentamente, pero se sentía desfallecer.
—Estás temblando —le dijo Alec.
Su piel era sedosa, su aliento olía a flores, subrayando la distancia que había entre sus mundos.
—Lo sé.
—¿Debo parar?
—No debes parar. No pasa nada si tiemblo.
Maj abrió los ojos y miró el rostro de Alec, pegado al suyo. Sintió su sabor, la carne suave y firme. Él le puso las manos en las caderas y la atrajo hacia sí. Su deseo aumentaba, se hacía concreto, insoportable. Las manos de Alec ciñeron la espalda de Maj y la atrajo aún más hacia sí, haciendo que se juntaran los cuerpos. Él le besó las mejillas; ella reclinó la cabeza y se dejó besar el cuello. Alec vio el perfil de sus pechos bajo el tejido fino del bañador, se la imaginó desnuda delante de él, parpadeó, mientras las manos de Maj se deslizaban por debajo de su camiseta. El deseo lo consumía como un fuego que abrasa la hierba seca de un prado, y de golpe sus ojos se llenaron de las llamas del Infierno. Se soltó de sus brazos y la miró. Ella seguía con los ojos entornados, absorta, feliz.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—No quiero llevarme tu vida.
—Si acabas de darme la vida.
—Aquí puedes ser feliz, puedes tenerlo todo.
—Todo es falso, no es real.
—Pero la realidad no es este momento.
La amargura de aquellas palabras apagó la sonrisa de Maj.
—Quiero ser tan libre como tú. No quiero vivir en el Paraíso. Quiero vivir.
Alec no dijo nada, pero comprendió que había tomado una decisión, su corazón la había tomado, y quizá ni siquiera era una decisión.
—¿Cuándo volverás? —le preguntó Maj.
—No lo sé.
—¿Cuándo podremos vernos de nuevo?
—No lo sé.
—Entonces iré a buscarte.
Maj pensó que sería un sueño poder pasar un día entero con él. Alec pareció leer ese pensamiento en sus ojos.
—Llevaré a mi hermana al río, al sitio… al sitio donde estuvimos, un poco más arriba.
—¿Cuándo?
—Es peligroso, Maj.
—Tú dime cuándo.
Alec se imaginó que pasaba el día con ella, que se bañaban juntos, que la besaba de nuevo. No recordaba haber soñado ni deseado tanto algo en toda su vida. Maj sintió el deseo de formar parte de esa vida, de ir al río con él, de nadar juntos, de tomar el sol y de comer sentados en la hierba durante la puesta del sol. Quería cruzar las murallas del Paraíso con él, descubrir el mundo, contemplar el mar, donde el horizonte no está encajonado entre dos inmensas murallas de cemento.
—Dentro de tres días —dijo Alec.
—Pues dentro de tres días iré al río.
Alguien llamó a la puerta de la caseta. Se separaron de golpe y se dieron la vuelta. Beth los estaba mirando con una expresión indescifrable.
Poco después se oyeron unos pasos, alguien más se acercaba.
—Eh, ¿hay alguien? —dijo una voz. Los pasos ya estaban muy cerca—. ¿Tú qué haces aquí? —preguntó entonces la voz.
Quienquiera que fuese, pensó Alec, debía de haber visto en ese momento a Beth. El perfil de Marvin apareció al otro lado de la puerta.
—¿Estás aquí, Maj? —preguntó Marvin justo antes de encontrársela delante.
—Hola, Marvin —lo saludó ella alegremente mientras salía a su encuentro, pero no pudo impedir que él viese, detrás de ella, al trabajador.
Marvin enseguida frunció el entrecejo.
—¿Qué pasa aquí?
—No encontraba a su hermana —contestó Maj, tratando de improvisar una excusa—. Lo he ayudado, estaba preocupado. Pobrecilla, es tan pequeña… Luego ha aparecido —añadió señalando a la niña, impasible.
—Beth, ¿dónde has estado? —le preguntó Alec al tiempo que salía a su encuentro. Acto seguido la cogió de una muñeca y se volvió hacia Maj con expresión compungida—. Estoy avergonzado, señorita —le dijo con el tono más formal posible—. No quería hacerle perder tiempo. Le pido perdón también en nombre de mi hermana.
Maj pensó que aquella era una excusa perfecta y que Marvin no tendría nada que objetar. Miró a Alec, luego de nuevo a Marvin, y de repente le entró la risa. Tuvo que taparse la boca con la mano.
—Tienes que tener cuidado —le dijo Marvin a la niña—. También en el Paraíso te puedes perder.
«Es cierto», pensó Maj, eso era justo lo que le estaba pasando a ella.