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Maj observó la imagen estilizada, las altas murallas que recorrían la cumbre del cráter.

—Lo que ves arriba es el volcán, en cuyo interior está el Infierno. Tiene un diámetro de casi veinticinco kilómetros —explicó el padre—. Se llega en barco, es una isla. Aquí se deja a los condenados, a los pies de la selva. —El hombre señaló un lado del volcán. La imagen del proyector se fragmentó unos instantes por su mano—. Los círculos son como anillos concéntricos, terrazas, y en cada uno el condenado cumple el castigo que se merece, la pena del Talión, que depende de su crimen, del delito que ha cometido.

El hombre dio la vuelta a la mesa sin apartar la mirada del holograma.

Los ojos de Maj se detuvieron en algunas imágenes: en las murallas que delimitaban el cráter como un laberinto, en el trazado de un río, en las bestias monstruosas que parecían enormes perros con un solo ojo, y luego en las llamas que brotaban del suelo, en las nubes que tapaban la cumbre del volcán. Vio las palabras: Flegetonte, Dite, Limbo.

—¿Tú qué tienes que ver… qué tienes que ver con el Infierno?

Mientras le hacía esa pregunta, su padre le parecía casi pálido detrás del reflejo azul de la luz del proyector. Lo vio cansado, viejo, débil.

El hombre lanzó un profundo suspiro, como si quisiese dar de ese modo una breve y única explicación. Pero las cosas eran mucho más complicadas.

—Han pasado casi sesenta años desde que se hizo la propuesta de una cárcel de máxima seguridad. Todos los gobiernos europeos estaban de acuerdo. Las prisiones comunes estaban repletas y ya no servían para nada. Alguien empezó a decir que ya no hacía falta castigar a quien cometía un delito, había que ocuparse de los ciudadanos libres, de los que aún no habían hecho nada. Había que mostrarles a los prisioneros a ellos, con el fin de que todo el mundo supiese qué le esperaba si no respetaba la ley.

Anton apretó un botón de un mando a distancia. El mapa del Infierno desapareció.

—Pero ¿de qué servía mostrar a los encarcelados en las celdas, en sus catres? ¿Quién los iba a mirar? ¿Y para qué?

Anton apretó de nuevo un botón, y en vez del holograma del volcán apareció el de una iglesia, una imponente catedral de Europa. La imagen daba vueltas, mostrando ya la fachada, ya el tejado con las grandes naves perfectamente visibles en la planta de cruz. Por último, el ábside circular en el lado opuesto a la entrada.

—Las grandes catedrales de Europa estaban desiertas. Los curas y los sacerdotes eran una minoría sin ningún poder espiritual o político. La reputación de la iglesia estaba enfangada por escándalos financieros y sexuales.

Anton hizo una pausa, tragó saliva y bajó la cabeza. Maj se acercó al holograma y chocó contra la mesa de billar. La imagen azul tembló unos segundos.

—Había que castigar a los criminales por sus pecados. Y los ciudadanos de Europa tenían que poder ver esos castigos. Así nació el Infierno, y sus imágenes se mostrarían en las iglesias, se proyectarían en sus muros en lugar de las pinturas desconchadas, de los frescos desteñidos.

Maj pensó en lo que había visto en el barrio de los trabajadores. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda y a duras penas pudo contener las lágrimas al recordar a los dos enamorados que se habían arrojado al abismo.

—El plan funcionó. Junto con una serie de iniciativas militares que limpiaron las calles. Los delitos, los crímenes, los robos y las violaciones disminuyeron inmediatamente. Por otro lado, desde hacía años se estaban construyendo los barrios exclusivos, como el nuestro, que a partir de ese momento entraron a formar parte del proyecto Paraíso.

Anton rodeó de nuevo la mesa. Miró a su hija, cuya expresión era de decepción. Estiró un brazo para acariciarla, pero ella apartó la cabeza. Él se quedó con el brazo levantado unos segundos.

—Quince mil personas trabajan en el proyecto del Infierno. Es una máquina de absoluta perfección en términos de ingeniería. Las aguas hirvientes, el fuego y el calor del volcán, los gases que emanan del subsuelo son la materia prima, la energía que mueve la enorme máquina infernal. Luego están las criaturas infernales, los cerberos, los minotauros, que son el resultado de la experimentación y de la ingeniería genética.

El proyector hizo ver la imagen de una especie de perro enorme, con el trasero bajo, los hombros musculosos, la cabeza chata y un solo ojo en el centro de la frente.

—Hace falta un sistema de seguridad interior, para que quien cometa delitos en el Infierno agrave su condena y acabe en los círculos más bajos. Y todo eso, por supuesto, tiene que ser filmado con cámaras y montado en reportajes para emitirlos en las iglesias de todo el mundo. Para que el Infierno sirva de reprensión y de ejemplo. Para quien comete un delito, para quien aún no lo ha cometido, para quien debe decidir qué hacer con su propia vida.

Las palabras de Anton parecían ahora las de un debate político. Maj lo sentía distante y distinto del hombre que creía conocer.

—¿Qué tienes que ver tú con el Infierno? —preguntó Maj, con la voz convertida en un susurro. ¿Podía ser su padre, el hombre que le había dado la vida, también el causante de muertes como las de los dos enamorados que había visto pocas horas antes?

—Soy un oligarca de uno de los gobiernos que desde hace años impone el orden, creando nuevos barrios seguros, garantizando los controles militares, ofreciendo a todos la visión de un nuevo mundo. Pero esta seguridad, este sueño, necesita el Infierno.

Maj miró la luz del holograma que se reflejaba en el rostro de su padre. Ya no le parecía él.

—No es una especie de diversión sádica. La alternativa es aún peor. El Infierno en la tierra. Es a lo que habríamos llegado muy rápido.

—¿Qué es? ¿Un eslogan? ¿Así es como has conseguido tu puesto? ¿Con esas palabras? ¿Y con la foto de tu familia feliz…?

Maj recordó las palabras del agresor: su padre había comprado su posición vendiendo su felicidad, mostrando las fotos de su familia.

—Yo trabajo para que algún día el Infierno deje de existir. Hasta ese día, sin embargo, es preferible que quien quiera vivir de una forma normal, correcta, tenga una posibilidad.

Cuanto más hablaba, más le parecían esas frases a Maj la dura costra que encubría una verdad mayor.

—He sido agredida por tu culpa… —dijo ella, incrédula—. Ese hombre me ha reconocido, quería castigarte, la tenía tomada contigo.

—Maj, siento lo que te ha pasado, ¿qué crees? Pero soy un oligarca de Europa, mi rostro lo conocen todos los que tienen un televisor, y no solo ellos.

—Pero también nosotros tenemos televisor… —repuso Maj, aunque se interrumpió sola: su mente ya había empezado a distinguir la verdad de la mentira.

—Trata de entender. Tú vives en el Paraíso, es el sueño de todo el mundo; aquí nadie quiere conocer los dolores, las muertes, las violaciones. ¿Qué cambiaría para ti si lo supieras todo?

Para Maj eso era demasiado. Ya había oído suficiente.

—De acuerdo —se limitó a decir.

Su padre esbozó una sonrisa dulce y tranquilizadora. Era su expresión típica, pero esa vez le pareció falsa e hipócrita. El descubrimiento de la verdad se había llevado la sonrisa de su padre, y también su abrazo. Cuando la abrazó, Maj no pudo dejar de imaginarse sus manos cubiertas de la sangre de todas las personas que morían en el Infierno.

—Te prometo que no volveré a esconderte nada —le dijo mientras le apartaba los brazos y le cogía las manos—. No te había hablado de esto antes porque eras muy pequeña, por protegerte. ¿Lo entiendes?

Maj se sintió desconcertada. Sintió que había perdido todos sus puntos de referencia, que estaba presa en un mundo pequeño y falso.