9
Alec siguió con la mirada a Maj mientras esta se alejaba del territorio de los trabajadores. La sensación de los labios de la chica en los suyos permanecía viva y abrasadora.
Una vez vadeado el río, Maj dio unos pasos y se detuvo delante de un girasol. Lo miró con curiosidad.
Se volvió hacia Alec. Sus ojos se cruzaron una vez más. Ella sonrió, parecía abochornada. Él esbozó un saludo con la mano y luego la observó caminar hasta la carretera que bordeaba el parque. Maj se sentó para calzarse, luego se levantó y lanzó un último vistazo al barrio de los trabajadores. Tenía ganas de reír de pura felicidad.
Solo cuando Maj desapareció de su vista, Alec emprendió el regreso hacia su casa. Su madre y su hermana seguramente lo estaban esperando.
Pensó en el rostro de la chica cuando la había sorprendido dentro de la iglesia. Su piel era clara y tersa, no tenía ni una sola marca, ni un lunar ni un arañazo. Sus pensamientos se detuvieron en el beso que acababan de darse y le pareció que la besaba por segunda vez, tan intenso era el recuerdo.
—Oye, tú.
Una voz masculina lo sobresaltó. Alec se volvió y vio a Milo. Con un gesto de la cabeza, el hombre hizo que se acercara.
—Tú y yo teníamos que charlar un rato, ¿no?
El sol ya se había puesto detrás de las murallas de cemento. Quedaban las luces del crepúsculo y las sombras azules de los árboles en la arena.
—Llevo aquí muchos años —dijo Milo sin más preámbulos—, he visto entrar a mucha gente y a mucha salir, pero no toda la que salía iba precisamente de vuelta a sus cuchitriles en Europa.
Alec escuchó en silencio las palabras del hombre, preguntándose por qué le hablaba de eso.
—Aquí se vive bien, Alec —prosiguió—. Trabajas lo justo, comes, puedes descansar, no tienes que preocuparte de ladrones, putas ni asesinos. Quien ha proyectado este lugar quería que también los trabajadores estuvieran contentos. Si no están contentos trabajan mal, y, si trabajan mal, la gente de allá, en sus mansiones, en sus piscinas, no es feliz. ¿No estás de acuerdo?
Alec se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Tú cómo te encuentras aquí? —le preguntó Milo.
—Bien.
El hombre sonrió, quizá se esperaba esa respuesta fácil que no traslucía nada de lo que pensaba realmente.
—Yo también tuve diecisiete años e hice mis locuras, estuve a punto de acabar en el Infierno. Pero después senté la cabeza.
Su mirada se perdió un instante en los recuerdos. Luego se puso serio, y miró a Alec directamente a los ojos.
—¿Comprendes lo que digo?
—No lo sé. Creo que sí.
—Pues yo creo que no —repuso con sequedad el hombre. Su tono era ahora brusco, casi agresivo—. Pero yo voy a explicarte lo que digo, y sin rodeos. Esas chicas son bonitas, son preciosas, y a veces alguna de ellas se encapricha de un joven trabajador, de un guapete de mirada profunda. Están acostumbradas a salir con sus muñecos, chicos que han crecido en el Paraíso, que dicen sí cuando hay que decir sí y no cuando hay que decir no. Vosotros no sois más que bonitas bestias exóticas para ellas.
Alec bajó la mirada. Era evidente que ese hombre estaba enterado, quizá los había visto.
—Pero se casan con esos chicos. Tienen que casarse con ellos, porque aquí las cosas son así, tienes que elegir bien si quieres vivir bien, si quieres vivir en el Paraíso. Tienes que enamorarte de un chico del Paraíso. —Milo hizo una pausa, luego continuó—: Siempre que quieras quedarte en el Paraíso. Calibra bien tus actos. Aquí no hay segundas oportunidades para los trabajadores. Te estás exponiendo a montar un gran follón. Concéntrate en tu trabajo, no hables con los habitantes del Paraíso, cumple con tus obligaciones. Hazlo por tu madre y por tu hermana. Yo también estoy en deuda con ellas.
Alec recordó lo que Milo le había dicho la primera vez que habían hablado. Había dicho que tenía una deuda con su padre, demasiado grande para poder pagarla.
—¿Cuál es la deuda?
Milo sonrió y asintió, como si estuviese esperando esa pregunta.
—Le salvó la vida a mi hijo —dijo directamente.
Alec lo miró en silencio, quería saber más.
—¿Mi padre?
Milo asintió.
—¿De qué manera?
—Es una historia demasiado larga, y ningún sitio en el Paraíso es bastante seguro para poder contarla.
Alec miró alrededor, temiendo que alguien pudiese oírlos.
—¿Dónde está ahora tu hijo?
—En Europa, aquí no podría estar. Ahora lo sabes, y esa deuda la tengo contigo. Por eso no quiero que te arriesgues, que pongas en peligro tu vida. Te estoy mostrando un camino de salvación.
Antes de volver a casa, Alec se detuvo en la iglesia para ver las imágenes del Infierno, las mismas imágenes que deberían disuadirlo de hablar con Maj, de responderle a sus preguntas, de mirar su rostro, sus ojos, de escuchar su corazón, que palpitaba de curiosidad, ganas de vivir y de conocer. En la pared del fondo de la nave observó de nuevo el enorme volcán, y luego el mar, que se perdía en el horizonte. Y sintió una vez más ese deseo de libertad que le abrasaba el pecho. Pero ahora había además una persona que hacía latir su corazón, aunque de una forma que ni a sí mismo era capaz de confesarse.
Maj cruzó el puesto de control a las siete en punto. El guardia pasó el detector electrónico por su alma, miró la foto de la chica y la hora de regreso.
—¿Ha dado un buen paseo? —le preguntó.
—Sí, gracias.
—¿Y a pie? ¿Quiere que haga que la acompañen a casa?
—No, gracias, iré caminando.
—Bien.
A las siete y veinte entró en casa. Sus padres la estaban esperando en la entrada, la habían visto pasar por la verja. Ambos tenían cara de preocupación.
—Maj, hija, ¿dónde has estado? —empezó su madre—. Nos han contado lo que ha ocurrido en la playa. Has estado toda la tarde fuera y…
La mujer no pudo terminar la frase y abrazó a su hija con una angustia a la que ni ella ni Maj estaban acostumbradas.
—He estado con el padre de Marvin —intervino Anton—, estaba muy molesto, estas cosas no deberían pasar. Me ha dicho que después Marvin y tú os habíais separado, le asombraba que aún no te hubiese visto.
—Lo siento —dijo Maj, en ese momento tenía demasiadas cosas que ocultar como para afrontar una discusión semejante—. He estado…
—Ya sabemos dónde has estado —dijo la madre.
Maj se estremeció. ¿Cómo podían saberlo? ¿Quién podía haberla visto? Permaneció impasible, procurando no traslucir ninguna emoción.
—Le he pedido al padre de Marvin que mirase el sistema, pero que lo hiciese de manera informal, sin presentar ningún informe. Por suerte, es un amigo.
Maj pensó que si la información que tenía dependía de lo que decía el sistema a lo sumo podían conocer su hora de salida del barrio y la de regreso.
—El padre de Marvin nos ha dicho que has cruzado el puesto de control a las dos —añadió la madre, confirmando las suposiciones de Maj—, es decir, después del percance de esta mañana. Lo que no sé es qué ha hecho Marvin entretanto, porque no estaba contigo. Además, ya habíais estado en el parque, pero habéis regresado casi enseguida para ir a la playa. En las murallas de la playa está grabado que habéis entrado juntos.
Maj conocía el sistema de vigilancia, pero era quizá la primera vez que comprobaba su eficacia. Hasta entonces, por lo demás, nunca había tenido motivo de temer nada. En cambio, ahora tenía algo que ocultar, y ese sistema le parecía una despiadada máquina militar.
—¿Qué ha pasado, Maj? ¿Os habéis peleado? ¿Por eso te has marchado? Escucha, solo estamos preocupados, has estado fuera toda la tarde.
—He estado en el parque, sola, quería estar sola —respondió Maj; le pareció que aquella, a fin de cuentas, era una afirmación indiscutible. Luego, sin embargo, algo agitó sus pensamientos—. El hombre que me ha agredido te conoce —le dijo a su padre a quemarropa.
Anton se quedó inmóvil, oculto tras una expresión falsamente serena. La madre apartó la mirada. Nada se le escapó a Maj.
—Ha dicho que resistirá en el Infierno, para esperarte y matarte él mismo. —La voz de Maj era fría y monocorde—. ¿Qué quiere decir?
—No quiere decir nada —dijo el padre—. Quiere decir que has sido agredida por un loco. Esto es absurdo.
—¡Dime la verdad!
—Maj, ¿bromeas? ¿Qué quieres que te diga? Un desequilibrado dice que me quiere matar. ¿Quieres que me invente una buena razón por la que debería hacerlo?
—Tú lo has mandado al Infierno —repuso Maj con un hilo de voz.
—¡Eso no es verdad! —estalló el padre.
Maj volvió el rostro hacia su madre, quien sostuvo su mirada directa sin miedo.
—Anton —dijo la mujer—, no tienes nada que esconder, es mejor que ella sepa, es mejor que hable con nosotros.
Tras esas palabras, el marido pareció tranquilizarse.
—¿Qué me tenéis que contar? ¿Qué debo saber? —los apremió Maj.
—Sígueme.
Anton llevó a su hija al sótano de la mansión. Allí tenía su despacho. No abrió la boca hasta que no estuvieron en la amplia habitación cuadrada, en cuyo centro había una mesa de billar iluminada por luces difusas.
Maj tuvo un escalofrío de miedo. Ese sitio, donde había jugado muchas veces de niña, ahora le mostraba un lado siniestro e inquietante.
El hombre extrajo del bolsillo una pequeña llave de plata. La miró, luego la introdujo debajo de la mesa y le dio dos vueltas.
Las luces de encima del billar se apagaron. Durante unos segundos, la habitación permaneció sumida en la oscuridad.
Luego, una luz azul volvió a iluminar el sótano. Procedía del proyector montado en el techo. Un holograma en forma de cono invertido giraba lentamente. Había imágenes en movimiento e inscripciones, parecía un esquema, una especie de mapa. Arriba había dibujado un volcán con murallas que recorrían la cumbre del cráter; debajo, una sucesión de círculos concéntricos que se estrechaban hasta terminar en la punta del cono, el cual parecía reposar en el paño verde de la mesa de billar.
—Esto —dijo Anton— es el Infierno.