8

En la frontera sur del barrio residencial le pidieron que se identificara. Maj vio que la pantalla iluminaba el rostro de la guardia, que esbozó una ligera sonrisa y asintió. Luego miró la hora y alzó la vista hacia el sol, que estaba alto en el cielo. Eran las dos en punto.

—Hace mucho calor para dar un paseo a esta hora —dijo la guardia, una mujer de piel blanquísima y ojos almendrados. Maj ya la había visto un par de veces.

—Sí, pero… —repuso la muchacha pensando que tenía que dar alguna justificación— estaré poco.

—¿Cuántas horas anoto? —preguntó la mujer.

—Cinco —contestó Maj.

La mujer la miró con recelo, pero no dijo nada. Cinco horas no eran pocas.

Maj recorrió a pie la carretera que bordeaba el parque, hasta el punto en que Marvin había retrocedido. Se detuvo solo unos instantes, miró hacia atrás y enseguida continuó con paso firme.

Anduvo un kilómetro, siguiendo un tramo de carretera que no conocía, hasta que tuvo que parar al llegar a una curva que terminaba en un ensanche rodeado por un espeso seto. Había una pared de metal que desaparecía en el asfalto y que marcaba el final de la carretera. Un muro de cemento de dos metros de altura y pintado de verde dividía ambos lados de la barrera.

Por detrás de la curva apareció un hovercraft. Maj se apartó, casi escondiéndose contra el seto que bordeaba la calzada.

Una luz se encendió sobre la pared metálica, seguida por un sonido intermitente. La barrera bajó rápidamente, dejando entrever una explanada blanca y polvorienta, rodeada de pinos marítimos. Se adentraba en un bosque tras el cual Maj distinguió las altas murallas. Nunca las había visto tan de cerca. Incluso le pareció ver gente en la parte de arriba y supuso que había una pasarela para que los guardias pudieran moverse. De nuevo la luz y el sonido intermitente. La barrera comenzó a subir.

Maj entrevió a dos mujeres, vestidas con ropa sencilla, faldas y camisas anchas. Iban del brazo, como si estuviesen paseando. Al ver el hovercraft se habían echado hacia un lado para dejarlo pasar. No lejos de ellas, en el prado, tres niños jugaban a perseguirse.

La barrera subió del todo. Maj se quedó unos instantes contemplando el brillante metal. Pensó en Marvin, en cómo se había comportado en la playa, y comprendió en ese momento que él se había acostumbrado a la indiferencia, a cerrar los ojos delante de todo, a no hacerse preguntas. Pero ella no era distinta. Los trabajadores, Europa, el Infierno, nada de todo eso le había interesado nunca. Y eso porque siempre se había conformado con su felicidad. Ahora, por algún motivo, a aquel estado de seguridad, serenidad y comodidad ya ni siquiera conseguía llamarlo felicidad. Algo se había roto en su interior, liberando una energía nueva, una curiosidad que no le daba tregua, el deseo de superar los límites que le habían impuesto.

Cruzó el seto y luego fue por el borde del muro de cemento a lo largo de unos cincuenta metros, hasta un bosquecillo en el que nadie podría verla. Ahí trepó a un árbol y saltó hacia el otro lado.

Cayó en la hierba mojada.

El terreno estaba blando y fangoso debido a la acequia que corría precisamente junto al cercado. Bordeó cautelosamente el sendero de tierra apisonada.

A lo lejos atisbó entre los árboles lo que parecía el campanario de una pequeña iglesia. Entre los matorrales comenzó a aparecer alguna tienda, alguna sencilla casita de madera.

—Hola —dijo una voz detrás de ella, lo que le hizo dar un respingo. Era un niño, de no más de cinco o seis años. Tenía la cara redonda y las mejillas rojas y manchadas de tierra.

—Hola —lo saludó Maj.

—¿Quién eres?

—Soy… soy una amiga.

El niño no pareció satisfecho con aquella respuesta. Se encogió de hombros y se fue corriendo. Maj lo siguió con la mirada hasta que desapareció entre un grupo de casitas de madera dispuestas en círculo en medio de un pequeño bosque de chopos. Unas mujeres transportaban grandes cestas de mimbre, un viejo de pie bebía de una taza y escudriñaba el cielo con expresión ceñuda. Había una extraña atmósfera suspendida en aquel lugar que hacía que se sintiera extraña e invisible.

Cuando llegó a la pequeña iglesia descubrió que ni siquiera tenía el tamaño de su casa. Se detuvo frente a la fachada y a poca distancia vio otro camino, más angosto, que serpenteaba entre dos hileras de casuchas de madera y tiendas. Decididamente, allí había más movimiento. Hombres y mujeres caminaban en ambas direcciones, con la camisa remangada por encima del codo, los rostros cansados y sudados.

De pronto oyó ruido de pasos detrás de la iglesia. También voces de mujeres que se acercaban rápidamente. Maj corrió hacia el portal de madera verde, le dio un empujón y entró. Esperó conteniendo la respiración que las voces se alejaran. Solo después de unos segundos comprendió dónde se encontraba. En la pared del fondo pasaban imágenes que en un primer momento le costó descifrar.

No advirtió que en los bancos situados en la nave central varias personas observaban las mismas imágenes. Había sombras, cuerpos que se movían en la oscuridad y destellos repentinos. Hombres y mujeres que parecían fantasmas andaban cansinamente por una tierra árida, de piedras y de arena negra. Sus expresiones habían perdido los rasgos humanos, sus rostros ya no eran sino una dura corteza inexpresiva. Maj vio caer algunos al suelo, no sabía decir si muertos o sencillamente desmayados. Las imágenes se disgregaban por momentos en nubes de humo o vapor, que se teñían de amarillo o naranja cuando una llama repentina brotaba de la tierra. De vez en cuando se veía la toma aérea de un inmenso volcán en medio del mar.

Maj se sentó en un banco y se dejó envolver por aquella proyección.

Perdió el sentido del tiempo y de sí misma.

En la pantalla aparecieron un chico y una chica que se miraban cogidos de la mano. Estaban flacos, vestían harapos, tenían las caras marcadas, los ojos brillantes. Detrás de ellos, un fuego proyectaba luces y sombras sobre sus perfiles desencajados. La chica estaba herida, tenía el cuello ensangrentado, y la sangre impregnaba la camiseta mugrienta que apenas le cubría los pechos. Él abrió la boca, dijo algo, pero no se oyó nada. El vídeo no tenía sonido. La abrazó con suavidad, se veía que le preocupaba hacerle daño. Ella empezó a llorar. Luego se calmó, su expresión cambió de golpe, se volvió firme y resuelta.

Maj no se esperaba lo que iba a ocurrir, de lo contrario habría cerrado los ojos. No había visto que a los pies de los dos chicos había un abismo. Lo advirtió cuando los dos se arrojaron cogidos de la mano. Contuvo la respiración unos segundos, mientras observaba la escena ya vacía, las llamas que seguían ardiendo, iluminando la tierra árida y rocosa. Luego la imagen cambió repentinamente, mostrando a los dos chicos muertos en el suelo, uno al lado del otro.

Se elevaron unos murmullos en la iglesia. Alguien se levantó, mientras que Maj empezó a sollozar convulsivamente. Se apoyó en el banco y se arrodilló, con los ojos clavados en la pantalla. Los dos parecían todavía enlazados en un último abrazo.

Maj se tapó la cara con las manos, con la esperanza de atenuar los sollozos. ¿Qué eran esas proyecciones? ¿Qué había visto? No podía ser verdad.

—¿Qué haces aquí?

Una voz.

—No deberías estar aquí.

Maj alzó la cabeza.

—Perdona, yo… solo quería… —balbució.

Alec permaneció impasible. En la pequeña iglesia, varias personas los estaban mirando fijamente. A buen seguro, alguien se estaría preguntando quién era aquella muchacha de cara limpia, y por qué había reaccionado de esa manera al ver la muerte de dos condenados del segundo círculo del Infierno.

—Vámonos —le dijo en voz baja Alec, y luego, dado que la chica no se movía, la cogió por una muñeca.

Ella lo miró asombrada por ese contacto, por esa situación, por las miradas de los otros trabajadores que percibía sobre sí.

Una vez fuera de la iglesia, Alec no se detuvo y no fue por la calle principal, sino por un sendero que se adentraba por los matorrales. Maj tuvo que apretar el paso, las ramas, que para Alec no parecían constituir ningún obstáculo, eran para ella cortantes como alambre de espino.

Después de unos pasos, Maj tropezó.

—Ay —dejó escapar.

Alec se volvió.

—¿Todo bien?

—Me he arañado.

Alec le miró el tobillo, en el que apareció una línea roja moteada de unas gotas de sangre.

—¿Te duele?

—No, no es nada.

Los dos se miraron unos instantes.

—No deberías haber venido aquí —dijo Alec—. ¿Por qué has venido?

—Tenía que darte las gracias por lo que has hecho —respondió Maj, aunque no era toda la verdad—. ¿Conocías a ese hombre?

Alec la observó sorprendido.

—Sabía quién era. Trabajaba aquí, en los campos, había recibido una notificación. Su hermano está en el Infierno…

Aquella palabra generó un torbellino repentino de imágenes en la mente de Maj. Para ella, ahora el Infierno había adquirido dimensiones y colores concretos. ¿Qué era ese Infierno?, se preguntó. ¿Un chico y una chica con la muerte ya pintada en el rostro que deciden quitarse la vida?

Alec notó la turbación de su rostro.

—¿Nunca lo habías visto? —le preguntó.

Ella sacudió la cabeza.

—Escucha, debes regresar, no puedes quedarte aquí. Te llevaré a un sitio desde el que puedes entrar en el parque, así evitarás la carretera principal.

Reanudaron su camino. El sendero zigzagueaba entre los matorrales a lo largo de unos metros y luego ascendía por una leve pendiente. Siguieron unos minutos en silencio, hasta un punto desde el que se veía perfectamente el barrio de los trabajadores: las casitas de madera, las tiendas, la pequeña iglesia y, en el lado opuesto de aquello que parecía una aldea, los campos cultivados, donde se demoraban los últimos hombres. Maj observó aquella realidad con ojos voraces, quería retener cada imagen, porque todo era nuevo, y ella no estaba acostumbrada a las novedades.

—Vamos, es por aquí —dijo Alec mientras pasaba la cima de la pendiente y se adentraba en un bosque verde y extrañamente frondoso. Poco después, entre la vegetación, apareció un río que formaba anchas charcas y pequeñas cascadas naturales.

—Tenemos que bordear el río hasta el muro de separación con el parque. Hay un punto en el que el agua es baja, solo hay que descalzarse y cruzar hacia el otro lado.

—¿Por qué te preocupas por mí? —preguntó Maj.

Alec se encogió de hombros.

—No lo hago. Pero ¿no te da miedo que te encuentren aquí?

—¿Por qué ha dicho ese hombre que mi padre irá al Infierno?

Alec la miró sin comprender el sentido de su pregunta.

—Supongo que no siente precisamente adoración por tu padre, digamos que no es la persona más querida de Europa.

—¿Tú conoces a mi padre? —le preguntó ella asombrada.

—Perdona, es Anton Shobert, ¿verdad?

—Sí.

—Pues sí, lo conozco, sé qué ha hecho, y qué hace.

Alec no solía seguir los debates políticos por televisión, los vaivenes de los gobiernos, que cambiaban sin parar. Pero el rostro de Anton Shobert lo tenía bien grabado en su mente. En los últimos meses, había estado en el centro de las polémicas sobre las evasiones del Infierno.

—¿Y qué hace? —preguntó Maj.

Alec sacudió la cabeza, incrédulo. ¿Cómo era posible que ella no supiese nada de lo que su padre hacía en Europa?

—No os dicen nada, ¿verdad?

—¿Qué deberían decirme?

—¿No ves los informativos?

—No lo sé —respondió Maj, sintiéndose cada vez más confundida—. Tal vez no vemos la misma televisión.

—Creo francamente que no —dijo Alec—. ¿En qué trabaja tu padre?

—Es un oligarca… Construye nuevos bloques del Paraíso.

—Probablemente, también hace eso.

—¿Y qué más debería hacer?

—Oye, pregúntaselo a él. Ahora vámonos.

Alec siguió caminando, y ella lo siguió.

—¿Tú qué sabes? —preguntó Maj.

—Oye… nosotros no deberíamos hablar, estar aquí ahora, juntos, es demasiado peligroso, ya lo has visto esta mañana, y yo… debo ocuparme de mi madre y de mi hermana. Ya tengo una notificación, debo evitar que me devuelvan a casa.

Maj escuchó las palabras de Alec con sentimiento de culpa. Por su causa se exponía a otra notificación que podía impedirle en el acto o en el futuro trabajar en el Paraíso.

—Vale, vámonos —se limitó a responder.

Llegaron así al punto donde el río cruzaba las murallas.

Maj se quitó los zapatos y las medias y se acercó al borde del río. La orilla era escarpada y estaba llena de guijarros. No bien dio dos pasos estuvo a punto de perder el equilibrio y se agarró a Alec, que se había quedado a su lado. Sintió el calor, la consistencia de su piel y un nuevo aroma. No conocía esas emociones, nunca había experimentado a la vez atracción y miedo.

—¿Esta es tu vida? —preguntó Maj.

—¿Qué quieres decir?

—¿Es todo tan real?

Alec sonrió, no tenía la menor idea de a qué se refería. Aquella chica lo hacía contemplar su mundo, su vida desde fuera, y por algún motivo ella veía algo diferente que él.

—Cuéntame algo sobre ti —dijo Maj venciendo su última resistencia—, algo que pueda recordar.

—¿Qué quieres recordar?

—Dime cómo pasas el día.

—Mis días no tienen nada de especial —respondió divertido por ese interés—. Tú tendrías que contarme cómo pasas los tuyos.

—No, todos mis días son iguales.

—También los míos, ¿qué crees?

—Pues empieza tú. Luego sigo yo.

Alec reflexionó un momento. Después, para su propia sorpresa, empezó a hablar, con frases breves y tajantes, que parecían truenos de un temporal de verano.

Le contó cómo era un día de invierno en Europa, que tenía que despertarse temprano para encender el fuego; le habló de su hermana, que dibujaba en la pared de encima de la chimenea, de Maureen, con la que veía las imágenes del Infierno que se proyectaban en la Catedral del Mar. Y también le habló de la escuela ocupada, donde vivían los chicos de la calle; le dijo que había un mercado en su barrio donde él compraba la comida, y que también había un bosque que muchos consideraban sagrado, pero que en realidad era un trozo de tierra con árboles al que la gente iba a fumar nepente.

Fue cosa de pocos minutos. De pocas frases concisas que para Maj componían el principio de una constelación.

La mirada de Alec se posó en sus hombros, en sus piernas largas, en sus pies inmersos en el agua.

Maj percibió su deseo, era una ola que la arrollaba, era como una brisa cada vez más fuerte, hasta que se convierte en un viento que arranca la hierba y las raíces. Se preguntó quién era aquel chico que le abrasaba el corazón, se preguntó si era la única que experimentaba aquellas sensaciones.

El sol desapareció. Maj sintió un escalofrío y sacó un pie del río. Vio el reflejo de sus figuras en el espejo del agua, y se vio a sí misma en sus ojos. Nunca había mirado a nadie de esa manera, nunca se había dejado absorber por los ojos de un chico. Le parecía que estaba desnuda, que era vulnerable, se sentía abarcada por su mirada, como si solo con ella pudiese abrazarla. Alec se aproximó a su rostro, sintió su respiración, le pareció que rozaba sus labios pese a que ella seguía lejos y lo estaba observando. Maj le apretó la mano con fuerza, casi le hizo daño, él no correspondió al apretón, pero avanzó un paso.

Pocos centímetros los separaban. Sus labios se tocaron despacio, los de Maj estaban fríos y suaves. Cerraron los ojos y los abrieron, sintiendo que se reconocían, sintiendo que habían ido por caminos distintos, pero hacia el mismo destino.