6
El sábado siguiente, Marvin pasó a recogerla para ir al lago. Conducía un descapotable rojo fuego, con los asientos de piel blanca y todos los interiores plateados.
Maj se detuvo un instante en la verja y lo observó, sin que él reparase en ella. Tenía los pómulos ligeramente sonrosados, el pelo rizado parecía casi dorado bajo la luz del sol, y la frente amplia sugería la ausencia de toda preocupación.
Maj fue al coche, abrió la puerta y subió.
—Te he hecho esperar, perdona.
Él se encogió de hombros y sonrió.
—No pasa nada, da igual.
Arrancó y avanzó lentamente por la avenida. El ruido del motor y el zumbido del aire, que salía de las rejillas de debajo del salpicadero, le provocaron una sensación de sopor. Esa noche había dormido mal, se había despertado varias veces. Había soñado con Alec, caminaban de la mano por las calles de Europa. Él la había abrazado, como si fuese algo normal, y le había dicho: «Vete de aquí conmigo».
—Oye, hay un cambio de programa —dijo Marvin—. Todavía no han bajado las barcas, no podemos ir al lago. Podríamos ir al parque, ¿te apetece?
—De acuerdo.
Pocos minutos después, mientras recorrían la larga carretera circular que bordeaba los jardines, en la frontera meridional del barrio, Maj se dio cuenta de que no tenía ganas de ir al parque. Miró alrededor nerviosamente: más allá de las copas de los árboles se distinguían las murallas de cemento.
—¿Nos quedamos aquí? —preguntó Marvin cuando aparcaba en una de las numerosas plazas de las que salían los senderos que se adentraban en el parque.
—Vamos un poco más adelante.
—¿Por qué?
—Porque sí.
Avanzaron un par de kilómetros. A su izquierda estaba el parque, mientras que a su derecha, en lugar del barrio residencial, había un campo de hierba salpicado aquí y allá de flores solitarias, altas, con largos tallos verdes y pétalos grandes y amarillos. Maj no recordaba haber visto jamás aquellas flores. No las había semejantes en los jardines de las mansiones.
—Ya no me apetece ir al parque —dijo Maj de repente.
Marvin la miró asombrado.
—Entonces ¿qué hacemos?
—Vamos a la playa.
—¿Ahora? Pero, ya estamos aquí y… De acuerdo, venga, vamos.
Marvin se volvió, puso la marcha atrás y maniobró para poder retroceder. El coche se encaminó por la misma carretera por la que acababan de circular. El trayecto duró apenas quince minutos.
Dejaron el coche en el aparcamiento situado en la base de las primeras murallas occidentales. La frontera del oeste se componía, en efecto, de dos filas de murallas. La primera más baja, vigilada solo por guardias, sin vehículos militares, y adornada con grandes buganvillas rosa. La segunda delimitaba un trozo de plaza de un kilómetro y por ambos lados se metía en el mar, de modo que formaba una bahía artificial.
Era casi la hora de comer, y en el aparcamiento no había ni siquiera un coche. Únicamente estaba uno de los vehículos de los trabajadores, no el gran hovercraft que se utilizaba para el transporte de personas, sino una especie de pequeña furgoneta descubierta en la que había varias herramientas y sacos de tierra.
Cinco guardias vigilaban el túnel que cruzaba las murallas.
—Buenos días —los saludó una mujer, cuya piel oscura contrastaba con el blanco brillante del uniforme.
—Buenos días —dijo Marvin.
—¿Cuánto quieren estar?
Marvin se volvió hacia Maj, que se encogió de hombros.
—Media hora —respondió el chico—, tal vez una.
Marvin se acercó con el fin de que la guardia pudiese pasarle el detector electrónico por el alma implantada en el pecho.
La guardia cotejó la imagen de la pantalla con su cara. A continuación asintió.
—Anoto una hora.
Maj se acercó a su vez a la mujer.
La pantalla se iluminó nuevamente, mostrando el rostro luminoso de Maj y, debajo de la foto, la ficha con los datos.
La puerta metálica se bajó, dejando entrever al fondo del túnel el trozo azul del mar y la pequeña semicircunferencia celeste del cielo. Maj aspiró profundamente, oliendo la sal y disfrutando del viento fresco.
Al otro lado de las murallas el terreno descendía poco a poco a lo largo de un centenar de metros, entre matorrales y dunas de arena blanca. El horizonte estaba cercado por dos grandes moles de cemento que desde la orilla se extendían mar adentro.
Recorrieron la playa por la orilla. Maj estaba silenciosa, seguía mirando alrededor, tenía sensaciones encontradas. Le parecía que se hallaba en lugares que nunca había visto.
A lo mejor, pensó, es lo que pasa cuando se trata de mirar la realidad desde otro ángulo. Todo se vuelve nuevo y desconocido.
Al fondo de la playa los vehículos militares vigilaban las murallas que la cortaban transversalmente. De repente oyeron unos gritos, primero lejanos, luego cada vez más cercanos. Maj y Marvin miraron alrededor para descubrir de dónde procedían.
Entonces lo vieron.
Entre los matorrales, en medio de las dunas, alguien corría hacia ellos. Los dos chicos intercambiaron una mirada, sin saber qué hacer. Debía de tener cuarenta años, la barba oscura, descuidada, la cara enjuta, vestía una camisa blanca rasgada.
Una sirena empezó a sonar, seguida por el ruido de unos motores que se acercaban. Desde el mar estaban llegando dos grandes hovercrafts, mientras que en la playa ya había dos jeeps. Una decena de guardias había bajado de los vehículos y se había colocado en la orilla, rodeando al hombre.
Fue cosa de un instante. El desconocido dio un salto y asió a Maj por el cuello, usándola como escudo contra los guardias que lo acosaban. Le puso un cuchillo en el cuello.
—Como deis un solo paso, la mato.