5
Al pie de las altas murallas, en el barrio de los trabajadores, Alec disfrutaba de las horas de descanso junto a su hermana.
—¿Y bien, Beth? ¿Te gusta estar aquí?
Beth sonrió, lo que equivalía a una especie de asentimiento. Alec miró alrededor, el río de agua cristalina, el jardín verde y brillante, y la vegetación florida a los lados del río. A pocos metros de la orilla comenzaban los campos. Los girasoles formaban un denso seto que contrastaba con el azul intenso del cielo.
—Yo creo que se está bien, trabajamos, tenemos más comida, hay sol, y además en los días libres nos podemos bañar.
Beth se encogió de hombros y asintió débilmente.
—Por otro lado, esto es el Paraíso, ¿no? —prosiguió Alec—. Pero ¿y esa chica? La de la mansión. Vive aquí, y muy bien. Y viene y me pregunta cómo es nuestra casa, cómo es nuestro jardín… no necesito su compasión, ¿no?
La niña no se volvió. Un par de chiquillos se habían acercado a la otra orilla del río, una decena de metros más abajo, donde había una charca más grande. Uno se había tirado enseguida, mientras que el otro se había quedado en la orilla, con los pies en el agua.
—Podrías hacerte amiga de ellos —dijo Alec—. Deben de tener tu edad, los he visto en una tienda al lado de la nuestra.
Beth sacudió apenas la cabeza.
—De todos modos, el Paraíso tampoco es gran cosa —continuó Alec, a quien le habían entrado ganas de charlar. Hacía tiempo que no veía a Maureen, normalmente era con ella con quien hablaba—. A mí me gustaría más un barrio como este… pero sin murallas.
Beth lanzó un vistazo a las murallas. En la pasarela de la parte alta, se distinguía a guardias con sus brillantes uniformes militares blancos, que vigilaban la zona empuñando una metralleta.
—Creo que así serías feliz. ¿Piensas alguna vez en la felicidad? No, puede que no pienses, eres demasiado pequeña.
Alec dejó en suspenso esas palabras mientras miraba hacia el frente, hacia el río, que discurría plácido. Beth le dio un pellizco en el costado.
—Oye, ¿qué pasa? ¿Qué he dicho? ¿No eres demasiado pequeña?
Beth meneó la cabeza.
—De acuerdo —dijo Alec riendo—. Yo no sé qué es realmente la felicidad, y a lo mejor no me interesa. No, no me interesa la felicidad, yo querría algo más sencillo, no pretendo tanto.
Beth inclinó un poco la cabeza, con gesto interrogante.
—Algo así: no tienes hambre ni sed, no tienes dolores, tu familia está bien y también tus amigos. Yo me conformaría con eso, pero no creo que eso sea la felicidad. Eso lo podríamos llamar…, habría que inventar una palabra.
Alec miró a Beth y le pareció todavía más pequeña. Desde luego, no la podía ayudar.
Entonces hizo vibrar ligeramente los labios.
—Mmm. Lo ves, tú también puedes decirlo, no es una palabra.
Beth lo observó con curiosidad.
—¡Anda, que te lo he visto decir! Cuando tienes hambre, antes de comer a veces dices mmm.
Beth meneó de nuevo la cabeza, pero estaba a punto de reírse. Alec se le acercó y le hizo cosquillas. Ella se soltó y saltó al agua, metiéndose hasta las rodillas. Luego lo miró, con la boca bien cerrada.
—Mmm.
Alec sonrió.
—Bien, entonces mmm será la palabra para cuando uno no es feliz, pero tiene comida y bebida, no sufre dolores raros y tus amigos y familiares están bien. ¿Cómo te encuentras, pues? ¿Hoy estás bastante mmm?
Beth sonrió, pero no dijo nada. Alec se preguntó de qué tipo de felicidad podía disfrutar un ciudadano del Paraíso. Probablemente mmm no era la palabra adecuada para describir lo que experimentaba Maj en su fantástica mansión rodeada de amigos, comodidades y riqueza. Mientras formulaba este pensamiento se dio cuenta de que Maj ya había estado demasiado presente en su cabeza por ese día.
A la mañana siguiente, cuando se la volvió a encontrar de sopetón delante de la caseta de las herramientas, al fondo del jardín, tuvo la impresión de que nunca se habían separado.
—Tienes que hablar conmigo —dijo con sequedad Maj.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Quiero que me cuentes lo que sabes. Que me cuentes lo que sabes del mundo.
—No sé nada del mundo.
—En cualquier caso, sabes más que yo.
Alec se volvió. El rostro de la chica estaba oculto por una sombra proyectada por la luz que le llegaba por detrás.
—¿Vienes de una ciudad rascacielos? —volvió a preguntar Maj, mientras Alec seguía de pie, dándole la espalda, fingiendo que ordenaba las herramientas.
—No, vivo en una casa normal —respondió Alec instintivamente, y se arrepintió enseguida de haberle dado un dato sobre él. Así que dejó de dudar y se fue directamente hacia la puerta.
—No te dejaré salir como no hables conmigo —dijo Maj, colocándose entre él y la salida.
—Oye, no sé de qué vas, quién eres, qué quieres de mí…
—Solo quiero saber cómo es el mundo del que vienes, quiero saber si hay algo fuera de esta caja.
—Conozco gente que vendería el alma por pasar una semana en eso que tú llamas caja.
—No me lo puedes reprochar, no sé nada, no es culpa mía. Yo… no sé qué me está pasando, pero ya nada me parece real, tengo la impresión de no existir, ¿la vida se reduce a esto? —Los ojos le brillaban, la voz le temblaba: eran emociones que Maj no conocía, que no sabía definir—. Siempre he sido feliz, soy feliz. No sé qué ha cambiado, pero todo me parece inútil, tonto, vacío. Todos los días son iguales, los amigos, el instituto, y sé que todo es bonito, pero ¿de qué sirve? ¿Qué sentido tiene?
Se enjugó las lágrimas con las manos y se quedó mirando las palmas húmedas. Alec tuvo la impresión de que esa chica nunca había visto sus propias lágrimas. Él no tenía respuesta a esas preguntas, pero eran las mismas que él también se había hecho muchas veces. Cambiaban las premisas, pero los interrogantes eran idénticos: ¿qué sentido tiene todo? ¿Qué sentido tiene ser felices o estar tristes en este mundo?
—Vivo en una casa pequeña —comenzó Alec—, un poco más grande que esta caseta, en un barrio central. Trabajo en un casino.
Maj elevó ligeramente las cejas.
—¿Qué es un casino?
—Un sitio donde la gente apuesta dinero, juega para ganar, pero generalmente pierde un montón.
—Entonces ¿por qué juega?
—Porque no puede parar. Además, es un sitio donde puedes beber, encontrar mujer por dinero, cosas así.
—¿Ese es tu trabajo?
—Bueno, yo trabajaba de camarero.
—¿Y Europa cómo es? No consigo imaginármela.
¿Cómo era Europa? Nadie se lo había preguntado jamás. Quien vivía en Europa no necesitaba formular semejante pregunta. Pero quizá precisamente por eso nadie, él incluido, había intentado nunca darse una respuesta.
—Trata de imaginar… —empezó con voz insegura— que cada día temes que no vas a tener nada que comer.
Maj lo miraba, agarrándose a esas palabras, procurando colocarlas enseguida en un círculo que pudiese crear los cimientos de una imagen más amplia.
—Trata de imaginar que tienes que ir mirando hacia atrás cuando regresas a casa, por miedo a que te asalten, o imagina que un día unos hombres entran en tu casa y se llevan a tu padre, y tú ni siquiera sabes por qué, y luego tu hermana deja de hablar, y no vuelve a decir nunca ni una palabra. Bien, pues si te imaginas esas cosas, puedes comprender más o menos cómo es la vida en Europa. Al menos, la mía.
Las palabras le habían salido de la boca con una violencia que nunca había experimentado. No sabía por qué había dicho esas cosas, por qué había descrito su vida. Le parecía oír que la voz de otra persona hablaba de la miseria en que vivía. Aspiró profundamente, sintió que su propia respiración le calentaba las fosas nasales y los labios.
—¿Por qué es así? —preguntó Maj con un hilo de voz.
—¿Por qué vivimos en un mundo que da asco?
—Sí, ¿por qué?
—Yo he nacido allí. Como tú has nacido aquí. Cuestión de suerte, supongo.
—¿Cómo es el barrio de los trabajadores? Cuéntame qué hiciste ayer —dijo Maj con una insistencia que a ella misma le parecía disparatada.
Alec la miró pasmado. ¿Qué quería esa chica? ¿Qué pretendía saber, y por qué? Luego, sin embargo, vio que una nueva lágrima le surcaba una mejilla. Pensó que las lágrimas recorren los mismos caminos en los rostros de las personas. Le llegó el aroma de su respiración, que olía a flores, a agua fresca, a viento.
—¿Tú quién eres? —preguntó Maj, con voz queda. Cerró los ojos y aspiró su olor, a tierra y a cenizas. Era áspero y dulce, y al mismo tiempo evocaba sensaciones lejanas, que ella nunca había experimentado.
—Ahora tengo que irme —dijo Alec. Había oído ruido en el jardín. Se acercó a la puerta, pero Maj seguía inmóvil, de pie delante de él.
—¿Me dejas pasar? —le preguntó. El calor que emanaba su cuerpo parecía tener voluntad propia.
Ella se apartó.
Él pasó a su lado lentamente, sin dejar de mirarla, y ella sintió una emoción nueva. Apretó los puños, como si tuviera que dar consistencia a esa turbación. Miró el perfil anguloso de su mandíbula, los labios carnosos, brillantes, y los ojos oscuros. En su cara no había rastro de aquella felicidad que estaba acostumbrada a reconocer en los habitantes del Paraíso. Le puso una mano en el pecho, despacio, quería estar segura de aquello que estaba viviendo.
Él se estremeció. Observó el rostro perfecto de la chica, la piel clara e inmaculada, y sintió una energía que lo atraía y lo rechazaba.
—Tengo que irme —susurró de nuevo.
Maj aspiró otra vez. Nunca había percibido los olores de aquella manera, los olores nunca le habían hablado. Se sintió arañada por la cara del chico, por la luz que entraba en la caseta, por el sonido de sus respiraciones. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Qué eran aquellas sensaciones?
Alec la dejó atrás y se detuvo en la puerta de la caseta. Luego se volvió e hizo ademán de marcharse. Se cruzó con su mirada, esta vez iluminada por la luz del sol que atravesaba la entrada con un paralelepípedo perfecto. Sostuvo el contacto con sus pupilas, hasta percibir un ligero temblor.
—Pero no me basta —murmuró Maj.