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Durante todo el día, Maj no pensó en otra cosa que en su encuentro con el trabajador. Mientras nadaba en la piscina con sus amigos, se sentía distante. Respondía tarde a lo que decían, a sus bromas.
Aquella alegría chocaba drásticamente con el rostro tenso del chico que trabajaba a pocos metros de ellos.
—Pero ¿cuántos tiene? —le preguntó Phoebe, mientras estaban en el agua, en el borde de la piscina. Phoebe procedía de una ciudad rascacielos de Europa. Había llegado al Paraíso el año anterior.
—Creo que diecisiete.
—Es mono.
—Phoebe, ¿qué dices? —Maj la salpicó. Luego miró el cielo, estaba azul, despejado, no había una sola nube—. ¿A ti te parece justo? —le preguntó, olvidándose de especificar el objeto.
—¿Qué?
—Todo: el Paraíso, el Infierno, Europa…
—No hay nada justo ni injusto. El mundo está hecho así.
—Sí, pero ¿quién lo ha decidido? Esta piscina no ha aparecido aquí sola.
—Claro que no, la pusieron aquí los primeros oligarcas, cuando construyeron el Paraíso. Junto con los parques, las casas, las calles y todo lo demás.
—¿Y tú crees que eso es justo? ¿Es justo que nosotros tengamos todas estas cosas y que en Europa no tengan nada?
—Nosotros no tenemos la culpa de que ellos no tengan nada.
—Me estoy preguntando por qué los primeros oligarcas construyeron este mundo.
Phoebe resopló.
—Ay, cielo, ¿has tomado demasiado sol?
—No, anda, respóndeme.
—Pues creo que porque pensaban que hay gente buena que se merece vivir bien, que a los criminales hay que castigarlos en el Infierno y que en Europa hay mogollón de gente y que las cosas están bien así.
—Sí, claro, eso lo dirían si tuvieran cinco años.
Phoebe la miró divertida, pero también un poco ofendida por sus palabras.
—¡Maj! ¿Qué pensamientos son esos? ¿Es el efecto que te producen los abdominales marcados de ese chico?
—¡Cállate! —exclamó salpicándola más.
Entonces, Marvin se les acercó buceando y apareció delante de Maj, a pocos centímetros de su rostro. Le dio un beso y la abrazó.
—¡Este sábado bajan las barcas al lago! —empezó contento—. Podríamos pasar el día allí. O en la playa. ¿Qué dices?
Maj no respondió enseguida. Estaba distraída por el chico, que en ese momento pasaba cerca de la piscina con un cubo negro en la mano.
—Maj, ¿estás? —preguntó Marvin.
—Sí, sí. Podríamos ir al lago.
—Oíd, chicos —dijo Marvin al tiempo que se volvía hacia sus dos amigos, ya echados en las tumbonas para tomar el sol—. ¡Vamos al lago!
Uno de los dos hizo un gesto de asentimiento con la mano, mientras que el otro ya se había dormido.
Los chicos se marcharon a las siete de la tarde, poco antes de que el hovercraft pasase a recoger al trabajador y a su hermana.
Más tarde, la cena fue servida en el suntuoso templete de la tercera planta de la mansión. En el centro de una gran terraza había una mesa rodeada de sillas adornadas con cojines de encaje blanco. Los faroles, de cristal amarillo y rojo, ya estaban encendidos, a pesar de que el cielo aún era claro y de que en el aire se irradiaba el aroma de las velas a la canela colocadas en el borde de la terraza.
—¿Dónde está el barrio de los trabajadores? —preguntó de repente Maj a sus padres.
Su padre se volvió con curiosidad, mientras que su madre elevó los ojos al cielo.
—Está más al sur, pasado el parque, ¿por qué? ¿Quieres ir? —le tomó el pelo su padre.
—Pero ¿cuánto se tarda desde aquí? O sea, ¿cuánto camino tiene que hacer el hovercraft?
—¿A qué viene tanta curiosidad?
Maj miró más allá de los tejados rojos de las otras mansiones, pero solo vio la mancha verde del parque.
—Por nada, solo me parece raro no saberlo.
—Si es por eso, no sabes un montón de cosas.
—Pues no, se trata justo de eso. Ni siquiera sé qué haces en el trabajo… ¿Qué haces cuando estás fuera una semana o más? ¿Qué es lo que haces exactamente?
—Procuro que el Paraíso sea un lugar más hermoso, para nosotros y para todos aquellos que quieren entrar.
El hombre acompañó estas palabras con una caricia en la cabeza de su hija, pero ella, por algún motivo que no lograba explicarse, no se sintió en absoluto tranquilizada por aquel gesto.
—Sí, pero ¿qué haces en concreto?
—En concreto, sigo los nuevos proyectos, evaluando las zonas para las nuevas urbanizaciones.
Maj sabía que su padre era uno de los cuatro oligarcas, como el padre de Marvin, y era el jefe de la inmobiliaria que se encargaba del proyecto Paraíso, la empresa que desde hacía más de setenta años construía los nuevos barrios alrededor del Mediterráneo. Pero nunca habían hablado de eso, como tampoco habían hablado nunca de Europa, de la gente que vivía allí, del mundo que, sin embargo, su padre debía conocer.
—¿Cómo son los lugares antes de que se vuelvan…? —Maj miró alrededor, abarcando con una sola mirada las mansiones, las colinas artificiales, los suntuosos jardines y los árboles floridos y perfectamente cuidados.
—Desde luego, no son tan bonitos.
—Ya, pero ¿cómo son? ¿Vive alguien? ¿Hay mar? ¿Hay…?
—¡Ya es suficiente! —estalló la madre.
Maj la observó, tenía el rostro severo y al mismo tiempo sereno. Detrás de ella, más allá de los tejados y las colinas, el sol ya se había puesto. Solo en ese momento del día, mirando el horizonte, se podía entrever la línea gris que marcaba la frontera oriental de su bloque del Paraíso. Las murallas de cemento, que durante todo el día se confundían con el paisaje, a esa hora adquirían un leve color naranja, y su perfil contrastaba con el cielo del crepúsculo, que se había vuelto azul eléctrico.
Esa noche, en el informativo, Maj vio las típicas imágenes de Europa: las tomas aéreas de los rascacielos, las grandes autopistas que atravesaban el continente de norte a sur, y luego los barrios del oeste, hacia el océano.
Phoebe era de esa zona. Había llegado al Paraíso con sus padres y su hermano. Vivían en una mansión que quedaba a unas manzanas de la suya. Maj pensó que nunca le había preguntado nada sobre su vida anterior. Antes, en el fondo, no le interesaba, pero ahora su amiga podía responder a muchos de sus interrogantes.
Al día siguiente esperó que terminaran las clases de la mañana para hablar con ella. La siguió por los pasillos y luego la paró en la entrada de la gran campana de cristal bajo la cual estaba el patio. Dentro se encontraban los lagos artificiales cubiertos de nenúfares y los palafitos donde se servía de comer. En la superficie curva de la campana se proyectaba una reproducción de la bóveda celeste. Podían reconocerse fácilmente los principales planetas: Júpiter, Marte, Plutón, y los millares de estrellas de alrededor.
—¡Oye, Phoebe, espera!
—Hola, ¿qué tal? ¿Comes conmigo?
Maj cruzó un arco plateado debajo del cual su alma fue reconocida.
—Bienvenida, Maj —dijo una voz persuasiva mientras un escáner grababa su imagen y proyectaba el holograma en el centro de la campana.
Entre los sauces llorones había asientos de madera. Todo estaba lleno de alfombras y de cojines de colores, donde los chicos comían y charlaban en pequeños grupos.
En cambio, Maj y Phoebe se sentaron en la orilla de los laguitos cubiertos de flores.
—Quería preguntarte una cosa —dijo Maj, y vaciló unos segundos antes de continuar.
—Dime.
—Tú vienes de Europa, ¿verdad?
Phoebe se volvió.
—Claro, ¿por qué?
—Me preguntaba… ¿Cómo es?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque tengo curiosidad.
—¿Y eso? Hace un año que nos conocemos y nunca me has preguntado nada.
Maj no le explicó el motivo de ese deseo repentino. Se limitó a encogerse de hombros.
Phoebe la miró, casi divertida.
—¿Qué quieres saber? —preguntó.
—No lo sé… Cuéntame algo.
—Yo vivía en una ciudad rascacielos —empezó—, así que no puedo decir que la conozco realmente. Además, estaba en Occidente, hacia el océano, el corazón de Europa está en el centro.
—Vale… Pero, si viajas, ¿qué hay fuera?
Phoebe sonrió. Para ella, esas preguntas eran hilos que pescaban experiencias de un pasado que se había acostumbrado a olvidar, como hacían todos los que llegaban al Paraíso.
—No sé lo que hay fuera. Yo vivía en una ciudad rascacielos. Nunca sales de allí. La comida, el colegio, todo lo demás… lo tienes allí.
—De acuerdo, pero ¿qué ves si te asomas a la ventana?
—Depende, el océano, la tierra…; cuando no hay niebla, ves los otros edificios, las calles. No es que no puedas salir, no sales… sencillamente.
—¿Nunca has conocido gente que vive fuera?
—Claro que la he conocido.
—¿Y ellos qué dicen? ¿Cómo es el mundo exterior?
Phoebe vaciló unos instantes.
—Fuera es un follón. Algunos dicen que hay zonas de Europa que son peores que el Infierno.
—Yo nunca he visto el Infierno —dijo Maj.
—Aquí no lo enseñan, y es mejor así. En cambio, en Europa, lo enseñan en todas las catedrales. De niño creces con las imágenes de los delincuentes que mueren entre las llamas o devorados por las bestias. No lo echo de menos, no lo echo nada de menos.
Esa noche, antes de dormirse, Maj pensó en las murallas de cemento situadas al este de su barrio. La frontera oriental de su bloque del Paraíso. Pocos metros de cemento la separaban del resto del mundo. ¿Qué había al otro lado de esas murallas?