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En la orilla del río, un hombre y una mujer intentaban encender una fogata, pero la poca leña que habían encontrado estaba mojada. Los cartones de las raciones de comida ardían fácilmente, aunque luego los leños echaban humo sin quemarse. En el suelo yacía el cadáver de un animal grande. La imagen estaba desenfocada, porque el vapor que ascendía del río hirviente creaba una niebla densa. Una tímida llama se elevó por fin de las ramas, y el leve resplandor generado por el fuego iluminó el hocico de una criatura apostada detrás de ellos. El hocico chato como el de un mono, la piel gruesa y negra, los hombros y los brazos fornidos, y el cuerpo taurino. La bestia dio un salto y aplastó a la mujer. El hombre echó a correr, pero casi enseguida tropezó y acabó en el suelo, con las piernas en el agua hirviente. La bestia lo arrastró hasta el fuego, mostrando en el primer plano de la cámara su único e inmenso ojo en medio de la frente.
El vídeo se detuvo.
Encima de la pantalla había una inscripción luminosa que indicaba el punto del Infierno en el que se hallaban: séptimo círculo, primer recinto. Era el recinto de los homicidas. Por tanto, aquel río era el Flegetonte; y la criatura monstruosa, un minotauro.
Alec miró alrededor sorprendido de no ver los corrillos de gente que se reunían delante de la Catedral del Mar. En la pequeña iglesia del barrio de los trabajadores siempre había poca gente.
Habían pasado apenas dos semanas desde que recibieran la carta de autorización para pasar tres meses de trabajo en el Paraíso. El viaje en barco había sido largo. Habían tardado casi tres días en llegar a las costas del norte de África. El barco no había atracado, no había puertos bastante grandes en aquella área. Dos pesqueros habían acudido a recoger a los trabajadores mar adentro, de modo que la primera imagen que Alec y su familia habían tenido del Paraíso había sido del mar.
Las murallas y los edificios se elevaban justo al otro lado de un promontorio cubierto de olivos que llegaba hasta el litoral. La superficie dorada del agua enmarcaba las playas blancas, protegidas por los hovercrafts, que proyectaban resplandores rosados en el cielo. En la cumbre de las altas murallas bajo las que había bosques de robles que rodeaban el centro habitado se elevaban las enormes esculturas de los ángeles. Medían veinte metros de alto, y cada uno de ellos empuñaba una espada de acero que brillaba bajo el sol. A pocos metros de la costa, Alec y Beth distinguieron también las colinas con las grandes mansiones sobre las que trepaban las rosas, los exuberantes jardines floridos, las fuentes que reflejaban decenas de arcoíris que se entrelazaban. Alec no tenía palabras, nunca había siquiera imaginado un lugar semejante. En los anuncios que se emitían en las catedrales solo se veían casas, familias risueñas, un cielo azul que hacía pensar que un lugar como aquel resplandecía siempre el sol. Pero ver directamente el Paraíso era otra cosa. Los árboles, las viviendas y las colinas parecían cubiertos de una capa de plata.
En esos pocos días, no había hecho más que calcular las distancias infinitas entre los dos mundos: el Infierno, que observaba cada día en la iglesia, el Paraíso, que estaba descubriendo, y Europa, la ciudad en la que siempre había vivido.
—Mamá, nos tenemos que ir —dijo Alec.
Su madre seguía con los ojos clavados en la pantalla.
La mujer no respondió ni se movió, como si ni siquiera lo hubiese oído. Él le cogió la muñeca, y ella se estremeció y se volvió de golpe, como si la hubiese despertado de un sueño profundo.
—¿Va todo bien? —le preguntó.
De la expresión compungida pasó a una sonrisa apenas esbozada.
—Me pregunto dónde están las mujeres de estos hombres, las madres de estas niñas. Cómo se puede… —Las palabras le murieron en la garganta. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¿Cómo se puede soportar un dolor tan grande? Si me pasara a mí, me moriría. Si tú y Beth… no quiero ni imaginármelo. Prométeme que siempre serás bueno.
—Mamá, no creo que se trate de ser bueno…
—Prométemelo. Dime solo que Beth y tú os portaréis bien, y que tú la cuidarás siempre cuando yo no esté.
Alec se levantó del banco y se alejó lentamente por la nave central. El eco de sus pasos se atenuó a medida que avanzaba hacia la salida. El portal de la iglesia estaba abierto, y del exterior llegaba un viento tibio que olía a hierba.
Se volvió y vio la toma del volcán del Infierno y el mar que se extendía hasta el horizonte.
—Tienes sus mismos ojos —dijo alguien detrás de él.
Alec se dio la vuelta y vio a un hombre al que no conocía. Tenía unos sesenta años, el pelo canoso y tripa, un detalle sin duda inusual entre los habitantes de Europa, pero no tratándose de alguien que vivía establemente en el Paraíso, aunque como trabajador.
—¿De quién tengo los ojos?
—Eres Alec, ¿verdad?
Él asintió ligeramente.
—Conocía a tu padre —dijo, y luego, bajando el tono de voz, añadió—: Lo siento. Era un buen hombre. Yo soy Milo, si necesitas algo, pídemelo.
El hombre levantó apenas una mano en un gesto de despedida e hizo ademán de marcharse.
—¿De qué conocías a mi padre? —preguntó Alec.
—Pasamos buenos ratos juntos, tú también estabas.
—No recuerdo nada.
—En el barrio nos conocemos todos. Él era temporero, tú apenas eras un niño. Me parece recordar que tu madre estaba embarazada…
—Tengo una hermana.
—Pues recuerdo bien.
El hombre le echó una última ojeada. Una mirada curiosa que buscaba en el hijo los rasgos del padre.
—Han pasado muchos años. Tengo una gran deuda con tu padre.
Alec lo miró con cara interrogante. El hombre sonrió, con los ojos elevados hacia el recuerdo.
—¿Qué deuda?
—Una de esas deudas que no pueden pagarse; sobre todo, si la persona ya no está aquí.
—Yo estoy aquí —repuso Alec con cierto descaro, que al hombre le pareció divertido.
—Ven a verme algún día, charlaremos un rato —dijo Milo mientras se alejaba.
Alec entró en la avenida fangosa a la que daban los bungalows y las tiendas de los trabajadores. Le pareció el lugar más hermoso y tranquilo del mundo. Lo recorrió despacio, observando a las personas que se entretenían fuera de las cabañas después de la jornada de trabajo. Detrás de los tejados de madera y de las tiendas solo había unos cuantos pinos marítimos antes de la enorme muralla de cemento que marcaba el límite meridional del bloque del Paraíso. Tenía una altura de quince metros, y en la parte superior había una pasarela desde la que vigilaban los guardias.
Aquella noche Alec soñó con la chica de la mansión. Estaba en medio del jardín, en bañador, y lo miraba. Era muy guapa, tenía la piel tersa y luminosa. En el sueño Alec deseó aproximársele, rozarla, besarla. Luego, sin embargo, la hierba se secaba y ardía, su rostro cambiaba y se transformaba en el de la mujer a la que había visto en las imágenes del Infierno aquella noche.
Por la mañana le quedó solo un eco confuso de aquel sueño que mezclaba miedo y deseo.
El hovercraft llegó a la plaza de la iglesia a la una para recoger a los trabajadores del turno de tarde. Alec y otra treintena de hombres y mujeres estaban sentados en el suelo, a la sombra de un gran pino. Se abrió una puerta de la parte trasera del vehículo y una escalera cayó en la arena. Uno tras otro, subieron todos y emprendieron la marcha deslizándose entre las cabañas del barrio, flotando silenciosamente a un metro del suelo.
Beth se durmió casi enseguida con la cabeza apoyada en el hombro de su hermano. En cambio, Alec no apartó la vista ni un solo momento de los ojos de buey. Tras pasar un primer puesto de control, el hovercraft dobló a la derecha y bordeó un parque muy grande: inmensos jardines, bosquecillos, juegos infantiles, arroyos y pequeñas cascadas artificiales.
Alec pensó en lo mucho que su hermana iba a divertirse allí, en la vida feliz que iba a poder tener, y comprendió que él ya había renunciado en parte a sus sueños, y también a su felicidad, que deseó para ella. Lo mismo que su madre había hecho por él. Tras pasar un segundo puesto de control, el vehículo cruzó lentamente una avenida a la que daban, a distancia regular, grandes mansiones. Muchas estaban construidas sobre una pequeña colina artificial, de manera que desde la calle pudieran verse bien los jardines perfectamente cuidados, los parterres floridos y las piscinas, construidas en terrazas de piedra. Alec contó al menos un centenar de mansiones a cada lado de la calle, antes de que el vehículo atravesase un paso a nivel vigilado por unos guardias.
Una vez que llegaron a su parada, Alec saltó del vehículo, cruzó la verja y se dirigió con su hermana hacia el jardín.
Era la una y media, y el sol estaba alto y candente.
Rodeó la mansión y se detuvo en la caseta de las herramientas para coger los guantes. Empezó enseguida a arrancar hierbajos, partiendo de un punto cualquiera del seto.
Llevaba trabajando una hora cuando advirtió que la chica del día anterior se estaba bañando en la piscina. Nadaba a crol; la espalda y los hombros mojados brillaban bajo la luz del sol. Miró su cuerpo, que surcaba silenciosamente el agua; la piel clara ligeramente sonrosada por el sol.
El calor pronto empezó a no darle tregua y lo obligó a parar varias veces para enjugarse el sudor de la frente con la manga del uniforme.
—Todavía no me has dicho lo grande que es tu jardín. —Alec se volvió sin decir nada. Maj estaba nadando hacia él. Se acodó en el borde de la piscina, permaneciendo sumergida en el agua—. ¿Cómo es Europa?
Alec siguió trabajando de rodillas, aunque se colocó de manera que pudiera permanecer vuelto hacia la chica.
Maj sonrió. Esa maniobra no le había pasado inadvertida.
—Me gustaría ir algún día… pero ¿es realmente peligrosa? —prosiguió.
En ese momento la madre de la chica se asomó por la puerta vidriera.
—Cariño, ¿todo bien? —preguntó la mujer, que reparó un instante después en la presencia del trabajador. Cogió el albornoz de una silla y se le acercó—. Ahora vete, por favor —le dijo en voz baja.
Maj lo hizo sin protestar y la siguió a la casa.
—¿Tienes que bañarte ahora, mientras él trabaja?
—¿Qué tiene de malo?
—Venga, Maj, por favor… ¿Cuándo llegan tus amigos?
—Dentro de poco.
—Yo ahora subo, pero hazme el favor de esperar a que lleguen tus amigos antes de regresar a la piscina.
Maj fue a su habitación a vestirse y volvió a la piscina. Alec, entretanto, había llenado un cubo de hierbajos y lo estaba metiendo en la caseta de las herramientas.
El acto fue más rápido que el pensamiento. Maj atravesó el jardín corriendo y rodeó la caseta para sorprender al chico en el lado contrario.
—¿Por qué no me respondes? —le preguntó.
Él alzó la vista pasmado y observó a la chica, que ahora llevaba unos pantalones vaqueros y una camiseta de rayas blancas y rojas.
—¿Qué quieres de mí? —estalló Alec—. ¿Por qué me sigues, por qué me haces esas preguntas?
—No lo sé —reconoció Maj, sincera y también un poco desorientada—. Quería hablar contigo, nunca he conocido a un chico de Europa.
Mientras, su mente vagaba por una enorme metrópoli llena de edificios idénticos, de calles y de puentes, lo que constituía en su fantasía confusa la ciudad de la que procedía Alec.
—Solo conozco mi casa —continuó abstraída—, este jardín, el país donde vivo…
Maj tuvo que detenerse porque esas palabras le estaban dando náuseas. El mundo era inmenso y ella vivía en una pequeña jaula de cristal. Muchas veces había pensado que sus amigas eran el espejo de ella misma. Los chicos, los niños, los profesores, las mujeres, los hombres, nada más que una versión más vieja, más joven, más alta, más baja de aquello que ella estaba destinada a ser.
—Perdona, estoy diciendo tonterías —dijo Maj mirando alrededor. Desde donde estaba solo podía ver el seto y, poco más allá, los tejados de tejas rojas de las otras mansiones.
En ese momento se oyeron unas voces detrás de la caseta. Alec la miró alarmado.
—Son mis amigos, tengo que irme —dijo Maj—, pero… —Se mordió la lengua. ¿Qué estaba diciendo? ¿Qué tenía en la cabeza?—, pero quiero conocerte.
Luego se alejó. Alec se quedó inmóvil. Esperó unos segundos antes de recoger el cubo y regresar hacia el jardín. Alrededor de la piscina, tres chicos y tres chicas, que debían de tener más o menos la misma edad, se disponían a lanzarse al agua. Los chicos eran robustos, tenían el pelo cortado al rape y llevaban bañadores de colores llamativos. Todas las chicas, en cambio, tenían físicos atléticos, el pelo cuidado, traslucían riqueza y bienestar. Alec los envidió y en ese momento sintió toda la miseria de su condición. Durante un instante los odió y se preguntó cómo se podía desear algo distinto cuando se tenía una vida como la suya. Sin embargo, después su mirada se cruzó con la de Maj. Sus ojos se enredaron unos segundos, y esa vez fue él quien sintió un estremecimiento de curiosidad y deseo. Era como un viento fuerte y dulce que lo empujaba al borde de un precipicio. Era una rendija de luz en una puerta entornada, una frontera invisible que separaba dos mundos. Nunca había experimentado una emoción semejante y casi sintió miedo.