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Maj abrió los ojos y vio los rayos de sol que se filtraban por las cortinas de seda dorada. El aroma de las rosas blancas del jardín flotaba en la habitación.
Al otro lado del seto, los tejados de tejas rojas de las mansiones se alternaban con los olivares. Siguiendo el tronco de los árboles desde la copa hasta las raíces, la mirada podía recaer en el espejo de agua de los laguitos artificiales, en los que florecían nenúfares. En cambio, más allá de los tejados, en medio del barrio, se elevaba la iglesia de mármol blanco, rodeada de los edificios públicos y de los jardines colgantes. Todas las calles del barrio confluían en el centro, elevándose luego como las ramas de una trepadora y entrelazándose alrededor de la plaza principal. Las superficies cubiertas de espejos y las piedras cristalinas que los intersecaban irradiaban una luz difusa, que difuminaba los bordes de los objetos y de las casas.
Maj sacó las sandalias de debajo de la cama con dosel y entró en su cuarto de baño. Había pétalos de rosa diseminados alrededor del lavabo y sobre las escalerillas que llevaban a la bañera. Acercó el rostro al espejo para verse mejor. Sus ojos, que en invierno se teñían del verde de la esmeralda, se aclaraban al principio del verano y les salían unas rayas de color gris plateado. Se colocó de lado para observar su perfil, el pelo rubio y lacio que le caía sobre los hombros, los costados, los pechos redondos y las piernas esbeltas y largas. Se pasó el dedo por el relieve imperceptible del microchip subcutáneo y notó que la piel le tiraba. Recordó el miedo que había experimentado cuando vio al médico con la enorme jeringa blanca. Apenas tenía diez años. «No te dolerá», le dijo. Luego con el pulgar y el índice le apretó la piel del lado izquierdo de la base del cuello, y le inyectó el alma. Un instante después, en la pantalla que había al lado de la camilla de la consulta, apareció la foto con su rostro sonriente y la ficha con los datos. En el pecho, en cambio, le había quedado el pequeño tatuaje con una espada envuelta en rosas. Era el símbolo del Paraíso, que siempre había contemplado con envidia sobre el pecho de su madre. El signo que había confirmado su pertenencia al pueblo de los ciudadanos elegidos.
Se disponía a bajar a desayunar cuando un ruido procedente del jardín llamó su atención. Volvió a la ventana para ver qué pasaba y vio que el hovercraft de los trabajadores acababa de cruzar la verja de su mansión. Observó su silueta geométrica, ese hexágono perfecto con un brillante metal que reflejaba la luz del sol.
El vehículo recorrió el camino que, por una leve cuesta, conducía a la entrada principal de la mansión.
La puerta automática de la parte trasera se abrió, y salió un chico flaco como un fideo, que llevaba de la mano a una niña. Maj lo miró con curiosidad. Debía de tener más o menos su edad, unos dieciséis años. La semana anterior, el trabajador encargado del cuidado del jardín había regresado a Europa al final de los tres meses de servicio. Era un tipo tosco, de unos treinta años, que la observaba siempre con insistencia y cuando pasaba el cortacésped no paraba de escupir en la hierba.
A lo mejor el chico era su sustituto, aunque parecía demasiado joven para el trabajo.
Maj lo observó avanzar bajo el gran porche que había en la parte delantera de la mansión, hasta que su sombra desapareció bajo los arcos de mármol sujetos por columnas sobre los que se enroscaban ramas de rosas sin espinas.
El desayuno se servía en la terraza que daba al jardín. En la enorme mesa, el pan, la fruta, las mermeladas y los pasteles estaban colocados con el esmero de una composición floral. Antes de que Maj tuviera tiempo de sentarse, Tessa, una de las asistentas, se le acercó con las manos juntas, la cabeza inclinada hacia un lado y una sonrisa servicial.
—¿Desea huevos o una tortilla, señorita?
Maj pensó unos instantes.
—Una tortilla, o mejor no… nada. Está bien así.
—Entonces, le traigo café caliente.
—Gracias, Tessa.
Maj se sentó y empezó a untar mantequilla en una rebanada de pan.
En ese momento vio aparecer al chico al borde de la piscina. A su lado seguía la niña, pero también había un hombre de uniforme, cuya barriga rebosaba del cinturón. Maj lo conocía bien, era el coordinador de los trabajadores de su barrio.
—¿Hay un nuevo trabajador? —le preguntó Maj a su madre, a la que había visto entrar en el salón.
—¿Qué, cariño? No te he oído —dijo. De pie en medio del comedor, estaba meditando sobre a cuántas personas invitar a la fiesta de cumpleaños de Maj, que iba a celebrarse a la semana siguiente.
—Te he preguntado si hay un trabajador nuevo…
Su madre salió por la puerta vidriera sujetando dos bandejas, una de plata y la otra de loza pintada con motivos florales azules y rojos.
—¿Todo plata o todo loza? —preguntó.
—No lo sé, ¿hay mucha diferencia?
—Por supuesto que la hay. Cumples dieciséis años, no es cualquier ocasión.
Maj se encogió de hombros.
—¿Y bien? ¿Es o no el nuevo trabajador? —insistió, mientras seguía observando al chico. El coordinador le estaba explicando el trabajo.
—Ah, él —respondió por fin la madre—. Me han dicho que es bueno, parece que en Europa tenía un jardín.
—¿Un jardín? ¿En Europa? ¿Es de una familia rica?
—No, no creo; a ver, en ese caso viviría aquí, cariño, te he dicho que tiene un jardín, no que posea una montaña. Tú sigues teniendo la idea de que Europa es un lugar absurdo, pero no viven extraterrestres.
—¿Y tú qué sabes? Nunca has estado.
—No, nunca he estado, pero lo sé —contestó con sequedad la madre.
—¿Nunca te entran ganas de ver cómo es realmente? —le preguntó—. O sea, si pudieras volverte invisible durante un día, ¿no te darías una vuelta por el centro de Europa?
—Maj, ¿a qué viene eso? ¿Sabes que me angustias cuando hablas de ese modo? Mira la televisión, los informativos, ¿es que no ves cómo es Europa?
Maj reflexionó unos segundos sobre aquellas palabras.
Claro que los informativos mostraban Europa. Pero siempre eran las mismas imágenes. El parte meteorológico enseñaba la isla británica de norte a sur, los puertos con los grandes barcos mercantes, luego las ciudades que daban al canal de la Mancha, donde se alternaban altos rascacielos, edificios más bajos y zonas que parecían deshabitadas. Tres grandes autopistas cortaban el continente por la mitad, hasta el arco alpino, atravesando la extensa aglomeración urbana europea. El parte meteorológico emitía imágenes nocturnas de aquella zona, de manera que las autopistas siempre parecían largas estelas luminosas, mientras que el entorno de las ciudades era como un enorme hormiguero de luciérnagas.
Una vez había visto un reportaje sobre la construcción de un enorme bloque del Paraíso en la costa del Mediterráneo, justo al sur de los Alpes. El periodista decía que se trataba de la urbanización más cercana a Europa; todos los otros bloques se encontraban en las regiones meridionales de la península itálica y en las costas del norte de África, como en el que vivía Maj. El viento a veces arrastraba la arena amarilla hasta los tejados de las casas, y su padre le había explicado que al sur del barrio había un gran desierto. Era todo cuanto Maj sabía sobre el mundo en el que vivía.
—Me voy —dijo la madre—. Todavía hay que decidir el menú de la fiesta, tengo que encontrar un traje… Me quedan mil cosas que hacer, nos vemos en la comida.
Maj la observó mientras abandonaba la terraza y luego continuó desayunando. Entretanto el trabajador se había puesto a arrancar el musgo de las rocas de la cascada artificial. La niña estaba sentada en el suelo, al lado de ella. Parecía perdida en un mundo propio. Maj pensó que pronto el sol calentaría más y que la niña podía coger una insolación.
—Puedes ponerte debajo del toldo, si quieres —le dijo.
La niña se volvió. Buscó la mirada de su hermano, que estaba al otro lado de la piscina y no se había percatado de nada. Maj salió de la terraza y avanzó unos pasos por el jardín. El sol, efectivamente, ya calentaba mucho, aquella niña no podía pasarse todo el día asándose sentada en el suelo.
—¿Cómo te llamas?
La norma era que los habitantes del Paraíso no hablaran con los trabajadores, salvo por «necesidades apremiantes e ineludibles». Maj se dijo que esa era sin duda una necesidad apremiante.
Decidió dirigirse directamente al chico.
—Oye —lo llamó.
Él se volvió al momento, con expresión alarmada.
—¿Todo bien, Beth? —preguntó.
La niña asintió.
—¿Es tu hermana? —preguntó Maj.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Le he dicho que puede ponerse a la sombra, si quiere, ¿vale?
Alec asintió nuevamente, luego le sonrió a su hermana. Maj se asombró del cambio repentino de su expresión, que de gélida y severa pasó a ser dulce y tranquilizadora.
—Anda, ven conmigo —dijo Maj, dirigiéndole a la niña la misma sonrisa.
Beth siguió a Maj, bajo la atenta mirada de su hermano. Se sentó en la terraza y, al ver la mesa puesta, se ruborizó. Nunca había visto nada semejante.
—¿Quieres? —le preguntó Maj, tendiéndole una galleta. Era la primera vez que tenía la oportunidad de estar con la hija de unos trabajadores.
Beth buscó de nuevo la mirada de Alec, pero esta vez él estaba demasiado lejos.
—Yo te doy permiso —insistió Maj.
Ella miró la galleta titubeante, luego la cogió y empezó a comérsela despacio.
—¿Quieres un zumo? —preguntó, mientras llenaba un vaso.
Luego se volvió hacia el chico, que ahora la estaba observando.
—Perdona —dijo Maj—. Le he dado una galleta, ¿pasa algo?
—No.
Maj escuchó el sonido áspero de su voz. Era sin duda el trabajador más joven que había estado jamás en su casa.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella, le daba igual que esa pregunta desbordara con creces los límites de las necesidades «apremiantes e ineludibles»—. Yo me llamo Maj.
Él no respondió.
—Vale, no pasa nada —dijo Maj casi para sí.
¿En qué estaba pensando? ¿Acaso pretendía conocer a un trabajador y tomarse un té con él hablando del tiempo?
—Me llamo Alec.
Maj lo miró con un ligero estupor.
Recordó lo que le había dicho su madre, que el chico tenía un jardín en Europa, y de nuevo sintió curiosidad por conocer aquel mundo.
—¿Vives en Europa?
Alec miró alrededor como si la respuesta tuviese que llegar de un apuntador escondido entre los setos.
—He vivido allí hasta hace unos días —respondió por fin. Su mirada era impenetrable. En su expresión distante había tanta curiosidad como fastidio.
—¿Y tú también tenías un jardín? ¿Un jardín como este?
Alec soltó una risa involuntaria, y Beth hizo lo mismo.
—¿Te hace gracia?
—Tengo un jardín, pero no es como este —zanjó Alec.
Luego se dio media vuelta y echó a andar. Beth se puso de pie, cogió el vaso, apuró el zumo de naranja de un trago y enseguida siguió a su hermano. Maj se quedó observándolo, mientras se decía que había recibido las mismas respuestas que habría podido darle su madre. Con la diferencia de que su madre nunca había estado en Europa.
—¿Y cómo es? —preguntó elevando la voz.
Alec ya estaba a unos diez pasos de ella. Se detuvo sin volverse.
—Pequeño.
—¿Cómo de pequeño?
—Muy pequeño.
—¿Más pequeño que el nuestro?
Alec se giró y observó la expresión intrigada de aquella chica que no sabía nada de su mundo. Imaginar un jardín semejante a aquel, pero en un barrio de Europa, significaba no haber oído ni siquiera hablar de la vida allí. Durante un instante envidió aquella mente limpia, era evidente que sus ojos no habían visto jamás las calles sucias de su ciudad, las caras hundidas de la gente, los cadáveres del Infierno, que día tras día se mostraban en las fachadas de las catedrales.
—Maj, ¿puedes venir un momento?
Su madre se asomó por la puerta vidriera que daba al jardín.
—Maj, te he preguntado si puedes venir un momento.
—Voy —dijo Maj.
Se levantó con calma y fue al salón. Su madre la recibió con mirada severa, los brazos en jarras y los labios apretados, su típica expresión de reproche.
—¿Se puede saber qué pretendes? —le preguntó.
—¿Qué he hecho?
—Te pones a hablar con los trabajadores, les das de desayunar. Oye, me pregunto si te das cuenta de lo que haces.
—Mamá, es una niña, le he dado una galleta.
—Anda, no intentes ponerme en el papel de la mala que se niega a darle una galleta a una niña. He visto que hablabas con ese chico, no sé en qué estabais pensando los dos.
—Le he hablado yo, él no ha dicho nada.
—Escúchame bien —continuó su madre—, no es una cuestión de vida o muerte, pero las cosas son así: no se puede hablar con los trabajadores, por mil motivos. Es un tema que no admite discusión.
Maj trató de pensar en los mil motivos por los que no debía dirigirle la palabra a aquel chico, pero no se le ocurrió ninguno. Es más, las palabras de su madre surtieron justo el efecto contrario, empujándola a creer que había estupendos motivos para hablar con él: para descubrir, por ejemplo, qué había al otro lado de las enormes murallas de cemento del Paraíso.