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DEJAD, LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS, TODA ESPERANZA[1]

La enorme inscripción brillaba sobre el macizo portal de mármol blanco de la Catedral del Mar de Europa. Las letras estaban envueltas en llamas y proyectaban resplandores amarillos y anaranjados sobre las cornisas ennegrecidas y las estatuas. Bajo la inscripción pasaban las imágenes del Infierno. De día y de noche. Ininterrumpidamente.

Se veía a un chico de unos veinte años tumbado en el suelo, parcialmente oculto por una roca. Detrás de él, un sendero ascendía unas decenas de metros por una pendiente, y terminaba ante imponentes murallas de cemento. De repente, en el plano apareció el hocico de un perro. Olfateó el aire, se volvió hacia un lado y hacia el otro, y con la pata escarbó el suelo. El perfil de un segundo perro salió de la oscuridad, ladraba con rabia, salpicaba baba a su alrededor. Solo cuando se materializó una tercera cabeza, el cuerpo del animal avanzó hacia el chico. Tenía patas robustas, pecho ancho y musculoso, el pelo erizado ya manchado de sangre.

El grito de una niña retumbó en la plaza en cuanto las tres cabezas empezaron a girar nerviosamente, mostrando los tres cuellos unidos a un único cuerpo. Era un cerbero, una de las criaturas monstruosas de las que está infestado el Infierno. Sus músculos se hinchaban cada vez que se erguía una de las cabezas, mientras las otras golpeaban con violencia el suelo, conteniendo a duras penas una furia a punto de estallar.

Luego el cerbero se abalanzó sobre el chico.

Alec se paraba siempre a ver unos minutos esa proyección después de la jornada de trabajo en el Casino. Aquel espectáculo constituía un pobre pero suficiente consuelo que le recordaba que, pese a todo, su vida era mejor que el Infierno.

Con las manos hundidas en los bolsillos y la espalda apoyada en el muro de una de las casas derruidas que antaño habían sido viviendas de pescadores, Alec observaba aquellas escenas y se preguntaba por las culpas de los condenados.

—¿Tú crees que muere? —preguntó una voz femenina detrás de él.

Alec se volvió y sonrió.

—Hola, Maureen.

La sudadera negra le ocultaba los pechos y las caderas, y los vaqueros anchos le tapaban las piernas esbeltas, mientras que la capucha calada sobre la frente retenía el largo pelo rizado y hacía sombra a su piel aceitunada y a sus ojos profundos. En el trabajo llevaba minifalda y tops provocativos, pero cuando salía del Casino difícilmente un cliente la habría reconocido.

La imagen de la pantalla desapareció y, en vez del cerbero, apareció el símbolo de la Oligarquía: el círculo de fuego con los cuatro rayos, uno por cada oligarca de Europa. Su unión la ratificaba el fuego, su poder hundía sus raíces en la justicia absoluta del Infierno.

La pantalla se oscureció unos segundos, a continuación mostró una toma aérea del gran cráter infernal. Las laderas estaban cubiertas por una densa vegetación que enralecía a medida que ascendía hacia la cumbre, donde se elevaba el primer anillo imponente de murallas de cemento. Alrededor de todo el volcán se extendía un mar que se perdía en el horizonte.

Aquellas imágenes, que se proyectaban en las fachadas de todas las catedrales de Europa, habían ejercido siempre una extraña fascinación en Alec. Para él, el Infierno no era solo «la mayor cárcel de máxima seguridad que ha existido jamás», como la definían los políticos en los debates televisivos, sino también el único rostro del mundo libre.

Además de los edificios en ruinas, de las calles inmundas y del Casino donde trabajaba, existían sin duda otros volcanes, otras montañas y otros mares: en cualquier caso, a un chico de diecisiete años le atraían, aunque tenía que recortarlos de las escenas macabras de los condenados que morían en los círculos infernales.

—Ayer en el Casino se llevaron a uno —dijo Maureen, tratando de no pensar en el chico muerto—. Un hombre de unos cincuenta años que viene siempre a beber y a jugar.

—¿Por qué?

—Creo que traficaba con nepente.

El nepente era la droga más difundida en Europa, también entre los jóvenes. Eliminaba cualquier dolor, cualquier miedo, hacía que te olvidaras de tu vida.

Sin embargo, Alec había visto como muchos de sus amigos se quemaban el cerebro y acababan en el Infierno por ceder a esa tentación.

—Los traficantes son los que manejan el cotarro en el Casino.

—Sí, pero de vez en cuando tienen que detener a alguno. Han dicho que por su culpa han muerto dos chicos.

—Verás como cuando salga estará mejor que antes. Los que son como él siempre salen bien parados; en cambio, los infelices a los que meten en el Infierno para despejar las calles mueren a la semana.

Maureen no se lo rebatió. Sabía perfectamente que esas palabras llenas de rencor no las decía sin motivo. Un amigo de Alec, un año antes, había sido condenado al Infierno por robo. Lo habían pillado de noche en el almacén de una tienda de comestibles, y no se había vuelto a saber nada de él.

—De todas formas, el tío no movió ni un músculo —prosiguió Maureen—. Los hay que se ponen a llorar o a gritar como locos. Pero ese permaneció impasible. ¿Cómo se consigue eso?

Alec se encogió de hombros. No tenía idea de cómo reaccionaría él si lo condenaran al Infierno, si descubriesen sus incursiones nocturnas en la tienda de comestibles o los proyectiles que les compraba habitualmente a los guardias de la Oligarquía. Lo habrían mandado allí un año, quizá dos, puede que al primer círculo. Había quien decía que un año podías aguantarlo, volvías incluso mejor que antes, pero Alec no se lo creía.

La proyección se interrumpió unos instantes. Los reflejos anaranjados de la inscripción candente se vieron reemplazados por una luz blanca, casi cegadora.

En el centro del plano apareció una mansión enmarcada por un cielo azul y por un trozo de mar que se vislumbraba a los pies de una colina de olivos. Alrededor de la mansión, flores de mil colores se mecían con cada soplo de viento. Había además una piscina de piedra y una cascada que manaba de una roca, reflejando decenas de pequeños arcoíris. Dos niños se salpicaban agua, mientras en una mesa de cristal transparente un hombre y una mujer disfrutaban de un desayuno copioso. Al otro lado de la mansión descollaban altas estatuas de mármol con ornamentos dorados y plateados. Luego se materializó el rostro de un hombre, con el cabello entrecano, ojos azules, la piel ligeramente bronceada y una sonrisa beatífica. El movimiento de sus labios se adelantó unos segundos al sonido, que salía de los altavoces instalados en las cornisas de la catedral.

«Elige otra vida, elige lo mejor. En el corazón del Mediterráneo, espléndidas mansiones. No esperes que la vida elija, elige tú la vida que quieres».

—Tendríamos que ir a vivir allí —dijo Alec—. ¿Te imaginas? Te levantas por la mañana, te bañas en la piscina, desayunas en el jardín…

—Tendría que trabajar dos mil años para poder pagarme una casa así.

—Vale, pues empieza, dos mil años pasan volando.

La mansión desapareció y la atmósfera clara de las residencias del Paraíso de nuevo se vio reemplazada por las imágenes del Infierno.

Tres chicos trataban de encender una fogata en un pequeño hueco entre las rocas. Pero el viento apagaba una y otra vez las llamas. Cada uno de ellos llevaba en la mano una caja con su ración de comida.

—¿Por qué no usan la caja para encender el fuego? —preguntó Maureen.

—Acaban de llegar —respondió Alec con seguridad—, todavía no saben nada.

Uno de los tres rompió a llorar, y Alec reparó en ese momento en que era una chica. Se preguntó qué habría hecho para que la hubieran condenado al Infierno, y de pronto pensó en Beth, su hermana pequeña, que lo esperaba en casa.

—¿Nos vamos? —dijo de repente, sacudiendo la cabeza para espantar aquella visión.

Ambos miraron alrededor antes de retomar el camino a casa. Era un gesto automático, la mejor manera de evitar que te robaran. Desde hacía un par de meses Maureen vivía en la escuela ocupada, no lejos de la Catedral del Mar, junto con un centenar de chicos sin familia del barrio Gótico. Alec la acompañó hasta el portal.

—¿Nos vemos mañana? —preguntó Maureen.

—Tengo el turno de noche.

—Yo también. Si quieres después podemos venir aquí.

Alec la miró: habría querido aislar aquella mirada de la asquerosa ciudad que lo rodeaba y construir otro mundo. Maureen le parecía guapa, atractiva. Cinco días antes se habían besado en la despensa de las cocinas, en el Casino. Pero después no habían vuelto a hablar ni había pasado nada más, pese a que Alec aún recordaba la sensación de su piel en la cara, su aroma dulce y ligeramente especiado.

—Adiós —dijo Maureen, y le dio un beso que acabó entre la mejilla y el labio. Luego corrió hacia el interior de la escuela.

Alec vio como desaparecía por los pasillos y luego se adentró en el dédalo de callejuelas del barrio Gótico, entre las viejas fondas de pescadores, en su mayoría frecuentadas por fumadores de nepente y prostitutas.

Se detuvo en el primer puesto de control de la frontera meridional del barrio, que daba acceso al área residencial.

El guardia le pasó el detector electrónico por el alma que llevaba en el pecho, justo debajo del cuello. En la pantalla apareció la foto de Alec: los labios oscuros y carnosos, la nariz ligeramente aguileña y la mandíbula angulosa. Tenía la frente fruncida, y el pelo, bastante largo, le tapaba los ojos negros. El guardia cotejó la foto con el rostro del chico, asintió y lo dejó pasar.

Alec entró en una avenida a la que daban edificios de veinte, treinta e incluso cuarenta plantas, que se hallaban unidos por una gran cantidad de puentes. Muchos de los muros estaban rotos y rajados, otros habían sido cambiados por planchas de hierro o de cobre oxidado, o por simples tablones de madera. En conjunto, sin embargo, eran las mejores viviendas a las que un habitante de Europa podía aspirar. Quien vivía en las ciudades rascacielos no necesitaba bajar a las calles. Las tiendas, las iglesias y las escuelas estaban repartidas por los distintos niveles, lo cual garantizaba mayor seguridad y control, así como figurar de forma más estable en las listas de trabajo.

Pasó un segundo puesto de control, después del cual comenzaba Konema, su barrio.

Edificios ruinosos de cinco o seis plantas se alternaban con casitas unifamiliares. Las calles estaban atestadas de gente y de puestos repartidos alrededor de un pequeño parque. Alec compró harina, patatas, unas cebollas y un cuarto de gallina. Dejó el mercado atrás y por fin, después de un par de callejones llenos de agujeros y charcos, llegó a la puerta de su casa.

Era un cubo de cemento y planchas de metal que, sin embargo, incluía un pequeño terreno, donde en verano conseguían cultivar calabacines y tomates.

Al cruzar el umbral, percibió un ambiente raro. Se fijó en el sofá desfondado, cubierto descuidadamente con una gruesa cortina roja, en el arcón de madera, en el pequeño televisor que estaba en el suelo, junto a la chimenea, y en la mesa con los fogones y la bombona de gas. No había nada fuera de sitio, y quizá justo eso era lo malo. En la casa no había nada más.

Miró alrededor nerviosamente. Su madre no estaba, tampoco Beth. Era probable que les hubieran robado: aguzó el oído por si escuchaba algún ruido sospechoso, los ladrones podían seguir en casa.

La puerta de la habitación de su madre se abrió de golpe. Alec dio un respingo antes de reconocer a Beth, que corría a su encuentro.

—¿Qué está pasando?

Ella no respondió, pero lo abrazó.

Él la agarró por los hombros.

—Oye, ¿va todo bien? ¿Dónde están todas las cosas?

Beth no dijo nada, pero sonrió. Cuando lo hacía, su rostro se iluminaba. Tenía facciones delicadas, ojos verdes, el pelo lacio y dorado, con un flequillo que le llegaba casi hasta los ojos. Recordaba a uno de los ángeles que había en los frescos de la catedral, uno de los últimos que quedaba en las capillas laterales.

—Beth, ¿dónde está mamá?

La niña se encogió de hombros y señaló la habitación.

—¿Está en la habitación?

Asintió.

—¿Qué está haciendo?

Beth volvió a encogerse de hombros y se sentó en el sofá. Alec se relajó. No había ocurrido nada raro. Se quitó la chupa y la dejó en una de las sillas que había junto a la vieja mesa de madera apolillada.

—¿Qué tal te ha ido hoy? —le preguntó mientras lanzaba una mirada al débil fuego que ardía en la chimenea—. ¿Has pasado frío? A lo mejor consigo un bidón de petróleo en el trabajo… Si no, iremos a la escuela, donde está Maureen: se están organizando bien, ¿sabes? Los guardias han decidido dejarlos en paz; en el fondo, ¿qué daño hacen? La escuela lleva dos años abandonada.

Mientras encendía el televisor, Alec reparó en un nuevo dibujo en la pared de debajo de la ventana. Representaba una montaña que se elevaba encima de un círculo. Pero estaba incompleto.

—¿Qué es? —preguntó—. Parece una montaña.

Beth asintió.

—¿Y lo de debajo? ¿El círculo? ¿Es un mundo?

Beth hizo de nuevo un gesto afirmativo, y Alec se acercó a la pared, siguió con el dedo el contorno de la imagen, al tiempo que en su mente surgía el recuerdo de su padre, del libro que les leía todas las noches y de los dibujos que él hacía entre una página y otra. Una noche le dijo: «Cuando muera, este libro será tuyo. Algún día te salvará la vida».

Al día siguiente se lo llevaron los guardias de la Oligarquía, y el libro desapareció. Desde ese momento no había pasado un día sin que Beth pintase al menos uno de aquellos dibujos que había aprendido casi de memoria.

Alec cerró los ojos con fuerza, como si quisiera suprimir los recuerdos, bajar un telón negro sobre su pasado. Alzó la vista hacia el espejo desportillado que había encima de la chimenea. En el Casino había unos enormes detrás de la barra del bar y en las salas de juego, pero Alec tenía la impresión de que ese era el único que le devolvía su verdadera imagen.

Del televisor llegaba la voz impostada de una periodista: «Falta poco para el desfile anual de los guardias de la Oligarquía, una oportunidad excelente para que toda Europa celebre la paz, el orden y la prosperidad».

Por detrás de la mujer avanzaba un tanque cubierto por una gran bandera con el círculo de cuatro rayos, y a continuación marchaban los guardias.

«Toda la ciudadanía está invitada a lucir la bandera de Europa y a unirse a los festejos».

En la mente de Alec, los recuerdos cobraron forma como las llamas que arden en un matorral seco. «¡No os llevéis a mi padre!», gritaba Beth mientras los guardias lo rodeaban. «Papá, ¿qué está pasando? ¿Qué quieren de ti?». «¡Vete, Alec, coge a tu hermana, marchaos a la habitación!». «Pero ¿por qué? ¿Qué has hecho?». Los guardias lo tenían sujeto por los brazos, pero él se había soltado y había salido corriendo de la casa. Beth gritaba y lloraba. Después los disparos, cuatro tiros de fusil. Beth había corrido hacia Alec y lo había abrazado, llorando. «No os llevéis a mi papá», había dicho de nuevo.

Habían sido sus últimas palabras.

La puerta del dormitorio se abrió, haciendo que chirriaran los goznes. La madre entró en el salón caminando rápidamente con un cesto enorme de ropa entre los brazos.

—Hola, mamá —la saludó Alec.

Ella lo ignoró. Dejó el cesto en el sofá, al lado de Beth, y apagó el televisor. Luego abrió uno tras otro los cajones de la mesa, de los que fue sacando cubiertos y cucharones de madera. Cogió papel de periódico y se puso a envolverlos.

—Mamá, ¿qué estás haciendo?

La mujer le dirigió una mirada distraída antes de volver al dormitorio. Alec miró a su hermana, aunque sabía que de ella no iba a obtener ninguna explicación. Acto seguido fue a la habitación de la madre. La encontró metiendo sin orden sábanas, ropa y objetos de todo tipo en una bolsa de piel muy grande.

—¿Qué haces? —preguntó Alec exasperado.

Esta vez ella se detuvo, parecía hechizada. Los cabellos negros, con muy pocas canas, le caían en mechones desordenados alrededor del rostro, marcado por arrugas.

Cogió un sobre que había en la mesilla de noche y lo apretó entre las manos.

—Han aceptado nuestra solicitud —susurró. Le temblaba la voz.

—¿Qué solicitud?

—No te había dicho nada, no tenía intención de hacerlo. No creía que fuese posible… y, sin embargo…

—Mamá, ¿qué solicitud? ¿Adónde te vas?

—No me voy sola, nos vamos los tres. Es una etapa de prueba, a ti también te han incluido en el plan de trabajo, tendremos que ocuparnos de Beth, un día cada uno, y…

Un sollozo la obligó a parar. Se llevó el sobre al pecho, luego se lo tendió a Alec. Él lo abrió, extrajo una hoja doblada en tres y la leyó bajo la atenta mirada de su madre.

—¿Es verdad? —le preguntó.

La mujer asintió.

—Sí —sonrió—. Nos vamos al Paraíso.