CAPÍTULO 29

Un mundo sin muros: la globalización
y Occidente

En el siglo XXI el mundo ha vuelto a adentrarse en un período en el que supuestos básicos sobre el papel de los estados-nación, los fundamentos de la prosperidad y las fronteras entre culturas están cambiando con rapidez. Decimos que «ha vuelto» porque, como ya se ha visto, en varios períodos distintos de la historia, la cultura occidental se ha visto invadida por un sentimiento desconcertante de cambio sísmico y apenas comprensible. La revolución industrial del siglo XIX fue un ejemplo y, del mismo modo que revolución industrial, un término acuñado a comienzos del siglo XIX, pareció captar la percepción de cambio que notaron los contemporáneos en su propio tiempo, el término globalización parece captar la nuestra.

Sabemos por intuición que globalización significa Internet, protestas contra la OMC, la externalización de obras y servicios, la Wal-Mart de México, la demolición del Muro de Berlín. Todas ellas constituyen potentes imágenes de grandes novedades enormemente significativas. Internet representa la pasmosa transformación de la comunicación mundial, los medios y las formas de conocimiento. El Muro de Berlín simbolizó en otros tiempos un mundo dividido por la Guerra Fría; su caída señaló una remodelación espectacular de las relaciones internacionales, el fin de la batalla ideológica contra el comunismo, la creación de alianzas, mercados y comunidades nuevos. El ataque contra el World Trade Center en 2001 también dotó el término globalización de un significado distinto y aterrador. Destruyó el sentimiento de relativo aislamiento y seguridad que abrigaban muchos estadounidenses. Globalización, por tanto, evoca nuevas posibilidades, pero también nuevas debilidades.

Pero ¿qué significa el término exactamente? ¿Qué produce o conduce la globalización y qué efectos tiene? ¿Se trata de algo nuevo? Para empezar con algo simple, la globalización significa «integración». Es el proceso que crea un número creciente de redes (políticas, sociales, económicas y culturales) que atraviesan el planeta. Las nuevas tecnologías, los nuevos imperativos económicos y modificaciones legislativas se han unido para agilizar el intercambio mundial y, por la misma regla de tres, intensificar las relaciones económicas, sociales y culturales. La información, las ideas, las mercancías y la gente se desplazan ahora con rapidez y facilidad más allá de las fronteras nacionales. Pero globalización no sólo es sinónimo de «internacionalización», y la diferencia es importante. Las relaciones internacionales se establecían entre estados-nación, mientras que el intercambio global puede ser bastante independiente del control nacional: el intercambio comercial, político y cultural actual suele producirse «por debajo del radar del estado-nación», en palabras de un historiador.

La globalización ha alterado de manera radical la distribución de la industria y las pautas comerciales en todo el mundo a medida que los países asiáticos, sobre todo, emergen como gigantes industriales y las potencias europeas se vuelven cada vez más dependientes de los recursos energéticos procedentes de antiguas colonias. La globalización ha impuesto la reorganización de las empresas económicas, desde la banca y el comercio hasta la industria. Instituciones económicas supranacionales como el Fondo Monetario Internacional constituyen ejemplos de globalización y también trabajan para acelerar su ritmo. Asimismo, el Tribunal Penal Internacional representa una pauta legal importante: la globalización del poder judicial. Formas nuevas, rápidas y sorprendentemente directas de comunicación de masas (blogs, campañas políticas a través de Internet, etcétera) han engendrado nuevas variantes políticas cuyos efectos a largo plazo resultan difíciles de predecir. Las campañas internacionales por los derechos humanos, por ejemplo, le deben mucho a las comunicaciones globales y a las comunidades que ellas crean. Pero tal vez lo más interesante estribe en que la soberanía de los estados-nación y las nítidas fronteras de las comunidades nacionales parecen desdibujarse con muchas de las tendencias globalizadoras.

Aunque globalización significa «integración», no siempre genera paz, igualdad u homogeneidad. Sus efectos son difíciles de prever. A comienzos de la década de 1900 muchos europeos tenían la firme convicción de que en el mundo reinaría la armonía, al menos en la parte de él sometida al dominio de los imperios occidentales, que se exportaría la cultura occidental, que los valores occidentales se volverían universales, etcétera. La historia se resistió a cumplir aquellas expectativas. El término globalización puede resultar engañoso porque sugiere la idea de un proceso uniforme, nivelador, que opera de forma semejante en todas partes. Pero la globalización tiene efectos muy distintos y dispares, efectos forjados por tremendas asimetrías de poder y riqueza entre naciones y regiones, y en las últimas décadas la desigualdad ha aumentado en el mundo. Los procesos globales se topan con obstáculos y resistencias; dividen igual que unen. En el ámbito del contacto humano diario, la globalización ha acelerado nuevas variantes de fusión cultural, pero también ha generado una reacción violenta contra esa fusión. La embriagadora palabra global puede distorsionar el análisis o llevarnos en una dirección errónea. Tal como sostiene un historiador, aunque es fundamental que pensemos fuera de «contenedores nacionales o continentales», sería engañoso creer «que no existe ningún contenedor en absoluto aparte del propio planeta en sí». Por último, la globalización no es nueva, sino que se encuentra en una nueva etapa. Como hemos visto, los imperios, la religión y las relaciones comerciales privadas o entre naciones tuvieron impulsos y efectos globalizadores. La Compañía de las Indias Orientales, por citar un ejemplo, constituyó ciertamente una empresa global; sus diferencias con Microsoft plantean un interrogante fascinante. Los historiadores sólo acaban de empezar a escribir esos hechos.

En este capítulo, por tanto, exploramos tres cuestiones cruciales para los primeros intentos por entender la globalización, sobre todo en relación con el mundo posterior a la Guerra Fría del siglo XXI. El primer tema se centra en la serie de cambios globales que han acelerado la libre circulación de dinero, personas, productos e ideas. La segunda cuestión consiste en lo que se ha dado en llamar la política «poscolonial» (las diversas trayectorias que determinan la situación actual en las antiguas colonias). Por último, ahondaremos en el papel complejo y esencial de la política de Oriente Medio en los asuntos globales actuales. En todo momento aspiraremos a señalar la relación existente entre los cambios recientes y cuestiones históricas conocidas y que ya examinamos en otros contextos.

¿Modernidad líquida? El flujo de dinero, ideas y personas

Un aspecto clave de la globalización ha radicado en la transformación de la economía mundial, acentuada por la rápida integración de mercados desde 1970. Una serie de cambios históricos anuló los acuerdos internacionales que habían regido el desplazamiento de personas, mercancías y dinero desde la Segunda Guerra Mundial. Para empezar, los acuerdos económicos de posguerra aprobados en Bretton Woods (véase el capítulo 27) se fueron erosionando de manera gradual a finales de la década de 1960, cuando los países industriales occidentales se enfrentaron al doble problema de la inflación y el estancamiento económico. En 1971 se produjo un cambio esencial en la política monetaria cuando Estados Unidos abandonó el patrón oro de posguerra y permitió que el dólar (piedra angular del sistema) fluctuara con libertad. Como consecuencia de todo esto se desvanecieron regulaciones formales relacionadas con la moneda, la banca internacional y préstamos entre estados. Fueron sustituidas por una red informal de acuerdos convenidos de forma autónoma por grandes prestamistas privados, sus amigos políticos en los principales países occidentales y agencias financieras independientes como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Los economistas y administradores que dominaban estas redes nuevas se apartaron de las políticas intervencionistas que determinaron la planificación y la recuperación de posguerra. En su lugar, recurrieron a una amplia variedad de modelos regidos por el mercado y apodados «neoliberalismo». Con una variante de la economía liberal clásica, los economistas neoliberales acentuaron el valor de los mercados libres, los incentivos para obtener beneficio y fuertes restricciones tanto a los déficits presupuestarios como a los programas de bienestar social, ya estuvieran gestionados por gobiernos o por empresas. Los sistemas de préstamos que defendieron arrojaron resultados diversos, de forma que en algunos casos financiaron un crecimiento vertiginoso y, en otros, conllevaron impagos catastróficos. El desarrollo industrial en la economía globalizada ha causado yuxtaposiciones dispares de desarrollo y deterioro en continentes enteros e incluso dentro de ciudades aisladas, un fenómeno descrito como un «tablero de ajedrez de la pobreza y la opulencia».

Al mismo tiempo, las economías locales, nacionales y regionales mundiales establecieron conexiones e interdependencias mucho mayores. Se produjo un florecimiento de las exportaciones y, con los avances tecnológicos de las décadas de 1960 y 1980, cada vez incluyeron una proporción mayor de productos de alta tecnología. El estallido del comercio de las exportaciones estuvo ligado a modificaciones importantes en la división del trabajo en todo el planeta. En el mundo poscolonial aparecieron más trabajos industriales, no sólo en los «tigres» de Asia, sino también en la India, América Latina y otros lugares. Aunque esos puestos manuales fijos y especializados empezaban a desaparecer de los países occidentales (a menudo sustituidos por un trabajo peor pagado de baja categoría), el empleo en el sector financiero y el sector servicios se disparó. El intercambio y el uso de mercancías se volvieron mucho más complejos. Los productos se diseñaban en empresas de un país, se fabricaban en otro y establecían un intercambio cultural más amplio. En conjunto, estas alteraciones económicas tuvieron efectos políticos profundos que forzaron dolorosos debates sobre la naturaleza de la ciudadanía y el derecho dentro de las fronteras nacionales, sobre el poder y las responsabilidades de las empresas transnacionales y sobre el coste humano y medioambiental del capitalismo global.

Otro cambio esencial guardó relación no ya con la difusión global de la información, sino también con la relevancia comercial y cultural de la información en sí. Los sistemas y dispositivos electrónicos diseñados para crear, almacenar y compartir información se multiplicaron, con lo que adquirieron un poder y una accesibilidad asombrosos, aunque ninguno tuvo un impacto más profundo en la vida cotidiana de la gente de todo el orbe como el ordenador personal. A comienzos de la década de 1990 la sofisticación de los ordenadores permitió una comunicación inmediata entre continentes, no sólo a través de medios nuevos, sino también en marcos políticos y culturales nuevos. La comunicación electrónica a través de Internet atribuyó un significado firme al término aldea global. La revolución de Internet compartió características con revoluciones previas en el ámbito de la imprenta: empresarios con ambiciones utópicas; una fascinación por la publicación fácil e informal de material políticamente escandaloso y culturalmente ilícito; nuevos marcos sociales accesibles a grupos específicos, y esfuerzos entusiastas de intereses corporativos grandes y sólidos para aprovechar canales culturales y comerciales nuevos.

Por muy común que parezca su uso, Internet y tecnologías similares han tenido efectos muy diversos en las pugnas políticas de todo el planeta. Minorías étnicas acosadas se han hecho oír a través de campañas en páginas de la Red. La televisión vía satélite probablemente aceleró la sucesión de las revueltas populares en Europa del Este en 1989. Aquel mismo año, los faxes informaron a los manifestantes chinos de la plaza de Tiananmen sobre apoyos internacionales a sus esfuerzos. Mientras, el desarrollo de las tecnologías electrónicas brindó nuevas plataformas mundiales para intereses comerciales. Compañías como Sony, RCA y otras crearon contenidos de ocio, entre ellos música, películas de cine y espectáculos televisivos, así como los equipos electrónicos necesarios para ejecutar esos contenidos. La empresa Microsoft de Bill Gates se erigió en el mayor productor mundial de programas informáticos, con un margen de beneficios superior al producto interior bruto de España. En cuanto a producción, mercadotecnia y gestión, las industrias de la información son globales y se encuentran diseminadas por Estados Unidos, la India, Europa occidental y regiones del mundo en desarrollo. Pero suelen tener sede en Occidente y apoyar políticas neoliberales. Grupos empresariales internacionales de comunicación, información y entretenimiento dirigidos por el australiano Rupert Murdoch, o por Time Warner, por ejemplo, están firmemente vinculados a instituciones y concepciones del mundo occidentales, con lo que cada vez se apartan más de las empresas públicas y ofrecen espacios locales con una versión especial del mercado libre.

Al igual que el tráfico fluido de dinero, mercancías e ideas, la libre circulación del trabajo se ha convertido en un aspecto central de la globalización. Desde 1945, la migración generalizada de personas, sobre todo entre las antiguas colonias y sus potencias imperiales, ha modificado la vida cotidiana en todo el mundo. Grupos de trabajadores inmigrantes han cubierto los escalafones más bajos de las economías florecientes no sólo en Europa, sino también en los estados árabes ricos en petróleo que atrajeron mano de obra asiática y filipina, y en Estados Unidos, donde flujos migratorios tanto permanentes como temporales procedentes de México y otros países de América Latina se han desplazado por todo el continente. Esta fusión de pueblos y culturas ha producido originales encuentros multiculturales que incluyen mezclas impresionantes de música, gastronomía, lengua y otras formas culturales y sociales populares. Pero también ha creado tensiones en relación con la definición de ciudadanía y de las fronteras de comunidades políticas y culturales (temas ya familiares de la historia moderna). Como resultado de ellas, en los países y regiones de acogida han surgido violentas reacciones xenófobas, intolerancia y extremismos políticos, aunque también han aparecido concepciones nuevas sobre los derechos civiles y la identidad cultural.

Como se ha indicado antes, existen grandes divisiones entre los jugadores mundiales con más éxito y los países y culturas más pobres, desaventajados y, en ocasiones, cercados. Pero, en un sector concreto de la producción, las regiones poscoloniales más pobres han logrado responder a un mercado con un rendimiento regular e inmenso en el oeste. La producción ilegal de drogas como el opio, la heroína o la cocaína constituye un sector próspero en países como Colombia, Myanmar (antigua Birmania) y Malasia. Aunque la comercialización de estas sustancias está prohibida, las frágiles economías de los países que las producen han animado a los poderes públicos y privados a hacer la vista gorda ante su producción, o incluso a intervenir para sacar provecho de ellas. Otras formas semejantes de comercio ilegal también se han desarrollado mucho más allá de la antigua etiqueta del «crimen organizado» en cuanto a estructura e importancia política. El tráfico ilegal de inmigrantes, la gestión de transacciones financieras corruptas, el comercio con sustancias animales ilícitas o con diamantes «de sangre» extraídos de diversas guerras civiles poscoloniales brutales, todo ello es indicativo de esta tendencia. Las organizaciones que hay detrás de este comercio delictivo surgieron de la violencia política y el derrumbe económico de estados poscoloniales débiles, o del tráfico humano y comercial entre estas partes del mundo y las principales potencias económicas occidentales. Esas organizaciones han explotado los resquicios, lagunas y posibilidades sin supervisión que existen en el sistema menos reglado del mercado global y han esculpido centros de poder que no están directamente sujetos a las leyes de ningún estado concreto.

DEMOGRAFÍA Y SALUD MUNDIAL

Los avances de la globalización guardan complejas relaciones con la evolución del tamaño y la salud de la población mundial. Entre 1800 y mediados del siglo XX, la población mundial casi se triplicó y pasó de 1.000 a 3.000 millones de personas. Sin embargo, entre 1960 y 2000, la población volvió a doblarse y ascendió a 6.000 millones o más. Mejoras desorganizadas pero inmensas en pautas sanitarias básicas, sobre todo para niños pequeños y parturientas, contribuyeron al crecimiento, del mismo modo que los esfuerzos localizados para mejorar el medioambiente urbano-industrial en regiones poscoloniales. Por ejemplo, en algunas zonas de África oriental y meridional, el sur y el sudeste asiático y algunas ciudades de América Latina se lograron mejoras enormes. El conjunto de la población asiática se ha multiplicado por cuatro desde 1900 hasta sumar casi dos tercios de la población mundial actual. Este crecimiento ha forzado un subdesarrollo en servicios sociales, asistencia sanitaria pública e infraestructuras urbanas, lo que aumenta las posibilidades de enfermedades epidémicas y de estallidos de violencia étnica e ideológica alimentados por la pobreza y la confusión.

Una clase distinta de crisis demográfica acosa a partes de Occidente donde el descenso constante de la población debilita los sistemas públicos de seguridad social. Una esperanza de vida más larga, programas más amplios de sanidad pública, el aumento del gasto en sanidad y oportunidades más sencillas y de más aceptación social para el divorcio han contribuido al desafío, pero el factor más decisivo ha consistido en la disponibilidad de métodos fiables para el control de la natalidad y la nueva capacidad para elegir en cuanto a planificación familiar. Mientras Estados Unidos y Gran Bretaña han mantenido poblaciones estables o han registrado un ligero crecimiento gracias a la inmigración, otros escenarios, como Italia y Escandinavia, se han enfrentado a fuertes descensos en la tasa de natalidad que han supuesto la disminución de la población. Durante la década de 1990, Rusia también experimentó un vuelco repentino y potencialmente desastroso en esta dirección, estimulado por la pobreza de la era postsoviética, la emigración y el desorden. El descenso en las tasas de natalidad ha ido acompañado del aumento de la población mayor cuya salud y vitalidad fueron consecuencia de décadas de prácticas médicas mejoradas y programas legales estatales. La solvencia de estos programas a largo plazo plantea decisiones difíciles, sobre todo para países europeos donde se lucha por equilibrar las garantías sociales del estado de bienestar con las realidades fiscales y políticas.

La globalización también ha transformado el terreno de la salud y la medicina pública generando amenazas peligrosas al tiempo que tratamientos prometedores. Por lo común, la mejora y la ampliación de la atención sanitaria ha acompañado a otros tipos de prosperidad y, por tanto, ha resultado más accesible en Occidente. En África, América Latina y otros lugares, el caos político, los desequilibrios comerciales y las prácticas de algunas empresas farmacéuticas grandes a menudo han dado como resultado escasez de medicinas y una infraestructura médica raquítica, lo que dificulta la contención de nuevas oleadas de enfermedades mortales. De hecho, el riesgo mundial a la exposición a enfermedades epidémicas constituye una realidad nueva de la globalización (producto de un aumento de la interacción cultural, la exposición a ecosistemas nuevos para el desarrollo humano y la velocidad de los transportes intercontinentales). En la década de 1970 la aceleración de los viajes aéreos infundió temores de que una epidemia saltara por todo el planeta mucho más deprisa que las pandemias de la Edad Media. Esos miedos se vieron confirmados por la propagación mundial del virus de inmunodeficiencia humana (VIH), cuya fase final conduce al síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida), aparecido por primera vez a finales de la década de 1970. Cuando el VIH-sida se convirtió en un problema médico mundial (sobre todo en África, donde la enfermedad experimentó una propagación catastrófica), las organizaciones internacionales reconocieron la necesidad de dar una respuesta anticipada, rápida y completa a futuros brotes de enfermedades, tal como evidenció la lograda contención mundial del síndrome respiratorio agudo severo (SARS) en 2003.

Mientras, la labor de empresas multinacionales de investigación médica siguió ampliando las posibilidades de prevención y tratamiento de enfermedades. Una de las herramientas más poderosas de este cometido radica en la ingeniería genética, surgida a partir del excepcional descubrimiento del ADN en la década de 1950. En los años noventa, varios laboratorios se entregaron a la investigación médica más ambiciosa llevada a cabo jamás: la secuenciación del genoma humano, es decir, la elaboración del plano íntegro de la arquitectura de cromosomas y genes contenidos en el ADN humano. A través de este proceso y junto a él, la ingeniería genética desarrolló métodos para alterar la biología de los seres vivos. Parejas con problemas de fertilidad, por ejemplo, pudieron concebir ahora mediante procedimientos médicos in vitro. La ingeniería genética desarrolló (y patentó) variedades de ratones y otros animales de laboratorio portadoras de marcadores químicos, células y hasta órganos de otras especies. En 1997, estudiosos británicos lograron producir un clon (una reproducción genética exacta) de una oveja. El estudio del genoma también amplió y tornó más profundo el conocimiento médico de «defectos» y desviaciones biológicos de las normas genéticas del desarrollo humano. Como forma nueva de conocimiento en una era de conexión global, la ingeniería genética cruzó las barreras legales y morales de las sociedades humanas. La cuestión de quién gestionará esos progresos (naciones, organismos internacionales, o comunidades culturales y religiosas locales) quedó abierta a un arduo debate. Lo mismo ocurrió con argumentos recientes sobre dónde trazar la línea divisoria entre la intervención para salvar una vida y las preferencias culturales, entre el agente individual y el determinismo biológico. Al igual que otros estudios científicos relacionados con la humanidad, la genética planteó cuestiones fundamentales relacionadas con la ética, la ciudadanía y la medida de la humanidad.

Después del imperio: políticas poscoloniales en la era global

Incluso después de la desaparición de la rivalidad entre las superpotencias durante la Guerra Fría, otro legado de la época de posguerra condicionó las relaciones internacionales del siglo XXI. Las llamadas relaciones poscoloniales entre las antiguas colonias y las potencias occidentales surgieron a partir de las luchas por la descolonización detalladas en el capítulo 27. Las antiguas colonias, al igual que otros países sometidos al dominio político y económico de las potencias imperiales, consiguieron una independencia, al menos formal, junto con otras clases de autoridad cultural y política. Sin embargo, en otros aspectos, muy pocas cosas cambiaron para la gente de las viejas colonias. El mismo término poscolonial subraya el hecho de que la herencia del colonialismo perduró aun después de la independencia. Dentro de esas regiones, las comunidades políticas nuevas y viejas controlaron el legado del imperio y el futuro poscolonial de varias maneras diversas. En algunos casos, los antiguos colonizadores o sus aliados locales conservaron tanto poder que la independencia formal significó, en realidad, muy poco. En otros, sangrientas luchas por la independencia envenenaron la cultura política. La aparición de estados nuevos y nuevas formas políticas vino impulsada en ocasiones por objetivos económicos, otras veces por el resurgimiento de identidades culturales previas a la colonización y, otras, por conflictos étnicos. Los resultados variaron desde éxitos industriales vertiginosos hasta masacres étnicas, desde una democratización hasta la aparición de nuevos modelos locales de absolutismo. Durante la Guerra Fría, estas regiones poscoloniales fueron con frecuencia la cancha en la que se libró la pugna entre superpotencias. El patrocinio de las superpotencias los benefició pero también los convirtió en el campo de batalla de guerras de poder financiadas por Occidente durante la lucha contra el comunismo. Sus trayectorias diversas desde 1989 indican el complejo legado del pasado imperial en el mundo globalizado que siguió a la Guerra Fría.

EMANCIPACIÓN Y CONFLICTO ÉTNICO EN ÁFRICA

Los legados del colonialismo pesaron mucho en el África subsahariana. La mayoría de las antiguas colonias del continente consiguieron la independencia después de la Segunda Guerra Mundial cuando las infraestructuras básicas acumulaban décadas de deterioro debido a la negligencia imperial. Los largos años de Guerra Fría conllevaron escasas mejoras porque los gobiernos de todo el continente estaban plagados de corrupciones tanto internas como impuestas desde el exterior, miseria y guerras civiles. En el África subsahariana, empezaron a aparecer dos tendencias distintas alrededor de 1989, cada una de ellas determinada por la confluencia del fin de la Guerra Fría y unas condiciones locales inestables.

La primera tendencia se puede contemplar en Sudáfrica, donde la política había girado durante décadas alrededor de políticas raciales brutales de apartheid apoyadas por un gobierno minoritario blanco. El detractor más destacado del apartheid, Nelson Mandela, que dirigió el Congreso Nacional Africano (ANC, del inglés African National Congress), llevaba encarcelado desde 1962. La represión intensa y el conflicto violento continuaron hasta los años ochenta y llegaron a un peligroso callejón sin salida a finales de esa década. Entonces, el gobierno sudafricano optó por recurrir a una táctica audaz: a comienzos de 1990 liberó a Mandela. Éste volvió a asumir el liderazgo del ANC y guió al partido hacia la reanudación de las manifestaciones públicas unida a planes de negociación. La política dentro del régimen blanco dominado por los afrikáneres también cambió cuando F. W. de Klerk sucedió como primer ministro al reaccionario P. W. Botha. De Klerk, un pragmático que tenía miedo de una guerra civil y del derrumbamiento nacional por el apartheid, formó un buen tándem con Mandela. En marzo de 1992 ambos entablaron conversaciones directas para instaurar un gobierno mayoritario. A ellas les siguieron reformas legales y constitucionales y, en mayo de 1994, durante unas elecciones en las que participó toda la población sudafricana, Nelson Mandela salió elegido como primer presidente negro del país. Aunque muchas de sus iniciativas de gobierno para reformar la vivienda, la economía y la sanidad pública fracasaron, Mandela atenuó el clima de la violencia racial organizada. También adquirió y mantuvo una gran popularidad personal entre sudafricanos blancos y negros por igual como símbolo vivo de una cultura política nueva. La popularidad de Mandela se propagó por el extranjero, tanto dentro del África subsahariana como en todo el resto de mundo. En cierta cantidad de estados poscoloniales más pequeños, como Benín, Malawi y Mozambique, el inicio de la década de 1990 deparó reformas políticas que terminaron con el mandato de un partido o un dirigente único en beneficio de democracias parlamentarias y reformas económicas.

La otra gran tendencia siguió una dirección distinta, menos alentadora. Algunas autocracias dejaron paso a llamadas al pluralismo, pero otros estados del continente se sumieron en despiadados conflictos étnicos. En Ruanda, antigua colonia belga, los conflictos entre los pueblos hutu y tutsi estallaron en una campaña genocida bien orquestada contra los tutsis tras el asesinato del presidente del país. La masacre étnica llevada a cabo por hutus corrientes de todas las clases sociales dejó tras de sí más de ochocientos mil víctimas tutsis en cuestión de semanas. Al final, la presión internacional volvió las políticas locales ruandesas en contra de los responsables de la matanza. Muchos de ellos huyeron al vecino Zaire y allí se hicieron mercenarios a sueldo durante la guerra civil de múltiples facciones que sucedió a la caída de Mobutu Sese Seko, dictador del país durante largo tiempo con fama de haber desviado miles de millones de dólares de ayuda internacional hacia sus cuentas bancarias privadas. Algunos ambiciosos países vecinos intervinieron en Zaire con la esperanza no ya de asegurarse sus valiosos recursos, sino también de resolver los conflictos con sus propias minorías étnicas diseminadas por la frontera. La lucha se prolongó hasta finales de la década de 1990 y el comienzo del nuevo siglo, y muchos observadores la apodaron «la guerra mundial africana». Los servicios públicos, el comercio normal y hasta la asistencia sanitaria y de seguridad básicas se desmoronaron dentro de Zaire (rebautizado por un gobierno ineficaz establecido en Kinshasa como República Democrática del Congo). Con unas cifras de muertos que alcanzaron millones a causa de los combates, las masacres y las enfermedades, la guerra se adentró sin solución en la década siguiente.

EL PODER ECONÓMICO EN LA VERTIENTE PACÍFICA

A finales del siglo XX, Asia oriental se había convertido en un centro de producción industrial y manufacturera. China, cuyo gobierno comunista empezó a establecer lazos comerciales con Occidente en la década de 1970, consiguió el liderazgo mundial en la producción de industria pesada en el año 2000. Sus empresas estatales adquirieron contratos con empresas occidentales para fabricar productos baratos y en masa con la finalidad de venderlos en los mercados de Estados Unidos y Europa. Con el cambio de rumbo deliberado de las intrusiones europeas durante el siglo XIX en el «comercio chino», Pekín creó zonas comerciales semicapitalistas alrededor de grandes ciudades portuarias como Shanghái, una política cuyo interés fundamental radicó en la reclamación de Hong Kong a Gran Bretaña en 1997. Con ello se pretendía que las zonas comerciales fomentaran una inversión extranjera masiva de manera que dejara a China una balanza comercial favorable para su inmenso volumen de exportaciones baratas. En la práctica sólo obtuvieron un éxito relativo. El descenso del rendimiento agropecuario y una amenaza de crisis energética obstaculizaron la prosperidad y el crecimiento económico del interior, pero Hong Kong se afanó por mantenerse como territorio económico y cultural neutral con el resto del mundo, tal como había hecho en los tiempos del comercio del opio (véase el capítulo 22).

Otros países asiáticos también emergieron como potencias comerciales mundiales. La industria floreció en una serie de países, empezando por Japón y extendiéndose a lo largo de la costa pacífica hasta el sureste asiático y Oceanía durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En los años ochenta, la sólida expansión industrial y el aguante aparente de estos países les valió el apelativo de los «tigres de Asia», en referencia al tigre ambicioso y previsor de la mitología china. El colectivo de estos estados de la «vertiente pacífica» formó la región industrial más importante del mundo aparte de Estados Unidos y Europa. De ellos, Japón no sólo encabezó la marcha, sino que también se convirtió en el modelo más influyente del éxito, con una recuperación después de la guerra que a la larga superó el «milagro económico» (véase el capítulo 28) de Alemania Occidental. Las empresas japonesas se concentraron en la eficacia y la fiabilidad técnica de sus productos: coches con eficiencia energética, acero de especialidad, componentes electrónicos pequeños, etcétera. La diplomacia japonesa y los grandes subsidios estatales respaldaron los logros de las empresas japonesas, mientras que un programa bien financiado de formación técnica aceleró la investigación y el desarrollo de productos novedosos. Las firmas japonesas también parecieron beneficiarse de la lealtad mutua entre funcionarios del estado y directores corporativos, posturas fomentadas por la dilatada experiencia japonesa en sindicatos gremiales y política feudal. Otros países de Asia oriental, más recientes o menos estables que Japón, intentaron emular su éxito. Algunos, como Corea del Sur y el reducto nacionalista chino de Taiwán, trataron la creación de prosperidad como un deber patriótico esencial. En países poscoloniales como Malasia e Indonesia, los gobiernos se jugaron los recursos nacionales y la creciente mano de obra local (en los cuales radicó su atractivo para las potencias imperiales de épocas pasadas) con el fin de obtener inversiones para la industrialización. Al igual que en China, las fábricas que se crearon fueron, o bien filiales de empresas occidentales, o bien instalaciones operadas en nombre de nuevas versiones multinacionales del sistema de producción a domicilio de la primera industrialización.

Pero el auge repentino de la vertiente del Pacífico también encerró los elementos del primer «fiasco». La confluencia de varios factores a lo largo de la década de 1990 dio lugar a una deceleración inmensa del crecimiento y casi al desplome de varias monedas. Japón sufrió un aumento de los costes de producción, partidas sobrevaloradas, una especulación desenfrenada en su carísimo mercado estatal real y los sobornos habituales que recompensaban la firme lealtad corporativa. En el sureste asiático, países como Indonesia se encontraron con que tuvieron que pagar a los prestamistas occidentales la diferencia del capital industrial sobrevalorado, los cuales impusieron estrictas cláusulas de devolución de deudas. Los descensos económicos motivaron medidas muy variadas. En Corea del Sur, una generación más mayor que recordaba la catástrofe económica que siguió a la Guerra de Corea respondió a las llamadas nacionales de sacrificio, a menudo invirtiendo sus propios ahorros para respaldar a empresas con problemas. Japón emprendió programas de austeridad monetaria para hacer frente al primer pico serio de desempleo en dos generaciones. En Indonesia, la inflación y el desempleo despabilaron graves conflictos étnicos que la prosperidad y la violenta represión estatal habían sofocado en tiempos anteriores. Este país eminentemente musulmán, con una larga tradición de tolerancia y pluralismo dentro de la fe, también presenció estallidos de fundamentalismo religioso violento que solemos asociar a otra región del planeta: Oriente Medio.

Nuevo centro de gravedad: Israel, el petróleo y el islam político en Oriente Medio

Tal vez ninguna otra región ha atraído más la atención de Occidente en la era de la globalización que Oriente Medio, donde una combinación inestable de intereses occidentales militares, políticos y económicos convergió con conflictos regionales muy arraigados y con políticas islámicas transnacionales. Los resultados de esta confrontación existente aún hoy prometen forjar el siglo XXI. En este apartado se tratan tres de los aspectos más importantes de la historia reciente de esta zona. El primero lo constituye la aparición del conflicto árabe-israelí. El segundo lo conforma el desarrollo crucial de la región como centro planetario de producción de crudo. El tercero surge del interior del mundo árabe en gran medida como reacción contra sus relaciones recientes con Occidente. Se trata del avance de una rama específica y moderna de radicalismo islámico que desafía los legados del imperialismo y promete un cambio revolucionario y, en ocasiones, apocalíptico en los países poscoloniales, y cuyos elementos más violentos generan una serie de miedos, iras y, a la postre, un enfrentamiento directo con los gobiernos occidentales.

EL CONFLICTO ÁRABE-ISRAELÍ

Como ya se vio en el capítulo 27, la existencia de Israel se convirtió en un campo de batalla desde el principio. Las aspiraciones nacionales de los inmigrantes judíos procedentes de Europa, decididos a sobrevivir y trascender al holocausto y al violento antisemitismo de posguerra, chocaron directamente con las motivaciones de los panarabistas, es decir, nacionalistas laicos y anticolonialistas que apelaban al orgullo árabe y a la independencia contra la dominación europea. A finales de la década de 1970, tras dos guerras árabe-israelíes, pareció que una generación entera de lucha llegaría a su fin. Los mediadores estadounidenses empezaron a promover conversaciones para evitar más estallidos repentinos de conflicto, mientras los líderes soviéticos permanecieron neutrales pero defensores de los esfuerzos de paz. Lo más notable fue que el presidente egipcio Anwar al-Sadat, que había autorizado y dirigido la guerra de 1973 contra Israel, concluyó que la única respuesta posible a largo plazo al conflicto de la zona consistía en la coexistencia, y no en la destrucción de Israel. Apoyado por el presidente estadounidense Jimmy Carter, Al-Sadat pactó una paz entre Egipto y el líder firmemente conservador Menachem Begin en 1978. Dirigentes de ambos bandos del conflicto creyeron que los beneficios potenciales eran mayores que los riesgos evidentes.

Pero las esperanzas de una paz duradera no tardaron en desvanecerse. Las hostilidades aumentaron entre Israel y los árabes palestinos desplazados por la guerra árabe-israelí, una confrontación que polarizó a un grupo cada vez más amplio de gente. En cada bando del conflicto palestino-israelí, una mezcla potente de nacionalismo étnico y religioso empezó a controlar tanto el debate como la acción. Los conservadores israelíes alentaron un sentimiento público que antepuso la seguridad al resto de prioridades, sobre todo entre los inmigrantes judíos más recientes, con frecuencia procedentes de la antigua Unión Soviética. En el otro bando, los palestinos más jóvenes, enojados por los fracasos de sus mayores para provocar la revolución, dieron la espalda al radicalismo laico de la Organización para la Liberación de Palestina y abrazaron el islam radical.

En este ambiente político explosivo, los palestinos sometidos a una masificación tremenda en la margen occidental del río Jordán y la Franja de Gaza se rebelaron en 1987 con un estallido de desórdenes callejeros. Este alzamiento (llamado intifada —literalmente «sacudida» o rebelión—) se prolongó durante años mediante enfrentamientos diarios entre jóvenes palestinos provistos de piedras y fuerzas de seguridad armadas israelíes. Las luchas callejeras se intensificaron hasta convertirse en tandas de terrorismo palestino consistente, sobre todo, en bombas suicidas contra objetivos civiles y en represalias del ejército israelí. Las iniciativas internacionales para negociar una paz depararon algunos resultados, incluida la autonomía oficial de una «autoridad» palestina encabezada por el dirigente de la OLP, Yasir Arafat. Pero la paz siempre fue frágil, en el mejor de los casos, y tal vez recibió un golpe fatal con el asesinato del primer ministro reformista israelí Isaac Rabin, en 1995, cometido por un israelí reaccionario, y con ataques continuos de terroristas islamistas. Con la llegada del siglo XXI volvió a prender otro ciclo de violencia provocado por una «segunda intifada» palestina a finales del año 2000. Por tanto, la guerra de disturbios y bombas librada por vecinos directos continuó.

EL PETRÓLEO, EL PODER Y LA ECONOMÍA

Las luchas entre el estado de Israel y sus vecinos han tenido relevancia por sí mismas. Pero uno de los motivos más apremiantes por los que este conflicto importó a potencias extranjeras fue material: el petróleo. La demanda mundial de crudo se disparó durante la época de la posguerra y se aceleró desde entonces. Con la llegada de la fiebre consumista en el occidente de la Guerra Fría, los ciudadanos corrientes compraron coches y otros bienes de consumo duraderos propulsados con petróleo, mientras que los plásticos industriales elaborados a partir de subproductos del petróleo se utilizaron para fabricar una abundancia de artículos domésticos básicos. Esas necesidades, y las ansias de beneficio y poder que llevaron aparejadas, acercaron cada vez más a las empresas y gobiernos a los estados ricos en petróleo de Oriente Medio cuyas vastas reservas se descubrieron en las décadas de 1930 y 1940. Grandes compañías gestionaron una diplomacia conjunta con los estados de Oriente Medio y el gobierno de su propio país con el fin de diseñar concesiones para la extracción, el refinamiento y el transporte marítimo del crudo. Los oleoductos fueron instalados por contratistas en todo el mundo, desde California a Roma y Rusia.

El inmenso valor económico a largo plazo de las reservas petroleras de Oriente Medio convirtió el crudo en una herramienta fundamental para las nuevas luchas por el poder político, y muchos países productores aspiraron a usar sus recursos como palanca con las antiguas potencias coloniales de Occidente. En 1960, los principales productores de Oriente Medio, África y América Latina se asociaron en un cártel para sacar provecho de este recurso vital que dio lugar a la Organización de los Países Exportadores de Petróleo (OPEP), con el objetivo de regular la producción y la fijación del precio del crudo. Durante la década de 1970, la OPEP desempeñó un papel fundamental en la economía mundial. Su política reveló no sólo el deseo de extraer el máximo provecho de los cuellos de botella en la producción petrolera, sino también la política militante de algunos dirigentes de la OPEP que querían utilizar el petróleo como arma contra Occidente en el conflicto árabe-israelí. Tras la guerra árabe-israelí de 1973, la línea dura impulsó un embargo que provocó una espiral de inflación y de problemas económicos en los países occidentales y desencadenó un ciclo de peligrosa recesión que duró casi una década.

En respuesta, los gobiernos occidentales trataron las regiones petroleras de Oriente Medio como un centro de gravedad estratégico crucial, el objeto de una diplomacia constante por parte de las grandes potencias. Si el conflicto suponía una amenaza directa para la estabilidad de la producción petrolera o los gobiernos afines, las potencias occidentales estaban preparadas para intervenir por la fuerza, como se demostró con la Guerra del Golfo de 1991. En la década de 1990 apareció otro frente de competencia y conflicto potencial cuando también aumentaron las demandas energéticas de los países poscoloniales. En concreto, los nuevos gigantes industriales de China y la India contemplaron las reservas petroleras de Oriente Medio con el mismo nerviosismo que Occidente. La fiebre del petroleo también generó un conflicto violento en el seno de los países productores de Oriente Medio. Los ingresos procedentes del crudo produjeron un tipo de desarrollo económico muy irregular. Los grandes abismos existentes entre, o dentro de, las sociedades de Oriente Medio, que diferenciaban entre los «poseedores» del petróleo y los «desposeídos» de el, provocaron hondos resentimientos, corrupciones oficiales continuadas, e impulsaron una nueva oleada de políticas radicales. Cuando los nacionalistas panarabistas desaparecieron de la escena, la creciente fuerza revolucionaria se reunió en torno a interpretaciones modernas de fundamentalismo islámico, ahora ligado a políticas poscoloniales.

EL ASCENSO DEL ISLAM POLÍTICO

En el norte de África y Oriente Medio, los procesos de modernización y globalización crearon gran descontento. Los países que surgieron de la descolonización compartieron a menudo características de las «cleptocracias» al sur del Sahara: organismos estatales corruptos, amiguismos basados en parentescos étnicos o familiares, deterioro de los servicios públicos, raudos crecimientos demográficos y represión estatal constante de la disidencia. Estas condiciones crearon una gran decepción quizá no superada en ningún otro lugar por la que cundió en la cuna del panarabismo: el Egipto de Nasser. Durante la década de 1960, los académicos y críticos culturales egipcios emitieron juicios similares contra el régimen de Nasser que se convirtieron en el centro de un poderoso movimiento político emergente. Sus críticas ofrecieron interpretaciones modernas de ciertas corrientes legales y políticas del pensamiento islámico, ideas relacionadas lejanamente durante siglos por su asociación con revueltas contra la interferencia extranjera y la corrupción oficial. Ellos tacharon al gobierno nacionalista egipcio de avaricioso, brutal y corrupto.

Sin embargo, había un sesgo en sus denuncias: que las raíces del fracaso moral del mundo árabe radicaban en siglos de contacto colonial con Occidente. El más influyente de aquellos críticos islamistas, Sayyid Qutb (1906-1966), expuso estas ideas en una serie de ensayos por los que fue arrestado en varias ocasiones por las autoridades egipcias y, al final, ejecutado. Su razonamiento era el siguiente. Como consecuencia de influencias corruptas externas, las élites gobernantes de los nuevos estados árabes practicaban políticas que desgastaban lazos locales y familiares, lo que incrementaba las divisiones económicas al tiempo que descuidaba la obligación del gobierno de brindar caridad y estabilidad. Es más, las élites nacionales estaban en quiebra moral, puesto que su vida desafiaba los códigos de moralidad, autodisciplina y responsabilidad comunal arraigados en la fe islámica. Para mantener el poder, las élites vivían sometidas al control de las potencias imperiales y empresariales de Occidente. Desde la perspectiva de Qutb, esta colaboración no sólo generaba impureza cultural, también deterioraba la auténtica fe musulmana. Esta valoración terrible de las sociedades árabes (que estaban envenenadas desde fuera y desde dentro) exigía, asimismo, una solución drástica. Las sociedades árabes debían rechazar no ya los opresivos gobiernos poscoloniales, sino también todas las ideas políticas y culturales que viajaban con ellos, en especial aquellas que pudieran calificarse como «occidentales». Revueltas populares sustituirían las autocracias árabes por una forma idealizada de gobierno islámico conservador, un sistema donde el islamismo estricto vincularía la ley, el gobierno y la cultura.

Mediante una fórmula conocida para los historiadores de la política europea a lo largo de los siglos XIX y XX, esta forma concreta de política islamista combinaba la ira popular, la oposición intelectual a las influencias «extranjeras» y una visión muy idealizada del pasado. En la década de 1970 empezó a expresarse abiertamente en la política regional. Las ideas de Qutb las llevó a la práctica la organización egipcia Hermandad Musulmana, una asociación secreta pero extendida basada en políticas anticolonialistas, la caridad local y un islam fundamentalista violento. Esas mismas ideas se difundieron entre organizaciones similares de otros países árabes urbanizados y las principales universidades islámicas, que eran centros históricos de debate sobre teoría política y ley religiosa. El islam radical surgió como una fuerza impulsora de crítica y desafío a los regímenes autocráticos árabes. Los críticos laicos e isla-mistas más liberales que reclamaban elecciones libres y libertad de prensa estaban más escindidos y, por tanto, resultaron más fáciles de silenciar, mientras que la nueva oleada de fundamentalistas consiguió concesiones que le permitieron predicar y publicar mientras no emprendieran revueltas reales. Aunque el movimiento iba en aumento, el giro más espectacular consiguió sorprender a los observadores. Al igual que la irrupción del protestantismo en los displicentes estados alemanes, por ejemplo, o el triunfo de la revolución comunista en Rusia, el momento decisivo para el islam radical como fuerza política se produjo en un lugar inesperado: Irán.

La revolución islámica iraní

Irán brindó uno de los ejemplos más espectaculares de «modernización» frustrada en Oriente Medio. A pesar del inmenso crecimiento económico de los años sesenta y setenta, los iraníes bregaron con la herencia de la intervención extranjera y la gestión corrupta del sah Reza Pahlavi, un dirigente pro occidental que llegó al poder durante un golpe de estado militar en 1953 apoyado por Gran Bretaña y Estados Unidos. A cambio de la amistad del sah con Occidente durante la Guerra Fría, y de ofrecer una fuente constante de petróleo a un precio razonable, el gobierno iraní recibió vastas sumas en contratos petrolíferos, armas y ayuda al desarrollo. Miles de occidentales, sobre todo estadounidenses, acudieron a Irán e introdujeron influencias extranjeras que no sólo pusieron en peligro los valores tradicionales, sino que también ofrecieron alternativas económicas y políticas. Sin embargo, el sah mantuvo esas alternativas a distancia negándose por igual y con rotundidad a otorgar representación democrática a los trabajadores «occidentalizadores» iraníes de clase media y a los estudiantes universitarios de gran fervor religioso. Gobernó a través de una aristocracia reducida y dividida por luchas internas constantes. El ejército y la policía secreta acometieron campañas regulares y brutales de represión. A pesar de todo esto, y de las protestas públicas que generó en Occidente, gobiernos como la conservadora administración de Nixon acogieron al sah como aliado estratégico vital: crucial durante la Guerra Fría, clave en las alianzas antisoviéticas y fuente segura de petróleo.

Veinticinco años después del golpe de 1953 concluyó el recorrido autocrático del sah hacia la consecución de un país industrial. Tras un período largo de decadencia económica, descontento público y enfermedad personal, el sah reparó en que no podía seguir en el poder. Se retiró de la vida pública bajo presión popular en febrero de 1979. Siguieron ocho meses de incertidumbre, la mayoría de los occidentales huyó del país y el gobierno provisional nombrado por el sah se desplomó. La coalición política de más peso entre los revolucionarios iraníes apareció de la nada: un movimiento islámico amplio centrado en el ayatolá Ruholla Jomeini (1902-1989), jefe religioso y teólogo iraní que regresó de su exilio en Francia. Otros líderes espirituales y la inmensa población desempleada del país, estudiantes universitarios de gran fervor religioso, impulsaron el movimiento. Manifestantes laicos privados del derecho a voto se unieron a los islamistas radicales para condenar décadas de indiferencia occidental y opresión del sah. El nuevo régimen combinó cierto populismo económico y político limitado con interpretaciones estrictas de la ley islámica, restricciones a la vida pública de las mujeres y la prohibición de muchas ideas y actividades relacionadas con la influencia occidental.

El nuevo gobierno iraní también se definió contra sus enemigos: contra el sistema religioso sunní de países vecinos, contra el «ateo» comunismo soviético, pero sobre todo contra Israel y Estados Unidos. Los iraníes temían que Estados Unidos intentara derrocar a Jomeini igual que había hecho con otros líderes. La violencia en las calles de Teherán alcanzó su grado máximo cuando estudiantes militantes asaltaron la embajada estadounidense en noviembre de 1979 y tomaron cincuenta y dos rehenes. Aquella actuación se tradujo en seguida en una crisis internacional que anunció un nuevo tipo de confrontación entre las potencias occidentales y los radicales islámicos poscoloniales. La administración del presidente Jimmy Carter consiguió al fin la liberación de los secuestrados, pero no antes de que la retahila de fallos previos favoreciera la elección del conservador Ronald Reagan.

IRÁN, IRAK Y LAS CONSECUENCIAS INVOLUNTARIAS DE LA GUERRA FRÍA

La victoria de Irán durante la crisis de los rehenes fue breve. A finales de 1980, Irak (vecino árabe de Irán y su rival tradicional) lo invadió con la esperanza de apoderarse de los campos petroleros del sur de Irán en medio de la confusión revolucionaria. Irán contraatacó. Como resultado se produjo un conflicto homicida de ocho años marcado por el empleo de armas químicas y por oleadas humanas de jóvenes radicales iraníes combatiendo contra iraquíes armados por los soviéticos. La guerra concluyó con la derrota de Irán, pero no con el desmoronamiento de su régimen teocrático. A corto plazo, los líderes religiosos se consolidaron aún más dentro del país gracias a su larga defensa del nacionalismo iraní, mientras en el extranjero invertían los ingresos del petróleo en respaldar al pueblo llano del Líbano y otros lugares comprometidos con el terrorismo contra Occidente. Al final, las amenazas más graves para el régimen iraní provinieron del interior, de una generación nueva de estudiantes jóvenes y trabajadores sin derecho a voto que no apreciaron grandes cambios en sus expectativas de prosperidad y de ciudadanía activa desde los tiempos del sah.

El conflicto irano-iraquí creó otro problema para los intereses occidentales y los gobiernos de los principales estados de la OPEP: Irak. Varios gobiernos (incluida una alianza inverosímil entre Francia, Arabia Saudí, la Unión Soviética y Estados Unidos) apoyaron a Irak durante la guerra con la intención de derribar a los sacerdotes iraníes. Su apoyo condujo a la instauración de uno de los gobiernos más violentos de la región: la dictadura de Sadam Husein. La guerra dejó Irak exhausto política y económicamente. Para reforzar su régimen y restablecer la influencia iraquí, Husein alzó la mirada hacia otros lugares de la región. En 1990 invadió el pequeño Kuwait, país vecino rico en petróleo. Con el retroceso de la Guerra Fría, los defensores soviéticos de Irak no aprobaron la agresión iraquí. Un grupo de países occidentales encabezados por Estados Unidos reaccionó con fuerza. En cuestión de meses, Irak se enfrentó a todo el peso militar de Estados Unidos (muy entrenado desde Vietnam para derrotar fuerzas mucho más potentes que las iraquíes, armadas por los soviéticos) y fuerzas de varios países de la OPEP, tropas francesas y divisiones acorazadas de Gran Bretaña, Egipto y Siria. Esta coalición bombardeó las tropas iraquíes desde el aire durante seis semanas, después las expulsó por la fuerza y retomó Kuwait mediante una campaña breve y bien ejecutada sobre el terreno. Esto cambió el tenor de las relaciones entre Estados Unidos y los productores árabes de petróleo, y alentó no sólo la proximidad entre gobiernos, sino también las iras de los radicales antiamericanos ante la nueva presencia occidental. Asimismo, más que el fin, supuso el comienzo de un enfrentamiento occidental con Irak centrado en el afán de Husein por desarrollar armas nucleares y biológicas.

En otras partes de la región, las pugnas de poder de la Guerra Fría atraparon a ambas superpotencias en las nuevas y crecientes redes de radicalismo islámico. En 1979, el gobierno socialista de Afganistán se reveló contra sus patrones soviéticos. Ante el temor de un resultado como el de Irán, que favoreciera la propagación del fundamentalismo por las regiones musulmanas del Asia central soviética, Moscú respondió derrocando al presidente afgano y poniendo en su lugar una facción pro soviética. El nuevo gobierno, respaldado por más de cien mil soldados soviéticos, se vio inmerso de inmediato en una guerra contra combatientes que aunaban el conservadurismo local con el islam militante, y que captaban voluntarios entre los movimientos islámicos radicales de Egipto, Líbano, Arabia Saudí y otros lugares. Estos combatientes, autoproclamados muyahidines, entendieron el conflicto como una guerra santa. Los muyahidines sacaron provecho de las armas avanzadas y del entrenamiento ofrecido por las potencias occidentales lideradas por Estados Unidos. Quienes prestaron apoyo interpretaron el conflicto en términos de guerra fría, como una oportunidad para agotar los recursos soviéticos con una guerra imperial infructuosa. Desde este punto de vista, la ayuda funcionó; la guerra se dilató casi diez años, se cobró miles de vidas rusas y deterioró la credibilidad del gobierno ruso en su propio país. Las tropas soviéticas se retiraron en 1989. Tras cinco años de guerra entre clanes, facciones islámicas de la línea dura vinculadas a los muyahidines tomaron el control del país. Comparado con su experimento teocrático, el régimen de Irán pareció hasta moderado.

Violencia sin límites: guerra y terrorismo en el siglo XXI

Las redes globales de comunicación, finanzas y movilidad comentadas al principio de este capítulo confirieron a la violencia política radical un carácter preocupante a finales del siglo XX. En la década de 1960, una serie de tácticas terroristas organizadas y sectarias se habían convertido en parte importante del conflicto político en Oriente Medio, Europa y América Latina. La mayoría de estas primeras organizaciones terroristas —incluido el Ejército Republicano Irlandés (IRA), las Brigadas Rojas italianas y diversas organizaciones revolucionarias palestinas— persiguió objetivos específicos, como el separatismo étnico o la instauración de gobiernos revolucionarios. En la década de 1980 y, sobre todo, en los años noventa, estos grupos se vieron complementados, y más tarde reemplazados, por otra variedad de organización terrorista que se movía con libertad por el territorio y los sistemas legales locales. Estos grupos terroristas nuevos y apocalípticos apelaban al conflicto definitivo para acabar con los enemigos y asegurarse el martirio. Algunos de estos grupos surgieron de los trastornos sociales que creó el estallido de crecimiento durante la posguerra, y otros mantuvieron un vínculo directo con algún tipo de religión radical. A menudo se apartaron de las crisis locales que habían espoleado sus primeras iras y recorrieron otros países en busca de reclutas para la causa.

Un ejemplo destacado de estos grupos, y el que pronto alcanzaría mayor notoriedad, lo encarnó la organización aglutinadora de islamistas radicales Al Qaeda, creada por líderes de los muyahidines que habían luchado contra la Unión Soviética en Afganistán. Su cabecilla oficial y patrocinador financiero era el multimillonario saudí Osama Bin Laden. Entre sus jefes de operaciones figuraba el célebre radical egipcio Ayman Al-Zawahiri, cuya carrera política lo puso en contacto directo con Sayyid Qutb y otros ideólogos fundadores del islam revolucionario moderno. Estos líderes organizaron extensas redes de células terroristas muy autónomas en todo el mundo (desde los territorios islámicos del sureste asiático hasta Europa, África oriental y Estados Unidos), financiadas por miríadas de cuentas privadas, empresas tapadera, comercios ilegales y dividendos corporativos ilegales por toda la economía mundial. Esta organización y sus objetivos sobrepasaron los límites. No aspiraban a negociar por un territorio ni a cambiar el gobierno de un estado concreto. Hablaban de la destrucción del estado de Israel y de los sistemas de gobierno no islámicos de América, Europa y otras partes del mundo, e instaban a la rebelión conjunta, apocalíptica de los musulmanes fundamentalistas para crear una comunidad islámica unida por el vínculo único de la fe. En la década de 1990 participaron en una serie campañas terroristas locales dentro de países islámicos y organizaron ataques suicida a gran escala contra objetivos estadounidenses, entre los que destacan los ataques de 1998 a las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania.

A comienzos del siglo XXI, los organizadores de Al Qaeda arremetieron de nuevo contra su enemigo político más notorio, la cuna simbólica de la «globalización»: Estados Unidos. Grupos reducidos de radicales suicidas, ayudados por la organización de Al Qaeda, planearon el secuestro de aviones comerciales para usarlos como proyectiles aéreos y derribar los símbolos de mayor relevancia estratégica del poder mundial estadounidense. El 11 de septiembre de 2001, ejecutaron esta misión con la serie de ataques terroristas más sangrientos cometidos jamás en suelo estadounidense. En cuestión de una hora, aviones secuestrados se precipitaron sobre el Pentágono, el cuartel general del ejército de EE UU, y las Torres Gemelas del World Trade Center de la ciudad de Nueva York. Un cuarto avión, que posiblemente se dirigía hacia el Capitolio, cayó en un campo de Pensilvania porque el pasaje frustró el ataque enfrentándose a sus captores. Las Torres Gemelas, que se contaban entre los edificios más altos del mundo, se desmoronaron en cenizas y cascotes ante la vista de cientos de millones de espectadores que las contemplaban por televisión o Internet. Durante aquellos ataques simultáneos murieron casi tres mil personas.

Los atentados fueron al mismo tiempo una variedad nueva de terror (debida en buena medida a la globalización, tanto por sus perspectivas como por sus métodos) y algo más antiguo: la violencia extrema y oportunista de grupos marginales contra culturas nacionales durante un período de trastornos e incertidumbres generales. La inmediata respuesta estadounidense consistió en actuar contra la base central de Al Qaeda en Afganistán, un país que caía en picado tras la guerra previa de treinta años. La combinación estadounidense de soldados profesionales versátiles, un equipamiento sin parangón y milicias afganas armadas enojadas con el desorden del país derrotó con rapidez a los promotores talibanes de Al Qaeda y dispersó a los propios terroristas. Sin embargo, aquella campaña no consiguió identificar y eliminar las redes ocultas de líderes, finanzas e información que propulsan el terrorismo apocalíptico. La reconstrucción y la rehabilitación de Afganistán, consecuencia necesaria de la actuación estadounidense y europea, partió casi de cero en cuanto a administración e infraestructura. La presión de crisis en otros lugares y la naturaleza cambiante de la preocupación popular occidental dificultaron la recuperación.

Uno de los motivos de que grupos como Al Qaeda despierten temores constantes guarda relación con su creciente poder y con la disponibilidad de las armas que podrían usar: sustancias químicas, agentes biológicos que podrían matar a millones de personas, e incluso armas nucleares portátiles. Con el fin de la Guerra Fría, los métodos y las tecnologías que las superpotencias empleaban para mantener el «equilibrio de terror» nuclear se volvieron más accesibles para grupos desplazados con el peso financiero o político necesario para conseguirlos. Otras carreras armamentísticas importantes, centradas, por ejemplo, alrededor de Israel o los conflictos entre la India y Pakistán, contribuyeron a extender la disponibilidad de bases de producción y de recursos para la creación de armas de una potencia espantosa y que ya no se regían estrictamente por los convencionalismos legales y la fuerza disuasoria de las superpotencias. El temor de que el gobierno iraquí de Sadam Husein aspirara a disponer de armas biológicas o nucleares contribuyó a desencadenar la Guerra del Golfo de 1991 y a activar iniciativas internacionales para desarmar Irak a partir de entonces. La inquietud ante la posibilidad de que estados como Irak cedieran esas armas a terroristas apocalípticos (un miedo renovado tras los ataques de Nueva York y Washington) sirvió de base lógica para una invasión de Irak dirigida por Estados Unidos en la primavera de 2003. La campaña, que usó una fuerza tanto terrestre como aérea especialmente reducida, tomó Irak con rapidez y derrocó a Husein. En cambio, no se encontró ninguna prueba de ningún programa de desarrollo de armas reciente o en activo y, en el proceso, Estados Unidos heredó la compleja reconstrucción de un estado destrozado, salpicado de violencia guerrillera y terrorismo contra Occidente.

En Corea del Norte persistió una amenaza similar. Tras la pérdida del patrocinio soviético en 1991, el aislado estado de Corea del Norte se encaminó errático de un desastre económico a otro, con rumores confirmados de inanición en algunas regiones del país y una descomposición del gobierno en feudos militares y políticos. El gobierno norcoreano persiguió el desarrollo de un arsenal nuclear como factor de contrapeso frente el resto de grandes estados del noreste asiático y Estados Unidos. Cada uno de esos vecinos comprendió que existía la macabra posibilidad de que Corea del Norte rebasara el último umbral nuclear, tal vez el más trascendental, y dotara de armas nucleares no ya a estados en apuros, sino a organizaciones no vinculadas a ningún país. En resumen, en los albores del siglo XXI, la guerra y el tremendo poder homicida de la tecnología moderna amenazaron con eludir el control de los estados nacionales y definieron claramente comunidades políticas.

Conclusión

En un mundo tan complejo, la pérdida de asideros conocidos dificulta la resolución de interrogantes fundamentales sobre comportamiento humano y comunidad política. Los historiadores son reacios a ofrecer lo que el historiador Peter Novick denomina «lecciones sesudas para estampar en las pegatinas de los coches». Tal como lo expresa Novick:

Si se pudiera extraer alguna sabiduría, por usar una palabra pretenciosa, de la observación de un acontecimiento histórico, creo que provendría de enfrentarse a él en toda su complejidad y con todas sus contradicciones; sus semejanzas con otros eventos con los que cabría compararlo y sus diferencias […]. Si se pudieran extraer lecciones de un encuentro con el pasado, ese encuentro debería producirse con un pasado en toda su confusión; no es probable que se obtuvieran de un encuentro con un pasado pulido para que brinde lecciones iluminadoras.

Los hechos desordenados y contradictorios que los historiadores encuentran en los archivos rara vez exhiben héroes intachables o villanos sin matices. Más bien, un buen análisis histórico evidencia los complejos procesos y dinámicas de cambio a lo largo del tiempo. Ayuda a comprender los múltiples estratos de pasado que se han ido formando y nos restringen a nuestro mundo presente. Al mismo tiempo, revela una y otra vez que esas restricciones no prefiguran lo que ocurrirá después, ni cómo podría modelarse la historia del futuro.

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