Banderas rojas y revoluciones
de terciopelo: el fin de la Guerra Fría,
1960-1990
El año 1960 pareció dorado y preñado de promesas. A pesar de la tensión internacional casi constante, la vida cotidiana en Europa y EE UU parecía ir a mejor. Las economías se recuperaron, muchos niveles de vida subieron y florecieron variedades nuevas de cultura. El horizonte económico relucía brillante. En 1990, la mayoría de los paisajes conocidos experimentó una transformación impresionante. Los europeos del oeste ya no estaban tan seguros de su prosperidad o de la capacidad de sus dirigentes para brindarles la vida que creían garantizada. Las sociedades se habían fragmentado de maneras inesperadas. La disolución asombrosamente repentina del bloque soviético derribó los fundamentos del mundo de la Guerra Fría, lo que hizo aflorar tanto las esperanzas de paz como los temores a un conflicto desde territorios insospechados.
¿Cómo se explica esta transformación? A mediados de la década de 1960, las tensiones sociales y económicas fueron minando el consenso de que en el oeste se había desarrollado una prosperidad de posguerra. La expansión económica después de 1945 deparó cambios espectaculares: otras industrias, otros valores económicos, otras clases sociales y una sensación nueva e intensa de diferencia generacional. Los gobiernos se encontraron con demandas procedentes de grupos sociales nuevos y a menudo vieron frustrados sus intentos por darles respuesta. Las tensiones estallaron a finales de la década de 1960. En 1968 estallaron levantamientos y huelgas en todo el oeste, desde Checoslovaquia a Alemania, Francia, Estados Unidos y México. Los problemas se agravaron después de 1975 debido a una crisis económica continua que puso en riesgo la seguridad que tanto trabajo le costó conseguir a una generación. Cuando la economía se estancó, las protestas sociales continuaron en Europa y Estados Unidos durante al menos una década después del fin estricto de «los sesenta».
Los desafíos de aquellas décadas se revelaron más fundamentales incluso en el ámbito soviético. La decadencia económica se unió al estancamiento social y político para generar otra oleada de revueltas. El año 1989 marcó el comienzo de una serie de acontecimientos extraordinariamente veloces y sorprendentes. El gobierno comunista se desplomó en Europa del Este, y la Unión Soviética se desintegró. La Guerra Fría pareció no importar ya. El significado de esos cambios para el futuro de la democracia y la estabilidad política de una vasta región, que se extendía desde la linde de China en el este hasta la frontera de Polonia por el oeste, fue toda una incógnita.
El boom de la década de 1950, especialmente llamativo debido al contraste con los crudos años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, ejerció unos efectos profundos y de gran alcance en la vida social. Para empezar, la población creció, aunque de manera desigual. Migró por el continente. Tanto la RFA como Francia necesitaron importar mano de obra para mantener su estallido de producción. A mediados de los años sesenta, cuando los sueldos subieron y el desempleo cayó, había 1,3 millones de trabajadores extranjeros en Alemania occidental y 1,8 millones en Francia. La mayoría procedía del sur, sobre todo de las zonas rurales del sur de Italia, donde el paro seguía siendo elevado. La mano de obra proveniente de antiguas colonias emigró a Gran Bretaña, con frecuencia para ocupar puestos de trabajo mal pagados y de baja categoría, y para encontrarse con una discriminación generalizada en el trabajo y la sociedad. Este tipo de migraciones unido al vasto desplazamiento de refugiados políticos y étnicos acaecido durante e inmediatamente después de la guerra contribuyeron al desmoronamiento de barreras nacionales, desmoronamiento que se vio acelerado por la creación del Mercado Común.
Los cambios más espectaculares se centraron en la transformación de la tierra y la agricultura. La producción agrícola había permanecido casi inalterada durante la primera mitad del siglo. Después de los años cincuenta se disparó. Por poner un ejemplo, la cantidad de terreno agropecuario de la RFA que en 1900 bastaba para alimentar a cinco personas, serviría en 1950 para dar de comer a seis, y en 1980, para treinta y cinco. En la RFA y Francia, la política del Mercado Común, los programas de modernización subvencionados por el estado, la nueva maquinaria agrícola y los nuevos fertilizantes, semillas y alimentación animal contribuyeron a lograr la transformación. En Polonia y el Bloque del Este, los regímenes socialistas sustituyeron las pequeñas explotaciones agrícolas por una agricultura a gran escala. Los efectos modificaron todo el paisaje económico y social. La abundancia implicó la bajada de precios de los alimentos. Las familias gastaban una proporción menor de sus ingresos en alimentos y eso liberó dinero para otras formas de consumo y para nutrir el crecimiento económico. El porcentaje de la mano de obra empleada en agricultura descendió, lo que favoreció una expansión del sector industrial y, sobre todo, de servicios. El campesinado con terrenos extensos o valiosos cultivos especializados (productos lácteos o vino) y que consiguió resistir las deudas se adaptó. Otros perdieron sus terrenos. Los franceses hablaban del «fin del campesinado»; en la década de 1960 abandonaban el campo cien mil personas al año. Estos cambios provocaron protestas constantes cuando los granjeros intentaban defender su nivel de vida. El Mercado Común consintió políticas para reforzar los precios agrícolas, pero mantuvo la misma dinámica.
Los cambios llegaron a los centros de trabajo y erosionaron las diferencias sociales tradicionales. Muchos analistas señalaron el llamativo crecimiento que experimentó el número de oficinistas de clase media como resultado, en parte, de la espectacular expansión burocrática del estado. En 1964, el número total de hombres y mujeres al servicio del estado excedía el 40 por ciento de la mano de obra en la mayoría de países europeos, una cifra muy superior a la de los años veinte o treinta. En el comercio y la industria también aumentó el número de «operarios de grado medio». En la industria, incluso dentro de la mano de obra de las fábricas, se multiplicaron los empleados asalariados, como supervisores, inspectores, técnicos o diseñadores. En la RFA, por ejemplo, el número de esos trabajadores aumentó un 95 por ciento entre 1950 y 1961. El trabajo industrial se convirtió en algo muy diferente a lo que había sido en el siglo XIX. Las técnicas se volvieron más especializadas, más basadas en conocimientos técnicos que en la costumbre y la rutina. Tener «preparación» significaba tener capacidad para supervisar controles automáticos, para interpretar señales abstractas y para realizar ajustes precisos a través de cálculos matemáticos. Al mercado laboral se incorporaron más mujeres que ahora hallaron una resistencia menor y ocuparon puestos de trabajo menos diferenciados de los desempeñados por hombres.
La sociedad decimonónica había estado marcada por culturas de clase bien definidas. La clase obrera tenía «una vida aparte», con pautas de consumo, indumentaria, ocio, respetabilidad, relación entre géneros, etcétera, claramente identificables. En 1900, nadie habría confundido a un campesino con un obrero, y la gente de clase media tenía escuelas, pasatiempos y tiendas propios. Pero los cambios económicos acaecidos después de 1950 fueron destruyendo esas culturas distintivas. Los sindicatos obreros continuaron siendo instituciones de peso: el mayor sindicato general francés contaba con 1,5 millones de miembros; el italiano, con 3,5 millones; el alemán, con 6,5 millones. El Congreso de Sindicatos británico, una asociación de sindicatos independientes, disfrutó de casi ocho millones de miembros, entre ellos muchas más mujeres que en el pasado. Los partidos comunistas ejercieron gran influencia electoral. Pero los movimientos sociales nuevos también crecieron. Los obreros aún se identificaban como tales, pero el concepto de clase adquirió un significado menos definido.
La expansión de la educación contribuyó a desplazar jerarquías sociales. Todos los países occidentales aprobaron leyes que estipularon la ampliación de la enseñanza secundaria obligatoria (hasta los dieciséis años en Francia, la RFA y Gran Bretaña). La nueva legislación se sumó al crecimiento demográfico para aumentar de forma impresionante la población escolarizada. Entre 1950 y 1960 se dobló el número de matriculaciones en centros de educación secundaria en Francia, Holanda y Bélgica. En Gran Bretaña y RFA creció más de un 50 por ciento. La educación no generó de forma automática movilidad social, pero, combinada con la prosperidad económica, nuevas estructuras laborales y la explosión consumista, comenzó a establecer las bases de lo que acabaría llamándose sociedad «posindustrial».
¿Cómo difirieron estas pautas en el Bloque del Este? Los obreros soviéticos no destacaban por su especialización; de hecho, un factor crucial de la desaceleración de la economía soviética radicó en su incapacidad para innovar. Los trabajadores del «estamento obrero» disfrutaban de sueldos más altos que la gente de clase media (con la salvedad de los directivos), pero tenían una categoría muy inferior. La elevada cuantía de sus sueldos no se debía tanto a la actuación de sindicatos independientes, abolidos en la práctica por Stalin, como a la escasez continuada de trabajo y al consiguiente temor al descontento laboral. En lo que atañe a las clases medias, dos guerras y el socialismo estatal devastaron la tradicional cultura estrecha de miras de la «burguesía» en toda Europa del Este, aunque esos regímenes también crearon otros métodos para conseguir privilegios, y los analistas hablaban de una «clase nueva» de burócratas y miembros de partidos. Las reformas educativas instauradas por Nikita Jruschov en 1958 animaron a los chicos prometedores a cursar una carrera de estudios que a la larga los condujera a puestos directivos. La educación soviética también aspiró a unificar una nación que seguía teniendo una cultura heterogénea. Los musulmanes turcos, por ejemplo, conformaban una minoría considerable en la Unión Soviética. El temor a que el tirón de la «nacionalidad» étnica hiciera tambalearse los cimientos no demasiado sólidos de la «unión» soviética aumentó el deseo del gobierno de imponer una cultura unificadora a través de la educación, aunque no siempre con éxito.
CONSUMO DE MASAS
El aumento del empleo y los ingresos y el descenso de los precios agrícolas se unieron para incrementar el poder adquisitivo de los hogares y los individuos. Se gastaba más en periódicos, tabaco, entradas para eventos deportivos, películas y salud e higiene (donde se registró el mayor aumento). Las familias invertían dinero en la casa. Los electrodomésticos y los coches se erigieron en los emblemas más llamativos de lo que prácticamente fue todo un mundo nuevo de objetos cotidianos. En 1956, el 8 por ciento de los hogares británicos tenía refrigerador. En 1979 la cifra se había disparado al 69 por ciento. Las aspiradoras, lavadoras y teléfonos se convirtieron en protagonistas habituales de la vida cotidiana. No sólo ahorraban trabajo o dejaban más tiempo libre, sino que los electrodomésticos comportaron criterios más exigentes para el cuidado de la casa y más inversiones en el hogar, es decir, «más trabajo para las madres», en palabras de un historiador. Pero no exageremos la transformación. En 1962, sólo el 40 por ciento de los hogares franceses tenía refrigerador; en 1975, sólo el 35 por ciento disponía de teléfono; pero incluso esas cifras superaban con creces las de los países más pobres de Europa o cualquier otro lugar del mundo.
En 1948, cinco millones de europeos del oeste tenían coche; en 1965, 40 millones. En 1950, los obreros italianos iban en bicicleta al trabajo; diez años después, las fábricas construyeron plazas de aparcamiento para los coches del personal. Los coches cautivaron la imaginación en todas las partes del mundo; en revistas, anuncios publicitarios e incontables películas, el coche ocupaba un lugar central en las nuevas imágenes de romances, movimiento, libertad y vacaciones. Por supuesto, los automóviles por sí solos no permitieron a los obreros tener vacaciones económicas; la reducción de la jornada laboral semanal de cuarenta y ocho horas a unas cuarenta y dos fue más importante, del mismo modo que lo fue la instauración de vacaciones anuales: en la mayoría de países los trabajadores tenían más de treinta días de vacaciones pagadas al año.
Estos cambios marcaron una nueva cultura de consumo de masas y se vieron favorecidos por la aparición de industrias dedicadas a la mercadotecnia, la publicidad y las compras a plazos. Asimismo, supusieron un cambio de valores. En el siglo XIX, una familia responsable de clase media no contraía deudas; la disciplina y el ahorro eran sellos distintivos de «respetabilidad». Durante la segunda mitad del siglo XX, los bancos y comerciantes minoristas, en nombre del consumo de masas y el crecimiento económico, se dedicaron a convencer a la gente de clase media y obrera por igual de que contraer deudas no era motivo de vergüenza. Abundancia, crédito, gastos de consumo y nivel de vida, todos estos términos pasaron a formar parte del vocabulario de la vida económica cotidiana. Y, lo más importante, ese vocabulario nuevo remodeló la opinión de la ciudadanía sobre sus necesidades, deseos y derechos. El nivel de vida, por ejemplo, creó un criterio para medir (y protestar por) las grandes diferencias sociales. Políticos, economistas y expertos en mercadotecnia prestaron mucha más atención a los hábitos de consumo de la gente corriente.
En Europa oriental y la Unión Soviética, el consumo se organizó de un modo diferente. En lugar de gestionar los mercados, los gobiernos determinaron la distribución de los bienes de consumo. Las políticas económicas encauzaron recursos hacia la industria pesada a costa de bienes de consumo duraderos. Esto dio lugar a una escasez general, carencias erráticas incluso de necesidades básicas, y a menudo productos de escasa calidad. Las mujeres en particular solían esperar colas de horas en las tiendas después de una jornada completa de trabajo remunerado. Aunque los electrodomésticos experimentaron un incremento espectacular en la Unión Soviética y Europa del Este, las incompetencias del consumo soviético cargaron a las mujeres con el peso doble del trabajo fuera de casa y unas tareas del hogar especialmente gravosas. La infelicidad creciente de la ciudadanía con las carencias y políticas aparentemente irracionales plantearon problemas serios. Tal como lo expresa un historiador, el fracaso de las políticas de consumo fue «uno de los mayores callejones sin salida del comunismo» y contribuyó a la caída de los regímenes comunistas.
CULTURA DE MASAS
Las nuevas pautas de consumo depararon cambios muy diversos en la cultura de masas. Los orígenes de la cultura de «masas» se remontan a la década de 1890, con la expansión de la prensa popular, los teatros de variedades, los deportes organizados y las salas de cine a cinco centavos (Nickelodeons), y todo ello inició el largo proceso que desplazó las formas de entretenimiento tradicionales y específicas de cada clase: bailes en los pueblos, teatro callejero, conciertos de clase media, etcétera. La cultura de masas aumentó en la década de 1920 y cobró mayor importancia debido a la política de masas (véase el capítulo 25). Las transformaciones sociales de los años cincuenta, recién descritas, conllevaron que las familias dispusieran de más dinero para gastar y más tiempo libre. La combinación de ambas circunstancias brindó una oportunidad de oro para el desarrollo de la industria cultural. El deseo durante la posguerra de romper con el pasado creó un ímpetu adicional para el cambio. El resultado se puede calificar realmente como revolución cultural: una transformación de la cultura, de su papel en la vida de hombres y mujeres corrientes, y del poder de los medios de comunicación.
La música y la cultura juvenil
Buena parte de la nueva «cultura de masas» de la década de 1960 dependió de los hábitos de consumo y los anhelos de una generación nueva. Aquella generación pasó más tiempo en la escuela, lo que prolongó sus años adolescentes. La juventud se distanció más de sus padres y del mercado laboral, y tuvo más tiempo para pasarlo junta. En las zonas rurales, sobre todo, la escolarización empezó a quebrantar las barreras que separaban las actividades de niños y niñas y, con ello, dio lugar a uno de los factores de la «revolución sexual» (véase más adelante). A partir de finales de los años cincuenta, la música se convirtió en la expresión cultural de esta generación nueva. El transistor se inventó durante el abastecimiento aéreo de Berlín; a mediados de la década de 1950, esas radios portátiles empezaron a venderse en Estados Unidos y Europa. Los receptores radiofónicos generaron nuevos programas de radio y, después, revistas que informaban sobre cantantes populares y estrellas de cine. Todo ello contribuyó a crear grupos de interés. Tal como lo expresa un historiador, aquellos programas de radio eran los «vasos capilares de la cultura juvenil». Los cambios sociales también afectaron a los contenidos musicales: los temas y las letras aspiraron a llegar a la juventud. Los cambios tecnológicos fabricaron discos más del doble de largos que los viejos de 78 revoluciones por minuto, y menos caros. El precio de los tocadiscos bajó y eso multiplicó el número de compradores potenciales. Todos esos adelantos unidos cambiaron la manera de producir, distribuir y consumir la música. Dejó de estar confinada en salas de conciertos o cafés y pasó a resonar en las casas y coches de la gente y en las habitaciones de los quinceañeros para proporcionar una banda sonora a la vida cotidiana.
La cultura juvenil de posguerra le debió mucho al estilo musical híbrido que se conoce como rock and roll. Durante las décadas de 1930 y 1940, la música de fusión producida por estadounidenses blancos y negros en el sur del país se abrió camino hasta las ciudades del norte. Después de la Segunda Guerra Mundial, los músicos negros de rhythm and blues y los intérpretes blancos rockabilly del sur encontraron audiencias mucho más amplias a través del uso de tecnologías nuevas, como guitarras eléctricas, mejores equipos para grabar en estudios y emisoras de radio de banda ancha en grandes ciudades. La mezcla de estilos y sonidos y la audacia cultural de los quinceañeros blancos que escuchaban lo que los estudios de grabación del momento llamaban «música racial» se unieron para crear el rock and roll. Era una música entusiasta, en ocasiones agresiva, y repleta de energía, es decir, reunía todas las cualidades que movían al público joven, ansioso por adquirir todas las novedades de sus intérpretes favoritos.
En Europa, el rock and roll se adentró en los barrios obreros, sobre todo en Gran Bretaña e Irlanda. Allí, la juventud local aceptó los sonidos estadounidenses, copió las inflexiones de la pobreza y el desafío, y les añadió unos toques de teatro de variedades para crear artistas y grupos de éxito que recibieron el nombre colectivo de la «invasión británica». Durante la década de 1960, los sonidos y estrellas británicos se habían mezclado con sus equivalentes estadounidenses. Cuando se propagó la popularidad de la música, la cultura musical se soltó de sus amarras nacionales. En Francia, antes de la década de 1960, las canciones de moda estadounidenses las había cubierto Johnny Hallyday, que también cantaba música popular francesa. Con todo, los Beatles consiguieron encabezar con su propia música las listas de Francia, Alemania y Estados Unidos. En el momento en que se celebró el festival de Woodstock (1969), la cultura musical juvenil era internacional. El rock se convirtió en el sonido de la cultura juvenil mundial y absorbió influencias orientales como el sitar indio y la energía rebelde de un resurgimiento de la música folk. Tendió un puente entre la división de la Guerra Fría: a pesar de los límites del Bloque del Este para importar música «capitalista», circulaban canciones pirateadas (a veces en placas de rayos X recicladas de hospitales). Los estudios de grabación repararon en el potencial de ingresos que tenía la música y se convirtieron en empresas tan poderosas como los fabricantes de coches o las compañías del acero.
ARTE Y PINTURA
La revolución cultural expuesta hasta aquí alteró tanto el arte «elevado» como el «popular». El influjo de las compañías discográficas trascendió mucho más allá del rock. Las nuevas técnicas de grabación permitieron reeditar las obras de música clásica más oídas, y las compañías estimularon la trayectoria profesional de estrellas de prestigio internacional como la soprano María Callas y (mucho después) el tenor Luciano Pavarotti organizando conciertos, recurriendo a su influencia sobre las orquestas y ofreciéndoles grabaciones nuevas de su arte.
También la cultura y el arte cambiaron con el aumento de la cultura del consumo y de masas. El mercado del arte se disparó. El peso del dólar influyó en la transformación de Nueva York en centro del arte moderno, una de las novedades más impresionantes del período. Otra de ellas la representó la inmigración: una corriente lenta de inmigrantes europeos fue nutriendo el arte estadounidense al igual que el pensamiento social y político (véase el capítulo 27), y Nueva York se mostró hospitalaria con los artistas europeos. La creatividad de la escuela del expresionismo abstracto acuñó el prestigio de Nueva York durante la posguerra. Los expresionistas abstractos, como William de Kooning (de los Países Bajos), Mark Rothko (de Rusia), Franz Kline, Jackson Pollock, Helen Frankenthaler y Robert Motherwell, siguieron las tendencias instauradas por los cubistas y surrealistas pero experimentaron con el color, la textura y la técnica en busca de nuevas formas de expresión. Muchos de ellos enfatizaron los aspectos físicos de la pintura y el acto de pintar. Pollock ofrece un buen ejemplo. Él vertía o salpicaba pintura directamente sobre el lienzo para crear potentes imágenes de gran expresividad personal y física. Algunos denominaron el proceso como «pintura de acción». Las grandes dimensiones de los lienzos, que desafiaron las estructuras artísticas convencionales, llamaron la atención de inmediato. La crítica calificó aquellas obras con salpicaduras de «imprevisibles, indisciplinadas y explosivas», y vio en ellas la exuberancia juvenil de la cultura estadounidense de posguerra. Mark Rothko creó una serie de abstracciones remotas pero extraordinariamente interesantes con rectángulos de colores chillones u oscuros superpuestos a otros rectángulos diciendo que no representaban «ninguna asociación, sólo sensaciones». La inmensa influencia del expresionismo abstracto animó a un crítico a declarar con grandilocuencia que «las premisas fundamentales del arte occidental» se habían trasladado a Estados Unidos junto con «la producción industrial y el poder político».
Pero el expresionismo abstracto también generó su contrario, a veces llamado pop art. Los artistas pop se distanciaron de las consideraciones caprichosas y esquivas del expresionismo abstracto. Rechazaron las diferencias entre «vanguardia» y arte «popular», o entre lo «artístico» y lo «comercial». Centraron la atención en imágenes normales, al punto reconocibles, y a menudo comerciales; adoptaron técnicas propias del diseño gráfico; se interesaron por la inmediatez del arte cotidiano y la experiencia visual de la gente corriente. Las representaciones de Jasper Johns de la bandera estadounidense se enmarcan dentro de esta tendencia. Lo mismo le sucede a la obra de Andy Warhol y Roy Lichtenstein, quienes usaron motivos tales como latas de sopa y héroes de tiras de cómic. Warhol no contempló su obra como una protesta contra la banalidad de la cultura comercial. Más bien afirmaba que con ella continuaba la experimentación con abstracciones. El tratamiento de la cultura popular con esta seriedad burlona se convirtió en uno de los temas centrales del arte de los años sesenta.
CINE
La cultura de masas ejerció su mayor impacto en el mundo visual sobre todo a través del cine. Este arte prosperó después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se desarrolló siguiendo varias líneas diferentes. Los neorrealistas italianos de finales de la década de 1940 y toda la de 1950, antifascistas y socialistas, se dedicaron a captar la autenticidad, o «la vida tal cual se vivía», a través de lo que ellos solían denominar la existencia de la clase obrera. Trataron los mismos temas que caracterizaron la literatura de la época: la soledad, la guerra, la corrupción. Rodaban en exteriores, con luz natural y actores poco conocidos, y huían deliberadamente del artificio y los principios de las grandes producciones, los cuales asociaban con el cine viciado de la Europa fascista y en tiempos de guerra. No fueron realistas estrictos; jugaron con tramas no lineales, personajes y motivaciones impredecibles. La película de Roberto Rossellini titulada Roma: ciudad abierta (1945) era un retrato afectuoso de Roma durante la ocupación nazi. La cinta Ladrón de bicicletas (1948) de Vittorio de Sica cuenta la historia de un hombre que lucha contra el desempleo y la pobreza y necesita con desesperación una bicicleta para conservar su trabajo de cartelero. La película ponía de relieve el contraste entre ricos y pobres (el hijo de este hombre observa con envidia cómo la familia de otro disfruta de inmensos platos de pasta) y entre la sofisticación estadounidense, representada por las estrellas de cine de las carteleras, y la pobreza italiana marcada por la guerra. Federico Fellini salió de la escuela neorrealista e inició su carrera escribiendo para Rossellini. La popularísima película de Fellini La Dolce Vita (1959; protagonizada por Marcello Mastroianni) llevó una obra italiana a las pantallas de toda Europa y Estados Unidos, y también marcó la transición de Fellini a su característico estilo surrealista y carnavalesco, desarrollado en 8½ (1963).
Los directores franceses de la «nueva ola» siguieron desarrollando esta visión social nada sentimental, naturalista y enigmática. Los directores de la nueva ola trabajaron estrechamente entre sí, se repartieron entre ellos (y entre sus esposas y amantes) los papeles de sus películas, fomentaron la improvisación y experimentaron con una narrativa inconexa. François Truffaut (1932-1984), con Los 400 golpes (1959) y El pequeño salvaje (1969), y Jean-Luc Godard (n. 1930), con Sin aliento (1959) y El desprecio (1963, con Brigitte Bardot), representan los principales ejemplos. Trenes rigurosamente vigilados (1966) fue la contribución del director checo Jira Menzel (n. 1938) a la nueva ola. Ésta elevó la categoría de los directores al insistir en que el verdadero arte radicaba en el trabajo de la cámara y en la visión (más que en el guión), lo que también formaba parte del valor que se le atribuyó a lo visual. Francia realizó otras contribuciones a la cinematografía internacional al patrocinar el Festival de Cine de Cannes. El primer festival de Cannes se celebró antes de la Segunda Guerra Mundial, pero la ciudad volvió a abrir sus puertas en 1946 bajo el estandarte de la internacionalidad artística. Tal como lo expresó un analista, «hay muchos modos de promover la causa de la paz. Pero el poder […] del cine es mayor que el de cualquier otra forma de expresión, porque conmueve de manera directa y simultánea a las masas del mundo». El hecho de situarse en el centro de la industria cinematográfica internacional formó parte del proceso de recuperación de Francia después de la guerra, y Cannes se convirtió en uno de los mercados cinematográficos más grandes del mundo.
Hollywood y la americanización de la cultura
Con todo, la industria del cine estadounidense disfrutó de ventajas considerables, y las secuelas devastadoras de la Segunda Guerra Mundial en Europa permitieron que Hollywood consolidara sus logros iniciales (véase el capítulo 27). El inmenso mercado interior de EE UU otorgó a Hollywood su mayor ventaja. Se estima que, en 1946, cada semana iban al cine 100 millones de estadounidenses. En la década de 1950, Hollywood generaba quinientas películas al año y exportaba entre el 40 y el 75 por ciento de las películas exhibidas en Europa. Ese mismo período deparó innovaciones relevantes para la cinematografía: la conversión a color y nuevos formatos ópticos, incluida la proyección para pantalla ancha. En cuanto a los temas tratados, algunos directores siguieron la misma dirección que los neorrealistas europeos. Tal como dijo un crítico, intentaron «basar imágenes ficticias en hechos reales y, lo más importante, no rodarlas en platos con decorados pintados, sino en lugares reales».
La política nacional de la Guerra Fría pesó mucho en la filmografía estadounidense. Entre 1947 y 1951, el infame Comité de Actividades Antiamericanas (o HUAC) requirió a cientos de personas para investigar supuestas simpatías con el comunismo o vinculaciones con alguna organización de izquierdas. Los estudios incluyeron a centenares de actores, directores y escritores en una lista negra. Paradójicamente, al mismo tiempo, la censura estadounidense se estaba desmoronando con consecuencias impresionantes para las pantallas. Desde comienzos de la década de 1930, el Código de Producción Cinematográfica se había negado a aprobar «escenas de pasión» (lo que incluía escenas con parejas casadas compartiendo una cama), inmorales y obscenas (el Código prohibió los términos virgen y hostia), descripciones de armas de fuego, detalles de delitos, suicidios o asesinatos. En cambio, las películas extranjeras llegaban a Estados Unidos sin la aprobación del Código. El estado de Nueva York intentó prohibir una película (El milagro, dirigida por Rossellini y escrita por Fellini) por considerarla «sacrílega», pero en 1952 el Tribunal Supremo falló que la cinta estaba protegida por la Primera Enmienda. Una película de 1955 de Otto Preminger en la que Frank Sinatra hacía de heroinómano (El hombre del brazo de oro) se estrenó a pesar de la desaprobación del Código de Producción, y prosiguió su andadura hasta convertirse en un éxito de taquilla: un signo del cambio de moralidad. En Rebelde sin causa (1955), la delincuencia juvenil se transforma en un tema lícito para una película. En la década de 1960, el Código de Producción se había ido a pique. La extrema violencia gráfica al final de Bonnie and Clyde (1867), de Arthur Penn, señaló el alcance de la transformación.
La influencia creciente de Hollywood no fue más que un ejemplo de la «americanización» de la cultura occidental. Los europeos habían temido que Estados Unidos se convirtiera en modelo desde, al menos, la década de 1920; EE UU parecía el centro de la «producción y la organización de la civilización global». Las películas estadounidenses de la década de 1950 multiplicaron esos temores. Lo mismo ocurrió con la televisión, que en 1965 había accedido a 62 millones de hogares estadounidenses, 13 millones en Gran Bretaña, 10 millones en la RFA, y 5 millones tanto en Francia como en Italia, y tuvo un impacto más importante aún en la vida y la sociabilidad cotidianas. La cuestión no se limitaba a lo cultural; incluía el poder de las empresas estadounidenses, sus técnicas comerciales, la mercadotecnia agresiva y la dominación estadounidense de redes comerciales mundiales. Surgieron muchas preocupaciones y a veces se contradecían entre sí. Algunos observadores creían que Estados Unidos y sus exportaciones culturales eran materialistas, conformistas y autosuficientes. Otros consideraban a los estadounidenses rebeldes, solitarios y sexualmente infelices. Rebelde sin causa (1955), por ejemplo, con James Dean como quinceañero alienado en una familia disfuncional y con sus escenas de peleas con navajas y carreras de coches, provocó la indignación de los críticos alemanes que deploraban la permisividad de los padres estadounidenses y expresaban su asombro ante el hecho de que los chicos de clase media se comportaran como «matones».
Pero ¿sirve para algo hablar de la «americanización» de la cultura? En primer lugar, el término alude a muchos procesos distintos. Los industriales estadounidenses aspiraron abiertamente a ejercer mayor influencia económica y a la integración económica: apertura de los mercados a los productos estadounidenses, industria para las técnicas de producción estadounidenses, etcétera. El gobierno de EE UU también se esforzó por exportar sus valores políticos, sobre todo el anticomunismo, a través de organizaciones como Radio Europa Libre. Pero las influencias estadounidenses de más alcance llegaron, de manera involuntaria, a través de la música y el cine: imágenes de adolescentes rebeldes, una sociedad de abundancia, coches y el romanticismo de la carretera, relaciones raciales enredadas, flirteos de chicas trabajadoras (menos identificables con la clase obrera que sus equivalentes europeas), o parejas cómicas. Estas imágenes no eran controlables en su totalidad y no tuvieron un solo efecto. Las películas sobre jóvenes estadounidenses podían representar la fantasía del poder americano, pero también podían representar una rebelión contra el poder. En segundo lugar, los productos estadounidenses recibieron usos diferentes en cada cultura local. En tercer lugar, los periodistas, los críticos y la gente corriente tendía a usar el término americano como una etiqueta multiusos para designar diversas transformaciones modernas o de la cultura de masas que eran más bien globales, como la electrónica barata procedente de Asia. Tal como lo expresa un historiador, América era menos una realidad que una idea, y, además, una idea contradictoria.
EL PAPEL DE LOS GÉNEROS Y LA REVOLUCIÓN SEXUAL
Lo que algunos denominaron la revolución sexual de la década de 1960 tuvo aspectos diversos. El primero consistió en la disminución de la censura, la cual se ha visto ya en el apartado dedicado al cine, y de los tabúes relacionados con el tratamiento de la sexualidad en público. En Estados Unidos, los famosos «Informes Kinsey» sobre sexualidad masculina y femenina (de 1948 y 1953, respectivamente) convirtieron la moralidad y las conductas sexuales en noticias de primera plana. Alfred Kinsey era un zoólogo que se hizo científico social, y su manera de aplicar la ciencia y la estadística al sexo captó una atención considerable. Un periodista entusiasta europeo informó de que la cantidad ingente de cifras recopiladas por Kinsey revelarían, al fin, la «verdad del sexo». La verdad, sin embargo, resultó escurridiza. Como mínimo, Kinsey evidenció que los códigos morales y las actuaciones personales no coincidían del todo. Por ejemplo, entre el 80 y el 90 por ciento de las mujeres entrevistadas desaprobaba el sexo prematrimonial, pero el 50 por ciento de esas mismas mujeres lo había practicado. La revista Time advirtió que la publicación de disparidades entre convicciones y comportamientos se revelaría subversiva, es decir, que mujeres y hombres determinarían que había «moralidad en los números».
Sin embargo, en toda Europa y Estados Unidos, la juventud parecía estar llegando a conclusiones rebeldes por sí sola. Tal como manifestó una adolescente italiana en defensa de su código moral: «Son nuestros padres quienes se comportan de forma escandalosa… [L]as mujeres permanecían guardadas bajo llave, las niñas se casaban con hombres que les doblaban la edad… [L]os niños, hasta los más pequeños, tenían una libertad absoluta y hacían cola en los burdeles». Las adolescentes de Italia y Francia comentaron con estudiosos y periodistas que los tabúes no sólo eran anticuados, sino también perniciosos, que sus madres las habían mantenido en la ignorancia acerca de cuestiones tan básicas como la menstruación y, por tanto, no las prepararon para la vida.
¿Se estaba desmoronando la familia? Las transformaciones en la agricultura y la vida rural implicaron que la familia dejara de ser la institución que controlaba el nacimiento, el trabajo, el noviazgo, el matrimonio y la muerte. Pero la familia cobró una importancia nueva como centro del consumo, el gasto y el tiempo libre porque la televisión apartó a la gente (por lo común, hombres) de los bares, cafés y cabarés. Pasó a concentrar la atención del gobierno en forma de subvenciones para familias, atención sanitaria y llamamientos de guerra fría para mantener los valores familiares. La gente depositó más expectativas en el matrimonio, lo que elevó el número de divorcios, y prestó más atención a los hijos, lo que deparó familias más reducidas. A pesar del pico que experimentó el índice de natalidad con el baby boom después de la guerra, con el tiempo descendió el número de nacimientos incluso en países donde la anticoncepción era ilegal. La familia adoptó sentidos diferentes a medida que sus estructuras tradicionales de autoridad (en concreto, el control paterno sobre esposa e hijos) se fueron erosionando bajo la presión del cambio social.
Un segundo aspecto de la «revolución» se basó en la relevancia del sexo y el erotismo para la cultura del consumo de masas. Las revistas, que medraron en este período, brindaban consejos para triunfar en el amor y resultar atractivos. El culto al aspecto personal, incluido el factor seductor, encajó con el nuevo énfasis en el consumo; de hecho, la salud y la higiene personal constituyeron las categorías del gasto familiar que más rápido aumentaron. La publicidad, las columnas de consejos, la televisión y el cine desdibujaron las fronteras entre la compra de bienes de consumo, la búsqueda de realización personal y el apetito sexual. No había nada nuevo en los reclamos eróticos. Pero el hecho de que la sexualidad gozara ahora de una amplia consideración como forma de expresión personal (tal vez incluso el centro de uno mismo) representó una novedad del siglo XX. Estos cambios contribuyeron a impulsar la transformación, y también atribuyeron relevancia a la «revolución sexual» en la política del momento.
El tercer aspecto de la «revolución» llegó con los avances legales y médicos o científicos en la anticoncepción. Los anticonceptivos orales, cuyo desarrollo se aprobó por primera vez en 1959, se convirtieron en la línea central de la siguiente década. La píldora no tuvo efectos revolucionarios en los índices de natalidad, que ya estaban cayendo. Sin embargo, supuso un cambio extraordinario porque era un método sencillo (aunque caro) que permitía a las mujeres usarlo por sí solas. En 1975, dos tercios de las mujeres británicas con edades comprendidas entre 15 y 44 años afirmaban tomar la píldora. Datos como éste señalaron el fin definitivo de las ideas imperantes durante siglos que consideraban el tema del control de la natalidad como un asunto pornográfico, una afrenta a la religión y una invitación al vicio y la promiscuidad. En términos generales, los países occidentales legalizaron los anticonceptivos en la década de 1960, y el aborto, a lo largo de los años setenta. En 1965, por ejemplo, el Tribunal Supremo estadounidense eliminó leyes que prohibían el uso de anticonceptivos, aunque la venta de los mismos siguió siendo ilegal en Massachusetts hasta 1972. La Unión Soviética legalizó el aborto en 1950, tras mantenerlo prohibido durante la mayor parte del régimen de Stalin. Europa del Este tenía unas cifras de abortos extremadamente altas porque los anticonceptivos resultaban tan difíciles de conseguir como otros bienes de consumo, los hombres solían negarse a usarlos y las mujeres, con la carga doble de largas jornadas de trabajo y las tareas de la casa y enfrentadas, además, a una escasez crónica en el hogar, tenían pocas alternativas al recurso del aborto.
Los cambios legales no se habrían producido sin los movimientos de las mujeres de la época. La pelea práctica y simbólica más difícil para las feministas del siglo XIX consistió en la conquista del derecho a votar (véase el capítulo 23). Para el feminismo reactivado en las décadas de 1960 y 1970 resultaron cruciales la familia, el trabajo y la sexualidad (todos ellos temas introducidos en la agenda por los cambios sociales del período). Desde la Segunda Guerra Mundial, el supuesto de que el lugar que les correspondía a las mujeres de clase media era la casa se vio desafiado por el crecimiento constante de la demanda de mano de obra, sobre todo en educación y el sector servicios. Por tanto, muchas más mujeres casadas y muchas más madres de familia pasaron a engrosar la fuerza de trabajo. Es más, en Occidente, las jóvenes de clase media, al igual que ellos, formaron parte del número creciente de estudiantes universitarios. Pero en Estados Unidos, por poner un mero ejemplo, sólo el 37 por ciento de las mujeres que emprendieron estudios superiores en la década de 1950 los terminó, convencidas de que casarse era prioritario. Tal como lo explicó una de ellas: «Nos casábamos con lo que queríamos ser: médicos, profesores, empresarios, etcétera. Las mujeres tenían dificultad para acceder a oficios distintos al de secretaria, recibían sueldos menores por desempeñar el mismo trabajo que los hombres e, incluso estando empleadas, dependían de sus esposos para pedir créditos».
La tensión entre las expectativas que creaban la abundancia, el crecimiento y el énfasis en la expresión personal, por un lado, y la realidad de unos horizontes reducidos, por otro, creó oleadas suaves de descontento. La obra de Betty Friedan titulada La mística femenina (1963) sacó a la luz buena parte de este descontento contraponiendo los mitos culturales del ama de casa realizada y feliz a las realidades de la desigualdad económica, el trabajo duro y los horizontes reducidos. En 1949, Simone de Beauvoir había preguntado cómo había llegado la cultura occidental (sus mitos, su literatura y su psicología) a crear una imagen de la mujer como el sexo secundario e inferior; Friedan, que recurrió a un estilo más periodístico y escribió en una época en que el cambio social había hecho más receptivo a sus ideas al público lector, evidenció que los medios de comunicación, las ciencias sociales y la publicidad exaltaban al mismo tiempo la feminidad y reducían las expectativas y posibilidades de las mujeres. Friedan fundó la organización NOW (National Organization of Women, u Organización Nacional de Mujeres) en 1966; en las décadas siguientes se multiplicaron en Europa otros movimientos menores de mujeres y a menudo más radicales. Esta generación de feministas consideró la libertad reproductiva como un asunto privado y un derecho básico, es decir, una cuestión clave para que las mujeres asumieran el control de su propia vida. La ilegalización de los anticonceptivos y el aborto responsabilizaba únicamente a las mujeres de las consecuencias de los cambios que recorrían la vida sexual de Occidente. Para ellas, eran medidas tan ineficaces como injustas. Las feministas francesas lo demostraron de manera palpable mediante la publicación del nombre de 343 mujeres célebres, entre ellas Beauvoir, que reconocían haberse sometido a abortos ilegales. En Alemania se planteó una exigencia similar al año siguiente, y fue seguida por solicitudes de médicos y decenas de miles de partidarios. En suma, los cambios legales llegaron a partir de demandas políticas, y éstas a su vez reflejaron una rebelión apacible o soterrada de muchas mujeres (y hombres) basada en causas más antiguas. El consumo de masas, la cultura de masas y las velocísimas transformaciones en la vida pública y privada estuvieron íntimamente relacionados.
El descontento social de los años sesenta fue internacional. Sus raíces se hunden en las luchas políticas y las transformaciones sociales acaecidas durante la posguerra. De todas ellas, las más importantes se centraron en los movimientos anticoloniales y en favor de los derechos civiles. El éxito de los movimientos anticoloniales (véase el capítulo 27) reflejó el aumento de una conciencia racial y también contribuyó a fomentarla. Los países de África y el Caribe recién independizados recelaron del resurgimiento del colonialismo y la continuada hegemonía económica de Europa occidental y Estados Unidos. La inmigración negra y asiática de esos países creó tensión y violencia frecuente. En Occidente, sobre todo en Estados Unidos, la gente de color se identificó con esas reivindicaciones sociales y económicas.
EL MOVIMIENTO POR LOS DERECHOS CIVILES
La emergencia de nuevos países negros en África y el Caribe fue paralela al aumento de la insurgencia de los estadounidenses de origen africano. La Segunda Guerra Mundial incrementó la emigración del sur de Estados Unidos a las ciudades del norte, lo que intensificó las campañas por sus derechos, dignidad e independencia que se habían iniciado ya antes del conflicto mundial con organizaciones tales como la Asociación Nacional por el Avance de la Gente de Color (NAACP; del inglés National Association for the Advancement of Colored People) y la Liga Urbana Nacional. En 1960, varios grupos en favor de los derechos civiles, encabezados por el Congreso para la Igualdad Racial (CORE; del inglés Congress of Racial Equality), habían empezado a organizar boicoteos y manifestaciones dirigidos a empresas privadas y servicios públicos que discriminaban a los negros en el sur de Estados Unidos. La figura más destacada del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos durante la década de 1960 fue Martin Luther King Jr. (1929-1968). King, pastor baptista, abrazó la filosofía de la no violencia promovida por el activista social y político indio Mohandas K. Gandhi. La participación personal de King en innumerables manifestaciones, su voluntad para ir a la cárcel por una causa que consideraba justa y sus dotes de orador para mover a negros y blancos con su mensaje lo erigieron en el defensor mejor considerado (y más temido) de los derechos de los negros. Su inspiradora carrera acabó en tragedia con su asesinato en 1968.
Martin Luther King y organizaciones como CORE aspiraron a conseguir un país donde existiera una integración total. Otros líderes negros carismáticos e importantes aspiraron a completar la independencia de la sociedad blanca, ante el temor de que la integración dejara a los estadounidenses de origen africano sin los recursos espirituales o materiales necesarios para el orgullo de la comunidad, la dignidad y la autonomía. El nacionalista negro más influyente fue Malcolm X (1925-1965), quien adoptó la X tras deshacerse de su apellido «blanco» (Little). Malcolm X, que durante la mayor parte de su vida fue portavoz del movimiento de los Musulmanes Negros, instó a los negros a renovar su compromiso con su propia herencia, a crear negocios negros para tener autonomía económica y a fortalecer las defensas económicas, políticas y psicológicas contra la dominación blanca. Al igual que King, fue asesinado en 1965 mientras daba una conferencia en Harlem, Nueva York.
Las leyes sobre derechos civiles aprobadas durante el mandato del presidente Lyndon B. Johnson en la década de 1960 otorgaron a los estadounidenses de origen africano cierto nivel de igualdad en relación con el derecho a votar y, en mucho menor grado, en cuanto a la ausencia de segregación en las escuelas. En otros terrenos, como la vivienda y las oportunidades laborales, el racismo blanco continuó. El desarrollo económico pasó de largo en muchas comunidades de afroamericanos, y gobiernos subsiguientes retiraron los innovadores programas de la época de Johnson.
Estos problemas no eran exclusivos de Estados Unidos. Los inmigrantes de la India occidental, la India y Pakistán afincados en Gran Bretaña sufrieron discriminación en el trabajo, la vivienda y la relación diaria con las autoridades, lo que creó frecuentes disturbios raciales en las grandes ciudades británicas. Francia presenció hostilidad hacia la inmigración argelina, Alemania hacia la importación de mano de obra turca. En Europa occidental, como en EE UU, las luchas por la integración racial y étnica ocuparon un lugar central en el mundo poscolonial.
El movimiento por los derechos civiles tuvo un significado enorme para el siglo XX, y también desencadenó otros movimientos. Enfatizó tal vez como ningún otro el abismo entre las promesas de igualdad de la democracia estadounidense y las diferencias reales en el seno de la vida social y política del país, un abismo presente también en otros países occidentales. Las reivindicaciones de los estadounidenses de origen africano eran apremiantes tanto desde el punto de vista moral como desde el político, y el movimiento en favor de los derechos civiles agudizó las críticas de otros grupos hacia lo que consideraban una cultura complaciente, de un individualismo estrecho y materialista.
EL MOVIMIENTO ANTIBELICISTA
La intensificación de la guerra de Estados Unidos en Vietnam se convirtió en un pararrayos para el descontento. En 1961, el presidente John F. Kennedy (1917-1963) prometió «asumir toda la responsabilidad» necesaria para combatir el comunismo y para asegurar el triunfo de los modelos estadounidenses de gobierno representativo y economía de libre mercado en los países en desarrollo. El plan de Kennedy conllevó un incremento masivo de la ayuda al exterior, gran parte de ella en forma de armas. Impulsó instituciones humanitarias como el Cuerpo de Paz, destinado a mejorar las condiciones locales y dejar patentes la benevolencia y las buenas intenciones estadounidenses. Pero aquella asunción de responsabilidades también implicó luchar contra guerrillas que pidieron ayuda a los soviéticos. Esto conllevó intervenciones secretas en América Latina, el Congo y, el lugar más importante, Vietnam.
En la época de la muerte de Kennedy, en 1963, casi quince mil «consejeros» estadounidenses se encontraban sobre el terreno junto a las tropas survietnamitas. El sucesor de Kennedy, Lyndon B. Johnson, emprendió un bombardeo estratégico en Vietnam del Norte, y rápidamente envió cientos de miles de efectivos estadounidenses a combatir en Vietnam del Sur. Los rebeldes del sur, conocidos como Viet Cong, estaban bien atrincherados, eran guerrilleros muy experimentados y contaban con el respaldo del profesional y bien equipado ejército norvietnamita al mando de Ho Chi Minh. El gobierno de Vietnam del Sur se resistió a introducir reformas, lo que le costó la pérdida del apoyo popular. Los grandes esfuerzos estadounidenses sólo lograron un estancamiento, la acumulación de víctimas propias y el aumento del descontento.
Vietnam tuvo mucho que ver en la emergencia de los desórdenes políticos de la década de 1960 en Estados Unidos. Tal como señaló Martin Luther King, la guerra (dependiente de una cantidad desproporcionada de soldados negros para luchar contra un pequeño país de color) reveló y magnificó las desigualdades raciales dentro de Estados Unidos. Exasperados por los problemas sobre el terreno, los estrategas americanos siguieron intensificando los compromisos militares sin efecto alguno. Las conversaciones de paz en París se estancaron mientras aumentaba el coste humano en todos los bandos. El reclutamiento involuntario de jóvenes estadounidenses amplió y polarizó la opinión pública. En 1968 las críticas obligaron al presidente Johnson a cejar en sus planes de presentarse por segunda vez. El sucesor de Johnson, Richard M. Nixon, que ganó por estrecho margen con la promesa de poner fin al conflicto armado, se dedicó más bien a extenderlo. Las protestas estudiantiles contra la guerra terminaban a menudo en violencia. El gobierno presentó cargos de conspiración delictiva contra Benjamin Spock, el pediatra más destacado del país, y contra William Sloane Coffin, capellán de la Universidad de Yale, por animar a los jóvenes a resistirse al reclutamiento obligatorio. La evasión del reclutamiento se generalizó tanto que en 1970 se cambió de sistema. Y, desde el punto de vista de otros países, la Guerra de Vietnam se convirtió en un espectáculo: uno en el que la nación más poderosa y rica del mundo parecía decidida a destruir un territorio de campesinos pobres en nombre del anticomunismo, la democracia y la libertad. La empañada imagen de los valores occidentales ocupó el centro de los movimientos de protesta de la década de 1960 en Estados Unidos y Europa occidental.
EL MOVIMIENTO ESTUDIANTIL
El movimiento estudiantil en sí puede verse como una consecuencia de las transformaciones de la posguerra: una cohorte en aumento de jóvenes con más tiempo y salud que en el pasado, la intensificación de una conciencia generacional debida, en parte, a la comercialización de la cultura juvenil de masas e instituciones educativas incapaces de manejarse con el incremento del número de alumnos o de las expectativas. En Francia, el censo de estudiantes en la enseñanza secundaria pasó de cuatrocientos mil en 1949 a dos millones en 1969; durante ese mismo período, la matriculación en las universidades se disparó de cien mil a seiscientas mil personas. Lo mismo sucedió en Italia, Gran Bretaña y la RFA. Las universidades, creadas en su origen para formar a pequeñas élites, vieron desbordados tanto al personal docente como sus instalaciones. Las aulas estaban abarrotadas, la burocracia universitaria no respondía solicitudes y millares de estudiantes se examinaban al mismo tiempo. Desde una perspectiva más filosófica, los estudiantes plantearon cuestiones sobre el papel y el significado de una formación de élite en una sociedad democrática, y sobre las relaciones entre la universidad como «fábrica del conocimiento», la cultura del consumo y aventuras neocoloniales como la Guerra de Vietnam y, para los franceses, las guerras argelinas. Las tradiciones conservadoras dificultaron la reforma intelectual. Además, las demandas estudiantiles para reducir las restricciones en la vida personal (por ejemplo, la autorización para llevar a gente del sexo opuesto a los dormitorios universitarios) provocaron reacciones autoritarias por parte de los responsables universitarios. Las oleadas de protestas universitarias no se limitaron a Estados Unidos y Europa occidental. Se extendieron por Polonia y Checoslovaquia, donde la comunidad estudiantil protestó por la gestión burocrática de un partido único, la represión de la intelectualidad y el autoritarismo, y contribuyó a mantener redes de disidentes. A mediados de la década de 1960, las iras contenidas en Europa del Este volvieron a alcanzar un punto peligroso.
1968
El año 1968 fue extraordinario, muy similar a 1848 y su oleada revolucionaria (véase el capítulo 21). Fue más internacional incluso, un reflejo de los estrechos lazos mundiales. La cultura juvenil internacional fomentó un sentimiento de identidad colectiva. Los nuevos medios de comunicación retransmitían imágenes de protestas por los derechos civiles desde Estados Unidos hasta Europa, y emitían filmaciones de la Guerra de Vietnam en las pantallas de televisión desde Virginia Occidental hasta Alemania Occidental. La oleada de disturbios sacudió tanto al Bloque del Este como al del oeste. Los movimientos de protesta arremetieron contra la burocracia y el coste humano de la Guerra Fría: en el lado soviético, la burocracia, el autoritarismo y la indiferencia hacia la sociedad civil; en el lado del oeste, la parcialidad y los monopolios de los medios de información, el «complejo industrial-militar» y el imperialismo estadounidense. El régimen soviético, tal como se ha visto, respondió con represión. En Estados Unidos y Europa occidental, los partidos políticos tradicionales tuvieron poca idea sobre cómo afrontar esos movimientos nuevos y quiénes participaban en ellos. En ambos casos, los eventos abrumaron con rapidez a los sistemas políticos.
París
El estallido más importante de descontento estudiantil en Europa se produjo en París en la primavera de 1968. La República francesa se había visto sacudida por los conflictos relacionados con la guerra argelina a comienzos de la década de 1960. Pero más importante aún fue que el estallido económico había minado los fundamentos del régimen y el estilo tradicional de De Gaulle. Los estudiantes franceses de la Universidad de París demandaron reformas para modernizar la universidad. Las protestas alcanzaron su punto culminante primero en Nanterre, una ampliación de la universidad construida en un antiguo almacén de la fuerza aérea en un barrio pobre y mal provisto, con grandes carencias de financiación y masificada de estudiantes. Exigencias, manifestaciones y enfrentamientos con las autoridades universitarias viajaron con rapidez desde Nanterre hasta la Sorbona, en el centro de París, y ante el desorden creciente, la Universidad de París cerró sus puertas, lo que lanzó a los estudiantes a las calles y a enfrentamientos más serios con la policía. Ésta reaccionó con represión y violencia, lo que alarmó a los observadores y a la audiencia televisiva, y petardeó el régimen. En seguida se dispararon las simpatías con la causa estudiantil, lo que conllevó otros opositores al régimen del presidente De Gaulle. Estallaron huelgas sindicales masivas. Los obreros de la industria automovilística, trabajadores técnicos y los empleados del sector público (desde las compañías del gas y la electricidad o el servicio postal, hasta la radio y la televisión) se declararon en huelga. A mediados de mayo, la sorprendente cifra de 10 millones de trabajadores franceses había abandonado su puesto. De Gaulle no simpatizaba con los estudiantes: «La reforma, sí; el desmadre, no», dicen que exclamó en la cresta de los enfrentamientos. En cierto momento pareció que el gobierno se derrumbaría. Sin embargo, el régimen consiguió conformar a los huelguistas con aumentos de sueldo y apelando a las demandas de orden de la población. Los movimientos estudiantiles, aislados, se fueron aplacando de forma gradual y los estudiantes consintieron en reanudar la vida universitaria. El régimen se recuperó, sí, pero los acontecimientos de 1968 debilitaron la posición de De Gaulle como presidente y favorecieron su retirada de la política al año siguiente.
En la década de 1950 había habido protestas y rebeldía, pero los eventos de 1968 alcanzaron una magnitud asombrosa. París no fue la única ciudad que explotó en 1968. Las protestas estudiantiles estallaron en Berlín Occidental dirigidas contra las estrechas relaciones que mantenía el gobierno con el autocrático sah de Irán y contra el poder de las empresas de comunicación. Los enfrentamientos con la policía cobraron un carácter violento. En algunas ciudades italianas, los estudiantes organizaron varias manifestaciones para llamar la atención sobre la masificación en las aulas universitarias. Se cerraron 26 universidades. La Escuela de Económicas de Londres casi se cerró por protestas. En Ciudad de México, un enfrentamiento con la policía acabó con cientos de protestantes muertos, en su mayoría estudiantes, en vísperas de las Olimpiadas de 1968, organizadas por el gobierno mexicano. Aquellas olimpiadas reflejaron las disputas políticas del período: los países africanos amenazaron con boicotearlas si participaba Sudáfrica, con su régimen de apartheid. Dos medallistas afroamericanos alzaron el puño a modo de saludo del black power (el poder negro) durante la ceremonia de entrega de premios, y el Comité Olímpico los mandó de inmediato a casa. En Vietnam, el Viet Cong puso en duda la proclama estadounidense de haber cambiado las tornas con una nueva ofensiva. La ofensiva del Tet, llamada así por la festividad del año nuevo vietnamita, deparó el mayor número de víctimas hasta la fecha en la Guerra de Vietnam y un estallido de protestas. Las manifestaciones antibelicistas y las revueltas estudiantiles recorrieron todo el país. El presidente Lyndon Johnson, derrumbado por los efectos del Tet y ya desgastado por la guerra, optó por no presentarse a la reelección. El año 1968 también presenció daños y traumas para la política futura del país con los asesinatos de Martin Luther King (4 de abril de 1968) y del candidato presidencial Robert F. Kennedy (5 de junio de 1968). Al asesinato de King le sucedió una oleada de disturbios en más de cincuenta ciudades de todo el territorio de Estados Unidos, seguidos a finales del verano por luchas callejeras entre la policía y estudiantes disconformes durante la Convención Nacional Demócrata de aquel año, celebrada en Chicago. Algunos consideraron la irrupción de las protestas como otra «primavera de los pueblos». Otros la vieron como una larga pesadilla.
Praga
El movimiento estudiantil en Estados Unidos y Europa occidental también se inspiró en uno de los mayores desafíos a los que se enfrentó la autoridad soviética desde la Revolución húngara de 1956 (véase el capítulo 27): la «primavera de Praga» de 1968. Los sucesos comenzaron con la aparición de un gobierno comunista liberal en Checoslovaquia dirigido por el eslovaco Alexander Dubček. Éste había sabido superar las estrategias de los líderes más tradicionales y autoritarios del partido. Defendió el «socialismo con rostro humano»; fomentó el debate dentro del partido, la libertad académica y artística, y la relajación de la censura. Como solía ocurrir, los miembros del partido se dividieron entre los defensores de reformas y los temerosos de que las reformas desataran la revolución. En cambio, los reformadores también consiguieron apoyos fuera del partido, en organizaciones estudiantiles, la prensa y redes de disidencia. Como en Europa occidental y Estados Unidos, el movimiento de protesta desbordó la política del partido tradicional.
En la Unión Soviética, Jruschov había caído en 1964, y las riendas del poder habían pasado a manos de Leonid Brézhnev como secretario del Partido Comunista. Brézhnev fue más conservador que Jruschov, menos dado a tratar con Occidente y propenso a acciones defensivas para salvaguardar la esfera de influencia soviética. En un principio, los soviéticos toleraron a Dubček como excéntrico político, pero los acontecimientos de 1968 acentuaron sus temores. La mayoría de los líderes comunistas de Europa del Este censuraron el reformismo checo, pero en Polonia y Yugoslavia estallaron manifestaciones estudiantiles de apoyo que exigieron el fin del gobierno de un partido único, menos censura y la reforma del sistema judicial. Además, Josip Broz Tito, de Yugoslavia, y Nicolae Ceaucescu, de Rumanía (dos de los comunistas independientes más obcecados de Europa del Este), visitaron a Dubček. Los soviéticos interpretaron estas actuaciones como un ataque al Pacto de Varsovia y la seguridad soviética; también entendieron la intervención estadounidense en Vietnam como una prueba de la intensificación de las acciones anticomunistas en todo el mundo. Cuando Dubček intentó democratizar el Partido Comunista y no asistió a una reunión de miembros del Pacto de Varsovia, los soviéticos enviaron carros de combate y tropas a Praga; era agosto de 1968. El orbe volvió a contemplar ríos de refugiados checos abandonando el país, del cual se hizo cargo un gobierno represor elegido por las fuerzas de seguridad soviéticas. Dubček y sus aliados fueron condenados a prisión o al «exilio interior». El 20 por ciento de los miembros del Partido Comunista checo fue expulsado durante una serie de purgas. Tras la destrucción de la «primavera de Praga», los diplomáticos soviéticos afianzaron su posición de acuerdo con la nueva «doctrina Brézhnev», por la cual ningún estado socialista podría adoptar políticas que dañaran los intereses del socialismo internacional, y la Unión Soviética podría intervenir en los asuntos internos de cualquier país del bloque soviético si ponía en riesgo el mandato comunista. En otras palabras, las normas represoras aplicadas a Hungría en 1956 no cambiarían.
¿Cuáles fueron los efectos de 1968? El gobierno de De Gaulle se recuperó. El republicano Richard M. Nixon ganó las elecciones estadounidenses de 1968. Entre 1972 y 1975, Estados Unidos se retiró de Vietnam; el fin de esta guerra dio lugar a una crisis de refugiados y a una serie nueva de terribles conflictos regionales. En Praga, los carros de combate del Pacto de Varsovia reprimieron la rebelión y, con la doctrina Brézhnev, el régimen soviético reafirmó su derecho a controlar sus satélites. Serias confrontaciones de guerra fría serpentearon a lo largo de la frontera yugoslava durante la huida de los refugiados al oeste, al igual que en la península coreana tras el ataque de Corea del Norte a un barco espía de la marina estadounidense. A largo plazo, en cambio, las demandas de las protestas y la disidencia se revelaron más difíciles de contener. En Europa del Este y la Unión Soviética, la disidencia fue aplastada, pero no erradicada. El aplastamiento de la rebelión checa causó gran decepción y, en aspectos importantes, los acontecimientos de 1968 prefiguraron el desmoronamiento del control soviético en 1989. En Europa occidental y Estados Unidos, el movimiento estudiantil se calmó, pero sus consecuencias y las políticas pioneras que reivindicó perduraron más. El feminismo (o, con más exactitud, la segunda oleada de feminismo) destacó de verdad después de 1968 y sus dimensiones aumentaron con mujeres pertenecientes a una generación posterior a la de Simone de Beauvoir y Betty Friedan. Estas mujeres habían formado parte de organizaciones estudiantiles en la década de 1960 y su impaciencia con los partidos políticos tradicionales y, a menudo, con sus compañeros masculinos estudiantes, las situó en grupos separados donde defendieron la igualdad entre ambos sexos y dentro de la familia. Recurriendo a un lema que plasmaba algunos de los cambios acaecidos en las décadas de 1950 y 1960, insistieron en que «lo personal es político». Tal como dijo una mujer inglesa: «Queríamos redefinir el significado de la política para incluir en él un análisis de nuestra vida cotidiana», lo que englobaba sexualidad, salud, cuidado de los hijos, imágenes culturales de la mujer, etcétera. El movimiento antibelicista abordó la cuestión de las armas nucleares, un tema especialmente variable en Europa. Por último, el movimiento ecologista hizo su aparición preocupado no ya por la contaminación y los recursos escasos del planeta, sino también de la urbanización vertiginosa y el desarrollo económico desenfrenado que provocó la década de 1960. A la larga, tanto en Europa como en Estados Unidos disminuyó la fidelidad de los votantes a los partidos políticos tradicionales, y aparecieron numerosos partidos menores. De este modo, los nuevos movimientos sociales acabaron formando parte de un panorama político muy diferente.
Europa estuvo plagada de problemas tanto económicos como sociales durante las décadas de 1970 y 1980, pero estas adversidades habían empezado con anterioridad. A mediados de la década de 1960, por ejemplo, el crecimiento de la RFA se había frenado. Cayó la demanda de productos manufacturados y en 1966 el país sufrió la primera recesión de la posguerra. Volkswagen, símbolo del «milagro» alemán, introdujo un horario semanal reducido; en total, casi setecientos mil alemanes occidentales fueron expulsados del trabajo. En Francia, una crisis persistente de la vivienda elevó el coste de la vida. Aunque algunas industrias nuevas siguieron prosperando, las industrias básicas (carbón, acero y ferrocarriles) empezaron a acumular déficit. El desempleo subió a la vez que los precios. El compromiso del primer ministro Harold Wilson para reactivar la economía británica mediante la introducción de tecnología nueva fracasó debido a las crisis del valor de la libra en los mercados de divisas, las cuales se vieron agravadas por bajos niveles de crecimiento continuados. El Mercado Común, ampliado en 1973 con la inclusión de Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca y en la década de 1980 con la admisión de Grecia, España y Portugal, se esforzó por vencer los problemas derivados del conflicto entre los reglamentos económicos internos de muchos países europeos y la política de libre mercado imperante en lo que acabaría siendo la Comunidad Económica Europea (CEE).
El precio del petróleo se disparó por primera vez a comienzos de la década de 1970, lo que intensificó las dificultades. En 1973, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), eminentemente árabe, inició un embargo de petróleo contra las potencias occidentales. En 1973, el barril de crudo costaba 1,73 dólares; en 1975 ascendió a 10,46 dólares; a comienzos de la década de 1980 su precio había superado los 30 dólares. Este incremento generó una espiral inflacionaria; los tipos de interés subieron y, con ellos, casi todo lo que los consumidores occidentales estaban habituados a comprar. El aumento de los costes provocó reivindicaciones de subidas salariales y huelgas. Las tranquilas relaciones industriales de la década de 1950 pertenecían al pasado. Al mismo tiempo, los fabricantes europeos se toparon con una competencia fuerte, no ya por parte de países altamente desarrollados como Japón, sino también procedente de economías cada vez más activas de Asia y África, donde el oeste había invertido capital con alegría en décadas anteriores. En 1980, Japón había conquistado el 10 por ciento del mercado automovilístico en la RFA y el 25 por ciento en Bélgica. En 1984, el desempleo en Europa occidental afectó a unos 19 millones de personas. Habían llegado los años de las vacas flacas.
En el bloque soviético también se estancó la economía. La expansión de la industria pesada había favorecido la recuperación en el período de la posguerra, pero, en la década de 1970, el sector dejó de aportar crecimiento e innovación. El Partido Comunista soviético anunció en 1961 que en 1970 la URSS superaría la producción per cápita en Estados Unidos. Sin embargo, a finales de la década de 1970, la producción per cápita soviética no era mucho más alta que en los países menos industrializados del sur de Europa. Además, los soviéticos estaban demasiado volcados en la industria armamentística, la cual se había vuelto ineficiente aunque lucrativa para los miembros del partido que la regentaban. La economía soviética sí recibió un impulso de la subida de precios del petróleo que introdujo la OPEP en 1973 y 1979. (La Organización de los Países Exportadores de Petróleo se fundó en 1961; la URSS no pertenecía a ella, pero, al ser el mayor productor mundial de crudo, se benefició del alza de precios). Sin este empujón, la situación habría sido mucho peor.
Tras el impresionante rendimiento económico a comienzos de la década de 1970, los países europeos del este se toparon con graves dificultades financieras. Su éxito se había basado en parte en los préstamos de capital procedente del oeste. En 1980 esas deudas pesaron mucho en sus economías nacionales. El endeudamiento de Polonia en divisas fuertes de países del oeste, por ejemplo, era casi cuatro veces mayor que sus exportaciones anuales. La solución a este problema, ejecutada en Polonia y otros lugares, consistió en recortar la producción para consumo interno con la finalidad de aumentar las exportaciones. Pero esta política se encontró con una oposición popular firme. Aunque en Europa del Este prácticamente no había desempleo, la población no estaba nada contenta con su situación económica. Trabajaban más horas que en el oeste, y las mercancías y servicios eran escasos incluso en tiempos de bonanza.
Los gobiernos occidentales se esforzaron por reaccionar con eficacia ante el cambio repentino de su situación económica. La nueva líder del Partido Conservador británico, Margaret Thatcher, salió elegida primera ministra en 1979 (y reelegida en 1983 y 1987) con un programa que restó peso a los sindicatos, redujo impuestos para estimular la economía y privatizó empresas públicas. La economía continuó débil con casi el 15 por ciento de la mano de obra desempleada en 1986. En Alemania Occidental, una serie de gobiernos socialdemócratas intentó combatir la recesión económica con programas de formación profesional e incentivos fiscales, ambos financiados con impuestos más elevados. Estos programas repercutieron poco en la recuperación de la economía, y el país se inclinó hacia la derecha.
El hecho de que tanto los gobiernos de izquierdas como los de derechas no lograran restaurar la prosperidad sin precedentes que vivió Europa durante la posguerra, indica hasta qué punto las fuerzas económicas quedan fuera del control de cada estado aislado. El malestar económico continuado renovó los esfuerzos por «europeizar» los problemas comunes. A finales de la década de 1980, la CEE se embarcó en un proyecto ambicioso de integración. Las metas a largo plazo, acordadas cuando se formó la Unión Europea (UE) en 1991, incluyeron una unión monetaria con un banco central europeo y una sola divisa, y políticas sociales unificadas para reducir la pobreza y el desempleo. Con el advenimiento del siglo XXI, los estados miembros europeos habían empezado a dar varios de esos pasos. Lo que no quedó claro fue si ese nuevo estado «federal» europeo superaría las reivindicaciones de soberanía nacional de sus miembros, o si desarrollaría la fuerza económica y política necesaria para responder a la supremacía mundial de Estados Unidos.
SOLIDARIDAD EN POLONIA
En 1980 el descontento volvió a alcanzar un punto culminante en Europa del Este, esta vez con el movimiento obrero Solidaridad de Polonia. Los trabajadores polacos organizaron huelgas que paralizaron el gobierno del país. Los obreros formularon varias exigencias clave. En primer lugar, rechazaron las condiciones laborales impuestas por el gobierno para combatir una crisis económica severa. En segundo lugar, protestaron por los precios elevados y las carestías especiales, ambos debidos a la política y las prioridades del gobierno. Pero, sobre todo, los trabajadores polacos de Solidaridad reclamaron sindicatos obreros con independencia real en lugar de las organizaciones laborales patrocinadas por el gobierno. En el centro del movimiento radicó el convencimiento de que la sociedad tenía el derecho de organizarse a sí misma y, como consecuencia, a crear su propio gobierno. Los huelguistas estaban encabezados por Lech Walesa, un electricista de los astilleros de Danzig. La carismática personalidad de Walesa no sólo atrajo a la ciudadanía polaca, sino a simpatizantes en todo el este. En cambio, los soviéticos volvieron a apoyar un régimen militar para reinstaurar un gobierno autoritario. El presidente polaco, el general Wojciech Jaruzelski, había aprendido de Hungría y Checoslovaquia, y practicó un delicado juego diplomático para conservar la libertad de acción del gobierno polaco durante la represión del propio movimiento Solidaridad. Con todo, la tácita amenaza soviética continuó.
Uno de los aspectos más fascinantes de la historia radica en su imprevisibilidad. En tiempos recientes no ha existido un ejemplo más revelador de ella que el desplome repentino de los regímenes comunistas de Europa del Este en 1989, el impresionante fin de la Guerra Fría y la subsiguiente desintegración de la otrora poderosa Unión Soviética.
GORBACHOV Y LA REFORMA SOVIÉTICA
Este colapso repentino llegó, de forma involuntaria, a partir de una nueva oleada de reformas iniciada a mediados de la década de 1980. En 1985, una generación nueva de oficiales comenzó a hacerse cargo del Partido Comunista soviético, un cambio anunciado por el nombramiento de Mijaíl Gorbachov como líder del partido. A sus cincuenta y tantos años, Gorbachov era bastante más joven que sus predecesores inmediatos y estaba menos sujeto a las costumbres de pensamiento que habían determinado los asuntos soviéticos internos y externos. Criticó con franqueza los aspectos represivos de la sociedad comunista, así como su aletargada economía, y no dudó en expresar esas críticas abiertamente. Su doble política de glásnost (apertura intelectual) y perestroika (reestructuración económica) infundieron esperanzas sobre una Unión Soviética más libre y próspera. Con Gorbachov se liberó a una serie de disidentes encarcelados, entre ellos Andréi Sajárov, el científico conocido como el «padre de la bomba de hidrógeno soviética» y, más tarde, crítico mordaz de la carrera armamentística de la Guerra Fría.
Las medidas políticas de la perestroika apuntaron hacia los privilegios de la élite política y la inmovilidad de la burocracia estatal mediante la instauración de elecciones competitivas para puestos oficiales y la limitación de la duración del cargo. El programa de perestroika de Gorbachov persiguió la transición de la economía planificada de manera centralista instaurada por Stalin a una economía mixta que combinaba la planificación con el funcionamiento de las fuerzas del mercado. En la agricultura, la perestroika aceleró el abandono de una producción cooperativa e introdujo incentivos para la consecución de objetivos de producción. Gorbachov planeó integrar la Unión Soviética en la economía internacional a través de su participación en organizaciones tales como el Fondo Monetario Internacional.
Sin embargo, hasta reformas tan impresionantes se quedaron escasas y llegaron demasiado tarde. El descontento étnico, herencia del imperialismo ruso decimonónico, amenazó con escindir la Unión Soviética mientras los movimientos de secesión acumularon presión en el Báltico y otros lugares. De 1988 en adelante, las luchas entre armenios y azerbaiyanos por una región de etnia azerbaiyana situada dentro de territorio armenio amenazaron con intensificarse hasta el límite de crear un conflicto con Irán. Sólo las tropas soviéticas que patrullaban la frontera y la voluntad de Gorbachov para contener una revuelta separatista en Azerbaiyán por la fuerza disiparon temporalmente el enfrentamiento.
Espoleados por estos acontecimientos en la Unión Soviética, los países del este de Europa empezaron a moverse para lograr la independencia de Moscú. Gorbachov fomentó el debate abierto (glásnost) no sólo en su país, sino también en sus estados satélite. Revocó la insistencia de la doctrina Brézhnev en gobiernos socialistas de un partido único, y realizó viajes frecuentes y estimuladores a las capitales de países satélite vecinos.
La glásnost reavivó la llama de la oposición en Polonia, donde Solidaridad había sido vencida pero no destruida por el gobierno en 1981. En 1988 el sindicato emprendió otra serie de huelgas. Estos disturbios culminaron en un acuerdo entre el gobierno y Solidaridad que legalizó el sindicato y aseguró elecciones abiertas. Los resultados de junio de 1989 dejaron al mundo boquiabierto: prácticamente todos los candidatos al gobierno perdieron; el Comité de Ciudadanos, afiliado a Solidaridad, consiguió una mayoría considerable en el parlamento polaco.
En Hungría y Checoslovaquia, los acontecimientos siguieron un curso similar durante 1988 y 1989. János Kádár, dirigente húngaro desde la enérgica intervención soviética de 1956, se resignó ante las continuas manifestaciones en mayo de 1988 y fue sustituido por un gobierno reformista del Partido Obrero Socialista húngaro. En la primavera de 1989, el régimen húngaro había sido purgado de defensores del Partido Comunista. El gobierno también empezó a desmantelar las vallas de seguridad a lo largo de la frontera austriaca. Un año después, el Foro Democrático Húngaro se aseguró una mayoría relativa de escaños en la Asamblea Nacional tras comprometerse a restituir todos los derechos civiles y a reestructurar la economía.
También los checos organizaron manifestaciones contra la dominación soviética a finales de 1988. La represión brutal de las manifestaciones estudiantiles por parte de la policía en 1989 radicalizó a los trabajadores del país y provocó manifestaciones masivas. El Foro Cívico, una coalición de oposición, reclamó la creación de un gobierno de coalición que incluyera formaciones no comunistas, la celebración de elecciones libres y la dimisión de los líderes comunistas del país. Reforzó estas demandas con manifestaciones masivas continuadas y amenazas de una huelga general que trajeron como resultado el desmoronamiento del viejo régimen y la elección de Václav Havel, dramaturgo y líder del Foro Cívico, como presidente.
LA CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN
El cambio político más significativo acaecido en Europa del Este a finales de la década de 1980 llegó con el desplome del comunismo en la RDA y la unificación de las dos Alemanias. Aunque la República Democrática Alemana era considerada desde hacía tiempo como el más próspero de los países satélite soviéticos, sufrió un estancamiento económico severo y una degradación medioambiental. Oleadas de alemanes del este manifestaron su descontento ante el empeoramiento de las condiciones a través de una emigración ilegal masiva hacia el oeste. Este éxodo se unió a la evidencia de una corrupción oficial generalizada para forzar la dimisión de Erich Honecker, primer ministro de Alemania del Este asentado largo tiempo en el poder y perteneciente a la línea dura. Su sucesor, Egon Krenz, prometió emprender reformas, pero, así y todo, se encontró con protestas constantes y una emigración masiva continuada.
El 4 de noviembre de 1989, el gobierno hizo un movimiento con el que reconoció su incapacidad para mantener cautivos a sus ciudadanos: abrió la frontera con Checoslovaquia. Este movimiento permitió, en efecto, que los alemanes del este viajaran al oeste. En cuestión de días, el Muro de Berlín (encarnación de la Guerra Fría, el telón de acero y la división entre este y oeste) quedó demolido por grupos de ciudadanos corrientes. Multitudes jubilosas de ambos lados atravesaron los huecos abiertos que ahora permitían a hombres, mujeres y niños dar los pocos pasos que simbolizaban el regreso a la libertad y una oportunidad para la unidad nacional. En marzo de 1990 se celebraron elecciones libres en todo el territorio alemán que dieron la victoria a la Alianza por Alemania, una coalición aliada con la Unión Democratacristiana del canciller de Alemania Occidental Helmut Kohl. La prosecución de una emigración intensa favoreció que las conversaciones sobre la reunificación culminaran con rapidez en la proclamación formal de una Alemania unida el 3 de octubre de 1990.
Los ánimos de la opinión pública en Europa del Este, y tal vez en todo el mundo, quedaron barridos ante la alegría de aquellas pacíficas «revoluciones de terciopelo» del otoño de 1989. Pero el fin del gobierno de un partido único en Europa del Este no se logró sin violencia. El gobierno más represivo del viejo Bloque del Este, la indiscutible dictadura de Nicolae Ceaucescu en Rumania, cayó con mucho más derramamiento de sangre. En diciembre, ante la oleada de revueltas populares en los países vecinos y los disturbios causados por la minoría étnica húngara afincada en Transilvania, un grupo de funcionarios del partido y oficiales del ejército rumano intentaron conservar su propia posición derrocando a Ceaucescu. Sin embargo, el extenso cuerpo de policía secreta organizó una resistencia al golpe; como consecuencia, hubo casi dos semanas de sangrientos enfrentamientos callejeros en Bucarest, la capital. Francotiradores independientes leales a Ceaucescu siguieron matando a transeúntes civiles desde las azoteas de las casas, con lo que forzó peligrosos esfuerzos para acabar con ellos mientras el resto de Europa del Este celebraba la Navidad y el año nuevo con sistemas políticos nuevos. Ceaucescu y su esposa fueron capturados por unidades militares populistas y ejecutados; las imágenes de sus cadáveres ensangrentados dieron la vuelta al mundo a través de la televisión por satélite.
En el resto de Europa del Este, los gobiernos formados por un partido único en los países situados al otro lado de lo que quedó del andrajoso telón de acero (Albania, Bulgaria y Yugoslavia) se derrumbaron ante la presión democrática por el cambio. Mientras, dentro de la propia Unión Soviética y animadas por los eventos de Europa del Este, las repúblicas balcánicas de Lituania y Letonia se esforzaron por liberarse del gobierno soviético. En 1990 proclamaron su independencia de la Unión Soviética de manera unilateral y con ello recrudecieron la tensión entre la «unión» y las «repúblicas». Gorbachov reaccionó con una mezcla vacilante de intervención armada y promesas de mayor autonomía local. En el otoño de 1991 Lituania y Letonia, junto con el tercer estado báltico, Estonia, consiguieron el reconocimiento internacional como repúblicas independientes.
EL DESPLOME DE LA UNIÓN SOVIÉTICA
Mientras la influencia soviética en Europa del Este se iba minando, en casa, la improductiva economía soviética siguió alimentando iras generalizadas. Con el fracaso de la perestroika (debido en buena medida a la falta de recursos y la incapacidad para aumentar la producción) llegó el ascenso de un poderoso rival político de Gorbachov: su antiguo aliado Boris Yeltsin. Éste, alcalde reformador de Moscú, fue elegido presidente de la Federación Rusa (la mayor de las repúblicas soviéticas) en 1990 con un programa contrario a Gorbachov. La presión procedente del bando de Yeltsin debilitó las posibilidades de Gorbachov para maniobrar con independencia de facciones reaccionarias del politburó y los militares, lo que socavó su programa de reformas y su capacidad para continuar en el poder.
El aumento de los graves problemas internos de la Unión Soviética dio lugar a protestas crecientes en 1991, cuando la política de Gorbachov fracasó en el intento de mejorar (y, de hecho, empeoró) el nivel de vida de la población soviética. Aumentaron las exigencias para que la abotargada burocracia gubernamental aplicara un remedio drástico para paliar el continuo estancamiento económico del país. Gorbachov pareció perder su temple político al ordenar primero y anular después un plan de reformas económicas de «quinientos días», al mismo tiempo que aceptaba negociar con las repúblicas cada vez más disconformes de la unión y que ahora clamaban por la independencia. Al ver peligrar su vida política, un grupo de dirigentes de la línea dura del Partido Comunista organizó un golpe de estado fallido en agosto de 1991. Tomaron prisioneros a Gorbachov y su esposa en su residencia de verano, y declararon una vuelta a la ortodoxia del partido con la intención de salvar lo que quedaba del peso mundial de la Unión Soviética y del poder interno del Partido Comunista. La ciudadanía soviética, sobre todo en ciudades grandes como Moscú y Leningrado, se opuso a sus autoproclamados salvadores. Encabezados por Boris Yeltsin, quien en cierto momento se subió a un carro de combate en una calle de Moscú para congregar al gentío, reunieron apoyos entre las repúblicas soviéticas y los militares y triunfaron al retar a los conspiradores a cumplir con sus amenazas. En cuestión de dos semanas, Gorbachov volvió a ostentar el poder y los cabecillas del golpe fueron encarcelados.
Curiosamente, esta contrarrevolución popular devolvió el cargo a Gorbachov al mismo tiempo que destruyó el poder del estado soviético que él dirigía. A lo largo del otoño de 1991, mientras Gorbachov luchaba por mantener unida la Unión, Yeltsin se alió con los presidentes del resto de repúblicas grandes para sacar partido del descontento. El 8 de diciembre de 1991, los presidentes de las repúblicas de Rusia, Ucrania y Bielorrusia declararon la desaparición de la Unión Soviética: «La URSS como sujeto del derecho internacional y como realidad geopolítica ha dejado de existir». Aunque la prosa era mala, el mensaje fue decisivo. La antigua Unión Soviética, fundada setenta años antes por un estallido de fervor revolucionario y violencia, se había esfumado casi de la noche a la mañana dejando tras de sí un conjunto de once naciones que, lejos de ser poderosas, mantenían un vínculo laxo entre ellas integradas en la Comunidad de Estados Independientes. El 25 de diciembre de 1991, Gorbachov dimitió y abandonó la vida política, no expulsado del cargo por la vía habitual sino convertido en irrelevante cuando otros actores desmantelaron el estado. La bandera soviética (la hoz y el martillo que simbolizaban a la nación que durante cincuenta años había tenido subyugada a media Europa) se arrió por última vez en el Kremlin.
La contundente caída dejó problemas contundentes tras de sí. La escasez de alimentos se agravó durante el invierno de 1992. El valor del rublo se desplomó. Las repúblicas no se pusieron de acuerdo en cuanto a políticas militares comunes o para resolver cuestiones complejas y delicadas relacionadas con el control de las cabezas nucleares. La petición de ayuda económica desde el oeste por parte de Yeltsin se tradujo en aportaciones masivas de capital público y privado que, sin embargo, no lograron evitar apuros y trastornos económicos muy serios. La libre empresa trajo consigo el desempleo y favoreció la explotación a través de actividades delictivas. La determinación de Yeltsin para proseguir con su programa económico se encontró con una resistencia firme del parlamento y la ciudadanía alarmada por los rápidos e inexorables cambios que estaba experimentando. Cuando el parlamento se plantó ante las propuestas de Yeltsin en septiembre de 1993, él optó por disolverlo. Eso contribuyó a provocar un intento de golpe de estado dos meses después, organizado por políticos conservadores y mandos del ejército. Los oficiales leales a Yeltsin sofocaron la revuelta con mucha más fuerza que el intento de golpe de 1991 (televidentes de todo el mundo contemplaron el ataque de la artillería contra el edificio del parlamento de Moscú, ocupado por los rebeldes, durante un sangriento bombardeo). Tras la recomposición del parlamento, las elecciones de 1995 sirvieron para sopesar el descontento: los comunistas recuperados consiguieron casi un tercio de los escaños, mientras que los nacionalistas xenófobos encabezados por Vladímir Zhirinovski también obtuvieron un porcentaje notable de votos con su incesante inculpación de Occidente por los problemas de Rusia.
Entretanto, los conflictos étnicos y religiosos plagaron las repúblicas. Durante los primeros años que siguieron a la disolución de la Unión Soviética, estalló la guerra en Georgia, Armenia y Azerbaiyán. El conflicto más serio afloró en la región eminentemente árabe de Chechenia, la cual linda con Georgia por el Cáucaso y había declarado su independencia de Rusia a finales de 1991. Los rebeldes chechenos eran herederos de una tradición de bandidaje y separatismo contra la autoridad rusa que se remontaba al siglo XIX. Cansado de este desafío constante a su autoridad, el gobierno ruso acometió en 1994 un intento coordinado para poner fin a la resistencia. Cuando las fuerzas rusas avanzaban hacia la capital chechena, Grozni, cayeron en una emboscada con una potencia de fuego robada en gran medida de arsenales rusos abandonados. El resultado fue una masacre de los rusos invasores, seguida por un asedio largo y sangriento para tomar la ciudad. Esto alimentó a su vez una guerra de guerrillas larga y especialmente sangrienta entre fuerzas rusas y chechenas, caracterizada por reiteradas atrocidades en ambos bandos. Tras pausas breves en 1995 y 1997, esta guerra chechena se prolongó hasta el cambio de siglo como una reproducción del conflicto ruso en Afganistán (véase el capítulo 27), pero a un nivel más sangriento y más cerca de casa.
El telón de acero había creado una de las fronteras más inflexibles de la historia europea. El derrumbamiento de la Unión Soviética abrió las puertas de Rusia y sus antiguos dominios imperiales. Esta transformación conllevó el fin de la Guerra Fría. Pero también dio lugar a multitud de problemas imprevistos en toda Europa del Este y el mundo industrial avanzado: conflictos étnicos, incertidumbres diplomáticas sobre el nuevo gobierno ruso y la supremacía de una única superpotencia que en ocasiones se ha calificado de «unilateralismo» estadounidense. Dentro de Rusia y varias de las antiguas repúblicas soviéticas emergió una nueva era que algunos han bautizado como el «salvaje oeste» ruso. Empezaron a establecerse relaciones comerciales capitalistas sin relaciones de propiedad claramente definidas ni un marco legal estable. Los ex dirigentes gubernamentales se aprovecharon de su posición de poder para hacerse con el control de sectores enteros de la economía. La corrupción campó a sus anchas. La delincuencia organizada controló las industrias, la Bolsa, un mercado floreciente de estupefacientes ilegales y hasta algunos gobiernos locales. Hasta los gobiernos centrales más enérgicos de las grandes repúblicas como Rusia, Ucrania y Kazajstán se vieron enfrentados a problemas enormes. La «franqueza» postsoviética sentó las bases de una nueva Rusia democrática, pero también puso en marcha el resurgimiento de viejas formas de tiranía.
PROBLEMAS POSREVOLUCIONARIOS: EUROPA ORIENTAL DESPUÉS DE 1989
Las «revoluciones de terciopelo» de Europa central y oriental infundieron grandes esperanzas: esperanzas locales de que el fin de los gobiernos autoritarios brindara prosperidad económica y pluralismo cultural; y esperanzas occidentales de que esos países se les unieran como socios capitalistas en una Comunidad Europea más extensa. La realidad fue más lenta y dura de lo que previeron los optimistas de 1989. El mayor esfuerzo, que además tuvo consecuencias continuas para el continente europeo, radicó en la reunificación de Alemania. La euforia de la reunificación enmascaró incertidumbres incluso entre los propios alemanes. La desmoronada economía de Alemania del Este continuó siendo un problema. Sumada al resto de complicaciones económicas que aquejaron a la antigua Alemania Occidental durante la década de 1990, creó mucho resentimiento ante la necesidad de «salvar» el este. Lo que el literato Günter Grass describió como el «muro mental» dividió ambos países durante largo tiempo. Aunque se lograron grandes avances en cuanto a la integración de las elecciones y las burocracias de ambos estados alemanes, la unidad económica y cultural resultó mucho más difícil de conseguir.
La adaptación al cambio resultó compleja en toda Europa del Este. Los intentos por crear economías de mercado libre generaron inflación, desempleo y (tras ellos) manifestaciones anticapitalistas. La ineficacia de las industrias, la resistencia a cambiar de la mano de obra, las crisis energéticas, la falta de capital-riesgo y un medioambiente muy contaminado se unieron para impedir el progreso y desvanecer las esperanzas. Los levantamientos en Bulgaria y Albania a comienzos de 1997 estuvieron alentados por la incapacidad de sus gobiernos para resolver problemas económicos y sociales básicos. Además, los conflictos raciales y étnicos siguieron fragmentando las democracias recién liberadas y, con ello, recuperaron las divisiones que desencadenaron la Primera Guerra Mundial y que han acosado a Europa del Este durante toda su historia. Las minorías emprendieron campañas para lograr derechos de autonomía y una separación absoluta que a menudo derivaron en violencia.
La «revolución de terciopelo» de Checoslovaquia acabó en «divorcio de terciopelo» cuando Eslovaquia se declaró independiente de los checos, forzó la dimisión de Havel y frenó las prometedoras reformas culturales y económicas iniciadas en 1989. Polonia disfrutó de un ascenso económico en la década de 1990, después de muchos años de privaciones, pero la transformación le sigue resultando tortuosa a la mayor parte de la Europa del Este restante. Estas contrariedades han ido acompañadas de la reactivación de tensiones étnicas suprimidas antaño por los centralizados gobiernos comunistas. En toda Europa del Este se ha practicado la violencia contra inmigrantes no europeos como gitanos (romani) en la República Checa y Hungría, y contra la etnia húngara en Rumania.
El ejemplo más extremo de estos conflictos llegó con el desplome de Yugoslavia. Tras el fallecimiento de Tito en 1980, el gobierno que había mantenido unido el federalista mosaico étnico de Yugoslavia se desintegró. Las décadas de 1960 y 1970 depararon un crecimiento económico desigual que benefició sobre todo a la capital, Belgrado, y a las provincias de Croacia y Eslovenia, pero las zonas con industria pesada en Serbia, Bosnia-Herzegovina y el minúsculo distrito de Kosovo empezaron a quedarse muy rezagadas. Un grupo de políticos serbios, entre los que destacó Slobodan Milosević, empezó a reconducir la frustración de los serbios ante los apuros económicos hacia cuestiones relacionadas con el orgullo nacional y la soberanía.
El nacionalismo, en especial el serbio y el croata, llevaban mucho tiempo acosando al firme sistema federalista de Yugoslavia. Ese sentimiento estaba muy arraigado entre los serbios. Los mitos nacionales serbios se remontaban a la Edad Media y el país también tiene tradiciones más recientes de separatismo político basado en argumentos étnicos. Milosević y los nacionalistas serbios reunidos en su derredor encendieron esas mechas políticas de tal modo que prendieron en los miedos y frustraciones del momento. Pero lo más importante para Milosević fue que aquello lo catapultó a posiciones cruciales de autoridad. En esos puestos, ofendió a los representantes de las repúblicas no serbias. Inspirados en las transformaciones pacíficas de 1989, los representantes de la pequeña provincia de Eslovenia declararon que se les había negado una representatividad adecuada y el apoyo económico dentro de la república. En 1991, en medio de una oleada de nacionalismo y reforma, los eslovenos se escindieron de Yugoslavia. Tras un breve intento por mantener cohesionada la unión por la fuerza, el gobierno yugoslavo cedió y consintió la declaración de independencia de Eslovenia. Los nacionalistas étnicos de otras repúblicas siguieron el ejemplo. Había comenzado un proceso mucho más profundo y sangriento de desintegración.
La extensa república de Croacia, otrora parte del imperio habsburgués y por poco tiempo estado independiente aliado con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, adujo injusticias por parte de funcionarios serbios en el gobierno yugoslavo, y declaró su independencia como estado capitalista libre. Entre las fuerzas federales yugoslavas y las milicias bien armadas de la independizada Croacia estalló una guerra que acabó con el arbitrio de las Naciones Unidas. La naturaleza religiosa del conflicto (entre croatas católicos y serbios ortodoxos) y el legado bélico de la Segunda Guerra Mundial generó violencia en ambos bandos. Ciudades y pueblos donde serbios y croatas habían vivido juntos desde los años cuarenta quedaron destrozados cuando cada grupo étnico acorraló y masacró a miembros del otro.
La siguiente disputa se produjo en el mismo lugar donde en 1914 se había librado una guerra mucho mayor: la provincia de Bosnia-Herzegovina. Bosnia era la república yugoslava con más diversidad étnica. Su capital, Sarajevo, alojaba varios grupos étnicos amplios y a menudo había sido elogiada como ejemplo de coexistencia pacífica. Cuando Bosnia se sumó a la sucesión de escisiones de Yugoslavia en 1992, la coexistencia étnica desapareció. Bosnia comenzó la guerra sin un ejército formal: bandas armadas equipadas por los gobiernos de la Yugoslavia serbia, Croacia y Bosnia lucharon entre sí por todo el país recién creado. Los serbios y croatas, ambos hostiles a los bosnios musulmanes, estaban muy bien pertrechados y organizados. Bombardearon con obuses y proyectiles ciudades y pueblos, quemaron casas con familias dentro, encerraron a hombres musulmanes en campos de confinamiento y los mataron de hambre, y violaron a miles de mujeres bosnias. Todos los bandos cometieron atrocidades, pero los serbios orquestaron y llevaron a cabo los peores crímenes. Entre ellos lo que más tarde se denominó «limpieza étnica», que incluyó el envío de tropas irregulares a ejecutar campañas de asesinato y terror por los territorios musulmanes y croatas con la finalidad de incitar la huida de la región de poblaciones mucho más amplias. Durante los primeros dieciocho meses de conflicto murieron cien mil personas, de las cuales ochenta mil eran civiles, en su mayoría, musulmanes bosnios. Aunque aquellas maniobras horrorizaron a los gobiernos occidentales, éstos temían que su intervención sólo condujera a otra Guerra de Vietnam o de Afganistán sin la resolución definitiva de la espantosa matanza étnica. Las fuerzas externas, en su mayor parte tropas europeas de los «cascos azules» de la ONU, se concentraron en la aportación de ayuda humanitaria, en separar a los combatientes y en crear «zonas seguras» para las etnias perseguidas de todos los bandos.
La crisis alcanzó un punto crítico en el otoño de 1995. Sarajevo llevaba sitiada tres años, pero una serie de ataques de mortero en mercados públicos en Sarajevo volvieron a causar la indignación de Occidente y animaron a actuar a Estados Unidos. Las fuerzas croatas y el ejército serbio ya habían dado un giro completo a la guerra en contra de las milicias serbias y ahora contaban con el respaldo de una oleada continua de ataques aéreos estadounidenses. El bombardeo americano unido a la ofensiva bosniocroata obligó a negociar a los serbobosnios. Tropas francesas de élite apoyadas por artillería británica rompieron el cerco de Sarajevo. Las conversaciones de paz tuvieron lugar en Dayton, Ohio. El acuerdo dividió Bosnia de manera que la mayoría del territorio quedó en manos de musulmanes y croatas, y una pequeña «República Serbia» autónoma ocupó zonas que incluyeron territorios que habían sufrido la «limpieza étnica» en 1992. La estabilidad se restableció, pero tres años de guerra habían asesinado a más de doscientas mil personas.
El legado de Bosnia volvió a estallar en conflicto en Kosovo, tierra natal de los cristianos ortodoxos serbios durante el medievo y ahora ocupada por una población ampliamente albanomusulmana. Milosević acusó a los albaneses de urdir su escisión y de rechazar la presencia serbia en Kosovo. En nombre de una «Gran Serbia», los soldados serbios se enfrentaron a los separatistas albaneses congregados bajo el estandarte de la «Gran Albania», y ambos bandos recurrieron a tácticas terroristas. En los países occidentales creció la preocupación ante el temor de que la disputa se extendiera al estratégico país de Macedonia, también aquejado de divisiones étnicas, y provocara un conflicto global en los Balcanes. Pero la opinión política occidental volvió a indignarse cuando las fuerzas serbias usaron en Kosovo muchas de las tácticas homicidas empleadas con anterioridad en Bosnia. Las potencias de la OTAN respaldaron conversaciones entre el gobierno de Milosević y los rebeldes albaneses, pero a comienzos de 1999 se malograron. Este fracaso fue seguido por una nueva oleada de bombardeos dirigidos por Estados Unidos contra la propia Serbia, al igual que contra las fuerzas serbias en Kosovo. Entonces, otra oleada de limpieza étnica expulsó de sus casas a cientos de miles de albaneses. Como Estados Unidos y sus aliados europeos querían evitar un enfrentamiento armado sobre el terreno en el montañoso e implacable territorio del sur de los Balcanes, se concentraron en ataques estratégicos a puentes, centrales eléctricas, fábricas y bases militares serbias. El gobierno ruso, molesto por aquel ataque unilateral a sus hermanos eslavos, desempeñó, sin embargo, un papel crucial en la negociación de un alto el fuego. Milosević se vio obligado a retirarse de Kosovo para dejarlo en manos de otra fuerza armada de pacificación de la OTAN.
Al final, aquella Yugoslavia de predominio serbio y desgastada por diez años de guerra y sanciones económicas se volvió contra el régimen de Milosević. Las guerras y la corrupción habían destruido sus credenciales como nacionalista y populista. Tras intentar negar los resultados de unas elecciones democráticas celebradas en 2000, su gobierno cayó ante las protestas populares.
A medida que adquirimos perspectivas del siglo XX se aprecia con claridad que las guerras yugoslavas de la década de 1990 no fueron casos aislados de violencia «balcánica». Los problemas de la zona guardan una relación profunda con Occidente. Los Balcanes constituyen una de las fronteras de Occidente, donde culturas influidas por el catolicismo romano, la ortodoxia oriental y el islam confluyen, se superponen y compiten por conseguir supremacía política e influencia. Desde el siglo XIX, esta región de una diversidad religiosa, cultural y étnica enorme se ha enfrentado a las implicaciones del nacionalismo. Ya hemos visto cómo se resolvieron en Europa central los conflictos por la creación de nuevos estados nacionales, trazados en su mayoría sobre posiciones étnicas, con muchos ejemplos de terrible violencia. Las guerras yugoslavas encajan dentro de los mismos patrones.
Las revoluciones acaecidas en Europa del Este en 1989 y el consiguiente derrumbamiento de la Unión Soviética supusieron un momento crítico transformador. Al igual que la Revolución francesa de 1789, no sólo tumbaron un régimen, sino todo un imperio. Como la Revolución francesa, conllevaron violencia. Y, como ella, también tuvieron consecuencias internacionales decisivas. Estas revoluciones y la caída de la Unión Soviética marcaron el fin de la Guerra Fría, la cual había estructurado la política internacional y condicionado la vida cotidiana de millones de personas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En el último capítulo de este libro veremos de qué modo la Guerra Fría dio paso a relaciones globales más complejas.
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