CAPÍTULO 27

La Guerra Fría: política mundial,
recuperación económica
y cambio cultural

«La guerra terminó del mismo modo en que se acaba el paso a través de un túnel —escribió Heda Kovály, una mujer checa que sobrevivió a los campos de concentración—. Veíamos la luz a lo lejos, un resplandor que iba en aumento, y su brillo deslumbraba cada vez más a quienes estábamos apiñados en la oscuridad por mucho que faltara para llegar a ella. Pero cuando el tren salió al fin de golpe a la espléndida luz del sol, sólo divisamos un desierto.» La guerra había convertido Europa en un territorio de escombros y confusión. Millones de refugiados recorrieron cientos o miles de kilómetros a pie para regresar a sus hogares, mientras otros fueron expulsados por la fuerza de sus tierras. En algunas zonas casi no quedaban edificios en pie y tampoco había medios para construir otros nuevos. Las reservas de comida escaseaban de forma peligrosa; un año después de la guerra, casi 100 millones de personas vivían aún con menos de 1.500 calorías al día. Las familias cultivaban lo indispensable en el jardín de casa, o comerciaban de contrabando en el mercado negro. Los gobiernos siguieron racionando la comida y, sin esta medida, buena parte de la población del continente habría muerto de hambre. Durante el invierno de 1945-1946, muchas regiones tenían cantidades reducidas o nulas de combustible para calentarse. El carbón, hubiera el que hubiera (menos de la mitad de las existencias previas a la guerra), no se podía transportar a las zonas que más lo necesitaban. Las brutalidades de la guerra internacional, la guerra civil y la ocupación habían provocado enemistades internas en los países y habían despedazado las relaciones entre grupos étnicos y conciudadanos. El gran alivio que supuso la liberación para la población normal fue unido a menudo a reproches sobre el comportamiento de sus vecinos durante la guerra, por colaboración o por simple oportunismo.

¿Cómo se recupera un país, una región o una civilización de una catástrofe del alcance de la Segunda Guerra Mundial? Los países tuvieron que afrontar tareas mucho más amplias que el mero suministro de alimentos y la reconstrucción de infraestructuras económicas. Tuvieron que restaurar (o crear) la autoridad gubernamental, poner en funcionamiento la burocracia y legitimar los sistemas legales. Tuvieron que restablecer los lazos de confianza y urbanidad entre ciudadanos, y hallar un punto intermedio entre las demandas de justicia, por un lado, y el deseo abrumador de enterrar recuerdos del pasado, por otro. Por el contrario, la reconstrucción trajo consigo un compromiso para renovar las democracias, la creación de instituciones democráticas capaces de asumir retos como los que habían desafiado a Occidente en la década de 1930. Algunos aspectos de este proceso tuvieron un éxito extraordinario, mayor que el que hubiera podido imaginar en 1945 el vaticinio más optimista. Otros fracasaron o se pospusieron hasta épocas posteriores del siglo.

Los efectos devastadores de la guerra conllevaron dos cambios espectaculares para el equilibrio de poder internacional. El primer cambio consistió en la emergencia de las llamadas superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, y la veloz aparición de una «guerra fría» entre ellas. La guerra fría dividió Europa de forma que la Europa oriental quedó ocupada por tropas soviéticas, mientras que la Europa occidental quedó sometida a la presencia militar y económica de Estados Unidos. El segundo gran cambio llegó con el desmantelamiento de los imperios europeos que otrora se extendían por todo el mundo. La caída de los imperios y la creación de nuevos países independientes reforzaron la Guerra Fría y llevaron la rivalidad de las superpotencias a sectores remotos del orbe. Estos eventos, los que determinaron la recuperación después de la guerra y necesariamente crearon una concepción nueva del significado de Occidente, constituyen el objeto de estudio de este capítulo.

La Guerra Fría y un continente dividido

Ningún tratado de paz puso fin a la Segunda Guerra Mundial. En su lugar, a medida que el conflicto se acercó a su fin, las relaciones entre las potencias aliadas empezaron a discutir cuestiones de poder e influencia en Europa central y oriental. Después de la guerra, pasaron de la desconfianza al conflicto abierto. Estados Unidos y la Unión Soviética pronto se constituyeron en el centro de dos bloques imperiales. Su rivalidad, que acabaría conociéndose como Guerra Fría, enfrentó entre sí a dos potencias militares, dos conjuntos de intereses de estado y dos ideologías: el capitalismo y el comunismo. Las múltiples repercusiones de la Guerra Fría trascendieron mucho más allá de Europa, puesto que los movimientos anticolonialistas, conscientes de la debilidad de las potencias coloniales europeas, pidieron ayuda a los soviéticos para luchar por la independencia. Por tanto, la Guerra Fría estructuró la paz, determinó las relaciones internacionales durante cuatro décadas y afectó a gobiernos y pueblos de todo el planeta dependientes de una u otra superpotencia.

EL TELÓN DE ACERO

Durante las negociaciones de Teherán (1943) y Yalta (1945) celebradas durante la guerra, la Unión Soviética había insistido en su legitimidad para controlar el este de Europa, una reivindicación que algunos líderes occidentales aceptaron como el precio que había que pagar por derrotar a Hitler, y que otros pasaron por alto por evitar un peligroso enfrentamiento. Durante su visita a Moscú en 1944, Churchill y Stalin negociaron con calma sus respectivas esferas de influencia ofreciéndose el uno al otro «porcentajes» de los países que quedarían liberados. La Declaración sobre la Europa Liberada que salió de Yalta en 1945 garantizó elecciones libres, pero Stalin consideró que la red de cooperación aliada le dio libertad de mando en Europa oriental. La mentalidad de asedio de Stalin impregnó su régimen autoritario y contempló a casi todo el mundo de dentro o de fuera del país como una amenaza o un enemigo potencial del estado. Pero la política soviética no se basó tan sólo en la paranoia personal. Las pérdidas catastróficas que sufrió el país durante la guerra decidieron a los soviéticos a mantener el control político, económico y militar de las tierras que habían liberado del dominio nazi. Para los soviéticos, el este de Europa servía tanto de «esfera como de escudo». Cuando sus antiguos aliados se resistieron a sus demandas, los soviéticos recelaron, se pusieron a la defensiva y se mostraron agresivos.

En Europa oriental, la Unión Soviética aplicó una mezcla de presión diplomática, infiltración política y poder militar para crear «repúblicas populares» simpatizantes con Moscú.

El mismo proceso se fue desarrollando en un país tras otro: primero, el estado creaba un gobierno de coalición que excluía a los antiguos simpatizantes nazis; después, aparecían coaliciones dominadas por comunistas; por último, un partido se hacía con todas las posiciones claves de poder. Este proceso fue el que animó a Winston Churchill a afirmar durante una conferencia en el Westminster College de Fulton, Misuri, en 1946 que «un telón de acero» había «caído sobre Europa». En 1948, los soviéticos aplastaron un gobierno checoslovaco de coalición dirigido por los liberales Eduard Beneš y Jan Masaryk, lo que supuso una quiebra de la garantía de Yalta para la celebración de elecciones democráticas que escandalizó a muchos. Aquel año también se instauraron gobiernos dependientes de Moscú en Polonia, Hungría, Rumania y Bulgaria. Estos estados recibieron el nombre conjunto de Bloque del Este.

La campaña soviética para controlar el este de Europa no discurrió sin oposición. El comunista yugoslavo y líder de la resistencia, el mariscal Tito (Josip Broz, 1892-1980), luchó por mantener su gobierno independiente de Moscú. A diferencia de la mayoría de los dirigentes comunistas europeos del este, Tito llegó al poder por sí solo durante la guerra. Para lograrlo se sirvió del apoyo de serbios, croatas y musulmanes de Yugoslavia gracias a su trayectoria durante la guerra, la cual le otorgó autoridad política enraizada en su propio país. Moscú acusó a Yugoslavia de «seguir la senda hacia el nacionalismo» o para convertirse en una «colonia de las naciones imperialistas» y expulsó al país de los pactos económicos y militares de los países comunistas. Decididos a consolidar su control en otros lugares, los soviéticos exigieron purgas en los partidos y administraciones de varios gobiernos satélite. Éstas comenzaron en los Balcanes y se extendieron por Checoslovaquia, Alemania del Este y Polonia. El hecho de que las instituciones democráticas quedaran destruidas antes de la guerra facilitó la creación de dictaduras en el período posterior a ella. Las purgas triunfaron jugando con miedos y odios en-quistados; en varias regiones, quienes purgaron el gobierno atacaron a sus oponentes acusándolos de judíos. Lejos de desaparecer, el antisemitismo siguió teniendo gran peso político; tal como explicó Heda Kovály, se volvió una costumbre culpar a los judíos por traer los horrores de la guerra.

El fin de la guerra no conllevó paz. En Grecia, como en Yugoslavia y buena parte de los Balcanes, el fin del conflicto armado casi entregó el poder a una resistencia local dirigida por comunistas. Sin embargo, Gran Bretaña y Estados Unidos estaban decididos a mantener Grecia dentro de su esfera de influencia, según acuerdos informales con los soviéticos. Sólo grandes dosis de ayuda a la monarquía anticomunista les permitieron conseguirlo. La sangrienta guerra civil que duró hasta 1949 se cobró más víctimas que la ocupación durante la guerra. El derramamiento de sangre en Grecia se convirtió en una de las primeras crisis de la Guerra Fría y en una piedra de toque para los crecientes temores estadounidenses ante la expansión comunista. «Como manzanas en un barril contaminadas por la descomposición de una sola podrida, la corrupción de Grecia contagiará Irán y todo Oriente […] África […] Italia y Francia —advirtió Dean Acheson en 1947, entonces subsecretario de estado estadounidense—. Desde los tiempos de Roma y Cartago no se ha producido una polarización tal de poder en el mundo.»

La Alemania derrotada se hallaba en el centro de esos dos bloques polarizados de poder y en seguida se convirtió en la primera línea del conflicto entre ambos. Los aliados habían dividido Alemania en cuatro zonas de ocupación. Aunque la ciudad de Berlín se hallaba bien inmersa en territorio soviético, también quedó dividida. Las zonas de ocupación se pensaron como temporales, a la espera de un acuerdo oficial de paz. Pero los soviéticos y los franceses, británicos y estadounidenses discutieron sobre las reparaciones y las políticas necesarias para el desarrollo económico de Alemania. Los conflictos administrativos entre las potencias occidentales adquirieron una intensidad semejante a la de sus desavenencias con los soviéticos; Gran Bretaña y Estados Unidos casi mantuvieron un altercado sobre el suministro de alimentos y el comercio en sus respectivas zonas. Pero el acrecentamiento de la Guerra Fría aplazó esas cuestiones y, en 1948, los tres aliados occidentales iniciaron la creación de un gobierno único para sus territorios. Aprobaron reformas para aliviar la crisis económica e introdujeron una moneda nueva que sirvió como símbolo eficaz de la unidad económica. Los soviéticos se vengaron cortando todos los accesos por carretera, tren o vías fluviales de la zona occidental a Berlín Oeste, pero los aliados occidentales se negaron a cederles el control de la capital. Durante once meses enviaron material por vía aérea sobre el territorio soviético para llegar a la cercada zona occidental de Berlín, un total de 12.000 toneladas de provisiones enviadas en cientos de vuelos diarios. El bloqueo de Berlín duró casi un año, de junio de 1948 a mayo de 1949, y finalizó con la creación de dos Alemanias, la República Federal en el oeste (RFA) y la República Democrática (RDA) en la antigua zona soviética. En cuestión de pocos años ambos países adquirirían un aspecto notable de facciones armadas.

EL PLAN MARSHALL

Estados Unidos respondió a la expansión del poder soviético y los movimientos comunistas de base local con programas globales de ayuda económica y militar para Europa occidental. En un discurso pronunciado en 1947 ante el Congreso en favor de la aportación de apoyo militar a los anticomunistas de Grecia, el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, expuso lo que acabaría recibiendo el nombre de Doctrina Truman, un compromiso para apoyar la resistencia de «pueblos libres» al comunismo. Pero la Doctrina Truman también vinculaba la disputa por el poder político a la economía. Truman declaró que el conflicto soviético-estadounidense era una elección entre dos «estilos de vida». Unos meses después, el secretario de estado George Marshall trazó un plan ambicioso de ayuda económica para Europa que incluía, en principio, los estados europeos del este: el Programa de Recuperación Europea. El Plan Marshall aportó 13.000 millones de dólares en ayudas a lo largo de cuatro años (desde 1948), destinados a la recuperación industrial. El plan suministró tractores, locomotoras, alimentos, equipos técnicos y capital estadounidenses a los países participantes. Pero, a diferencia de los programas de ayuda, el Plan Marshall instó a que cada país diagnosticara sus problemas económicos particulares y desarrollara sus propias soluciones. El Plan Marshall también alentó la coordinación entre países europeos, en parte por idealismo (algunos hablaban de unos «Estados Unidos de Europa») y en parte para disuadir a Francia de que reclamara indemnizaciones e intentara desmantelar la economía alemana. A través de una serie de acuerdos económicos adicionales, el Plan Marshall se convirtió en uno de los pilares de la unidad económica europea. El programa estadounidense, en cambio, exigía medidas como la liberalización de precios, restricciones salariales y unos presupuestos equilibrados. Los americanos alentaron una oposición a políticas de izquierdas y a movimientos que pudieran simpatizar con el comunismo.

Estados Unidos se apresuró asimismo a reforzar defensas militares. En abril de 1949, Canadá, Estados Unidos y representantes de los estados europeos del oeste firmaron un acuerdo que fundó la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Grecia, Turquía y la RFA se sumaron más tarde como miembros. Cualquier ataque armado contra alguno de los miembros de la OTAN sería considerado ahora como un ataque contra todos ellos y conllevaría una respuesta militar unida. La OTAN estableció un mando militar conjunto en 1950, y nombró a Dwight Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas aliadas en el frente occidental durante la guerra, como su máximo oficial militar. Las fuerzas de la OTAN consistían en treinta divisiones en 1950, y en 1953 eran casi sesenta que incluían (tal vez esto sea lo más sorprendente) una docena de divisiones del reciente estado de la RFA. El rearme de Alemania occidental había suscitado arduos debates, sobre todo en Gran Bretaña y Francia, pero la presión estadounidense y cierta sensación de necesidad estratégica condujeron a su aceptación dentro de Europa occidental. Entre los aspectos más llamativos del período posterior a la Segunda Guerra Mundial figura la rapidez con que Alemania se reintegró a Europa. En el nuevo mundo de la Guerra Fría, «Occidente» no tardó en identificarse con anticomunismo. Los aliados potencialmente fiables no debían ser castigados ni excluidos, fuera cual fuera su pasado.

Los preparativos de la OTAN para otra guerra europea dependían en gran medida de la potencia aérea, una nueva generación de bombarderos que lanzaría el arma más novedosa de la época, la bomba atómica. Por tanto, cualquier conflicto que estallara a lo largo de la nueva frontera alemana amenazaba con reducir a mera anécdota la masacre recién sufrida.

DOS MUNDOS Y LA CARRERA POR LA BOMBA

Los soviéticos contemplaron la OTAN, el Plan Marshall y, sobre todo, la sorprendente intromisión de Estados Unidos en los asuntos de Europa con una alarma creciente. Tras rechazar una propuesta original de ayuda del Plan Marshall, crearon una versión oriental del plan, el Consejo de Ayuda Económica Mutua, o Comecon. En 1947 los soviets fundaron una institución política internacional, la Kominform (Oficina de Información Comunista), encargada de coordinar una política y unos programas comunistas a nivel mundial. Respondieron a la OTAN con el establecimiento de alianzas militares propias confirmadas por el Pacto de Varsovia de 1955. Este acuerdo instauró un mando conjunto entre los estados de Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania y la RDA, y garantizó la presencia continuada de tropas soviéticas en todos esos países.

Estos conflictos se vieron oscurecidos por la sombra de la carrera de las armas nucleares. En 1949, la URSS sorprendió a la inteligencia estadounidense poniendo a prueba su primera bomba atómica (basada en el modelo de la bomba de plutonio probada por los americanos en 1945). En 1953 ambas superpotencias exhibieron un arma nueva, la bomba de hidrógeno o «superbomba», mil veces más potente que la bomba arrojada sobre Hiroshima. En cuestión de pocos años, ambos países desarrollaron bombas menores y sistemas de lanzamiento que las convirtieron en utilizables. Se construyeron misiles intercontinentales capaces de disparar primero una y, a continuación, varias cabezas nucleares, lanzadas desde tierra o desde submarinos atómicos de nueva generación que deambulaban por los océanos listos para actuar en todo instante. J. Robert Oppenheimer advirtió que la bomba H aumentaba de un modo tan espectacular la capacidad para hacer la guerra contra civiles que se convertiría en un «arma genocida». Más allá de las advertencias de que la guerra nuclear acabaría con la civilización humana, «la bomba» tuvo unas consecuencias estratégicas más específicas. La «nuclearización de la guerra» alimentó el efecto polarizador de la Guerra Fría ya que a los países sin armas nucleares les resultó difícil no unirse al pacto soviético o al estadounidense. A largo plazo, favoreció la disparidad entre dos grupos de países: por un lado, las superpotencias, con sus descomunales presupuestos militares y, por otro, los países dependientes de acuerdos y leyes internacionales. Asimismo, alteró la naturaleza de la guerra cara a cara, de manera que favoreció «guerras por poderes» entre clientes de las superpotencias, y aumentó los temores de que los conflictos locales desencadenaran una guerra global. La bomba de hidrógeno adquirió en seguida una relevancia cultural enorme como el símbolo aislado más significativo de la época. Parecía confirmar tanto el poder de la humanidad como su vulnerabilidad. El avance que representaba para el conocimiento aumentó la confianza de los contemporáneos en la ciencia y el progreso. Al mismo tiempo, las armas de destrucción masiva y la capacidad emergente de la humanidad para destruirse a sí misma plantearon serias dudas sobre la pertinencia de dicha confianza.

¿Era inevitable la Guerra Fría? ¿Podrían haber negociado americanos y soviéticos sus desavenencias? Desde el lado soviético, la suspicacia, la crueldad y las ambiciones autocráticas de Stalin se unieron a cuestiones reales de seguridad para alimentar la mentalidad de la Guerra Fría. Los líderes estadounidenses, por su parte, creían que la devastación del continente brindó a los soviéticos una oportunidad para instaurar regímenes comunistas tanto en Europa oriental como occidental. Por sí solos, los europeos no podrían responder con eficacia a las múltiples crisis de posguerra que surgieron en Alemania, Grecia y otros lugares. Además, Estados Unidos no estaba dispuesto a renunciar al poder militar, económico y político adquiridos durante la guerra. A medida que se fue apartando de su aislacionismo tradicional, EE UU articuló, pues, intereses estratégicos nuevos que tuvieron consecuencias globales, como el acceso a la industria europea y la creación de bases militares en emplazamientos remotos. Estos intereses aumentaron los temores soviéticos. En este contexto, la confianza se tornó sencillamente imposible.

Un nuevo equilibrio de poder internacional produjo muy pronto políticas internacionales distintas. En 1946, George Kenan afirmó que Estados Unidos debía considerar prioritaria la contención de la amenaza soviética y que los soviéticos no se habían embarcado en la revolución mundial. Por tanto, Estados Unidos debía responder, no con «histrionismo: con amenazas o bravatas o gestos superfluos de firmeza aparente», sino «mediante la aplicación hábil y vigilante de una contrafuerza en una serie de puntos geográficos y políticos en constante cambio». La contención se convirtió en el punto de referencia para la política exterior de EE UU durante los cuarenta años siguientes.

En su momento culminante, la Guerra Fría congeló la política interior en ambos países. En la Unión Soviética, los escritores y artistas fueron atacados por desviarse de las líneas del partido. Éste disciplinó a economistas por señalar que la industria de Europa occidental se recuperaría de los daños sufridos. La radio anunció a bombo y platillo el descubrimiento de los líderes checos o húngaros como traidores. En Estados Unidos, los miembros del congreso lanzaron campañas para erradicar «comunistas» por doquier. A ambos lados del telón de acero, la Guerra Fría intensificó la inquietud cotidiana con instrucción aérea, juicios por espionaje, el convencimiento de que estaba en juego un estilo de vida y llamamientos a la defensa de la familia y lo propio ante la amenaza del «otro».

JRUSCHOV Y EL «DESHIELO»

Stalin murió en 1953. El lento acceso de Nikita Jruschov al poder, que no fue seguro hasta 1956, señaló un cambio de dirección. Jruschov poseía una especie de franqueza campechana que, a pesar de su hostilidad hacia el oeste, contribuyó por un tiempo a aliviar tensiones. Stalin se había recluido en el Kremlin; Jruschov viajó por el mundo. Durante una visita a Estados Unidos en 1959, intercambió bromas con agricultores de Iowa y visitó Disneylandia. Jruschov fue un político habilidoso que en seguida pasó de la retórica antiamericana agresiva a la reconciliación diplomática. Poniendo de manifiesto su deseo de reducir el conflicto internacional, Jruschov aceptó pronto la celebración de una cumbre con los líderes de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. El encuentro condujo a una serie de acuerdos que rebajaron las fricciones en aquella Europa armada hasta los dientes, y conllevaron la prohibición de probar armas nucleares en superficie a comienzos de los años sesenta.

Otro cambio de dirección de Jruschov provino del célebre «discurso secreto» que pronunció en 1959 (a puerta cerrada durante el vigésimo congreso del Partido Comunista) y en el que reconoció los «excesos» de la era de Stalin. Aunque se trató de un discurso secreto, las acusaciones de Jruschov se debatieron ampliamente. La severidad del régimen de Stalin había generado el descontento popular y demandas para que la producción de maquinaria pesada y armamento dieran un giro hacia la elaboración de bienes de consumo, para la adopción de medidas que garantizaran libertades artísticas y para acabar con la política de represión. En tales circunstancias, ¿cómo pudo el régimen llevar a cabo la desestalinización dentro de unos márgenes seguros? El deshielo desató fuerzas que se revelaron difíciles de controlar. Entre 1956 y 1958, los campos de concentración soviéticos liberaron a miles de presos. Los ciudadanos soviéticos acosaron al régimen con exigencias para que rehabilitara a familiares ejecutados o encarcelados por Stalin, en parte para que ellos mismos volvieran a tener derecho a ciertos privilegios de ciudadanía como el acceso a una vivienda. En el nuevo ambiente cultural, la vida privada (las cuestiones familiares, la escasez de hombres después de la guerra, y el problema de los huérfanos) se convirtió en un asunto legítimo de importancia y debate.

El deshielo brindó una oportunidad breve a algunos de los escritores soviéticos más destacados. En 1957, la novela de Boris Pasternak titulada El doctor Zhivago no se pudo publicar en la Unión Soviética y su autor se vio obligado a rechazar el premio Nobel. El hecho de que la primera novela de Alexánder Solzhenitsin, Un día en la vida de Iván Denisóvich, pudiera publicarse en 1962 indicó cierta libertad cultural del deshielo. Esta obra se basaba en las experiencias personales de Solzhenitsin en los campos de prisioneros, donde había pasado ocho años por criticar a Stalin en una carta, y era un testimonio literario de gran peso sobre la represión reconocida por el propio Jruschov. Sin embargo, en 1964 Jruschov había caído, y el deshielo finalizó, lo que arrojó a la clandestinidad a críticos y escritores como Solzhenitsin. El primer círculo (1968), obra también autobiográfica, contaba la historia de un grupo de científicos encarcelados que investigaban para la policía secreta. Solzhenitsin siguió trabajando en lo que acabaría siendo El archipiélago Gulag, el primer gran estudio histórico y literario de los campos estalinistas (gulags). Él había reunido en secreto recuerdos y testimonios personales de prisioneros, había tomado notas en papeles enrollados de cigarrillos y enterrado borradores de capítulos en su propia casa. La policía secreta soviética encontró una copia del manuscrito en un taxi justo cuando Solzhenitsin había terminado de escribir la obra. No obstante, El archipiélago Gulag se publicó en París en 1973, pero un año después el régimen arrestó a Solzhenitsin con cargos de traición, y lo mandó al exilio. El disidente soviético más conocido no era ni demócrata ni pro occidental. Era un idealista y un moralista cuyas raíces se hundían en los autores y filósofos rusos del siglo XIX. Desde el exilio, Solzhenitsin atacó las corrupciones del materialismo estadounidense así como la represión soviética.

LA REPRESIÓN EN EUROPA ORIENTAL

El año de la muerte de Stalin habían estallado tensiones en Europa oriental. Gravado con el pago de numerosas indemnizaciones a la Unión Soviética, el gobierno de la RDA atravesó una crisis económica. La conciencia del gobierno del éxito económico de Alemania Occidental empeoró las cosas. El éxodo ilegal de ciudadanos de la RDA al oeste experimentó un incremento brusco: sólo en marzo de 1953 salieron del país cincuenta y ocho mil personas. En junio, cuando el gobierno exigió aumentos considerables a la productividad industrial, estallaron las huelgas en Berlín Oriental. El descontento se extendió por todo el país. El ejército soviético reprimió los levantamientos y cientos de personas fueron ejecutadas en purgas sucesivas. En adelante, el gobierno de la RDA, dirigido por Walter Ulbricht, usó los miedos al desorden para consolidar el mandato de un partido único.

En 1956, animadas por la desestalinización de Jruschov, Polonia y Hungría se rebelaron y reclamaron más independencia para gestionar sus asuntos internos. Los trabajadores en huelga encabezaron la oposición en Polonia. El gobierno vaciló respondiendo primero con represión militar y más tarde con promesas de liberalización. Al final, el líder polaco antiestalinista Wladyslaw Gomulka logró permiso soviético para que su país buscara sus propias «vías de desarrollo socialista» con el compromiso de que Polonia permaneciera leal a las estipulaciones del Pacto de Varsovia.

Los acontecimientos en Hungría resultaron muy diferentes. El carismático líder del gobierno comunista húngaro, Imre Nagy, era tan nacionalista húngaro como comunista. Bajo su mandato, las protestas contra las políticas de Moscú derivaron en una lucha anticomunista mucho más amplia y, lo más importante, en un intento por escindirse del Pacto de Varsovia. Jruschov aceptaría lazos más laxos entre Europa oriental y Moscú, pero no toleraría el fin del pacto. El 4 de noviembre de 1956 tropas soviéticas ocuparon Budapest y arrestaron y ejecutaron a los líderes de la rebelión húngara. Los húngaros se alzaron en armas y los enfrentamientos callejeros se prolongaron varias semanas. Los húngaros esperaban contar con ayuda occidental, pero Dwight Eisenhower, recién elegido presidente por segunda vez, evitó brindarles cualquier apoyo. Las fuerzas soviéticas instauraron un gobierno nuevo dirigido por el ferviente comunista János Kádár, la represión continuó y decenas de miles de refugiados húngaros huyeron al oeste. Los esfuerzos de Jruschov por mostrar una cara más amable y conciliadora de la Unión Soviética a Occidente quedaron ensombrecidos por la revuelta y la represión.

La política de Jruschov de «coexistencia pacífica» con el oeste no redujo su determinación para acabar con cualquier amenaza militar para la Europa del Este. A mediados de la década de 1950, la política de la OTAN de situar armas nucleares en la RFA pareció justamente un signo de tal amenaza. Es más, los alemanes del este siguieron huyendo del país a través de Berlín Occidental. Entre 1949 y 1961, salieron 2,7 millones de alemanes del este, una evidencia clara de la impopularidad del régimen. Para contener aquella oleada, Jruschov pidió al oeste que reconociera la división permanente de Alemania con una ciudad libre en Berlín. Con la desestimación de la solicitud el gobierno de la RDA construyó en 1961 un muro de tres metros para separar ambos sectores de la ciudad. El muro fue una peligrosa demostración de fuerza a ambos lados, puesto que tanto soviéticos como estadounidenses movilizaron a los reservistas para la guerra. John F. Kennedy, recién elegido presidente de EE UU, marcó el reñido estatus de Berlín con una visita en la que proclamó que «todos los hombres libres» eran ciudadanos del Berlín Occidental, el no comunista. Durante casi treinta años, hasta 1989, el Muro de Berlín perduró como un monumento a la transición de la «guerra caliente» hacia la «guerra fría», y reflejó de forma ominosa la división de Alemania y Europa en su conjunto.

Renacimiento económico

A pesar de las tensiones creadas por la rivalidad global de las superpotencias, el período de posguerra conllevó una recuperación notable para Europa occidental: el «milagro» económico. Los economistas aún discuten hoy sobre sus causas. Algunos factores surgieron como consecuencia directa de la guerra, la cual favoreció cierta variedad de innovaciones tecnológicas que pudieron aplicarse en tiempos de paz: mejoras en las comunicaciones (la invención del radar, por ejemplo), el desarrollo de materiales sintéticos, el aumento del uso del aluminio y aleaciones de metal, y avances en las técnicas de prefabricación. La industria manufacturera durante el período bélico había ampliado de forma significativa la capacidad productiva de los países. El Plan Marshall parece haber tenido menos relevancia de la que le atribuyeron muchos en aquella época, pero resolvió problemas urgentes relacionados con la balanza de pagos y la escasez de dólares estadounidenses para comprar productos procedentes de EE UU. Esta explosión económica se nutrió de un tercer conjunto de factores: una gran demanda de consumo y, en consecuencia, niveles muy elevados de empleo durante las décadas de 1950 y 1960. El consumo activo, tanto interno como externo, favoreció la expansión, la inversión continua de capital y la innovación tecnológica. El aumento de la demanda de productos europeos aceleró acuerdos que estimularon la circulación libre del comercio internacional y las divisas (véase más adelante).

Ahora se asumió que el estado debía inmiscuirse mucho más que antes en la gestión económica (controlando la inversión, tomando decisiones sobre qué modernizar, o coordinando políticas entre industrias y países). También esto fue un legado de la guerra. Tal como observó un funcionario británico, «ahora todos practicamos la planificación». Las tácticas gubernamentales para dirigir la economía variaron. La RFA brindó períodos de exención fiscal para fomentar la inversión empresarial; Gran Bretaña e Italia ofrecieron subvenciones de inversión a sus industrias del acero y petroleras. Francia, Gran Bretaña, Italia y Austria fueron las primeras en experimentar con la nacionalización de la industria y los servicios con el objeto de aumentar la productividad. Como resultado apareció una serie de economías «mixtas» que combinaban la propiedad pública y privada. En Francia, donde la propiedad pública estaba ya muy avanzada en la década de 1930, los ferrocarriles, la electricidad, el gas, la banca, la radio y la televisión, y grandes sectores de la industria automovilística pasaron a depender del gobierno. En Gran Bretaña, la lista también era larga: el carbón y las empresas de servicios públicos; las carreteras, ferrocarriles y transporte aéreo; y la banca. Aunque la nacionalización fue menos común en Alemania Occidental, el sistema ferroviario (patrimonio del estado desde finales del siglo XIX); algunos negocios eléctricos, químicos y metalúrgicos; y la empresa Volkswagen (lo que quedaba del intento de Hitler por fabricar un «coche popular») estaban en manos del estado, aunque esta última volvió en gran medida al sector privado en 1963.

Estas políticas y programas gubernamentales contribuyeron a lograr unas tasas de crecimiento asombrosas. Entre 1945 y 1963, el crecimiento anual medio del producto interior bruto (el producto nacional bruto menos los ingresos recibidos del extranjero) de la RFA ascendió al 7,6 por ciento; el de Austria fue del 5,8 por ciento; el de Italia, del 6 por ciento; el de los Países Bajos, del 4,7 por ciento; etcétera. La economía no sólo se recuperó de la guerra, sino que invirtió las tendencias económicas previas a la guerra de poca demanda, superproducción e inversión insuficiente. Las facilidades de producción se vieron apremiadas para crecer al mismo ritmo que la vertiginosa demanda.

La recuperación de Alemania Occidental fue especialmente espectacular e importante para el resto de Europa. La producción se multiplicó por seis entre 1948 y 1964. El desempleo cayó a niveles sin precedentes hasta situarse en el 0,4 por ciento en 1965, momento en que había seis trabajos por cada persona parada. El contraste con el desempleo catastrófico durante la Gran Depresión acentuó la sensación de «milagro». Los precios subieron pero, luego, se estabilizaron, y muchos ciudadanos pudieron zambullirse en una fiesta de consumo interior que disparó la producción. En la década de 1950, el estado y la industria privada construyeron medio millón de viviendas al año para alojar a aquellas personas cuyas casas habían quedado destruidas, a nuevos residentes refugiados de Alemania y Europa del Este, y a trabajadores temporales procedentes de Italia, España, Grecia y otros lugares atraídos por la gran demanda laboral de la RFA. Los coches alemanes, los productos mecánicos especializados, elementos ópticos y químicos recuperaron su antiguo puesto en los mercados líderes mundiales. Las mujeres de Alemania Occidental también formaron parte del proceso: durante la década de 1950, los políticos alemanes animaron a las mujeres a asumir el papel de «ciudadanas consumidoras» como compradoras activas pero prudentes de productos que mantendrían activa la economía alemana.

Bajo la dirección de un ministro de planificación, Jean Monnet, el gobierno francés asumió un papel directo en la reforma industrial aportando no sólo capital, sino también asesoramiento experto, y facilitando cambios en la comunidad laboral nacional para ubicar a los trabajadores donde eran más necesarios. El plan dio prioridad a las industrias básicas; la producción eléctrica se dobló, la industria del acero experimentó una modernización a fondo, y el sistema ferroviario francés se convirtió en el más rápido y más eficaz del continente. El «milagro» industrial italiano llegó más tarde pero resultó más impresionante aún. Estimuladas por infusiones de capital procedente del gobierno y del Plan Marshall, las empresas italianas empezaron en seguida a competir con otros gigantes internacionales europeos. Los productos de Olivetti, Fiat y Pirelli conquistaron los hogares de todo el mundo hasta unos niveles desconocidos para cualquier producto italiano en el pasado. La producción eléctrica se dobló entre 1938 y 1953. En 1954 los sueldos reales eran un 50 por ciento más altos que en 1938.

Los países europeos, con unas tradiciones políticas o unos patrones industriales bastante dispares, compartieron ahora una prosperidad general. Sin embargo, el aumento del PNB no equilibró las diferencias entre estados y dentro de ellos. En el sur de Italia, el analfabetismo siguió siendo alto y la tierra continuó en manos de unas pocas familias adineradas; el PNB per cápita en Suecia casi ascendía a diez veces el de Turquía. Gran Bretaña siguió siendo un caso especial. El primer ministro conservador Harold Macmillan triunfó durante la campaña para su reelección en 1959 con la consigna: «Jamás os ha ido tan bien», un alarde bastante atinado. El crecimiento británico fue apreciable comparado con las actuaciones anteriores, pero la economía británica siguió siendo floja. El país soportaba fábricas y métodos obsoletos, legado de su industrialización temprana, y una falta de voluntad para adoptar técnicas nuevas en industrias viejas o para invertir en otras más favorables. Asimismo, estaba plagado de una serie de crisis de balanzas de pagos precipitadas por la incapacidad para vender más productos fuera de los que importaba.

INTEGRACIÓN ECONÓMICA EUROPEA

El renacimiento de Europa occidental fue fruto de un esfuerzo colectivo. A partir de la aplicación del Plan Marshall, un conjunto de organizaciones económicas internacionales empezaron a unir a los países europeos del oeste. La primera de ellas fue la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), fundada en 1951 para coordinar el comercio y la gestión de los recursos más importantes de Europa. El carbón tenía aún un papel crucial a mediados del siglo XX en Europa; servía de combustible para todo, desde la fabricación de acero y trenes hasta la calefacción doméstica, y constituía el 82 por ciento del consumo de energía primaria en Europa. También resultó clave para las relaciones entre la RFA, con abundantes minas de carbón, y Francia, con gran demanda de carbón para las acererías. La Máxima Autoridad de la CECA, consistente en expertos de cada uno de los países participantes, tenía capacidad para regular precios, aumentar o limitar la producción y para imponer tasas administrativas. En 1957, el Tratado de Roma convirtió Francia, la RFA, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo en la Comunidad Económica Europea (CEE) o el Mercado Común. La CEE pretendió abolir barreras comerciales entre sus miembros. Es más, la organización se comprometió a mantener aranceles exteriores comunes, al tránsito libre de mano de obra y capital entre los países miembros y a la construcción de estructuras salariales y sistemas de seguridad social uniformes para crear unas condiciones laborales similares en todo el Mercado Común. El programa lo administró una comisión con sede en Bruselas; en 1962, Bruselas alojaba más de tres mil «eurócratas».

La integración no se produjo con suavidad. Gran Bretaña se mantuvo al margen temiendo los efectos de la CECA sobre su decadente industria del carbón y sobre las viejas relaciones comerciales que mantenía con Australia, Nueva Zelanda y Canadá. Gran Bretaña no estaba tan necesitada como Francia de materias primas, ni necesitaba al otro para disponer de mercados; siguió dependiendo de las relaciones económicas con el imperio y la Commonwealth. Gran Bretaña, una de las pocas vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, dio por supuesto que podría mantener su posición económica global en el mundo de posguerra. En los otros países, la oposición interna a las disposiciones de la CEE sobre salarios o precios agrícolas amenazó a menudo con hundir acuerdos. Los franceses y otros países insistieron en proteger la agricultura recordando la importancia del campesinado para la estabilidad política, e invirtieron en identidad nacional a base de financiar el campo.

Los movimientos sísmicos que empezaron a otorgar más importancia al petróleo y la energía atómica que al carbón (véase el capítulo 28) restaron efectividad a la CECA. Aun así, la Comunidad Económica Europea fue un éxito notable. En 1963 se convirtió en el importador más grande del mundo. Su producción de acero sólo estuvo precedida por la de Estados Unidos, y su producción industrial total fue un 70 por ciento mayor que en 1950. Por último, instauró una tendencia política nueva a largo plazo: cada país individual buscó soluciones «europeizantes» a sus problemas.

Del mismo modo, acuerdos cruciales alcanzados en Bretton Woods, New Hampshire (EE UU), en julio de 1944, aspiraron a coordinar los movimientos de la economía global y a «internacionalizar» soluciones a crisis económicas para evitar catástrofes como las que plagaron la década de 1930. En Bretton Woods se crearon el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, ambos diseñados para establecer tipos de cambio estables y predecibles, prevenir la especulación y permitir que las divisas (y, por tanto, el mercado) se movieran con libertad. El resto de monedas quedó sujeto al dólar, lo que reflejó y realzó el papel de Estados Unidos como principal potencia financiera. El nuevo sistema internacional se creó teniendo en cuenta la esfera estadounidense-europea, pero esas organizaciones no tardaron en influir en el desarrollo económico de lo que acabaría llamándose el Tercer Mundo. Por tanto, el período de posguerra aceleró la integración económica global sobre todo en los términos impuestos por EE UU.

DESARROLLO ECONÓMICO EN EL ESTE

Aunque el desarrollo económico en Europa del Este no fue ni por asomo tan espectacular como en el oeste, también experimentó avances significativos. Polonia y Hungría, en concreto, reforzaron sus lazos económicos con el oeste, sobre todo con Francia y la RFA. A finales de la década de 1970 alrededor del 30 por ciento del comercio en Europa del Este se gestionaba desde fuera del bloque soviético. Sin embargo, la Unión Soviética exigió a sus satélites el diseño de políticas económicas que no sólo sirvieran a sus propios intereses nacionales. Las regulaciones que regían el COMECON, el equivalente del Mercado Común en la Europa del Este, aseguraban que la Unión Soviética podía vender sus exportaciones a precios muy por encima del nivel mundial y obligaban a otros miembros a comerciar con la Unión Soviética en clara desventaja para ellos. En un principio, el énfasis recayó sobre la industria pesada y la agricultura colectivizada, aunque, con el tiempo, la tensión política en países como Hungría y Polonia obligó a la Unión Soviética a moderar su política y a permitir la fabricación de más bienes de consumo y el desarrollo de un comercio modesto con el oeste.

EL ESTADO DE BIENESTAR

El crecimiento económico se convirtió en uno de los lemas de la época de la posguerra. El estado de bienestar fue otro de ellos. Los fundamentos de la nueva legislación se remontaron a los proyectos de seguros de vejez, enfermedad e incapacidad introducidos por Bismarck en Alemania a finales de la década de 1880. Pero la expansión económica permitió a los países europeos de la posguerra subvencionar programas sociales más completos, y la motivación política provino de los compromisos para dotar la democracia de una base más firme. Clement Atlee, socialista y líder del Partido Laborista británico, acuñó la expresión «estado de bienestar»; su gobierno, en el poder hasta 1951, encabezó la promulgación de la legislación necesaria para brindar atención sanitaria gratuita a toda la población a través del Servicio Nacional de Salud, prestar apoyo a la familia y garantizar algún tipo de educación secundaria. El estado de bienestar también se basó en el supuesto de que los gobiernos podían y debían respaldar el poder adquisitivo popular, generar demanda y brindar una cobertura de empleo o desempleo, unos supuestos detallados previamente por John Maynard Keynes (en su Teoría general, 1936) o en el importante informe de 1943 de William Beveridge sobre el pleno empleo. Aunque el Partido Laborista británico y los partidos socialistas del continente presionaron para introducir estas medidas, la cuestión del estado de bienestar gozó de gran consenso y estuvo respaldada por las coaliciones moderadas que gobernaron la mayoría de los países europeos después de la guerra.

Entendido así, el estado de bienestar no era una ayuda para los pobres, sino un derecho. De ahí que marcara una ruptura con la mentalidad secular sobre la pobreza y la ciudadanía. En 1950, el sociólogo británico T. H. Marshall perfiló una historia breve pero influyente de los estados, la ciudadanía y los derechos. Los siglos XVII y XVIII habían brindado derechos civiles, decía Marshall, la libertad de religión, propiedad y contrato promovidas por Locke. El siglo XIX otorgó derechos políticos. El siglo XX debía aportar «todo el espectro [de derechos sociales] desde el derecho a la seguridad y a un bienestar económico mínimo hasta el derecho a participar de la herencia social y a vivir la vida como seres civilizados de acuerdo con los estándares prevalecientes en la sociedad». Conviene señalar que la breve historia de Marshall no explicaba por qué existían diferencias tan grandes en la historia de los derechos de las mujeres; éstas no sólo adquirieron derechos civiles y políticos tarde, sino que sólo consiguieron derechos sociales por su calidad como miembros de la familia o como madres. Así y todo, la teoría de Marshall ofreció la mejor explicación de la nueva corriente política de democracia social: el convencimiento creciente de que la democracia y el bienestar social iban unidos, de que todos merecían la misma «herencia social» y de que la reducción de las graves desigualdades en la sociedad de clases y dar a todos las mismas oportunidades reforzarían la cultura democrática.

POLÍTICA EUROPEA

Los líderes políticos de posguerra mostraron un pragmatismo abrumador. Konrad Adenauer, canciller de la RFA desde 1949 hasta 1963, despreció el militarismo alemán y culpó a esa tradición del ascenso de Hitler al poder. Pero, aun así, le tenía aprensión a la democracia parlamentaria alemana y gobernó de un modo paternalista y, en ocasiones, autoritario. Su determinación para acabar con la hostilidad existente desde hacía siglos entre Alemania y Francia contribuyó en gran medida al tránsito hacia la unión económica. Alcide De Gasperi, primer ministro italiano desde 1948 hasta 1953, también fue centrista. Entre los líderes franceses de posguerra, el más interesante fue el general Charles de Gaulle, héroe de la resistencia. De Gaulle se había retirado de la política en 1946 cuando los electores franceses rechazaron sus propuestas para fortalecer la rama ejecutiva del gobierno. En 1958, una revuelta civil causada por la guerra argelina (véase más adelante) y un intento de golpe de estado por parte de un grupo derechista de mandos militares derrumbó el gobierno francés y De Gaulle fue invitado a regresar. De Gaulle volvió, pero insistió en la creación de una constitución nueva. Aquella constitución, que fundó la Quinta República en 1958, reforzó la rama ejecutiva del gobierno con la finalidad de evitar las situaciones de punto muerto parlamentario que en otros tiempos habían debilitado el país. De Gaulle utilizó su autoridad para restaurar el poder y el prestigio de Francia. «Francia no es realmente ella misma si no está en primera línea —escribió en sus memorias—. Francia no puede ser Francia sin grandeza.» Para De Gaulle, la grandeza implicaba la reorientación de la política exterior para poner fin al dominio francés sobre Argelia. En un acto de resistencia a la influencia de EE UU en Europa, sacó a las fuerzas francesas de la OTAN en 1966. Cultivó mejores relaciones con la Unión soviética y con la RFA. Por último, aceleró la expansión económica e industrial de Francia mediante la construcción de una institución militar moderna que incluyó armas nucleares. Al igual que sus homólogos, De Gaulle no era un demócrata por naturaleza. Siguió una trayectoria centrista dedicando grandes esfuerzos a resolver los problemas políticos con soluciones «prácticas» y, por tanto, a minar radicalismos de cualquier clase. La mayoría de países del resto de Europa occidental hizo lo mismo.

Revolución, anticolonialismo y la Guerra Fría

En el mundo colonial, al igual que en Europa, el fin de la guerra desató conflictos nuevos. Estos conflictos estuvieron cada vez más vinculados a la recuperación política y económica de Europa, tuvieron un efecto enorme, aunque tardío, en la cultura occidental, y complicaron la Guerra Fría. Como ya se ha visto, la Guerra Fría creó dos grandes centros de gravedad para la política mundial. Pero la oleada de movimientos independentistas anticolonialistas que recorrió Asia y África durante la posguerra dio lugar a otro conjunto de naciones que evitarían alinearse con uno u otro bloque, y tomarían el nombre de «Tercer Mundo».

LA REVOLUCIÓN CHINA

El primero de esa oleada de movimientos fue también el cambio aislado más radical que se produjo en el mundo en desarrollo posterior a la Segunda Guerra Mundial: la Revolución china. En China había estallado una guerra civil en 1926, cuando fuerzas nacionalistas dirigidas por Jiang Jieshi (Chang Kai-shek, 1887-1975) habían luchado primero en el sur y después en el norte contra los insurgentes comunistas liderados por Mao Zedong (1893-1976). Una tregua en 1937 unió a ambos bandos contra los japoneses. Con la derrota de Japón y el fin de la ocupación, los comunistas, aún dirigidos por Mao, se negaron a entregar las provincias del norte que controlaban. La guerra civil volvió a estallar. Estados Unidos intervino, primero para mediar y, luego, con un apoyo militar masivo para los nacionalistas. Pero los nacionalistas, corruptos y poco representativos, fueron derrotados en el campo de batalla y se rindieron en 1949.

Más aún que la Revolución rusa, la Revolución china respondió a la actuación de un país de campesinos. Con un programa que enfatizó una reforma radical en el campo (reduciendo rentas, procurando asistencia sanitaria y educación, y reformando el matrimonio), la movilización del campesinado y la autonomía de las potencias coloniales occidentales, Mao adaptó el marxismo a unas condiciones muy diferentes de las concebidas por sus fundadores. Y, como en Rusia, el comunismo en China ofreció un modelo (no necesariamente válido) de desarrollo económico. Los nuevos líderes de la «gran revolución popular» acometieron la conversión del país en una nación moderna e industrial en el intervalo de una sola generación, a un precio humano inmenso y con resultados muy dispares.

Como revolución campesina que triunfó, la Revolución china sirvió de modelo a los activistas anticolonialistas de todo el mundo. Para las potencias coloniales, representó un posible resultado peligroso de la descolonización. La «pérdida de China» causó miedo y consternación en el oeste, sobre todo en Estados Unidos. Aunque Mao y Stalin desconfiaban el uno del otro, y las relaciones entre los dos países comunistas más grandes presentaban dificultades extremas, Estados Unidos consideró estas dos naciones como un «bloque comunista» hasta comienzos de la década de 1970. En el período inmediatamente posterior a ella, la Revolución china pareció inclinar la balanza equilibrada entre comunismo y capitalismo, e intensificó la inquietud militar y diplomática del oeste ante los gobiernos de toda Asia.

LA GUERRA DE COREA

Esta inquietud contribuyó a convertir Corea en uno de los «puntos candentes» de la Guerra Fría. Como colonia efectiva de Japón desde la década de 1890, Corea sufrió que sus ocupantes japoneses sometieran el país a una violencia tremenda y explotaran sus recursos durante generaciones. Al final de la Segunda Guerra Mundial la ofensiva oriental de la Unión Soviética expulsó de allí a los japoneses; Corea quedó dividida entonces entre las tropas rusas en el norte y sus equivalentes estadounidenses en el sur. Como en el caso de Alemania, se crearon dos estados nuevos: una Corea comunista en el norte, gobernada por Kim Il Sung al servicio de los soviéticos, y una Corea del Sur dirigida por el autócrata anticomunista Syngman Rhee. El gobierno de Corea del Norte decidió pronto que esta disposición no duraría. En junio de 1950, tropas comunistas de Corea del Norte atacaron la frontera, aplastaron la resistencia en el sur y obligaron a las fuerzas no comunistas y a una pequeña guarnición estadounidense a replegarse al extremo de la península. Estados Unidos aprovechó un boicot temporal ruso de las Naciones Unidas y presentó la invasión ante el Consejo de Seguridad. El Consejo aprobó una resolución que permitía una «acción policial» dirigida por Estados Unidos para defender Corea del Sur y responder a los comunistas.

La acción recayó sobre el general Douglas MacArthur, héroe de la Segunda Guerra Mundial y gobernador militar del Japón ocupado. Organizó un audaz ataque anfibio por detrás de las líneas norcoreanas y desmembró las fuerzas del norte. MacArthur empujó a los comunistas coreanos hacia la frontera china y presionó a la autoridad para atacarlos durante la retirada a China con la esperanza de castigar a los chinos y contribuir a invertir la Revolución. El presidente Harry S. Truman (1945-1953) rechazó aquella solicitud temeraria y relevó del mando a MacArthur por excederse en sus funciones. Pero la maniobra ya se había cobrado víctimas; más de un millón de tropas chinas cruzaron la frontera para apoyar a los norcoreanos. Las tropas internacionales, del lado de Corea del Sur, se vieron obligadas a realizar una retirada sangrienta y precipitada en pleno invierno. Durante aquel invierno difícil, el capaz y paciente general estadounidense Matthew Ridgeway asumió el puesto de MacArthur y contuvo la retirada. Sin embargo, la guerra llegó a un punto muerto. Los chinos y las tropas norcoreanas atacaron las fuerzas de las Naciones Unidas, compuestas en buena medida por tropas estadounidenses y surcoreanas pero también provenientes de todo el mundo; pequeños contingentes de Gran Bretaña, Australia, Etiopía, Países Bajos y Turquía destacaron en la lucha. El conflicto se prolongó dos años hasta que comenzaron las negociaciones de paz. Fue una guerra dura de enfrentamientos con artillería, luchas cuerpo a cuerpo, ataques a laderas bien defendidas y un frío extenuante. El fin de la contienda, decretado en junio de 1953, no fue decisivo. Corea siguió dividida casi por la misma línea original que se había trazado en 1945 ya sin guerra pero tampoco en paz. Después de cincuenta y tres mil estadounidenses y más de un millón de coreanos y chinos muertos, Corea del Sur no se había «perdido», pero tampoco China ni EE UU lograron una victoria decisiva. Como en Alemania, la incapacidad de las grandes potencias para conseguir sus objetivos últimos dio como resultado una solución divisoria y una nación dividida.

DESCOLONIZACIÓN

La Revolución china resultó ser el comienzo de una oleada mayor. Entre 1947 y 1960 los desparramados imperios europeos creados durante el siglo XIX se desintegraron. El imperialismo siempre había provocado resistencia. La oposición al mandato colonial se había consolidado después de la Primera Guerra Mundial y había obligado a los debilitados estados europeos a renegociar los términos del imperio. Después de la Segunda Guerra Mundial, las viejas modalidades imperiales se tornaron insostenibles. En algunas regiones, los estados europeos se limitaron a reducir sus pérdidas y a retirarse al ver mermados sus recursos financieros, políticos y humanos. En otras, movimientos nacionalistas tenaces y bien organizados lograron materializar sus demandas de modificaciones constitucionales e independencia. En un tercer conjunto de casos, las potencias europeas se vieron envueltas en luchas complejas, múltiples y de una violencia extrema entre diferentes movimientos de autóctonos y las comunidades de colonos europeos, conflictos que los estados europeos habían contribuido a crear.

EL DESENREDO DEL IMPERIO BRITÁNICO

La India fue la primera colonia y la más grande que consiguió la independencia después de la guerra. Como ya se ha visto, rebeliones como el motín cipayo desafiaron a los representantes británicos en la India a lo largo del siglo XIX (véase el capítulo 22). Durante las etapas preliminares de la Segunda Guerra Mundial, el Congreso Nacional Indio (fundado en 1885), el partido que aglutinaba el movimiento de independencia, pidió a Gran Bretaña que «abandonara la India». El extraordinario nacionalista indio Mohandas K. (Mahātmā) Gandhi (1869-1948) llevaba actuando en la India desde la década de 1920, y había sido pionero en el planteamiento de ideas anticoloniales y en la propuesta de tácticas que se siguieron en todo el mundo. Ante la dominación colonial, Gandhi proponía la no violencia y el swaraj, o autogobierno, e instaba a los indios a desarrollar de manera individual y colectiva sus propios recursos y a retirarse de la economía imperial mediante huelgas, negándose a pagar impuestos, o boicoteando los textiles importados y usando ropas de confección casera. En 1947 Gandhi y su compañero nacionalista Jawajarlāl Nehru (1889-1964, primer ministro 1947-1964), líder del Partido del Congreso, pro independentista, habían alcanzado un apoyo tan amplio que a los británicos les resultó imposible seguir en el poder. El gobierno del Partido Laborista elegido en Gran Bretaña en 1945 siempre se había mostrado a favor de la independencia de la India. Ahora, esa independencia se convirtió en una necesidad política británica.

Pero, mientras las negociaciones fijaban los procedimientos para la independencia, la India quedó desgarrada por conflictos étnicos y religiosos. Una Liga Musulmana, encabezada por Ali Jinnah (1876-1948), quería la autonomía para las zonas con mayoría musulmana y recelaba de la autoridad del Partido del Congreso, eminentemente hindú, dentro de un estado único. Entre ambas comunidades religiosas estalló una serie de disturbios. En junio de 1947, la India británica quedó «dividida» en las naciones de la India (de mayoría hindú) y Pakistán (de mayoría musulmana). El proceso de división conllevó guerras religiosas y étnicas brutales. Murieron más de un millón de hindúes y musulmanes, y unos doce millones de personas se convirtieron en refugiadas al ser expulsadas de sus tierras o huir de los combates. En medio del caos, Gandhi, ahora con ochenta años, siguió protestando contra la violencia y centrando la atención en superar el legado del colonialismo. Él afirmaba que «la libertad real llegará cuando nos liberemos de la dominación de la educación occidental, la cultura occidental y el estilo de vida occidental arraigados en nosotros». En enero de 1948, fue asesinado por un extremista hindú. El conflicto continuó entre los estados independientes de la India y Pakistán. Nehru, convertido en primer ministro de la India, se embarcó en un programa de industrialización y modernización no muy acorde con lo que habría recomendado Gandhi. Nehru mostró una habilidad especial para moverse en el mundo de la Guerra Fría, evitando alinearse con uno de los dos bloques: obtuvo ayuda de la URSS para la industria y recibió importaciones de alimentos procedentes de EE UU.

Palestina

El año 1948 conllevó otras crisis para el Imperio británico que incluyeron el fin del mandato británico en Palestina. Durante la Primera Guerra Mundial, diplomáticos británicos habían alentado revueltas nacionalistas árabes contra el Imperio otomano. Con la Declaración de Balfour también habían prometido una «tierra judía» en Palestina a los sionistas europeos. Las promesas contradictorias y los vuelos de judíos europeos desde la Alemania nazi contribuyeron a crear el conflicto entre los colonos judíos y los árabes de Palestina durante la década de 1930, y provocaron una revolución árabe que los británicos reprimieron de forma sangrienta. Al mismo tiempo, las recientes concesiones cruciales de petróleo en Oriente Medio multiplicaron los intereses estratégicos de Gran Bretaña en el canal de Suez, Egipto y los países árabes en general. La mediación en los conflictos locales y la defensa de sus propios intereses se revelaron una tarea imposible. En 1939, en nombre de la estabilidad de la zona, los británicos impusieron límites estrictos a la inmigración judía. Intentaron mantener esas restricciones después de la guerra, pero ahora se encontraron con la presión de decenas de miles de refugiados judíos procedentes de Europa. El conflicto no tardó en convertirse en una guerra a tres bandas: entre los árabes palestinos que luchaban por lo que consideraban su tierra y su independencia; los colonos judíos y militantes sionistas decididos a desafiar las restricciones británicas; y los administradores británicos con simpatías encontradas, avergonzados y escandalizados por la situación de los refugiados judíos, y entregados a mantener unas buenas relaciones angloárabes. Los británicos lanzaron una respuesta militar. En 1947 había un soldado británico por cada dieciocho habitantes del Mandato. En cambio, los años de lucha, con tácticas terroristas en todos los bandos, persuadieron a los británicos para irse de allí. Las Naciones Unidas votaron (por escaso margen) la división del territorio en dos estados. La escisión no convenció ni a los colonos judíos ni los árabes palestinos, y ambos iniciaron una lucha por el territorio antes incluso de la marcha de las tropas británicas. En cuanto Israel declaró su independencia en mayo de 1948, fue invadido por cinco estados vecinos. La nación israelí, nueva pero bien organizada, sobrevivió a la guerra y expandió sus fronteras. En el bando de los perdedores, un millón de árabes palestinos que, huidos o expulsados, se vio apiñado en campos de refugiados en la franja de Gaza y en la margen oeste del río Jordán, una zona que el armisticio concedió al estado ampliado de Jordania. Curiosamente, el conflicto no se convirtió al principio en un enfrentamiento de la Guerra Fría. Por razones particulares de cada bando, tanto soviéticos como estadounidenses reconocieron Israel. Sin embargo, este país señaló un cambio permanente para la cultura y el equilibrio de poder en la región.

África

Varias colonias en África occidental desarrollaron firmes movimientos independentistas antes y durante la década de 1950, y el gobierno británico actuó con vacilación para satisfacer sus demandas. A mediados de los años cincuenta, Gran Bretaña aceptó una serie de condiciones para la independencia de esos territorios que los dejó con constituciones redactadas y un sistema legal británico, pero poco más en relación con infraestructuras modernas o ayudas económicas. Los defensores del colonialismo británico sostuvieron que esas instituciones formales otorgarían ventajas a los estados independientes, pero, sin más recursos adicionales, fracasaron hasta los más prometedores. Ghana, conocida con anterioridad como Costa de Oro y la primera de esas colonias en conseguir la independencia, se consideró a comienzos de la década de 1960 como un modelo para las naciones africanas libres. En cambio, sus políticas no tardaron en degenerar y su presidente, Kwane Nkrumah, se convirtió en el primero de varios líderes políticos africanos expulsados del poder por corrupción y actitudes autocráticas.

Bélgica y Francia también se retiraron de sus posesiones. En 1965 casi todas las antiguas colonias africanas eran ya independientes y prácticamente ninguna disponía de medios para compensar las pérdidas debidas al colonialismo y hacer funcionar la independencia. Cuando las autoridades belgas se apresuraron a abandonar el Congo en 1960, dejaron unas vías férreas desvencijadas y menos de dos docenas de personas autóctonas con formación superior.

El proceso de descolonización se produjo de un modo bastante pacífico, salvo donde grandes poblaciones de colonos europeos complicaron la retirada. En el norte, la resistencia colona convirtió la salida francesa de Argelia en un proceso doloroso y complejo (véase más abajo). En el este, en Kenia, la población mayoritaria kikuyu se levantó contra el mandato británico y contra un pequeño grupo de colonos. El alzamiento, que acabó conociéndose como revuelta de los Mau-mau, no tardó en volverse sangriento. Tropas británicas dispararon libremente contra objetivos en zonas ocupadas por los rebeldes, en ocasiones, matando civiles. Los campos de confinamiento creados por las fuerzas de seguridad coloniales se convirtieron en centros de atrocidades que motivaron investigaciones públicas y condenas por parte incluso de los políticos británicos más conservadores y oficiales del ejército. En 1963, una década después del inicio de la revuelta, los británicos concedieron a Kenia la independencia.

A finales de los años cincuenta, el primer ministro británico Harold Macmillan aprobó la independencia para cierta cantidad de colonias británicas en África como respuesta a poderosos «vientos de cambio». En África del sur, la cantidad y riqueza excepcionales de la población de colonos europeos la instó a zarpar contra esos vientos y su resistencia duró décadas. Esos colonos, una mezcla de emigrantes ingleses y los afrikáneres franco-holandeses cuya llegada se remontaba al siglo XVIII, controlaban extensiones inmensas de fértiles tierras de labor junto con algunas de las minas de oro y diamantes más lucrativas del planeta. Esto se dio sobre todo en Sudáfrica. Allí, a finales de la década de 1940, el gobierno laborista británico dejó a un lado su profundo malestar por el racismo de los afrikáneres por defender un pacto político fatídico. A cambio de garantías de que el oro sudafricano se usaría para apoyar la capacidad financiera global británica, Gran Bretaña toleró la introducción del apartheid en Sudáfrica. Incluso comparado con otros niveles de segregación, el apartheid fue especialmente duro. Con él, los africanos, los indios y la gente de color de ascendencia mixta perdieron todos los derechos políticos. Es más, el gobierno intentó bloquear las espectaculares consecuencias sociales de la expansión de la minería y la industrialización en general, sobre todo la emigración africana a las ciudades y una nueva oleada de militancia obrera en las minas. El apartheid obligó a los africanos a vivir en «zonas reservadas», les prohibió viajar sin permisos específicos y creó complejas oficinas de gobierno para gestionar la mano de obra esencial para la economía. El gobierno también prohibió cualquier protesta política. Estas medidas incomodaron a las potencias occidentales con el régimen segregacionista, pero los sudafricanos blancos conservaron el apoyo estadounidense presentándose como un baluarte contra el comunismo.

En el norte, en los territorios de Rodesia, el gobierno británico fomentó una gran federación controlada por colonos blancos pero con la posibilidad de conseguir un gobierno de mayoría en el futuro. Sin embargo, a comienzos de los años sesenta, la federación estuvo al borde del colapso; el estado de Malawi, de gobierno mayoritario, fue autorizado a salir de la federación en 1964, y Rodesia quedó dividida en dos, Rodesia del Norte y Rodesia del Sur. En el norte, el primer ministro cedió y aceptó un gobierno de mayoría liderado por el negro populista Kenneth Kaunda. En el sur, afrikáneres descontentos apoyados por doscientos mil emigrantes ingleses de derechas y llegados a partir de 1945 se negaron a aceptar un gobierno de mayoría. Cuando el gobierno británico intentó obligarlos, los colonos declararon la independencia de forma unilateral en 1965 e iniciaron una sangrienta guerra civil contra la población negra de Rodesia del Sur que duró media generación.

Crisis en Suez y el fin de una época

Para la Gran Bretaña de posguerra, el imperio no sólo deparaba complicaciones políticas, sino que también conllevaba unos costes excesivos. Gran Bretaña empezó a retirarse de bases navales y aéreas de todo el mundo porque se habían vuelto demasiado caras de mantener. El gobierno laborista sí procuró mantener el poder y el prestigio británicos en el mundo de posguerra. En Malaca, las fuerzas británicas reprimieron una revuelta de comunistas de etnia china y, después, ayudaron a mantener los estados independientes de Singapur y Malasia conservando los lazos empresariales y bancarios británicos con las lucrativas reservas de caucho y petróleo de Malasia. Los laboristas también destinaron esfuerzos bien meditados al «desarrollo colonial» para explotar recursos naturales locales que Gran Bretaña esperaba vender en mercados internacionales, Sin embargo, el «desarrollo» recibió una financiación insuficiente y quedó desatendido ante la consecución de los objetivos de la Guerra Fría en otros lugares. En Oriente Medio, el gobierno británico protegió varios estados ricos en petróleo con su ejército y ayudó a derrocar un gobierno nacionalista en Irán para asegurarse de que los estados petroleros invertían su dinero en los mercados financieros británicos.

En Egipto, en cambio, los británicos se negaron a ceder una de las obras tradicionales de su orgullo imperial. En 1951 los nacionalistas forzaron a los británicos a aceptar la retirada de sus tropas de territorio egipcio en el plazo de tres años. En 1952, un grupo de oficiales nacionalistas del ejército destituyó al rey egipcio Faruk, quien mantenía vínculos estrechos con los británicos, y proclamó una república. Poco después de la retirada final británica, un coronel egipcio, Gamal Abdel Nasser (1918-1970), accedió a la presidencia del país (1956-1970). Su primera gran actuación pública como presidente consistió en nacionalizar la compañía del canal de Suez. Eso ayudaría a financiar la construcción de la presa de Asuán en el Nilo, y tanto la presa como el canal nacionalizado supusieron la independencia económica y el orgullo nacional egipcio. Nasser también contribuyó a desarrollar una ideología anticolonial panarabista, proponiendo que los nacionalistas árabes de todo el mundo del islam crearan una alianza de naciones modernas que ya no estuvieran sujetas a Occidente. Por último, Nasser también buscó ayuda y apoyo en los soviéticos para conseguir ese objetivo, lo que convirtió el canal en un asunto de la Guerra Fría.

Tres países contemplaron a Nasser y sus ideales panarabistas como una amenaza. Israel, rodeada por todas partes por vecinos non gratos, buscaba una oportunidad para hacerse con la estratégica península del Sinaí y crear un territorio tapón contra Egipto. Francia, que ya estaba librando una batalla contra los nacionalistas argelinos, confiaba en destruir lo que consideraba el origen egipcio del nacionalismo árabe. Gran Bretaña dependía del canal para disponer de una ruta hacia sus bases estratégicas y se sintió dolida por aquel manotazo a la dignidad imperial. Aunque los británicos eran reacios a intervenir, se vieron impelidos por su primer ministro, sir Anthony Eden; Eden había acumulado gran odio personal contra Nasser. En el otoño de 1956, esos tres países se confabularon para lanzar un ataque contra Egipto. Israel ocupó el Sinaí, mientras cazas británicos y franceses destruyeron la fuerza aérea egipcia en el suelo. Las antiguas potencias coloniales desembarcaron tropas en la boca del canal pero no carecieron de recursos para continuar en gran número hacia El Cairo. Como consecuencia, la guerra dejó a Nasser en el poder y lo convirtió en héroe ante la opinión pública egipcia por contener a los imperialistas en la bahía. En todo el mundo se condenó el ataque. Estados Unidos delató con enojo la fanfarronada de sus aliados e impuso severas penalizaciones financieras a Gran Bretaña y Francia. Ambos países fueron obligados a retirar sus expediciones. Para los consejeros políticos de Gran Bretaña y Francia, el fracaso de Suez marcó el fin de una época.

DESCOLONIZACIÓN FRANCESA

En dos casos particulares, la experiencia francesa de la descolonización resultó más sangrienta, más compleja y más perjudicial para el prestigio y la política interior de Francia que cualquiera de las circunstancias británicas, con la posible excepción de Irlanda del Norte. El primero fue el de Indochina, donde el empeño francés por restablecer la autoridad imperial tras perderla durante la Segunda Guerra Mundial sólo deparó una derrota militar y una humillación mayor. El segundo caso, el de Argelia, no sólo se tradujo en una guerra colonial violenta, sino también en una pugna con serias ramificaciones políticas dentro de la propia Francia.

La primera guerra de Vietnam, 1946-1954

Indochina fue una de las últimas grandes adquisiciones imperiales de Francia durante el siglo XIX. Aquí, como en otros lugares, ambas guerras mundiales habían contribuido a galvanizar, en primer lugar, movimientos nacionalistas y, después, movimientos independentistas comunistas. En Indonesia, las fuerzas nacionalistas se rebelaron contra los esfuerzos holandeses por restablecer el colonialismo, y el país consiguió la independencia en 1949. En Indochina, la resistencia comunista consiguió especial efectividad bajo el liderazgo de Ho Chi Minh. Ho había recibido una educación francesa y, alentado por los principios wilsonianos de autodeterminación, había confiado en que su país lograra la independencia en Versalles en 1919 (véase el capítulo 24). Leyó a Marx y Lenin y asimiló las lecciones comunistas chinas sobre la organización del campesinado en torno a cuestiones sociales y agrarias, pero también nacionales. Durante la Segunda Guerra Mundial, el movimiento de Ho luchó, primero, contra el gobierno de Vichy de la colonia y, después, contra los ocupantes japoneses, y aportó informes de inteligencia a los aliados. Sin embargo, en 1945 Estados Unidos y Gran Bretaña se negaron a mantener relaciones con el movimiento independentista de Ho y permitieron que Francia reclamara sus colonias en el sudeste asiático. Los comunistas vietnamitas, tan fervientes nacionalistas como marxistas, reanudaron su guerra de guerrillas contra los franceses.

La contienda fue prolongada y sangrienta; Francia vio en ella una oportunidad para redimir su orgullo nacional. Cuando uno de los generales franceses más capaces, Jean de Lattre de Tassigny, consiguió al fin una ventaja militar sobre los rebeldes en 1951, el gobierno francés tuvo la oportunidad de llevar a cabo la descolonización en términos favorables. Pero, en lugar de aprovecharla, decidió presionar hasta conseguir la victoria total y, para ello, envió tropas al interior del territorio vietnamita para erradicar a los rebeldes. Se estableció una gran base en un valle que bordea el actual Laos, en una aldea llamada Dien Bien Phu. Rodeado por montañas escarpadas, este emplazamiento vulnerable se convirtió en base para miles de tropas paramilitares francesas de élite y soldados coloniales procedentes de Argelia y África occidental: lo mejor de las tropas francesas. Los rebeldes sitiaron la base. Decenas de miles de guerrilleros nacionalistas vietnamitas acarrearon artillería pesada a mano hasta las laderas de las montañas y bombardearon la red de fuertes construida por los franceses. El cerco duró meses y conllevó una crisis nacional duradera en Francia.

Cuando Dien Bien Phu cayó en mayo de 1954, el gobierno francés inició las conversaciones de paz en Ginebra. Los Acuerdos de Ginebra, redactados por franceses, políticos vietnamitas, incluidos los comunistas, británicos y estadounidenses, dividieron Indochina en tres países: Laos, Camboya y Vietnam, este último divido en dos estados. El control de Vietnam del Norte le correspondió al partido de Ho Chi Minh; Vietnam del Sur fue gobernado por una sucesión de políticos apoyados por Occidente. La corrupción, represión e inestabilidad en el sur, unidas al deseo de los nacionalistas de Ho Chi Minh de unir Vietnam, garantizaron la continuación de la guerra. El gobierno de Estados Unidos, que había aportado apoyo militar y financiero a los franceses, empezó a enviar ayuda al régimen survietnamita. Los americanos vieron el conflicto a través del prisma de la Guerra Fría: su plan no consistía en reinstaurar el colonialismo, sino en contener el comunismo y evitar su propagación por el sureste asiático. Las limitaciones de esta política no se harían patentes hasta mediados de la década de 1960.

Argelia

Cuando aún estaba tambaleante de la humillación de Dien Bien Phu, Francia se enfrentó a un complejo problema colonial más cerca de casa, en Argelia. Desde la década de 1830, la colonia había evolucionado hasta convertirse en una sociedad de colonos formada por tres grupos sociales. En primer lugar, aparte de una clase reducida de soldados y administradores franceses, había también un millón de colonos europeos. En general, éstos eran propietarios de granjas y viñedos cerca de las grandes ciudades, o conformaban la clase obrera o las comunidades comerciantes del interior de dichas ciudades. Todos ellos eran ciudadanos de los tres distritos administrativos de Argelia, legalmente, partes integrantes de Francia. De esta comunidad salieron algunos de los escritores e intelectuales más conocidos de Francia: Albert Camus, Jacques Derrida y Pierre Bourdieu, entre otros. En las localidades y pueblos pequeños de Argelia vivía un segundo grupo formado por bereberes (muchos de ellos musulmanes), cuya dilatada historia al servicio del ejército francés les otorgó ciertos privilegios formales e informales dentro de la colonia. Por último, había millones de árabes musulmanes, algunos residentes en el desierto sur pero en su mayoría apiñados en los barrios pobres de las urbes. Los árabes constituían el grupo más amplio y más necesitado de la sociedad argelina. Durante el período de entreguerras, el gobierno francés había ofrecido pequeñas reformas para aumentar sus derechos y su representación, y había confiado en fundir los tres grupos en una sociedad argelina común. Las reformas llegaron demasiado tarde y, además, fueron boicoteadas por colonos europeos deseosos de conservar sus privilegios.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, los nacionalistas argelinos pidieron a los aliados que reconocieran la independencia de Argelia a cambio de los buenos servicios prestados durante la guerra. Las manifestaciones públicas se volvieron frecuentes, y en varios casos se tradujeron en ataques a terratenientes colonos. En una localidad rural, Sétif, las celebraciones de la derrota alemana acabaron en estallidos violentos contra los colonos. La represión francesa actuó con dureza y de inmediato: las fuerzas de seguridad mataron varios miles de árabes. Tras la guerra, el gobierno francés aprobó una asamblea provincial para toda Argelia, elegida por dos bloques de votantes, uno formado por colonos y la mayoría de musulmanes bereberes, y el otro, por árabes. Este sufragio limitadísimo no dio ningún poder político a los argelinos árabes. Los cambios más importantes fueron económicos. Toda Argelia sufrió las dificultades de la posguerra. Muchos argelinos árabes se vieron obligados a emigrar; varios cientos de miles marcharon a trabajar a Francia. Mientras la población de Francia continental leía los periódicos y veía con malos ojos la guerra en Indochina, la situación en Argelia fue cobrando seriedad. A mediados de los años cincuenta, una generación más joven de activistas árabes descontentos con la gestión de los moderados había encabezado un movimiento en pro de la independencia por la fuerza. Se había organizado el Frente de Liberación Nacional (FLN), que era de tendencia socialista y exigió igualdad de ciudadanía para todos.

La guerra en Argelia se convirtió en un conflicto con tres frentes. El primero lo constituyó la guerra de guerrillas entre el ejército francés regular y el FLN, librada en las montañas y desiertos del país. Esta guerra se prolongó durante años, lo que implicó una derrota militar clara del FLN, pero jamás una victoria nítida de los franceses. La segunda contienda, desarrollada en las ciudades de Argelia, comenzó con una campaña del FLN de bombas y terrorismo que mató a civiles europeos. La administración francesa se vengó con su propia campaña. Tropas paramilitares francesas persiguieron y destrozaron las redes del FLN artífices de las bombas. La información que permitió a los franceses acabar con la red del FLN se obtuvo mediante la práctica de torturas sistemáticas por parte de las fuerzas de seguridad francesas. Las torturas fueron un escándalo internacional que desató oleadas de protestas en Francia. Este tercer frente de la guerra argelina dividió Francia, derrocó el gobierno y devolvió el poder a De Gaulle.

De Gaulle visitó Argelia, donde fue muy ovacionado por los colonos, y declaró que Argelia siempre sería francesa. Tras otro año de violencia, él y sus consejeros habían cambiado de parecer. En 1962 se mantuvieron conversaciones que desarrollaron una fórmula para la independencia: se celebraría un referéndum votado por la totalidad de la población argelina. El 1 de julio de 1962, el referéndum se aprobó por una mayoría aplastante de votos. Los grupos políticos árabes y las guerrillas del FLN entraron triunfales en Argelia. Los colonos y bereberes que habían luchado junto al ejército francés huyeron de Argelia con destino a Francia por centenares de miles. Más tarde, a aquellos refugiados se les unió en Francia otra afluencia de emigrantes árabes por cuestiones económicas.

Argelia ilustró el tremendo impacto de la descolonización en el interior del país colonizador. La guerra cavó profundas divisiones en la sociedad francesa, en buena medida debido a que pareció poner en juego la mismísima identidad de Francia. La retirada de Argelia exigió el replanteamiento de la concepción francesa sobre lo que significa ser una potencia moderna. De Gaulle resumió el canje en sus memorias: quedarse en Argelia habría «dejado a Francia empantanada política, financiera y militarmente en un cenagal sin fondo cuando, en realidad, necesitaba tener las manos libres para llevar a cabo la transformación interior que exige el siglo XX, y para ejercer su influencia en el exterior sin ninguna traba». En Francia, y en otras potencias imperiales, las conclusiones parecían claras. Las formas tradicionales de gobierno colonial no resistirían las demandas de la política y la cultura de posguerra; los países líderes europeos, otrora distinguidos por sus imperios, debían buscar formas nuevas de influencia. La transformación interna de la que hablaba De Gaulle (recuperación de la guerra, reestructuración económica y renovación política) debía producirse en un escenario global radicalmente distinto.

Cultura y pensamiento de posguerra

El período de posguerra conllevó un estallido notable de producción cultural. Los escritores y artistas no dudaron en abordar grandes temas: libertad, civilización y la mismísima condición humana. La búsqueda de renovación democrática generó esta urgencia literaria; los dilemas morales de la guerra, la ocupación y la resistencia la dotaron de resonancia y atractivo popular. Asimismo, el proceso de descolonización empujó al centro de los debates occidentales los temas de la raza, la cultura y el colonialismo.

LA PRESENCIA NEGRA

La revista Présence Africaine (Presencia africana), fundada en París en 1947, no fue más que una de las nuevas voces culturales que conformaron todo un coro. Présence Africaine publicó a escritores tales como Aimé Césaire (n. 1913), el poeta surrealista de Martinica, y Léopold Senghor (1906-2001), de Senegal. Césaire y Senghor eran estudiantes brillantes, educados en las universidades más exclusivas de Francia y elegidos para la Asamblea Nacional Francesa. Césaire se convirtió en una figura política destacada en la antigua colonia francesa en el Caribe (y, después de 1946, Departamento) de Martinica; en 1960 Senghor salió elegido como primer presidente de Senegal. Ambos hombres, modelos respetables de francesidad, se convirtieron en los exponentes más influyentes de la négritude, que podría traducirse como «conciencia negra» u «orgullo negro». Senghor escribió:

La asimilación fue un error. Podíamos asimilar matemáticas en lengua francesa, pero jamás podríamos arrancarnos la piel negra o extirparnos el alma negra. De ahí que nos embarcáramos en la búsqueda ferviente de […] nuestra alma colectiva. La negritud es todo el conjunto de valores civilizados (culturales, económicos, sociales y políticos) que caracterizan a la gente negra.

La obra temprana de Césaire se adelantó al surrealismo y la exploración de la conciencia. Más tarde, su obra se tornó más política. El Discurso sobre el colonialismo (1950) fue una dura crítica a la miseria material y espiritual del colonialismo, la cual, según él, no sólo deshumanizaba a los súbditos coloniales, sino que degradaba también a los propios colonizadores.

Frantz Fanon (1925-1961), discípulo de Césaire y también de Martinica, fue más allá. Él sostuvo que el encierro en una cultura negra insular (tal como él interpretó la negritud) no era una respuesta efectiva al racismo. A su parecer, la gente de color necesitaba una teoría de cambio social radical. Fanon estudió psiquiatría y trabajó en Argelia, donde formó parte del Frente de Liberación Nacional. En Piel negra, máscaras blancas (1952) estudió los efectos del colonialismo y el racismo desde el punto de vista de un psiquiatra radical. Los condenados de la tierra (1961) se convirtió en uno de los manifiestos revolucionarios más influyentes del período. Más que Césaire, y con un rechazo rotundo de las teorías y prácticas de Gandhi, Fanon sostuvo que la violencia estaba arraigada en el colonialismo y, por tanto, en los movimientos anticolonialistas. Pero también creía que muchos líderes anticoloniales se corrompían por su ambición y su colaboración con las antiguas potencias coloniales. El cambio revolucionario, pensaba él, sólo podía provenir de los campesinos pobres o de quienes «no habían encontrado ningún hueso que roer en el sistema colonial».

¿Cómo encajaron estos escritores en la cultura de posguerra? Los intelectuales occidentales aspiraron a revivir el humanismo y los valores democráticos después de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial. Fanon y otros señalaron que los conflictos relacionados con el colonialismo complicaban aún más aquel proyecto; la represión violenta de los movimientos anticoloniales en lugares como Argelia parecía una recaída en la brutalidad. Evidenciaron las ironías de la «misión civilizadora» de Europa y exigieron una revaluación de la negritud como concepto central de la cultura occidental. La recuperación de Occidente después de la guerra implicaría, a la larga, enfrentarse a este desafío para las pretensiones universales de su cultura.

EXISTENCIALISMO

Los escritores existencialistas franceses, entre los que sobresalieron Jean Paul Sartre (1905-1980) y Albert Camus (1913-1960), situaron los temas del individualismo, el compromiso y la elección en un lugar central. Los existencialistas tomaron temas de Nietzsche, Heidegger y Kierkegaard y los reelaboraron dentro del contexto nuevo de una Europa devastada por la guerra. El punto de partida lo constituyó la máxima de que la «existencia precede a la esencia». En otras palabras, el significado de la vida no viene dado, sino que se crea. Por tanto, los individuos están «condenados a ser libres» y a dar sentido a su vida eligiendo opciones y aceptando su responsabilidad. La negación de la libertad o la responsabilidad personales equivalía a actuar de «mala fe». La guerra, la colaboración y la resistencia, el genocidio y el desarrollo de armas de destrucción masiva brindaron puntos de referencia específicos y confirieron un nuevo significado a esas abstracciones. Los textos de los existencialistas también fueron claros y accesibles, lo que contribuyó a su inmensa popularidad. Aunque Sartre escribió tratados filosóficos, también publicó obras de teatro e historias cortas. La experiencia personal de Camus en la resistencia le otorgó una autoridad moral enorme: se convirtió en símbolo de una generación nueva. Sus novelas, entre las que se cuentan El extranjero (1942), La peste (1947) y La caída (1956), giraron a menudo en torno a metáforas de la guerra que revelaban que la gente era responsable de sus propios dilemas y, a través de una serie de antihéroes, exploraban la capacidad limitada del hombre y la mujer para prestarse ayuda.

Las ideas existencialistas abrieron otras puertas. El planteamiento existencialista sobre la raza, por ejemplo, enfatizaba que el color de la piel no llevaba inherente ningún significado; más bien, la raza hallaba significado a partir de una experiencia o situación vivida. El mismo razonamiento se puede aplicar al género. En su célebre introducción a El segundo sexo (1949), Simone de Beauvoir (1908-1986) sostenía que «La mujer no nace, se hace». Las mujeres, como los hombres, estaban condenadas a ser libres. Beauvoir proseguía planteando por qué las mujeres parecían aceptar su posición secundaria o por qué, en palabras de ella, «soñaban los sueños de los hombres». El alcance y la ambición de El segundo sexo contribuyeron a que esta obra ejerciera una influencia enorme; prácticamente se trataba de un trabajo enciclopédico que analizaba historia, mito, biología y psicología aplicando las ideas de Marx y Freud al «tema de la mujer». La vida de Beauvoir también contribuyó a la gran difusión del libro. Ella, estudiante magnífica procedente de una clase media estricta, mantuvo durante toda la vida una relación amorosa con Sartre, pero no se casó con él, lo que favoreció que muchos la idealizaran como mujer «liberada» y lograda intelectual. No obstante, tuvo poco que ver con el feminismo hasta finales de la década de 1960. Cuando se publicó El segundo sexo, la obra se asoció con el existencialismo; sólo más tarde se convertiría en un texto clave para el movimiento de las mujeres (véase el capítulo 28).

MEMORIA Y AMNESIA: EL PERÍODO DE POSGUERRA

El tema de la impotencia individual ante el poder del estado estuvo presente en innumerables obras del período, empezando por Rebelión en la granja y 1984, de George Orwell, los ejemplos más célebres de todos. La popularísima obra Catch-22 (1961) del estadounidense Joseph Heller representó una variedad popular del existencialismo interesada por la naturaleza absurda de la guerra y que ofrece un comentario mordaz sobre el reglamento y su tributo de libertad individual. El autor checo Milan Kundera, que huyó de la represión del gobierno checo para vivir en París, captó con elocuencia los esfuerzos agridulces para oponerse a la burocracia sin sentido. Algunos escritores expresaron su desesperación huyendo al terreno del absurdo y la fantasía. En obras como la profundamente pesimista de Samuel Beckett Esperando a Godot (escrita en francés por un irlandés en 1953) o El conserje (1960) y La vuelta a casa (1965) del británico Harold Pinter, no pasa nada. Los personajes hablan de banalidades, paralizados por el absurdo de los tiempos modernos.

Otros autores se aventuraron en los reinos de la alucinación, la ciencia ficción y la fantasía. Las novelas del estadounidense William Burroughs y Kurt Vonnegut trasladan al público lector desde fantasías interiores al espacio exterior. Uno de los libros más populares del momento fue El señor de los anillos (1954-1955), escrito antes y durante la Segunda Guerra Mundial por el británico J. R. R. Tolkien. Esta obra, ambientada en el mundo fantástico de la Tierra Media y tributo del profesor Tolkien a la lengua celta y escandinava antiguas que había estudiado y al poder de los mitos humanos, encontró acogida en una generación de jóvenes románticos que se rebelaron contra la cultura occidental de posguerra por razones propias.

El terror y la dictadura acosaron al pensamiento social y político de la posguerra, y especialmente las obras de los emigrados de Europa. Representantes de la Escuela de Fráncfort o del Marxismo Alemán, que durante la guerra permanecieron exiliados en Estados Unidos, intentaron comprender las razones por las que el fascismo y el nazismo habían arraigado en la cultura y la política occidentales. Theodor Adorno escribió junto con Max Horkheimer la serie de ensayos Dialéctica de la Ilustración (1947), el más conocido de los cuales criticaba la «industria de la cultura» por despolitizar a las masas y dañar la democracia. Adorno también fue coautor de La personalidad autoritaria (1950), donde se usaron estudios sociales para esclarecer qué hacía a la gente receptiva al racismo, a los prejuicios y a la dictadura. Con independencia de las raíces específicas del nazismo alemán, señalaba la Escuela de Fráncfort, también había tendencias más generales en la sociedad moderna que deberían ser motivo de preocupación.

Hannah Arendt (1906-1975), refugiada judía procedente de Alemania, fue la primera en proponer que tanto el nazismo como el estalinismo debían entenderse como variantes de una forma de gobierno original del siglo XX: el totalitarismo (Los orígenes del totalitarismo, 1951). A diferencia de otras modalidades previas de tiranía y despotismo, el totalitarismo funcionaba movilizando el apoyo popular. Empleaba el terror para aplastar la resistencia, para quebrantar instituciones políticas y sociales, y para pulverizar la opinión pública. El totalitarismo, sostenía Arendt, también forjó ideologías nuevas. A los regímenes totalitarios no les preocupa si matar está justificado por la ley, sino que justifican los campos de reclusión y el exterminio recurriendo a las leyes objetivas de la historia y la lucha racial. A través de la destrucción y la eliminación de poblaciones enteras, las políticas totalitarias prácticamente imposibilitaban la resistencia colectiva. Arendt volvió al mismo tema en un ensayo provocador e inquietante sobre el juicio de un dirigente nazi, Eichmann en Jerusalén (1963). Para pesar de muchos lectores, ella se negó de manera intencionada a demonizar el nazismo. En lugar de eso, ahondó en lo que ella denominaba «la banalidad del mal»: cómo se había producido la emergencia de nuevas formas de poder y terror estatales en un mundo donde nazis como Adolf Eichmann podían practicar genocidio como una mera política más. La crisis del totalitarismo, sostenía Arendt, consistía en el desmoronamiento moral de la sociedad porque anulaba el sentimiento humano y la capacidad de resistencia en ejecutores y víctimas («atormentadores y atormentados») por igual.

No obstante, las deliberaciones sobre la guerra y su legado fueron limitadas. Algunas memorias y novelas relacionadas directamente con la guerra y sus secuelas brutales sí alcanzaron a un público internacional amplio: la novela de Jerzy Kosinski sobre un chico durante la guerra en Polonia titulada El pájaro pintado; las memorias La mente cautiva (1951) de Czeslaw Milosz sobre la colaboración intelectual en Europa oriental; El tambor de hojalata (1959) del alemán Günter Grass, que reproducía la experiencia nazi y bélica mediante un género casi autobiográfico y que le valió a Grass el reconocimiento como «la conciencia de su generación». Entre todas las memorias, El diario de Ana Frank (1947), de Anne Frank, fue sin duda la más leída. Pero la corriente principal de la cultura de posguerra discurrió en una dirección distinta, hacia la omisión de temas dolorosos y malos recuerdos. Los gobiernos de posguerra no pudieron depurar, o decidieron no hacerlo, a todos los implicados en crímenes de guerra. En Francia, los tribunales condenaron a muerte a 2.640 personas y ejecutaron a 791; en Austria, 13.000 fueron declaradas culpables de crímenes de guerra, y 30, ejecutadas. La desmoralización y el cinismo crecieron entre quienes clamaban justicia. Otros respondieron idealizando la resistencia, exagerando su participación en ella y evitando conversar sobre la colaboración. Durante diez años, la televisión francesa consideró demasiado «controvertida» como para emitirla la grabación La pena y la piedad (1969), un documental brillante y pródigo de Marcel Ophüls sobre una localidad francesa sometida al gobierno de Vichy. La mayoría de los supervivientes judíos residentes en cualquier lugar encontraron a pocos editores interesados en la publicación de sus testimonios. En 1947, sólo una pequeña editorial contrataría el relato Sobreviviente de Auschwitz, del superviviente italiano Primo Levi; ni este libro ni el resto de escritos de Levi tuvieron un público amplio hasta más tarde.

La Guerra Fría fue un factor relevante para sepultar y distorsionar recuerdos. Al oeste del telón de acero, las ansias por acoger a Alemania Occidental como aliada, el decidido énfasis en el desarrollo económico y el anticomunismo ferviente desdibujaron la visión del pasado. Un ejemplo guardó relación con Klaus Barbie, un agente de la Gestapo en la Francia ocupada que, entre otras cosas, arrestó y torturó personalmente a miembros de la resistencia y deportó a miles de personas, incluidos niños judíos, a campos de concentración. Tras la guerra, los servicios de inteligencia estadounidense reclutaron a Barbie por su destreza anticomunista y pagaron para sacarlo ilegalmente de Europa, fuera del alcance de quienes querían perseguirlo por crímenes de guerra. Al final, fue extraditado desde Bolivia en 1983, juzgado en Francia por crímenes contra la humanidad y condenado. En el Bloque del Este, los regímenes declararon que el fascismo era un asunto del pasado, y ni investigaron el pasado ni buscaron a la gran cantidad de personas que colaboraron con los nazis. De ahí que el ajuste de cuentas con la historia se pospusiera hasta la caída de la Unión Soviética. A ambos lados del telón de acero, la inmensa mayoría de la gente se volvió intimista, dedicada al cuidado de su vida cotidiana y aliviada de tener intimidad.

Conclusión

Una de las últimas y más espectaculares confrontaciones de la Guerra Fría tuvo lugar en 1962 en Cuba. La revolución de 1958 había llevado al poder al carismático comunista Fidel Castro. Inmediatamente después, Estados Unidos empezó a trabajar con los exiliados cubanos apoyando, entre otras operaciones, un intento fallido para invadir la isla a través de la bahía de Cochinos, en 1961. Castro no sólo se alineó con los soviéticos, sino que, además, los invitó a instalar misiles nucleares en territorio cubano, a unos pocos minutos de vuelo de Florida. Cuando los aviones espía estadounidenses identificaron los misiles y equipamiento militar en 1962, Kennedy se enfrentó a Jruschov. Tras tres semanas desesperantes, los soviéticos aceptaron retractarse y retirar los bombarderos y misiles que ya había en territorio cubano. Pero la población de ambos países había pasado muchas horas de nerviosismo en refugios antimisiles y observadores de todo el mundo abrigaron temores crecientes de que sobre ellos se cernía un Armagedón nuclear.

La crisis de los misiles de Cuba inspiró el clásico de Stanley Kubrick Doctor Strangelove (1964), una comedia demoledora y oscura con muchos temas de la Guerra Fría. La historia guarda relación con un ataque nuclear «accidental» y los dementes personajes responsables de él. También trata sobre la represión de la memoria y los cambios repentinos de alianzas provocados por la Guerra Fría. El doctor Strangelove, científico alemán muy excéntrico, se desenvuelve entre su vida presente trabajando para los estadounidenses y su pasado apenas reprimido como seguidor entusiasta de Hitler. El guión cinematográfico se basó en la obra del escritor Peter Bryant titulada Dos horas antes de la catástrofe (1958), una de las numerosas novelas de la década de 1950 de ambientación apocalíptica. La crisis de los misiles de Cuba acercó tanto a EE UU el argumento de la obra que, cuando salió la película, Columbia Pictures se sintió obligada a emitir un eximente de responsabilidad: «La postura declarada de la Fuerza Aérea estadounidense es que sus defensas eviten la materialización de los eventos narrados en esta película».

En resumen, la Guerra Fría dominó la cultura y la política de la posguerra. Definió de manera decisiva el desarrollo tanto del estado soviético como del estadounidense. En su discurso de despedida, el presidente Eisenhower advirtió de que un «complejo industrial-militar» había tomado forma y que su «influencia total (económica, política y hasta espiritual) se nota en cada ciudad, en cada municipalidad, en cada oficina del gobierno federal». Pero el período estuvo marcado por otros cambios igualmente importantes. El estado-nación se extendió a ámbitos no militares y adoptó funciones nuevas en la planificación y gestión económicas, en la educación de la ciudadanía y en la garantía estatal del bienestar social. Estos cambios llegaron auspiciados por una búsqueda de democracia y estabilidad. Colonias de antaño se convirtieron en países. A largo plazo, la aparición del Tercer Mundo cobró la misma importancia, si no más, que las divisiones bipolares generadas por la Guerra Fría. La integración económica global y regional se aceleró. El crecimiento económico ayudó a todos los países occidentales (en diferente medida) a recuperarse de la devastación de la guerra, aunque era dudoso que Europa recobrara el poder mundial perdido. Por último, el crecimiento económico tuvo consecuencias imprevistas. En la década de 1960, ciertos cambios sociales y culturales empezaron a socavar el arreglo de la Guerra Fría.

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