CAPÍTULO 26

La Segunda Guerra Mundial

En septiembre de 1939, Europa fue arrasada por otra guerra mundial. La Segunda Guerra Mundial no fue una mera continuación de la Primera. Ambas se desencadenaron cuando estuvo en riesgo el equilibrio de poder europeo. Pero, más aún que la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial fue un conflicto entre naciones, pueblos enteros e ideales ferozmente contrapuestos. Los métodos bélicos de la Segunda Guerra Mundial tuvieron poco en común con los de la Primera. En 1914, la potencia de fuego militar había superado a la movilidad, lo que deparó cuatro años de masacre estática, sumida en el lodo. En 1939, la movilidad se unió a una potencia de fuego a gran escala. Los resultados fueron aterradores. En el campo de batalla, las tácticas de la guerra relámpago (Blitzkrieg), portaaviones que hundían barcos situados mucho más allá del horizonte y submarinos utilizados en gran número para dominar las rutas de navegación transformaron el alcance y el ritmo de la contienda. Ésta no fue una guerra de trincheras y alambradas de espinos, sino una guerra de movimiento, de conquistas impresionantes y un poder destructivo espeluznante. La devastación de 1914 a 1918 fue insignificante en comparación con la del nuevo conflicto global.

Otra diferencia crucial no estribó en las tácticas, sino en los objetivos. Gran parte del poder de aniquilación sin precedentes del que se disponía ahora se lanzó directamente contra civiles. Las ciudades quedaron asoladas por la artillería y los bombardeos aéreos. Regiones enteras quedaron arrasadas por las llamas, mientras que las ciudades pequeñas y pueblos fueron acordonados y derribados de forma sistemática. Poblaciones completas también sirvieron de blanco mediante procedimientos que siguen horrorizando. El asesinato sistemático por parte del régimen nazi de gitanos, homosexuales y otros «pervertidos» junto con el esfuerzo por exterminar al pueblo judío en su totalidad convirtieron la Segunda Guerra Mundial en un evento horripilante y único. Lo mismo ocurrió con el uso que hicieron los estadounidenses de un arma cuya existencia decidiría el devenir de la política y la sociedad durante los cincuenta años siguientes: la bomba atómica. El ingenuo entusiasmo que había caracterizado el comienzo de la Gran Guerra estuvo ausente desde el principio en este caso. Aún perduraban recuerdos espantosos del primer conflicto. Pero quienes lucharon contra las Potencias del Eje (y muchos de los que batallaron de su lado) vieron crecer su determinación a luchar y ganar a medida que avanzaba el conflicto. A diferencia del aparente sinsentido de la masacre de la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial se planteó como una guerra de absolutos, de buenos y malos, de supervivencia nacional y global. Sin embargo, la capacidad destructiva trajo consigo un cansancio profundo. Asimismo, suscitó interrogantes muy arraigados sobre el valor de la «civilización» occidental y los términos en los que ella y el resto del mundo habrían de vivir en paz en el futuro.

Las causas de la guerra: discrepancias pendientes, repercusiones económicas y nacionalismo

Las causas de la Segunda Guerra Mundial radicaron en los acuerdos de paz de 1919-1920. La paz había creado tantos problemas como los que había resuelto. Los antiguos jefes de estado de los Aliados cedieron ante demandas que implicaron la anexión de territorio alemán y la creación de estados satélite a partir de los imperios europeos orientales. Con todo ello, los pacificadores generaron nuevos amargores y conflictos. El Tratado de Versalles y sus defensores, como el presidente Woodrow Wilson, proclamaron el principio de autodeterminación para los pueblos del este y el sur de Europa. Pero los estados nuevos creados mediante el tratado atravesaron fronteras étnicas, conllevaron compromisos políticos y frustraron muchas de las expectativas que habían infundido. Las inestables fronteras recién trazadas tuvieron que remodelarse a la fuerza en la década de 1930. Las potencias aliadas mantuvieron, además, el bloqueo naval contra Alemania al finalizar la contienda. Esto obligó al nuevo gobierno alemán a aceptar los severos términos que privaron al país de su peso político dentro de Europa, y endosaron a la economía alemana la cuenta del conflicto en una cláusula de «culpabilidad». El bloqueo y sus consecuencias suscitaron quejas que muchos alemanes molestos y humillados consideraron legítimas.

El juego de poder persistió después de la conferencia de paz, del mismo modo que lo hizo en los tratados. Aunque Woodrow Wilson y otros promotores de la Sociedad de Naciones aplaudieron la institución por considerarla un medio para acabar con las pugnas de poder, no sirvió para nada parecido. Las firmas de los tratados de paz aún estaban húmedas cuando los vencedores empezaron a establecer alianzas para mantener la supremacía, intervenir en los estados nuevos de Europa central y en los territorios de Oriente Medio incorporados a los imperios de Gran Bretaña y Francia en calidad de «mandatos». Hasta la propia Sociedad de Naciones fue sobre todo una alianza de los vencedores contra los vencidos. No sorprende, pues, que los políticos temieran que este desequilibrio de poder minara las relaciones internacionales.

Otra causa de la Segunda Guerra Mundial la constituyó la incapacidad para crear criterios duraderos y vinculantes para la paz y la seguridad. Los diplomáticos se pasaron diez años después de Versalles intentando restablecer esos criterios. Algunos depositaron su fe en la autoridad legal y moral de la Sociedad de Naciones. Otros contemplaron el desarme como el método más prometedor para garantizar la paz. A lo largo de la década de 1920, diversos hombres de estado destacados de Europa —los ministros de exteriores alemán y francés Gustav Stresemann y Aristide Briand, y los primeros ministros británicos Stanley Baldwin y Ramsay MacDonald— intentaron alcanzar una serie de acuerdos para estabilizar la paz e impedir el rearme. En 1925 se hizo un esfuerzo por proteger las fronteras en el Rin establecidas en Versalles. En 1928, el pacto Kellogg-Briand intentó que la guerra se considerara un delito internacional. A pesar de la buena fe de muchos de los hombres de estado implicados, ninguno de aquellos pactos alcanzó un peso real. Cada nación intentó incluir estipulaciones y excepciones especiales para los «intereses vitales», y estas tentativas comprometieron los tratados desde el principio. Si la Sociedad de Naciones hubiera estado mejor organizada, habría aliviado algunas de las tensiones o, al menos, evitado enfrentamientos entre naciones. Pero el organismo jamás fue una sociedad de todas las naciones. Faltaban miembros esenciales, puesto que Alemania y la Unión Soviética estuvieron excluidas durante la mayoría del período de entreguerras, y Estados Unidos nunca ingresó en él.

Las condiciones económicas fueron una tercera causa importante de la reanudación del conflicto. Las colosales reparaciones impuestas a los alemanes y la ocupación francesa de gran parte del corazón industrial de Alemania contribuyeron poco a la recuperación alemana. La terquedad de ambos países en relación con el ritmo de los pagos se combinó de forma desastrosa para provocar la inflación alemana de comienzos de los años veinte. La escalada de la inflación casi dejó sin valor la moneda alemana, lo que causó unos daños casi irreparables en la estabilidad y credibilidad de la joven república alemana.

La depresión económica de la década de 1930 contribuyó de varias maneras al advenimiento de la guerra. Intensificó el nacionalismo económico. Los gobiernos, perplejos ante el problema del desempleo y el estancamiento comercial, impusieron aranceles elevados con la intención de proteger el mercado interior en favor de los productores nacionales. La caída de la inversión y el tremendo desempleo nacional animaron a Estados Unidos a apartarse aún más de los asuntos mundiales. Aunque Francia sufrió menos que otros países, la depresión todavía enardeció tensiones entre administración y mano de obra. Este conflicto exacerbó el enfrentamiento político entre izquierda y derecha y dificultó a ambas partes el ejercicio del gobierno de Francia. Gran Bretaña se refugió en su imperio, impuso aranceles desde el primer momento y custodió con celo sus inversiones financieras.

Estas políticas de retraimiento entre los Aliados dejaron la puerta abierta a tácticas más agresivas en otros lugares. En Alemania, la depresión asestó el golpe final a la República de Weimar. En 1933, el poder pasó a manos nazis, quienes prometieron un programa global de renovación nacional. En los estados fascistas (y, como excepción, en Estados Unidos) se recomendaron proyectos de obras públicas de todo tipo para atajar el desempleo masivo. Esto dio lugar a carreteras, puentes y vías férreas, pero también a una nueva carrera armamentística.

A pesar de los recelos de muchos miembros del gobierno de Gran Bretaña y Francia, se permitió que Alemania ignorara las condiciones de los tratados de paz y se rearmara. La expansión armamentística a gran escala empezó en Alemania en 1935, con el resultado de un descenso del desempleo y una reducción de los efectos de la depresión. Otros países siguieron el ejemplo alemán, no ya para estimular sus economías, sino como reacción ante el creciente poder militar nazi. En el Pacífico, el descenso de las exportaciones japonesas privó a este país de suficiente divisa extranjera para pagar materias primas esenciales procedentes del exterior. Esto le hizo el juego al régimen militar japonés. Las aspiraciones nacionales japonesas y el convencimiento de sus dirigentes políticos acerca de la inferioridad política y cultural de los chinos empujaron a Japón hacia nuevas aventuras imperiales en nombre de la instauración de la estabilidad económica en Asia oriental. Éstas comenzaron en 1931 con la invasión de Manchuria, y luego derivaron en la creación de una «Gran esfera de coprosperidad del Pacífico» que implicaba la toma de otros territorios como colonias japonesas. Entonces, las materias primas podrían comprarse con dinero nipón, y una región mayor de Asia cubriría las necesidades del imperio japonés.

El éxito imperial podía servir de consuelo en caso de que fracasaran los métodos económicos. Cuando la depresión se prolongó en la Italia fascista, Mussolini intentó distraer la opinión pública con conquistas nacionales en el extranjero que culminaron con la invasión de Etiopía en 1935.

En suma, el gran problema económico de la depresión, un tratado de paz impugnado y la debilidad política minaron la estabilidad internacional. Pero el factor decisivo de las crisis de los años treinta, y el desencadenante de otra guerra mundial, radicó en una mezcla de nacionalismo violento e ideologías modernas que glorificaron la nación y el destino nacional. Esta mezcla, sobre todo en sus variantes fascista y militarista, afloró en muchos países de todo el mundo. A mediados de la década de 1930 y tras reconocer la existencia de intereses comunes, la Italia fascista y la Alemania nazi formaron un «Eje», una alianza que unió sus aspiraciones de gloria nacional y poder internacional. Más adelante se les unió el régimen militar nipón. En España, las fuerzas ultranacionalistas que intentaron derrocar la República española y provocaron con ello la Guerra Civil española (véase más adelante) creyeron restablecer así la estabilidad, la autoridad y la moralidad de la nación. Regímenes fascistas o semifascistas se propagaron por Europa oriental, como Yugoslavia, Hungría y Rumania. Una excepción a esta seria tendencia hacia el autoritarismo la representó Checoslovaquia. Este país no cobijaba ninguna mayoría étnica. Aunque los checos practicaban una política progresista de autonomía minoritaria, y aunque tenían un gobierno muy estable, las cuestiones sobre nacionalidad siguieron siendo una fuente potencial de fricciones y se convirtieron en un factor clave cuando las tensiones internacionales aumentaron a finales de los años treinta.

La década de 1930: desafíos a la paz, apaciguamiento y la «década deshonesta»

Los años treinta hicieron saltar las tensiones y fallos provocados por los tratados de 1919-1920. Los gobiernos fascistas y nacionalistas burlaron la Sociedad de Naciones acometiendo nuevas conquistas y campañas de expansión nacional. Con los recuerdos de 1914-1918 aún frescos, estas crisis crearon un clima de creciente temor y aprensión. Cada conflicto nuevo pareció advertir que se avecinaba otra guerra mucho más amplia a menos que pudiera evitarse de alguna manera. La gente corriente, sobre todo en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, estaba dividida. Algunos veían las actuaciones de los agresores como un desafío directo a la civilización que debía atajarse incluso por la fuerza en caso de necesidad. Otros confiaban en evitar un conflicto prematuro o innecesario. Sus gobiernos intentaron en varios momentos negociar con los fascistas y mantener una paz etérea. Escritores, intelectuales y políticos de izquierdas vilipendiaron esas actuaciones de «apaciguamiento». Los años treinta no fueron tan sólo una época de nuevas guerras y crisis globales; muchos consideraron el período como una serie de oportunidades desperdiciadas para evitar la guerra más amplia que estaba por llegar. En 1939, en el primer día de la Segunda Guerra Mundial, el poeta e izquierdista británico W. H. Auden reprobó el comportamiento de los gobiernos occidentales tachando la década de 1930 como una «década sórdida y deshonesta».

El veneno de Auden iba dirigido contra la política de «apaciguamiento» practicada por los gobiernos occidentales ante la agresión alemana, italiana y japonesa. El apaciguamiento no era un mero juego de poder ni pura cobardía. Se basaba en tres supuestos muy válidos. El primero era que el estallido de otra guerra era inconcebible. Con el recuerdo de la masacre de 1914-1918 aún fresco en la memoria, muchos en el oeste defendieron el pacifismo o, en cierta medida, adoptaron una actitud que los mantuvo alejados de un enfrentamiento con la agresión inflexible de los gobiernos fascistas, sobre todo la Alemania nazi. En segundo lugar, muchos en Gran Bretaña y Estados Unidos admitieron que Alemania había sido maltratada por el Tratado de Versalles y defendieron las reivindicaciones legítimas que debían reconocerse y resolverse. Por último, muchos apaciguadores eran afirmes anticomunistas y creían que los estados fascistas de Alemania e Italia constituían un baluarte esencial contra el avance del comunismo soviético, y que la división entre los grandes estados europeos sólo beneficiaba a la URSS. Pero este último punto dividió a los apaciguadores. Todos tenían interés en mantener el equilibrio de poder europeo. En cambio, un grupo creía que los soviets representaban la mayor amenaza, y que complaciendo a Hitler se crearía un interés común contra un enemigo común. La otra facción creía que la Alemania nazi planteaba la verdadera amenaza para la estabilidad europea; ello no obstante, consideraba que había que apaciguar a Hitler hasta que Gran Bretaña y Francia concluyeran su rearme. Para entonces, esperaban, la supremacía militar de ambos países disuadiría a Hitler o Mussolini de exponerse a una guerra general europea. El debate entre apaciguadores tardó la mayor parte de la década de 1930 en alcanzar un punto crítico. Mientras, la Sociedad de Naciones se enfrentó a desafíos más inmediatos y acuciantes.

Los años treinta sometieron a la Sociedad de Naciones a tres pruebas cruciales: las crisis de China, Etiopía y España. En China, la invasión japonesa de Manchuria en 1931 se tradujo en una invasión de todo el país. Ante el avance japonés, se envió a las fuerzas chinas, y los japoneses usaron como blanco a civiles para quebrar la voluntad china de luchar. En 1937, los japoneses pusieron sitio a la ciudad estratégica de Nankín. Las órdenes que recibieron al tomar la ciudad fueron simples: «Matad a todos, quemadlo todo, destruidlo todo». Más de doscientos mil ciudadanos chinos fueron masacrados en lo que acabaría conociéndose como la «Matanza de Nankín». La Sociedad de Naciones expresó su conmoción y desaprobación, pero no hizo nada. En 1935, Mussolini inició su campaña para convertir el Mediterráneo en un imperio italiano regresando a Etiopía para vengar la derrota de 1896. Esta vez los italianos acudieron con carros de combate, bombarderos y gas venenoso. Los etíopes lucharon con bravura pero sin esperanza, y aquella masacre imperial despertó la opinión mundial. La Sociedad de Naciones intentó imponer sanciones a Italia y condenó la actuación de Japón. Pero dos razones impidieron su aplicación. La primera estribó en el miedo británico y francés al comunismo, y su esperanza de que Italia actuara como contrapeso de los soviéticos. La segunda razón fue práctica. La imposición de sanciones plantearía un reto a la poderosa flota japonesa o a los acorazados de reciente construcción de Mussolini. Gran Bretaña y Francia no querían, y casi eran peligrosamente incapaces de, usar sus armadas para esos fines.

LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

El tercer desafío llegó de un lugar muy cercano. En 1936 estalló la Guerra Civil en España. Una serie de gobiernos republicanos débiles, entregados a unas reformas sociales generalizadas, no consiguieron vencer la oposición a aquellas medidas y la polarización política. La guerra estalló con la sublevación de los mandos militares de extrema derecha. Aunque Hitler y Mussolini habían firmado un pacto de no intervención con el resto de potencias occidentales, ambos líderes enviaron tropas y pertrechos al comandante rebelde Francisco Franco (1939-1975). La Unión Soviética respondió prestando ayuda a las tropas comunistas que servían a la república española. De nuevo, Gran Bretaña y Francia fracasaron ante la necesidad de actuar con decisión. Miles de voluntarios procedentes de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, entre ellos muchos socialistas de clase obrera y escritores como George Orwell y Ernest Hemingway, empuñaron las armas como soldados rasos en favor del gobierno republicano. Ellos entendieron la guerra como una prueba a la determinación occidental para oponerse al fascismo y las dictaduras militares. Sus gobiernos se mostraron mucho más vacilantes. Para los británicos, Franco era, al menos, anticomunista, igual que Mussolini y los japoneses. El primer ministro francés Léon Blum, ferviente antifascista, dirigía un gobierno de Frente Popular (una alianza entre socialistas, comunistas y republicanos). El Frente Popular había sido elegido gracias a un programa de reformas sociales y de oposición a Hitler en el extranjero y al fascismo en Francia. Pero Blum contaba con un margen de apoyo reducido. Temía que una intervención en España polarizara más aún su propio país, derrocara su gobierno e imposibilitara llevar hasta el final cualquier compromiso con el conflicto. En España, a pesar de algunas batallas heroicas, el bando republicano degeneró en un avispero de facciones que compitieron entre sí: republicanos, socialistas, comunistas y anarquistas.

La Guerra Civil española fue brutal. Tanto los «consejeros» alemanes como los soviéticos contemplaron España como un «ensayo general» para una guerra posterior entre ambas potencias. Ambos introdujeron allí sus armas más nuevas y pusieron en práctica su habilidad para destruir objetivos civiles desde el aire. En abril de 1937, un ataque de bombarderos alemanes en picado destruyó por completo la ciudad de Guernica, en el norte de España, con la intención de cortar las líneas de abastecimiento republicanas y de aterrorizar a la población. El suceso conmocionó a la opinión pública y fue conmemorado por Pablo Picasso en uno de los lienzos más famosos del siglo XX. Ambos bandos cometieron atrocidades. La Guerra Civil española duró tres años y finalizó con la victoria absoluta de Franco en 1939. Durante el período subsiguiente, Gran Bretaña y Francia se mostraron muy reacias a admitir como refugiados a los republicanos españoles, aun cuando éstos se encontraron con recriminaciones por parte del régimen franquista. Franco envió a prisión o a campos de concentración a un millón de sus enemigos republicanos. Hitler extrajo dos lecciones de España. La primera fue que si Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética intentaban en algún momento contener el fascismo, lo tendrían difícil para coordinar sus esfuerzos. La segunda fue que Gran Bretaña y Francia se negaban profundamente a librar otra guerra europea. Esto significaba que los nazis podían usar todos los medios menos la guerra para alcanzar sus objetivos.

EL REARME ALEMÁN Y LA POLÍTICA DE APACIGUAMIENTO

Hitler se aprovechó de esta combinación de tolerancia internacional y cansancio bélico para avanzar en sus ambiciones. A medida que Alemania se rearmaba, Hitler siguió explotando el sentimiento de deshonra y de traición que tenía el pueblo alemán, proclamando su derecho a recuperar su vieja hegemonía mundial. En 1933 retiró el país de la Sociedad de Naciones, cuya admisión se había aceptado finalmente en 1926. En 1935 desafió las estipulaciones de desarme del Tratado de Versalles y reinstauró el reclutamiento obligatorio y la instrucción militar universal. Los objetivos declarados de Hitler consistían en recuperar el poder y la dignidad de Alemania dentro de Europa, y la unificación de toda la etnia alemana dentro del Tercer Reich alemán. Como primer paso para ello, Alemania volvió a ocupar Renania en 1936. Aquél fue un movimiento arriesgado capaz de desencadenar una guerra contra el ejército mucho más poderoso de Francia. Pero Francia y Gran Bretaña no lanzaron una respuesta militar. Visto en retrospectiva, éste fue un momento decisivo; la balanza del poder se inclinó en favor de Alemania. Mientras Renania permaneció desmilitarizada y la industria alemana en el valle del Ruhr estuvo desprotegida, Francia tuvo ventaja. Después de 1936, dejó de ser así.

En marzo de 1938, Hitler se anexionó Austria, con lo que reafirmó su intención de reunir a todos los germanos bajo su Reich. Una vez más, no se produjo ninguna reacción oficial por parte del oeste. El siguiente objetivo de los nazis se centró en los Sudetes en Checoslovaquia, con gran cantidad de población de etnia germana. Ahora que Austria formaba parte de Alemania, Checoslovaquia se encontró casi rodeada en su totalidad por este vecino hostil. Hitler declaró que los Sudetes eran parte natural del Reich y que tenía intención de ocuparlos. Los checos no querían ceder. Los generales de Hitler recelaban de aquella jugada. Checoslovaquia tenía un ejército fuerte y bien equipado, y una hilera de fortificaciones a lo largo de la frontera. Muchos en los gobiernos de Francia y Polonia quisieron acudir en ayuda de los checos. Según ciertos planes ya trazados para una guerra europea generalizada, Alemania no estaría preparada hasta tres o cuatro años después. Pero Hitler se arriesgó, y el primer ministro británico, Neville Chamberlain, lo complació. Chamberlain decidió hacerse cargo de conversaciones internacionales acerca de los Sudetes en los términos de Hitler. Chamberlain se guió por la lógica de que aquella disputa guardaba relación con el equilibrio de poder en Europa. Si a Hitler se le permitía unir a todos los germanos en un solo estado, razonó él, quedarían satisfechas las aspiraciones alemanas. Chamberlain también creyó que su país no podría entregarse a una guerra duradera. Por último, la defensa de las fronteras de Europa oriental frente Alemania ocupaba un lugar secundario en la lista de prioridades británicas, al menos, en comparación con la aspiración de asegurar el libre comercio en Europa occidental y proteger los núcleos estratégicos del imperio británico.

El 29 de septiembre de 1938, Hitler se reunió con Chamberlain, el primer ministro francés Édouard Daladier (1938-1940) y Mussolini en una cumbre de cuatro potencias en Múnich. El resultado fue otra capitulación de Francia y Gran Bretaña. Los cuatro negociadores malvendieron un buen pedazo de Checoslovaquia, mientras los representantes checos aguardaban su destino fuera de la sala de conferencias. Chamberlain regresó a Londres proclamando «paz en nuestro tiempo». Hitler no tardó en destapar aquel falso alarde. En marzo de 1939 Alemania invadió lo que quedaba de Checoslovaquia e instauró un gobierno títere en la capital, la ciudad de Praga. Ésta fue la primera conquista alemana de un territorio no alemán, y propagó ondas de choque por toda Europa. Convenció a la opinión pública y política fuera de Alemania de la futilidad del apaciguamiento. Chamberlain se vio obligado a cambiar por completo de política. El rearme británico y francés experimentó una aceleración espectacular. Gran Bretaña, junto a Francia, garantizó la soberanía de los dos estados situados ahora en el camino de Hitler: Polonia y Rumania.

Mientras, las políticas de apaciguamiento habían alimentado los temores de Stalin ante la posibilidad de que las democracias occidentales idearan un trato con Alemania, a expensas soviéticas, para desviar la expansión alemana hacia el este. La Unión Soviética no había sido invitada a la conferencia de Múnich y, receloso de que Gran Bretaña y Francia no fueran aliados fiables, Stalin se convenció de que debía buscar seguridad en otra parte. Conscientes del tradicional deseo soviético de conseguir territorios en Polonia, los representantes de Hitler tentaron a Stalin con la promesa de repartirse Polonia, Finlandia, los estados bálticos y Besa-rabia entre ambos países. En cínica oposición a sus proclamas antinazis, los soviéticos firmaron un pacto de no agresión con los nazis en agosto de 1939. Cuando acudieron a Múnich, Francia y Gran Bretaña habían antepuesto sus propios intereses; la Unión Soviética también miró por los suyos en esta ocasión.

El estallido de las hostilidades y la caída de Francia

Tras el éxito en Checoslovaquia, Hitler exigió la abolición del pasillo polaco. Éste era una franja estrecha de tierra que conectaba Polonia con el mar Báltico. Además, el corredor dividía Prusia oriental del resto de Alemania, lo que impedía a otra gran masa de población alemana unirse al Reich. En vista de las actuaciones previas de Gran Bretaña y Francia, Hitler consideró despreciables los compromisos contraídos por esos dos países con Polonia. Con los soviéticos de su parte, confió en que Polonia accedería y los aliados occidentales volverían a retractarse. Cuando Polonia se plantó con firmeza, Hitler atacó. El 1 de septiembre de 1939, tropas alemanas cruzaron la frontera polaca. Gran Bretaña y Francia enviaron un aviso conjunto a Alemania para que se retirara. No hubo respuesta. El 3 de septiembre, Gran Bretaña y Francia declararon la guerra.

La conquista de Polonia se produjo con una rapidez horripilante. Exigió grandes recursos (Alemania destinó casi todas las tropas y aviones de combate a la invasión) pero los resultados fueron extraordinarios. Ataques bien coordinados de los Panzer (carros de combate) alemanes y vehículos blindados, apoyados por una fuerza aérea devastadora, hicieron añicos al lento ejército polaco. La infantería alemana aún se desplazaba a pie o en transporte tirado por caballos, pero su avance disciplinado fue siguiendo la acción arrolladora de los carros de combate. Los polacos lucharon con tenacidad pero estaban tan desconcertados y desorganizados que tuvieron pocas esperanzas de montar una defensa efectiva. La «guerra relámpago» (Blitzkrieg) para la que el cuerpo de oficiales alemanes se había entrenado durante tanto tiempo, resultó un éxito absoluto. En tres semanas, las tropas alemanas habían puesto sitio a Varsovia. El bombardeo de terror alemán, pensado para destruir el corazón de Varsovia desde el aire y atemorizar a la población para que se rindiera, tuvo éxito. Polonia, un país grande con un gran ejército, quedó desmantelada en cuatro semanas.

De acuerdo con el pacto con la Alemania nazi, la Unión Soviética también invadió Polonia desde el este, para tomar su parte del territorio polaco, empleando los métodos propios de Stalin para castigar al enemigo: reunió a millones para deportarlos, encarcelarlos o ejecutarlos. Temiendo que la agresión alemana se volviera en su contra, los soviéticos también se apresuraron a reforzar su posición por el norte, en la frontera ruso-finlandesa. Al menos desde 1938 los rusos habían reclamado a Finlandia varios acuerdos para proteger Leningrado, desde acceso a posiciones estratégicas y permiso para construir fortificaciones en Finlandia, hasta la cesión directa de territorios, pero los finlandeses se negaron a todo ello. De ahí que, poco después de la invasión de Polonia, los soviéticos atacaran Finlandia. A pesar de la superioridad abrumadora en cuanto a número y material, los finlandeses lucharon con tenacidad. Los soviéticos se enfrentaron a una campaña compleja, lo cual sirvió como demostración alarmante de los efectos del terror estalinista en el ejército soviético. Aunque la URSS finalizó aquella Guerra de Invierno no declarada con una victoria precaria en marzo de 1940 (cuatro meses después), Hitler y el resto del mundo ya habían tomado nota de las debilidades de Stalin.

En el oeste, tras la caída de Polonia, el conflicto se convirtió en una ominosa «guerra tonta» o Sitzkrieg, tal como se la ha denominado a veces. La contienda en Polonia fue seguida por un invierno de inactividad tensa con titulares ocasionales acerca de escaramuzas navales. En la primavera de 1940 aquella calma fue interrumpida por una tempestad terrible. Los alemanes atacaron primero Escandinavia tomando Dinamarca en un día e invadiendo Noruega. Gran Bretaña y Francia intentaron socorrer a la defensa Noruega y hundieron gran número de barcos alemanes, pero la expedición aliada fracasó. Entonces llegó el auténtico golpe. El 10 de mayo, las fuerzas alemanas penetraron en masa a través de Bélgica y los Países Bajos camino de Francia. Ambos países fueron conquistados al instante. Cuando los holandeses consiguieron inundar los canales que protegían las grandes ciudades y defendieron esa vía con gran resistencia de la infantería de marina, Hitler ordenó que la aviación bombardeara la ciudad de Rotterdam. Murieron más de ochocientos civiles holandeses y los Países Bajos se rindieron al día siguiente. La defensa tenaz y efectiva que hicieron los belgas de su nación quedó interrumpida cuando el rey Alberto se rindió de repente tras dos semanas de lucha, temiendo una destrucción similar. A su vez, Alberto quedó como hombre de paja de los nazis, injuriado por los belgas que hallaron otras vías para proseguir la lucha contra Alemania.

El vasto ejército francés se repartió ante la Blitzkrieg. Sus divisiones fueron aisladas, flanqueadas y abatidas por la aviación alemana y columnas acorazadas de acuerdo con un plan riguroso. Las unidades francesas o bien libraron crudas batallas hasta quedar rodeadas por completo, o sencillamente se derrumbaron. Los acorazados y la artillería francesa, gran parte de ellos mejor construidos que sus equivalentes alemanes, estaban mal organizados y se tornaron inútiles ante las rápidas maniobras alemanas. La derrota se volvió pronto absoluta. Cientos de miles de civiles huyeron hacia el sur con unos cuantos enseres valiosos cargados sobre carros. A ellos se les unieron miles de soldados aliados desarmados, y estas columnas de refugiados fueron atacadas sin cesar por bombarderos alemanes en picado. Los británicos, desorganizados, emprendieron una retirada desesperada hacia el puerto de Dunkerque, en el canal de la Mancha, donde muchas de las mejores tropas británicas se sacrificaron para contener los Panzer. A pesar de los intensos ataques aéreos alemanes, la Armada Real británica evacuó más de trescientas mil tropas británicas y francesas con ayuda de buques mercantes y de recreo a los que se recurrió ante la emergencia.

Después de Dunkerque, el conflicto fue amargo, pero el resultado, inevitable. Los reservistas franceses lucharon, de acuerdo con las órdenes recibidas, «hasta el último cartucho» y con ello dieron muerte a miles de alemanes. Pero sin la organización adecuada y más potencia de fuego, su valentía resultó inútil. Los alemanes arrasaron por el noroeste y el centro del país, y llegaron a París a mediados de junio. La voluntad política del gobierno francés se desmoronó junto con su ejército. En lugar de retirarse a Gran Bretaña o a las colonias francesas en el norte de África, los galos se rindieron el 22 de junio. El armisticio dividió Francia en dos. Los alemanes ocuparon todo el norte del país, incluidos París y los puertos del Canal. El sur y los territorios franceses en el norte de África quedaron bajo la jurisdicción de un gobierno muy conservador creado en la localidad balneario de Vichy bajo la dirección de un héroe de la Primera Guerra Mundial, el mariscal Henri Philippe Pétain. Francia había caído. Uno de los enemigos históricos de Alemania, el vencedor de la guerra anterior, una potencia imperial y un país de casi 60 millones de habitantes, quedó reducido al caos y sometido a una ocupación enemiga en cuarenta días.

Las penalizaciones de Francia no se limitaron a la derrota. Muchos liberales dentro de Francia y la mayoría del movimiento Francia Libre que se creó con rapidez en Londres no tardaron en sentir que debían luchar contra dos enemigos: Alemania y el régimen de Pétain. El gobierno de Vichy propuso cooperar con los alemanes a cambio de conservar un mínimo de soberanía. El régimen también inició su propia «Revolución Nacional», muy próxima al fascismo. El gobierno de Vichy repudió la república acusándola de minar el vigor de Francia. El estado procedió a reorganizar la vida francesa y las instituciones políticas, afianzó la autoridad de la Iglesia católica y la familia, y ayudó a los alemanes a aplastar cualquier resistencia. «Trabajo, familia y país»: ésa fue la llamada al orden desde Vichy.

Fin de la soledad: la Batalla de Gran Bretaña y los inicios de una guerra global

Antes de emprender una invasión al otro lado del Canal, los nazis intentaron instaurar su superioridad aérea. Desde julio de 1940 a junio de 1941, durante la Batalla de Gran Bretaña, miles de aviones lanzaron millones de toneladas de bombas sobre blancos británicos: primero aeronaves y aeródromos y, después, cuando se trató de quebrar la moral británica, blancos civiles como la ciudad de Londres. Pero los británicos se mantuvieron firmes. Esto fue posible en parte debido a errores alemanes. Tras un audaz ataque aéreo británico sobre Berlín, enojado, Hitler ordenó a sus generales que se centraran en objetivos civiles. Esto ahorró bajas en la fuerza aérea británica, cuyas bases habían sido devastadas sin tregua hasta ese momento. Ante la posibilidad de seguir luchando, la RAF (Real Fuerza Aérea británica) impuso un estancamiento aéreo. Hitler descartó los planes de invasión y dirigió la atención hacia el este, hacia Rusia.

Otra razón importante para la resolución de la resistencia británica fue un cambio en la dirección política. En mayo de 1940, la sarta de errores cometidos por Chamberlain puso fin a su carrera. Cayó derribado por un gobierno de coalición que unió a políticos conservadores, liberales y laboristas por la unidad nacional. Estuvo encabezado por la alternativa más inverosímil de las existentes para sustituirlo: Winston Churchill (1940-1945, 1951-1955). Churchill era un político inconformista que había cambiado de partido en más de una ocasión. Su talento extremo era equiparable a su arrogancia. Tenía un temperamento fuerte que a veces parecía inestable, y antes de 1939 su carrera política se consideró acabada. En el puesto de primer ministro no destacó como administrador (con constantes propuestas disparatadas), pero tuvo dos virtudes. La primera fue la oratoria. Churchill pronunció palabras extraordinarias de valor y desafío justo cuando el pueblo británico quería y necesitaba oírlas. Estaba completamente decidido a ganar la guerra. La segunda radicó en su diplomacia personal. Convenció al presidente estadounidense, Franklin Roosevelt (1933-1945), para que apoyara a los aliados, para poner fin a la neutralidad de Estados Unidos y para que enviara cantidades ingentes de ayuda y armas a Gran Bretaña sin coste alguno, de acuerdo con un programa llamado Préstamo-Arrendamiento (Lend-Lease). Churchill también permitió que la nueva coalición de gobierno trabajara con la máxima efectividad. Mantuvo a los mejores ministros conservadores, pero también permitió que los políticos laboristas asumieran puestos de verdadero poder. En su mayoría, los diputados laboristas resultaron ser administradores excelentes y mantuvieron un contacto directo con la inmensa clase obrera británica, que ahora se sintió completamente incluida en el esfuerzo bélico.

Con la supervivencia de Gran Bretaña, la guerra europea se convirtió con rapidez en un conflicto global por cuatro razones. La primera consistió en las campañas submarinas alemanas para interrumpir la llegada de provisiones a Gran Bretaña. La segunda llegó con la contienda en el norte de África, la cual amenazó el canal de Suez y el acceso de los aliados al petróleo de Oriente Medio. La tercera provino del ataque fructuoso de Japón a objetivos aliados en el Pacífico y su asombroso éxito inicial. La cuarta la constituyó el gran conflicto concebido desde siempre por Hitler, una guerra de exterminio contra la Rusia soviética y la población judía europea.

La primera de estas razones, la batalla del Atlántico, supuso una amenaza extrema para los aliados. Tras la lección de la Primera Guerra Mundial, los alemanes enviaron cientos de submarinos (U-Boot) en «manada de lobos» a acechar las mayores líneas de navegación con Gran Bretaña. Los submarinos alemanes hundieron millones de toneladas de mercancías en lugares tan apartados como las costas de Brasil y Florida. Estaban en juego los suministros británicos de armas, materias primas y alimentos. Los británicos dedicaron un despliegue naval inmenso y gran invectiva técnica a salvar sus convoyes. Desarrollaron el sónar moderno y sistemas nuevos de reconocimiento aéreo, y descifraron los códigos alemanes de comunicación con las «manadas de lobos». Estos esfuerzos permitieron la llegada de suministros. Cuando Estados Unidos ingresó en la guerra, los británicos pusieron la experiencia y la tecnología, y los estadounidenses los efectivos y la potencia de fuego para hundir muchos más submarinos. A finales de 1942, la amenaza remitió.

La guerra en Norteamérica comenzó porque Gran Bretaña tenía que proteger el canal de Suez, pero Gran Bretaña se vio rápidamente inmersa en un conflicto mayor. Las tropas indias, sudafricanas y de África occidental que luchaban desde el bando británico expulsaron a los italianos de Etiopía en mayo de 1941. Los soviéticos y británicos invadieron Irán para evitar que el sah (su mandatario) hiciera un pacto con Alemania sobre el petróleo iraní, y retuvieron el país hasta 1946. Un ejército británico reducido pero bien guiado humilló en Egipto a fuerzas invasoras italianas mucho más numerosas. Los británicos casi tomaron la colonia italiana de Libia, y esto forzó la intervención de Alemania. Una fuerza de Panzer de élite llamada Afrika-Korps, dirigida por el oficial alemán más audaz al mando de una división de carros de combate, Erwin Rommel, repelió a los británicos en la primavera de 1941 e inició de mala gana una guerra de dos años en el desierto. Los británicos se enfrentaron a alemanes e italianos con un ejército internacional formado por tantos australianos, indios y neozelandeses como británicos. La batalla fluctuó en favor de un bando y del otro durante dieciocho meses, aunque los británicos salieron peor parados. Pero entonces cambiaron las tornas. A pesar de las numerosas bajas causadas por aviones y submarinos alemanes, los británicos derrotaron a la armada italiana y se hicieron con el control del Mediterráneo. También dominaron el espacio aéreo del desierto. Cuando Rommel intentó invadir Egipto, sus fuerzas fueron frenadas y derrotadas con grandes daños cerca de la localidad de El Alamein en otoño de 1942, tras lo cual se dirigieron hacia Túnez. Estados Unidos intervino en noviembre de 1942 desembarcando en los territorios franceses de Argelia y Marruecos.

Las potencias aliadas celebraron una conferencia en Casablanca, Marruecos, para debatir sobre el curso que debía seguir la guerra y la suerte de los territorios franceses en el norte de África. Los dirigentes franceses de Argelia y Marruecos, que habían apoyado el gobierno de Vichy al menos en público, se rindieron de manera pacífica o se unieron al bando aliado. Rommel todavía defendió Túnez frente a los aliados durante cuatro meses, pero una ofensiva conjunta rompió las líneas alemanas en marzo de 1943, lo que puso fin a la contienda.

La guerra cobró un cariz verdaderamente global cuando Japón atacó la base naval estadounidense de Pearl Harbor, Hawai, la mañana del 7 de diciembre de 1941. Los japoneses llevaban envueltos en una costosa guerra en China desde la década de 1930. Para conseguir e instaurar un imperio japonés en Asia, necesitaban destruir la flota estadounidense del Pacífico y tomar las colonias de los imperios británico, holandés y francés. Al igual que Alemania, Japón comenzó con ataques relámpago. La agresión a Pearl Harbor fue un ataque por sorpresa brillante que destrozó la flota estadounidense y conmocionó a la opinión pública del país. Sin embargo, no tuvo el éxito que esperaban los japoneses. Hundió ocho acorazados y mató a más de dos mil personas, pero gran parte de la flota estadounidense, incluidos portaaviones, submarinos y muchos buques menores, se hallaba segura en el mar el día del golpe. Aquella agresión no provocada galvanizó la opinión pública del país de un modo que la guerra en Europa no había logrado. Cuando Alemania declaró precipitadamente la guerra también a Estados Unidos, el país se declaró preparado para enfrentarse a todos los contendientes, y se unió a los Aliados.

A pesar de los variados resultados de Pearl Harbor, los japoneses lograron otros éxitos sorprendentes. Para las potencias coloniales europeas, la entrada de Japón en la contienda resultó catastrófica. Tropas japonesas arrasaron el protectorado británico de Malaca en semanas y hundieron los escuadrones del Pacífico tanto de la armada británica como de la holandesa con rápidos ataques. El puerto fortificado británico en la isla de Singapur, piedra angular de las defensas británicas en el Pacífico, cayó a finales de diciembre de 1941. El impacto de la pérdida casi se llevó consigo el gobierno de Churchill. Miles de tropas británicas y australianas fueron capturadas y enviadas a cuatro años de tortura, trabajos forzados o campos de concentración. Los japoneses también invadieron Filipinas en diciembre, y aunque soldados y marines estadounidenses resistieron en la isla de Corregidor durante algún tiempo, también ellos se vieron obligados a rendirse. Algunos huyeron a los montes para luchar en guerrillas; al resto lo forzaron a emprender la «marcha de la muerte» camino de los campos de trabajos forzados japoneses. Las Indias Orientales holandesas fueron lo siguiente en caer, y parecía que nada detendría a los barcos y soldados japoneses hasta que llegaran a Australia.

Tambaleantes por los golpes japoneses, los Aliados se reorganizaron al fin en 1942. Después de tomar Singapur, los japoneses presionaron en dirección a Birmania. Varios generales británicos célebres intentaron y no lograron defender Birmania, a costa de pérdidas desastrosas de vidas humanas y pertrechos. Tras estos fracasos, el mando recayó sobre un oficial desconocido del ejército indio, William Slim. Según un oficial británico, Slim era de orígenes muy humildes. Era un soldado de carrera, héroe menor durante la Primera Guerra Mundial, y tal vez el mejor estratega del ejército británico. Pero, además, los millones de tropas imperiales no blancas procedentes de la India y África que tenía bajo su mando lo admiraban y respetaban por su honestidad y falta de prejuicios. Reorganizó las defensas imperiales, y una fuerza conjunta de tropas británicas e indias malogró una tentativa japonesa para invadir la India en la frontera casi a finales de 1942. Después de aquello, Slim empezó a hacer retroceder a los japoneses con un ejército reclutado por todo el orbe. En Nueva Guinea, tropas australianas recién llegadas del norte de África fueron las primeras en derrotar a los japoneses en tierra con una batalla librada cuerpo a cuerpo, y organizaron un contraataque por las junglas de las zonas montañosas. En el mar, la armada estadounidense se benefició de un programa de producción acelerada que la dotó de buques y aviones nuevos para superar en número a los japoneses, y de dos almirantes con grandes dotes, Chester Nimitz y William Halsey, que supieron vencerlos. En 1942, Estados Unidos obtuvo victorias cruciales en el mar del Coral y Midway, una batalla que se libró en el mar, pero que ganó y perdió la aviación de los portaaviones de cada bando. Los marinos estadounidenses desembarcaron en la isla de Guadalcanal a comienzos de 1942 y tomaron esta estratégica base japonesa después de meses de dura contienda. Aquel éxito dio inicio a una campaña de isla en isla con la que los marines destruyeron la red de bases insulares que los japoneses tenían por todo el Pacífico. Las batallas fueron brutales, a menudo libradas con granadas y bayonetas. Cada bando consideraba al otro de una raza inferior. Los japoneses solían negarse a rendirse; además, los americanos y australianos tomaron pocos prisioneros. En 1943, las victorias japonesas habían cesado, la armada nipona había perdido la mayoría de los acorazados y los aliados emprendieron una marcha lenta hacia Singapur y las Filipinas.

La rebelión y el destrozo de las naciones: la guerra alemana en el este y la ocupación de Europa

Mientras la contienda experimentaba flujos y reflujos en el Atlántico y el desierto del norte de África, Alemania se desplazó hacia el sudeste en dirección a los Balcanes. En 1941, Alemania tomó Yugoslavia casi sin luchar. Los alemanes dividieron el mosaico étnico de aquel país estableciendo un estado croata títere, lo que enfrentó a los croatas contra sus vecinos serbios, sometidos al gobierno directo de los nazis. Rumania, Hungría y Bulgaria se unieron a la causa nazi en calidad de países aliados. Los griegos, que habían infligido una derrota aplastante a una invasión italiana, se vieron de pronto ante una fuerza alemana masiva que atestó el país. Los griegos se negaron con tenacidad a rendirse. Una combinación inesperada de tropas griegas, británicas y neozelandesas casi derrotó a los paracaidistas alemanes enviados a tomar la isla de Creta en junio de 1941. Muchos griegos marcharon a los montes para formar guerrillas, pero, al final, el país cayó. En el verano de 1941 todo el continente europeo, a excepción de Suecia y Suiza, era aliado de los nazis o estaba sometido a ellos. Estas victorias y el saqueo de otros territorios, que enriquecieron Alemania con trabajos forzados o dinero, confirieron gran popularidad a Hitler en su país. Pero aquéllos sólo eran los primeros pasos de un plan mucho más extenso.

El objetivo último de Hitler, y su concepción del destino nacional de Alemania, se hallaba en el este. Hitler siempre había considerado el pacto de no agresión con la Unión Soviética como un trato de conveniencia que sólo duraría hasta que Alemania estuviera preparada para librar la batalla final. Al parecer, estuvo lista en el verano de 1941. El 22 de junio de 1941, Hitler emprendió la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética. La élite del ejército alemán encabezó la marcha derrotando todas las fuerzas que los rusos pusieran ante ella. Las purgas que Stalin había llevado a cabo en la década de 1930 habían exiliado o ejecutado a muchos de los oficiales más capaces del ejército ruso, y los efectos se notaron en la desorganización y la disidencia de los rusos ante los carros de combate enemigos. Las fuerzas alemanas tomaron cientos de miles de prisioneros durante su marcha hacia Bielorrusia (actual República de Belarús), los estados bálticos y Ucrania. Como Napoleón, los alemanes contaban con un ejército multinacional constituido por italianos, húngaros, la mayoría del ejército rumano y soldados independientes del Báltico y Ucrania resentidos con el régimen autoritario de Stalin. Durante el otoño de 1941, los nazis destruyeron buena parte de las fuerzas combatientes del ejército rojo, y cumplieron con resolución sus dos objetivos: la destrucción del comunismo y la purificación racial.

La guerra contra los soviéticos fue una contienda de ideologías y odios raciales. El avance de las fuerzas nazis fue dejando tras de sí campos y pueblos calcinados y, de forma metódica, fue limpiando los territorios ocupados de «elementos indeseables». Cuando las guerrillas rusas contraatacaban con francotiradores y actos de sabotaje, las fuerzas alemanas fusilaban o colgaban a cientos de rehenes inocentes de una vez como represalia, a menudo, después de haber torturado a las víctimas. Las guerrillas rusas no tardaron en aplicar el mismo castigo a cualquier alemán capturado. A finales de 1941 estaba claro que en el este se estaba librando una guerra de destrucción, y que ambos bandos estaban convencidos de que sólo uno podría sobrevivir. En 1941 parecía que los alemanes saldrían vencedores. Sus contingentes se dirigían hacia la capital: Moscú. Pero, por orden de Berlín, las tropas alemanas que avanzaban hacia Moscú se desviaron al sur para atacar el corazón industrial de Rusia con la intención de destruir la capacidad de resistencia rusa antes de que entrara el invierno. Esto dejó libre la capital soviética, y la población, los dirigentes y los ejércitos rusos empezaron a organizar una resistencia mucho más decidida.

Sin embargo, Hitler consiguió formar un imperio que se desplegaba por todo el continente europeo. «Somos los emisarios de un orden y una justicia nuevos», anunciaba su régimen. En concreto, Hitler comparaba su mandato con un «nuevo imperio indio», y afirmaba haber estudiado las técnicas imperiales británicas. Gran parte de aquel nuevo orden se improvisó y se basó en un revoltijo de regímenes provisionales: un gobierno militar en Polonia y Ucrania, colaboradores en Francia, fascistas aliados en Hungría, etcétera. «La categórica decisión alemana de organizar Europa de manera jerárquica, como una pirámide con Alemania en el vértice superior, es conocida por todos», dijo un diplomático italiano de la época. El imperio debía alimentar a la población alemana y mantener su moral y apoyo a la guerra, lo que evitaría la «puñalada por la espalda» que, según Hitler, había frustrado la victoria alemana en 1914-1918. Los países ocupados pagaban unos «costes de ocupación» exagerados en forma de impuestos, alimentos, producción industrial y mano de obra. Más de dos millones de trabajadores extranjeros fueron llevados a Alemania entre 1942 y 1943 desde Francia, Bélgica, Holanda y la Unión Soviética. Mientras reclutaban obreros, los nazis hablaban de unir Europa para salvarla de la «amenaza roja» del comunismo. Al parecer, aquella propaganda tuvo poco efecto. Al contrario, al menos en Francia, la deportación de ciudadanos a los campos de trabajos forzados sirvió más que ninguna otra iniciativa para animar a la resistencia.

Las demandas de la ocupación enemiga y los aspectos políticos y morales de la «colaboración» y la resistencia plantearon problemas en toda la Europa sometida. Los nazis instauraron regímenes títere en una serie de territorios ocupados. Tanto Noruega como los Países Bajos sufrieron grandes divisiones internas debido a la ocupación. En cada uno de estos países hubo un partido nazi, reducido pero entregado, que gobernó en nombre de los alemanes y, al mismo tiempo, movimientos de resistencia con buena organización y mucha determinación reunieron información para los aliados y cometieron actos de sabotaje. En Dinamarca, la población se mantuvo mucho más unida contra los ocupantes alemanes, y practicó actos regulares de resistencia pasiva que exasperaron a los administradores alemanes. También hubo ciudadanos particulares que se unieron para sacar del país y enviar a Suecia, país seguro y neutral, a la mayoría de la población judía.

En otros lugares fue más compleja la relación entre la colaboración, la resistencia y la indiferencia por interés propio. En Francia, la colaboración varió desde sencillas tácticas de supervivencia durante la ocupación hasta un apoyo activo de los ideales y los objetivos nazis. Pero el ejemplo de ello lo representó el antisemitismo activo del régimen de Vichy y la ayuda prestada por las autoridades locales para aislar, criminalizar y deportar judíos franceses a los campos de concentración. La convivencia con los conquistadores alemanes obligó a elegir a la población francesa (y de otras partes). Muchos optaron por proteger sus intereses propios sacrificando los de otros, sobre todo los de «indeseables» como judíos y comunistas. Al mismo tiempo, activistas comunistas, algunos miembros del ejército o ciudadanos normales, como la gente de las montañas centrales de Francia con una larga tradición de prácticas de contrabando y de resistencia al gobierno, formaron guerrillas (maquis) y cometieron sabotajes. Establecieron contactos con el movimiento Francia Libre en Londres, encabezado por el carismático y obstinado general Charles de Gaulle, y prestaron importantes servicios de inteligencia a los aliados. En Europa del Este, los movimientos de resistencia provocaron, o bien luchas abiertas contra los fascistas, o bien guerras civiles en el seno de cada país. El sistema alemán de ocupación en Yugoslavia enfrentó un régimen fascista croata a la mayoría de los serbios; el régimen fascista croata, los Ustasha, masacró centenares de miles de serbios católicos ortodoxos. Curiosamente, fue un croata, Josip Broz (Tito), quien se erigió en cabecilla del movimiento de resistencia yugoslavo más firme, el cual se convirtió en la resistencia militar más significativa durante la guerra. Las tropas de Tito eran comunistas, con suficiente peso para formar un ejército de guerrillas. Lucharon contra alemanes, italianos y fascistas croatas, y recibieron apoyo y material por parte de los aliados.

Quizá el problema moral más serio al que se enfrentaron los habitantes de la Europa ocupada no fue el de la lealtad a su nación, sino más bien su actitud personal ante el destino de los enemigos acérrimos de los nazis: judíos, comunistas, gitanos, homosexuales e «indeseables» políticos. Algunos judíos franceses de la Riviera hallaron más disposición en los oficiales del ejército católico italiano que ocupaban la zona para salvarlos de la deportación que en sus conterráneos franceses. Este hondo dilema personal (si poner en riesgo a la familia, amigos y carreras profesionales para ayudar a los deportados, o limitarse a mirar para otro lado y consentir el asesinato masivo) fue uno de los más intensos durante la guerra.

Guerra racial, limpieza étnica y el holocausto

Desde el comienzo, los nazis habían entendido el conflicto como una guerra racial. En Mi lucha, Hitler ya había esbozado la idea de que la guerra contra los Untermenschen o «infrapersonas», como judíos, gitanos y eslavos, era natural y necesaria. No sólo purificaría al pueblo alemán, también conquistaría territorios para su expansión. De ahí que, en cuanto estalló la guerra, los nazis empezaran a desarrollar ambiciosos planes para reformar el mapa racial del Reich, o lo que ahora se denomina limpieza racial. En el otoño de 1939, con Polonia conquistada, Heinrich Himmler ordenó a las SS el inicio de una transferencia masiva de población. Los alemanes arios procedentes de otros lugares fueron trasladados al interior de las fronteras del Reich, mientras que polacos y judíos fueron deportados a zonas destinadas a ese cometido en el este. Más de doscientos mil alemanes étnicos procedentes de los estados del Báltico fueron realojados en Prusia oriental. La buena acogida de estos alemanes de raza fue unida a una campaña brutal de terror contra los polacos, sobre todo, judíos polacos. Los nazis intentaron erradicar todas las fuentes posibles de resistencia. Docentes de la Universidad de Cracovia, considerados intelectuales peligrosos, fueron deportados a campos de concentración, y allí murieron. Las SS fusilaron a «indeseables», como internos en hospitales psiquiátricos, en parte para que las tropas de las SS montaran en ellos sus barracones. Los polacos fueron deportados a campos de trabajos forzados. Los nazis emprendieron el transporte de judíos a millares a la región de Lublin, al sur de Varsovia. Cuerpos especiales de escuadrones de la muerte también empezaron a fusilar judíos por las calles y delante de las sinagogas. Estas campañas polacas segaron la vida de cien mil judíos en 1940.

La eliminación de los judíos europeos constituyó el cometido principal de la Rassenkampf, o lucha racial, de los nazis. Ya se ha visto la importancia del antisemitismo en el ascenso de Hitler al poder y cómo se intensificó el terror contra la comunidad judía dentro de la propia Alemania durante la década de 1930, incluida la Noche de los Cristales Rotos (véase el capítulo 25). La guerra radicalizó el empeño. Los historiadores discrepan sobre la cuestión de si los nazis desarrollaron un «anteproyecto» para la exterminación de los judíos de Europa. La mayoría de ellos subraya ahora que las prioridades de los nazis fueron cambiando con el transcurso de la guerra y el humor sumamente cambiante de Hitler. Entre 1938 y 1941 los planes nazis no tuvieron un objetivo único. Los proyectos iban desde imponer la emigración forzosa a los judíos alemanes, hasta deportar a todos los judíos de Europa a la isla de Madagascar, antigua colonia francesa frente a las costas meridionales de África. Todas estas ideas tomaron forma ante un telón de fondo de terror cotidiano y masacres frecuentes, sobre todo en Polonia. Sin embargo, es cierto que la invasión de la Unión Soviética en junio de 1941 señaló un momento decisivo en la evolución mortífera del holocausto. La Operación Barbarroja, tal como se llamó a aquella invasión, deparó varios cambios. En primer lugar, estuvo promovida por los intensos odios ideológicos y raciales de los nazis, dirigidos contra eslavos, judíos y marxistas. Goebbels, por ejemplo, dijo de los rusos que «no son personas, sino una aglomeración de animales». La invasión de Polonia había sido cruel. La invasión de la URSS fue, sin tapujos, una «guerra de exterminio». En segundo lugar, el ejército invasor alemán venció más deprisa de lo esperado. Las inmensas ganancias causaron euforia en la jerarquía nazi; Hitler sintió muy próxima la consecución del sueño de conseguir un imperio oriental. Pero el éxito también alimentó miedos, o preocupación ante la perspectiva de tener que controlar millones de prisioneros, civiles y judíos soviéticos que ahora estaban en manos alemanas. La mezcla de euforia e inquietud resultó mortal. Condujo con rapidez de la brutalidad sistemática a las atrocidades y, después, al asesinato a una escala que pocos alcanzaron a imaginar.

Cuando el ejército nazi entró triunfal en la Unión Soviética en 1941, capturó a oficiales comunistas, agitadores políticos, y encarceló, torturó o fusiló a cualquier civil hostil. Tomaron y enviaron a campos de concentración a cinco millones y medio de prisioneros militares. De ellos, más de la mitad murieron de hambre o fueron ejecutados. Polacos de las regiones sometidas al control soviético, judíos y rusos fueron deportados a Alemania para trabajar como mano de obra esclava en las fábricas. El ejército fue seguido de cerca por batallones especiales de Einsatzgruppen, o escuadrones de la muerte. Éstos, sumados a once mil tropas adicionales de las SS, asaltaron las aldeas y pueblos de población rusa o polaca identificados como «difíciles». Los hombres de estas localidades fueron fusilados; las mujeres y los niños deportados a campos de trabajos forzados o masacrados junto con los hombres. En septiembre de 1941, los Einsatzgruppen comunicaron que durante las campañas de «pacificación» habían matado a ochenta y cinco mil personas, la mayoría de ellas judías. En abril de 1942, el número ascendió a quinientas mil. Esta matanza empezó antes de que las cámaras de gas entraran en funcionamiento, y continuaron durante las expediciones en el frente oriental. En 1943, los escuadrones de la muerte habían matado a más de dos millones de judíos.

A medida que avanzó la Operación Barbarroja, los administradores alemanes de las zonas ocupadas fueron más estrictos aún en el transporte en masa de los judíos locales a los «guetos» que algunas comunidades judías habían ocupado durante siglos. Varsovia y Łódź, en Polonia, fueron los más grandes. Allí, los administradores nazis, tras acusar a los judíos del gueto de acaparar provisiones, se negaron a darles comida en adelante. Los guetos se convirtieron en concentraciones de enfermedad y hambre. Quienes salían del gueto eran fusilados, no devueltos a él. Un médico alemán resumió así la lógica del régimen para matar: «En este círculo puedo decirlo con bastante franqueza, hay que tenerlo claro. Sólo existen dos maneras. O sentenciamos a los judíos del gueto a morir de hambre, o los fusilamos. Aunque el resultado final sea el mismo, este último método intimida más». En otras palabras, la cuestión no era limitarse a matar, sino también aterrorizar.

A finales del verano y durante el otoño de 1941, los oficiales nazis debatieron y prepararon proyectos para practicar asesinatos masivos en los campos de exterminio. Los guetos ya se habían clausurado; ahora llegaron órdenes de que no se dejara salir a ningún judío de las zonas ocupadas. Aquel verano, los nazis habían experimentado con furgones provistos de gas venenoso capaces de matar entre treinta y cincuenta personas al mismo tiempo. Aquellos experimentos y las cámaras de gas se diseñaron con ayuda de científicos del programa eutanasia T-4, que ya había aniquilado en Alemania a ochenta mil personas «no aptas» por motivos raciales, mentales o físicos. Pero en octubre de 1941, las SS construyeron campos de concentración con cámaras de gas y deportaron allí a gente. Auschwitz-Birkenau, construido en un principio para alojar prisioneros polacos, creció hasta transformarse en el mayor de todos los campos. A la larga, Auschwitz acogió prisioneros de tipos muy diversos, «indeseables», como testigos de Jehová y homosexuales, polacos, rusos y hasta algunos prisioneros británicos de guerra, aunque los judíos y los gitanos fueron quienes sufrieron un exterminio sistemático allí. Entre la primavera de 1942 y el otoño de 1944 se asesinó a más de un millón de personas sólo en Auschwitz-Birkenau. La apertura de los campos de exterminio desencadenó la mayor oleada de matanzas, la cual duró desde 1942 hasta 1943. El transporte de la gente a los campos se realizaba en vagones de tren, primero desde los guetos de Polonia, después desde Francia, Holanda, Bélgica, Austria y los Balcanes, y con posterioridad desde Hungría y Grecia. Los cadáveres se enterraban en hoyos cavados por prisioneros, o se quemaban en crematorios.

Los campos de exterminio se han convertido en el símbolo de los horrores del nazismo como un sistema moderno para perpetrar crímenes en masa. Pero es importante subrayar que gran parte de la matanza no fue anónima, industrializada o rutinaria, y que se materializó en encuentros cara a cara fuera de los campos. Los judíos y otras víctimas no sólo fueron asesinados. Sufrieron tortura, palizas y ejecuciones públicas mientras soldados y otros testigos grababan las ejecuciones con cámaras…, y enviaban las fotografías a sus familias. Durante las últimas etapas de la guerra, los internos que aún quedaban en los campos de concentración fueron obligados a realizar «marchas mortales» con la única finalidad de que sufrieran hasta fenecer. Los crímenes tampoco los cometieron los cuerpos especialmente adoctrinados de las SS y los Einsatzgruppen. El régimen nazi llamó a filas a grupos de reclutas, como el Batallón Policial de Reserva 101, apartado de sus funciones en su ciudad, Hamburgo, y enviado a territorios ocupados. Una vez allí, la unidad, formada por hombres de mediana edad, recibió y acató órdenes de matar en un día mil quinientos hombres, mujeres y niños judíos de un pueblo. El mando al cargo ofreció dispensar a quien no se sintiera capacitado para ejecutar el encargo; sólo unos pocos solicitaron realizar otra labor. En un pueblo polaco, ocupado primero por los soviéticos y luego retomado por los nazis, los propios lugareños polacos se volvieron hacia sus vecinos judíos y mataron centenares en un solo día, con una supervisión o ayuda mínimas por parte de los soldados alemanes.

¿Cuánta gente conocía la existencia del holocausto? Ninguna operación de esta envergadura podría llevarse a cabo sin la colaboración o el conocimiento de muchos: la jerarquía nazi; los arquitectos que ayudaron a construir los campos; los ingenieros que diseñaron las cámaras de gas y los crematorios; las autoridades municipales de ciudades desde donde se deportaba gente; maquinistas de trenes; residentes en localidades próximas a los campos, quienes denunciaron el olor de los cadáveres quemados; etcétera. No es raro que la mayoría de quienes sospechaban lo peor se sintiera aterrorizada e impotente. No es raro que mucha gente no quisiera saber, e hiciera todo lo posible por ignorar la evidencia y proseguir con su vida. Muchos de los que siguieron apoyando a los nazis lo hicieron por otras razones, bien por oportunismo personal, o porque se oponían al comunismo y aspiraban a la restauración del orden. Pero la mera indiferencia popular no ofrece una explicación satisfactoria sobre la capacidad de los nazis para asesinar a tanta gente. Muchos europeos (alemanes, franceses, holandeses, polacos, suizos y rusos) llegaron a creer que en verdad existía un «problema judío» que había que «resolver». Los nazis procuraron ocultar los campos de exterminio. Pero sabían que contaban con apoyo expreso para pedir que los judíos portaran una identificación especial, para imponerles restricciones matrimoniales y sobre tenencia de propiedades, y para otras clases de discriminaciones. Por razones relacionadas tanto con el antisemitismo cristiano tradicional, como con el nacionalismo moderno con componentes raciales, muchos europeos llegaron a ver a los europeos judíos como «extranjeros», gente que ya no pertenecía a sus comunidades nacionales.

Y ¿qué ocurrió con otros gobiernos? El grado de cooperación con los planes nazis varió. El régimen francés de Vichy aprobó leyes, por iniciativa propia, para exigir que los judíos portaran estrellas identificativas, y que impusieron limitaciones estrictas a sus movimientos y actividades. Cuando el gobierno alemán solicitaba redadas y deportaciones de judíos, Vichy colaboraba. En cambio, Italia, aunque país fascista, tuvo una participación menos activa. Hasta que los alemanes ocuparon el norte de Italia en 1943 no se tomaron medidas antisemitas drásticas. El gobierno húngaro, también fascista y aliado de los nazis, persiguió a los judíos pero remoloneó con las deportaciones. De modo que la comunidad judía húngara sobrevivió… hasta marzo de 1944, cuando los alemanes, indignados con sus colaboradores húngaros, asumieron un control directo e iniciaron de inmediato deportaciones en masa. Los nazis estaban tan decididos a llevar a cabo la «solución final» que llegaron a asesinar a doce mil judíos húngaros en un solo día en Auschwitz en mayo de 1944, lo que incrementó la cifra total de muertes a seiscientas mil.

Ante esta determinación nazi apenas cabía resistencia alguna. Los campos de concentración se diseñaron para paralizar e incapacitar a los internos, para que aceptaran su muerte lenta aunque no fueran ejecutados en seguida. En su célebre testimonio, el superviviente Primo Levi escribe: «En nuestro idioma no hay palabras para expresar esta injuria, la demolición de un hombre […] es imposible descender más; ninguna condición humana es más miserable que ésta, ni sería concebible que lo fuera. Ya nada nos pertenece; nos han quitado la ropa, los zapatos y hasta el pelo; cuando hablamos ni nos escuchan, y cuando escuchan, no nos entienden». Unas cuantas rebeliones en Auschwitz y Treblinka se reprimieron con una eficacia brutal. En los pueblos, la gente acorralada para ser deportada o fusilada sólo tenía un instante para decidirse a escapar. La salvación de uno mismo casi siempre implicaba abandonar a unos hijos o unos padres, algo que muy pocos podían hacer. El campo no ofrecía resguardo alguno; por lo común, los lugareños eran hostiles o estaban demasiado aterrorizados para prestar ayuda. Las represalias dejaban a todos horrorizados. Las familias judías o gitanas estaban formadas por personas corrientes cuya vida no las preparó para la clase de violencia que les cayó encima. La mayor resistencia judía se produjo en el gueto de Varsovia en la primavera de 1943. El verano anterior los nazis habían deportado a los campos al 80 por ciento de los residentes en el gueto, lo que evidenció que quienes se quedaron atrás tenían pocas posibilidades de sobrevivir. Esta gente carecía casi por completo de recursos, pero, cuando volvieron a comenzar las deportaciones, un pequeño movimiento clandestino de judíos (alrededor de mil combatientes de una comunidad de setenta mil) se enfrentó a los nazis con un arsenal minúsculo de bombas de gasolina, pistolas y diez fusiles. Los nazis respondieron quemando el gueto en su totalidad y ejecutando y deportando a los campos a casi todos los que quedaron. Murieron unos cincuenta y seis mil judíos. «El gueto de Varsovia ya no existe», informó el jefe de las SS al final. La noticia del levantamiento se propagó, pero la represión dejó claro que los destinatarios del exterminio nazi sólo podían elegir entre morir en las calles o morir en los campos. Tal como señaló una persona, para una resistencia prolongada habría hecho falta «la expectativa de la victoria».

El holocausto se cobró entre 4,1 y 5,7 millones de vidas judías. Pero ni siquiera semejantes datos registran la destrucción casi absoluta de algunas culturas. En los estados bálticos (Letonia y Lituania), Alemania, Checoslovaquia, Yugoslavia y Polonia se aniquiló a bastante más del 80 por ciento de las comunidades judías asentadas allí desde tiempos remotos. En algunos lugares, la cifra se acercó al 50 por ciento. El holocausto fue único. Formó parte de una guerra racial y de un período aún más prolongado de asesinatos en masa por motivos étnicos. Durante ambas guerras y el período posterior a ellas, grupos étnicos y religiosos (armenios, polacos, serbios ortodoxos, alemanes) fueron perseguidos, masacrados y deportados en masa de manera legal. El gobierno de Hitler había planeado la construcción de una nueva Europa, segura para los alemanes arios y sus aliados y protegida del comunismo, sobre el cementerio de culturas enteras.

La guerra total: los frentes nacionales, la guerra de producción y «la bomba»

La Segunda Guerra Mundial fue una «guerra total». Más aún que la Primera Guerra Mundial, implicó a poblaciones enteras. Fuerzas con más armamento se movían mucho más deprisa sobre el terreno, enzarzadas en una batalla constante contra oponentes igualmente bien armados. Esto exigía una cantidad ingente de recursos y un compromiso nacional con la industria, lo que afectó a toda la economía de los países combatientes. El nivel de vida cambió en todo el mundo. En las naciones neutrales de América Latina, que suministró grandes cantidades de materias primas a los Aliados, los beneficios de la guerra conllevaron una racha de prosperidad que se conoce como la «danza de los millones». En los territorios ocupados por Alemania o Japón, la economía de extracción forzosa robó recursos, trabajadores y hasta comida a los locales. En Asia oriental, la pobreza alentó un resentimiento creciente contra los japoneses, en un principio considerados como libertadores que acabarían con el dominio de las viejas potencias coloniales. En Estados Unidos, Detroit no desarrolló ningún modelo nuevo de coche ni de camión entre 1940 y 1945. Los programas de trabajo fueron durísimos. Mujeres y ancianos, presionados para volver a trabajar o para incorporarse por primera vez al mercado laboral, hacían largos turnos (que en Gran Bretaña y Rusia llegaban en ocasiones a doce horas) antes de volver a casa a cocinar, limpiar y cuidar de familiares y vecinos también afectados por los bombardeos enemigos y la escasez de la guerra. La dieta también cambió. Aunque Alemania vivió con comodidad de los campos agrícolas de Europa durante varios años, y Estados Unidos pudo recurrir a su colosal base agrícola, ambos países racionaron los alimentos, la gasolina y los productos domésticos básicos. En la Europa ocupada y la Unión Soviética, las raciones se mantuvieron justo por encima del nivel de la hambruna, y en algunas ocasiones bajaron de ese umbral en zonas próximas al campo de batalla. Gran Bretaña, dependiente de su imperio y otros recursos extranjeros para obtener alimentos y materias primas, puso en marcha un sistema global de racionamiento que sostuvo la producción y aseguró una dieta monótona pero constante en la mesa.

La producción (la capacidad de la industria para fabricar carros de combate, tiendas de campaña, aviones, bombas y uniformes como churros) resultó esencial para ganar la guerra. Gran Bretaña, la Unión Soviética y Estados Unidos lanzaron campañas de propaganda globales y bien diseñadas que animaron a la producción de pertrechos de guerra a una escala sin precedentes. Las apelaciones al patriotismo, a los intereses de la comunidad y a una apuesta común por ganar la guerra no eran nuevas. Las sociedades aliadas se mostraron dispuestas a adaptarse y comprometerse con el esfuerzo bélico. A pesar de las huelgas y los conflictos con los funcionarios del gobierno, las potencias aliadas destinaron una porción mayor de su economía a la producción bélica con más eficacia que ninguna otra nación a lo largo de la historia. No sólo fabricaron carros de combate, barcos y aviones capaces de competir con los avanzados diseños alemanes y japoneses, sino que construyeron decenas de miles, lo que apabulló al enemigo con mejoras constantes y una potencia de fuego superior. Japón casi alcanzó unos niveles comparables de producción, pero, después, experimentó un lento declive a medida que los avances aliados por tierra y los submarinos estadounidenses fueron cortando fuentes extranjeras de suministros vitales. Alemania, a pesar de tener fama de eficiente y acceso a vastas reservas de mano de obra esclava, fue menos eficaz que los países aliados en el uso de la mano de obra y los materiales. La capacidad de los alemanes para crear armas devastadoras conllevó un efecto secundario negativo: el empleo de gran cantidad de dinero y tiempo para desarrollar los proyectos predilectos de oficiales nazis de alto rango, o para intentar que funcionaran diseños infructuosos. Los aliados, en cambio, en lugar de perder tiempo y recursos en perseguir la perfección, desarrollaron modelos normales que funcionaban, y los fabricaron en cantidades abrumadoras.

Como la industria era crucial para ganar la guerra, los núcleos industriales se convirtieron en objetivos militares fundamentales. Los aliados empezaron a bombardear puertos y fábricas alemanes casi al mismo tiempo que los Alemanes iniciaron campañas similares. Con el paso del tiempo, los estrategas estadounidenses y británicos se volvieron igual de desalmados pero a una escala aún mayor. Estos dos países aliados se entregaron por entero al «bombardeo estratégico», para lo que desarrollaron aviones y tecnología nuevos que les permitieran poner miles de bombarderos en el aire tanto de día como de noche sobre la Europa ocupada. A medida que avanzó la guerra y Alemania siguió luchando, los aliados ampliaron sus campañas. Pasaron de bombardear objetivos militares e industriales en Alemania a perseguir esos mismos blancos en toda la Europa ocupada, y a bombardear en serio a la población civil alemana. Para los británicos, a pesar del debate público que surgió en torno a la ética de los bombardeos, era una guerra de venganza; para los americanos, era un esfuerzo para machacar a los alemanes sin sacrificar demasiadas vidas aliadas. Pero aquello resultó ser una premisa falsa. Los aliados mataron a cientos de miles de civiles alemanes cuando atacaron Berlín, puertos como el de Hamburgo y las ciudades industriales del Ruhr, pero la producción bélica alemana continuó. Al mismo tiempo, los aviones de combate alemanes derribaron cientos de bombarderos aliados, con lo que causaron numerosas bajas. Tras la invasión aliada de Europa, los bombardeos se extendieron bastante más allá de los objetivos de mero valor militar. La ciudad alemana de Dresde, centro de cultura y formación académica carente de industria pesada, fue atacada con bombas incendiarias que causaron un balance de muertes espeluznante. Aquello hizo vacilar a los generales y políticos aliados, pero los bombardeos estratégicos continuaron. La industria alemana se fue degradando poco a poco, pero la voluntad de los alemanes para seguir luchando, al igual que la de británicos y soviéticos, permaneció intacta.

LA CARRERA POR CONSTRUIR LA BOMBA

Mientras los aliados llevaban a cabo sus campañas de bombardeo sobre Alemania y Japón, científicos aliados se afanaban en Estados Unidos por confeccionar la bomba más poderosa jamás diseñada. Se trataba de un arma inverosímil propuesta desde un campo desconocido de la ciencia: la física atómica. Los físicos británicos (que encabezaban la investigación en la materia, junto con los alemanes) creían posible descomponer la estructura de un átomo. El proceso, denominado fisión, separaría partículas subatómicas con un estallido colosal de energía. Los científicos británicos pensaban que, teniendo los medios, conseguirían una reacción en cadena que produciría la fisión de un átomo para desencadenar la ruptura en otros, como si desenmarañaran una hebra en la estructura del universo. Esto causaría una explosión de unas dimensiones y una potencia extraordinarias. Los científicos británicos empezaron a trabajar en la idea pero carecían de recursos y suficiente material radiactivo para provocar una reacción en cadena controlada. Estados Unidos contaba con esos recursos y, cuando entró en la guerra, los británicos transmitieron sus teorías y datos técnicos a los científicos estadounidenses. Un grupo de físicos, algunos estadounidenses, muchos refugiados de regímenes fascistas de Europa, se dedicó a la tarea de inducir una reacción en cadena. Enrico Fermi, físico italiano y ferviente antifascista, dirigió el diseño del primer reactor nuclear del mundo, construido en el campus de la Universidad de Chicago. En diciembre de 1942, Fermi consiguió la primera reacción en cadena controlada en ese lugar.

Mientras, los gobiernos de Estados Unidos y Alemania mantenían una carrera por conseguir una aplicación militar para la fisión. Los alemanes vieron obstaculizados sus esfuerzos desde el principio. Muchos de sus mejores expertos eran refugiados judíos o antinazis que ahora trabajaban para los americanos. Los alemanes también carecían de detalles tecnológicos cruciales y tenían menos recursos. Cuando comandos noruegos especialmente entrenados destruyeron la instalación alemana de «agua pesada» (utilizada para separar el uranio necesario para la bomba) en Telemark, Noruega, el proyecto alemán se desmoronó con ella. Pero las autoridades estadounidenses temieron que no estuviera destruida, y también fueron conscientes del inmenso poder de la nueva arma. Ya se había puesto en marcha un proyecto gubernamental, con el nombre codificado de «Manhattan», para dedicar un esfuerzo supremo a la confección de una bomba atómica americana. El proyecto se llevó a cabo bajo la máxima seguridad de la guerra; la mayoría del equipo de gobierno del presidente Roosevelt, y del congreso estadounidense, desconocía el verdadero propósito del proyecto «Manhattan».

En 1943 se construyó un laboratorio en Los Álamos, Nuevo México, que reunió a los físicos nucleares más capacitados del país, ciudadanos e inmigrantes, viejos y jóvenes, con la finalidad de idear un diseño viable para una bomba. La dirección del proyecto se le encomendó al físico J. Robert Oppenheimer junto con un supervisor del cuerpo aéreo del ejército estadounidense. Casi dos años después consiguieron un diseño factible cuyo prototipo se lanzaría desde un avión y se detonaría en el aire antes de caer sobre el objetivo, para lograr el máximo efecto. La primera prueba del artefacto se realizó el 16 de julio de 1945, cerca de Los Álamos. La onda de calor y el estruendo de la explosión fueron indescriptibles. La torre de prueba se volatilizó. La bola de fuego que ascendió en vertical en forma de seta fue la expresión física de un estallido equivalente a veinte mil toneladas de dinamita. «Manhattan» era un éxito. Estados Unidos poseía ahora el arma más destructiva desarrollada jamás. Tras contemplar la explosión, Oppenheimer se sintió impelido a citar una frase de un texto hindú antiguo, un comentario amargo sobre su propia obra: «Me he convertido en la muerte, y el destructor de los mundos».

El contraataque de los aliados y el lanzamiento de la bomba atómica

Hitler había invadido la Unión Soviética en junio de 1941. En cuestión de dos años, la guerra en el este se había vuelto su perdición; en cuatro años supuso su destrucción.

Los primeros triunfos de la invasión alemana resultaron paralizantes. Destruyeron o capturaron casi el 90 por ciento de los carros de combate soviéticos, la mayoría de la aviación y cantidades ingentes de provisiones. Las fuerzas nazis se adentraron mucho en la Rusia europea. Los soviéticos lucharon a toda costa. A finales de 1941, las fuerzas alemanas y finlandesas habían incomunicado y sitiado Leningrado (San Petersburgo). Pero la ciudad resistió 844 días (es decir, durante tres inviernos con destrucción enorme por parte de la artillería y la aviación, y con períodos de hambruna) hasta que una gran fuerza de apoyo rompió el cerco. Los partisanos rusos incrementaron sus emboscadas y actuaciones terroristas, y muchos de los antiguos aliados alemanes en Ucrania y otros lugares se volvieron en su contra como reacción a las campañas nazis de «pacificación».

EL FRENTE DEL ESTE

Pero lo más importante fue el cambio de naturaleza que adquirió la guerra en el frente del este. Lo que había comenzado como una pugna entre invasores nazis y el régimen estalinista se convirtió en un conflicto para salvar la rodina, la madre patria rusa, puesto que los rusos lucharon por sus casas y sus familias. Stalin, político hábil, entendió esto; el mensaje de la propaganda soviética cambió para incluir una dosis saludable de alabanzas a la madre patria rusa. Tras sobrevivir el invierno de 1941-1942, la opinión pública rusa se convenció de que también podría sobrevivir a la guerra y se encomendó a expulsar a los alemanes de su tierra natal a cualquier precio. El segundo cambio en la guerra provino de una victoria rusa ganada por lo que Stalin llamó el «General Invierno». Varios inviernos sucesivos seguidos por veranos tórridos y fangosos se cobraron un saldo constante en vidas y víveres nazis que minaron la moral alemana. El tercer cambio lo representó la asombrosa recuperación de la industria soviética. Los soviéticos recibieron alguna ayuda británica y estadounidense introducida con gran riesgo en el país a través de rutas árticas, pero casi todo el mérito fue de los propios rusos. Reconstruyeron industrias enteras al otro lado de los montes Urales, donde estaban seguras, y poblaciones de ciudades completas se desplazaron allí para trabajar en ellas y fabricar carros y aviones de combate, ametralladoras y munición. Una vez que los rusos lograron el mismo estancamiento en el combate aéreo que existía en Gran Bretaña, sus reservas de mano de obra, aparentemente inagotables, fueron respaldadas por unas reservas ilimitadas de equipamiento. El cuarto cambio de la guerra tuvo relación con los alemanes, que pasaron a convertirse en víctimas de sus propios éxitos. La Blitzkrieg, un método en principio muy ingenioso para librar una guerra, se tradujo en una serie predecible de maniobras ejecutadas siguiendo una lista. Los rusos estudiaron con interés esas rutinas. Aprendieron bien cada paso del proceso, explotaron sus puntos flacos y consiguieron con maestría trasladar a los alemanes una sensación falsa de triunfo antes de lanzarse sobre ellos desde flancos inesperados.

El año crucial del frente ruso fue 1943, cuando los esfuerzos de los alemanes para volver a destruir la industria soviética dieron lugar a las batallas más grandiosas y destructivas conocidas jamás en el mundo. La primera de ellas comenzó en 1942, con una ofensiva alemana masiva en el valle del río Volga que tuvo por objetivo la ciudad de Stalingrado. Los alemanes confiaban en dividir las fuerzas soviéticas y destruir valiosas fábricas. Pero cuando las tropas alemanas, rumanas e italianas entraron en el extrarradio de la ciudad se vieron arrastradas a duros combates puerta a puerta contra la defensa rusa. Las fuerzas soviéticas, aunque superadas en número, lucharon no ya hasta el «último cartucho», sino también con piedras y cuchillos cuando hubo necesidad. Los Panzer alemanes se revelaron inútiles ante las granadas y las bombas incendiarias en medio de calles estrechas. La ciudad quedó reducida a escombros, que en ocasiones sirvieron de cobijo a los rusos para sorprender a las unidades alemanas y rumanas. Con la llegada del invierno, las fuerzas rusas tuvieron que retroceder hasta el río Volga, pero las provisiones nazis empezaron a escasear. En noviembre de 1942 grandes ejércitos rusos rodearon a las fuerzas enemigas situadas en el interior de la propia ciudad. Los atacantes quedaron ahora cercados, en una batalla que continuó a lo largo de un invierno cruel.

Exasperado, Hitler pidió a sus oficiales que relevaran a las tropas sitiadas. Todos los intentos por abrirse camino resultaron infructuosos, y a finales de enero de 1943, el mando alemán de Stalingrado incumplió órdenes y entregó a los demacrados supervivientes de su ejército. En la destrozada ciudad había más de un cuarto de millón de cadáveres alemanes, rumanos e italianos. El doble del número de tropas alemanas fallecidas en todo el curso de la batalla. Los rusos alcanzaron el millón de bajas, incluidos 100.000 civiles. A pesar del número sin precedentes de víctimas (aquella batalla empequeñeció incluso la de Verdún durante la Gran Guerra, o la lucha entre China y Japón) los rusos habían ganado una victoria crucial. Después de Stalingrado, las apariciones públicas de Hitler fueron cada vez menos frecuentes, y sus peores propensiones al pesimismo y la paranoia fueron en aumento a medida que el frente ruso se volvió contra sus sueños.

Después de Stalingrado, los soviéticos montaron una serie de ofensivas que expulsaron a las fuerzas alemanas del corazón de Rusia. En el verano de 1943, los jefes de los carros de combate alemanes lanzaron un contraataque cerca de la ciudad de Kursk, en el centro de las líneas del frente. Sus victorias iniciales fueron un cebo; varios ejércitos rusos los aguardaban con gran cantidad de hombres y los carros de combate más modernos, especialmente diseñados para destruir los Panzer. Como consecuencia se produjo la batalla más descomunal librada jamás; duró seis semanas e implicó más de seis mil carros de combate y más de dos millones de hombres entre ambos bandos juntos. Estancado en medio de francotiradores y campos de minas, y barrido por la artillería rusa y lanzacohetes, el grupo del ejército alemán, formado por casi un millón de combatientes, quedó aplastado. Los rusos, dirigidos por el oficial al mando en Stalingrado y el contrincante más hábil de la Blitzkrieg, Gueorgui Zhúkov, lanzaron entonces una gran ofensiva en Ucrania. En la primavera de 1944, Ucrania volvió a manos rusas. Con la ayuda a Leningrado y ataques en Bielorrusia que llegaron a la frontera polaca, los rusos cambiaron las tornas. Rumania quedó fuera de combate durante 1944, y los ejércitos soviéticos ocuparon los Balcanes hasta que acabaron encontrándose con los partisanos victoriosos de Tito en Yugoslavia. Zhúkov, que había asumido el mando de la mayoría de los ejércitos soviéticos, pulverizó la resistencia alemana en Polonia durante el invierno de 1944. Varios ejércitos alemanes se desplomaron, y fuerzas soviéticas, unidas a partisanos comunistas de los países del este de Europa, retomaron extensas regiones de Checoslovaquia. Estas batallas, junto con las libradas en Italia y Yugoslavia, fueron las que destruyeron el ejército alemán. La meta más ambiciosa de Hitler había conllevado el derrumbamiento del régimen nazi y la muerte de toda una generación de soldados alemanes.

EL FRENTE OCCIDENTAL

Durante las campañas en el este, Stalin no paró de presionar a sus aliados para que abrieran un segundo frente por el oeste. La ofensiva estadounidense en Italia surgió como respuesta a estas presiones. Las fuerzas aliadas invadieron en primer lugar Sicilia y, después, la península italiana. El gobierno de Italia destituyó a Mussolini y se rindió en el verano de 1943. A ello se siguió una guerra civil en la que la mayoría de los italianos, en especial los partisanos comunistas, se unieron a los aliados, mientras que los fascistas consagrados siguieron luchando en favor de su líder exiliado. Italia fue invadida por ambos bandos. Grandes ejércitos aliados y más de una docena de divisiones alemanas de élite ocuparon el país. Como consecuencia, hubo dieciocho meses de crudos enfrentamientos en las lomas cenagosas del país, entre montañas escarpadas y en localidades bombardeadas, que consumieron recursos ingentes y decenas de miles de vidas en cada bando. Aun así, la lucha en Italia tuvo un coste mucho mayor para Alemania que para los Aliados, quienes liberaron todas las ciudades importantes de Italia y entraron en Austria en la primavera de 1945.

El gran «segundo frente» se abrió el 6 de junio de 1944, con los masivos desembarcos aliados en Normandía. Aunque en algunos lugares resultaron mortales, los desembarcos fueron una obra maestra de planificación y engaño. Los alemanes defendieron con tenacidad los densos setos naturales de Normandía, pero la superioridad aérea de los aliados y una gran concentración de hombres y material bélico permitieron la penetración. Un desembarco estadounidense en la Riviera en agosto tuvo un éxito mucho más inmediato apoyado por la resistencia francesa. A finales de julio y en agosto, los aliados avanzaron por Francia hasta liberar París el 14 de agosto y prosiguieron el empuje hacia Bélgica. A partir de ahí el avance fue difícil. Los jefes aliados del oeste eran organizadores diestros, pero tenían habilidades estratégicas diversas. Una invasión británica de los Países Bajos con tropas aerotransportadas, y una acometida estadounidense en los bosques de Renania acabaron convertidas en sangrientos fracasos. Los alemanes montaron su propio ataque devastador en diciembre de 1944, protegidos por los temporales invernales, en la Batalla del Bulge. Fue el último esfuerzo con sus mejores hombres y equipos; capturaron miles de prisioneros y casi rompieron las líneas aliadas. Sin embargo, varias unidades estadounidenses de élite repelieron fuerzas alemanas mucho mayores en puntos clave hasta que la nieve remitió y los aliados organizaron un contraataque demoledor. Durante el invierno destruyeron las fuerzas alemanas en Renania y Holanda. En abril de 1945, los aliados cruzaron el Rin; en otra de las ironías de la guerra, las tropas francesas fueron las primeras en hacerlo. Los alemanes se desmoronaron. Los carros de combate estadounidenses se dirigieron hacia el sur, las fuerzas británicas y canadienses, hacia el norte. Los aliados habían aprendido las tácticas de la guerra relámpago a base de sufrirla, y ahora los estadounidenses se sirvieron de ella para abrumar a la resistencia. Este auténtico triunfo militar se vio beneficiado por el hecho de que la mayoría de los alemanes prefería rendirse a los americanos o británicos antes que encontrarse con los rusos por el este.

Al mismo tiempo, esas tropas soviéticas se acercaban con rapidez. A finales de abril habían tomado Praga y Viena. El 21 de abril de 1945, las fuerzas de Zhúkov aplastaron todo a su paso hasta llegar al extrarradio de Berlín. Durante los diez días siguientes se libró una batalla salvaje entre las ruinas y los montones de escombros. Más de cien mil rusos y alemanes perdieron la vida. Adolf Hitler se suicidó el 30 de abril en un refugio subterráneo situado debajo de la cancillería. El 2 de mayo cayó el corazón de la ciudad y la bandera roja de los soviéticos ondeó desde la Puerta de Brandemburgo. El 7 de mayo, el alto mando alemán firmó un documento de rendición incondicional. Al día siguiente, la guerra había finalizado en Europa.

LA GUERRA EN EL PACÍFICO

La guerra en el Pacífico terminó cuatro meses después. Los japoneses se vieron obligados a retroceder en todos los frentes. El ejército internacional de Slim en Birmania había realizado una astuta campaña para expulsar a los japoneses. Tropas británicas, indias y nepalíes liberaron la capital birmana, Rangún, al tiempo que los alemanes se rendían en el oeste. Esa misma primavera, fuerzas australianas retomaron las Indias Orientales holandesas, mientras que para el otoño se planeó un ataque angloaustraliano sobre Singapur. La armada de Estados Unidos había logrado una de sus mayores victorias el otoño anterior, cuando el conjunto de fuerzas especiales de William Halsey destruyó la mayoría de los buques de superficie que le quedaban a Japón en las ensenadas de las islas filipinas. Las fuerzas estadounidenses desembarcaron y, en cuestión de semanas, cayó la capital de Filipinas, Manila, tras tomar casa por casa en enfrentamientos muy sangrientos. El resto de las batallas, los asaltos anfibios a una serie de islas situadas en el camino hacia la isla principal de Japón, fueron igualmente brutales. Los pilotos japoneses, totalmente superados en número en el aire, acometieron ataques suicidas contra buques americanos, mientras los marines estadounidenses y los soldados japoneses pelearon cada centímetro de las rocas voladas por las bombas en medio del Pacífico. En junio de 1945, la isla japonesa de Okinawa cayó en manos de las fuerzas estadounidenses tras ochenta y dos días de lucha desesperada. Ahora, los americanos disponían de una posición firme a menos de ochocientos kilómetros de las principales islas japonesas. Las tropas chinas, tanto nacionalistas como comunistas, se unieron para forzar la retirada de los japoneses de Hong Kong. Los soviéticos eligieron este momento para intervenir en la contienda. Sus fuerzas marcharon con rapidez a través de Manchuria y se adentraron en el territorio colonial de Corea. El gobierno de Tokio aguardaba una invasión y pidió a la ciudadanía un esfuerzo supremo para afrontar la crisis.

El 26 de julio, los dirigentes del gobierno de Estados Unidos, Gran Bretaña y China emitieron un comunicado en el que solicitaban a Japón que se rindiera o sería destruido. Estados Unidos ya había iniciado el proceso de destrucción usando su bombardero más avanzado, el B-29, capaz de sobrevolar los intentos nipones por derribarlo durante el bombardeo sistemático de las ciudades japonesas. Muchas de las ciudades japonesas, con construcciones de madera, fueron atacadas con bombas incendiarias que formaron tormentas de llamas y mataron a cientos de miles de civiles. Pero los japoneses se negaron a claudicar. A falta de esa rendición, Estados Unidos pensó en acelerar el ritmo de destrucción. Decidió usar la bomba atómica.

Muchos oficiales militares y navales de alto rango sostuvieron que el uso de la bomba no era necesario, puesto que Japón ya estaba vencido. Algunos de los científicos involucrados, que habían aportado su grano de arena con la esperanza de contener a los nazis, consideraron que el uso de la bomba con fines políticos sentaría un precedente muy grave. Harry Truman, sucesor de Roosevelt cuando éste murió en abril de 1945, tomó una decisión distinta. El 6 de agosto se lanzó una sola bomba atómica sobre Hiroshima que arrasó alrededor del 60 por ciento de la ciudad. Tres días después se arrojó un segundo artefacto sobre Nagasaki. El presidente Truman advirtió que Estados Unidos usaría tantas bombas atómicas como fuera necesario para someter a Japón. El 14 de agosto, Japón se rindió sin condiciones.

La decisión de usar la bomba y sus consecuencias fueron impactantes. No alteraron en gran medida el alcance o los planes americanos para destruir Japón. Murieron muchos más japoneses durante los bombardeos previos que con las dos explosiones atómicas. Pero la bomba era un arma completamente nueva, construida con una tecnología que aún no había sido probada; algunos de sus creadores temieron que la detonación de prueba consiguiera dividir todos los átomos del universo. Aquél fue uno de los resultados más aterradores de la nueva relación entre la ciencia y el poder político. La naturaleza de la bomba también tenía su importancia. La devastación instantánea y total de los estallidos, junto con la radiación cancerígena que perduró años y se cobró víctimas décadas después, presentaron una novedad terrible. Ahora, el mundo contaba con un arma capaz de destruir, no ya ciudades y pueblos, sino a la humanidad en sí.

Conclusión

Tras la Primera Guerra Mundial, muchos europeos se despertaron para encontrarse con un mundo irreconocible. En 1945, muchos europeos que salieron de refugios o emprendieron la larga marcha de regreso a casa, se encontraron ante un mundo difícilmente existente siquiera. Las creaciones de la industria (carros de combate, submarinos, bombardeos estratégicos) habían destruido la estructura de la sociedad industrial (fábricas, puertos y vías ferroviarias). Las herramientas de la cultura de masas (llamamientos fascistas y comunistas, patriotismos proclamados a través de aparatos de radio y pantallas de cine, movilización de ejércitos grandiosos y la industria) se habían usado en toda su extensión. En el período posterior a la guerra, buena parte de Europa estaba destruida y, como veremos, se mostró vulnerable a la rivalidad de las superpotencias de la posguerra: Estados Unidos y la Unión Soviética.

Las dos guerras mundiales ejercieron repercusiones profundas en los imperios occidentales. El imperialismo del siglo XIX había convertido la guerra del siglo XX en un asunto global. En ambas contiendas, los países en liza habían explotado al máximo los recursos del imperio. Campañas clave en África del Norte, Birmania, Etiopía o el Pacífico se libraron dentro y sobre territorios coloniales. Cientos de miles de tropas coloniales (cipayos y gurkhas de la India y Nepal, los Rifles Africanos del Rey de Gran Bretaña, franceses de Argelia y África occidental) sirvieron en ejércitos de ambos bandos durante el conflicto. Tras dos movilizaciones masivas, muchos líderes contrarios al colonialismo sintieron una confianza renovada en el coraje y los recursos de su pueblo, y aprovecharon la debilidad europea para presionar por la independencia. En muchas zonas que habían estado sometidas al control imperial europeo o japonés, desde partes de China, hasta Corea, Indochina, Indonesia y Palestina, el fin de la Segunda Guerra Mundial sólo preparó el camino para una nueva oleada de conflictos. Esta vez, la cuestión se centró en cuándo debía cesar el control imperial y por parte de quién.

La Segunda Guerra Mundial también fue una continuación del legado de grandes matanzas que había dejado la Gran Guerra. Los historiadores calculan que murieron casi 50 millones de personas. Los campos de exterminio del este se cobraron el saldo más alto: 25 millones de vidas soviéticas. De ellas, 8,5 millones fueron militares, y el resto, civiles; el 20 por ciento de la población polaca y casi del 90 por ciento de la comunidad judía polaca; un millón de yugoslavos, incluidos milicianos de todos los bandos; cuatro millones de soldados alemanes y quinientos mil civiles alemanes, sin contar los centenares de miles de alemanes fallecidos durante su deportación al este al final de la guerra en uno de los numerosos actos de limpieza étnica practicados en la época. Incluso Estados Unidos, protegido de todos los horrores de la guerra total por dos océanos inmensos, perdió 292.000 soldados en combate y más debido a accidentes o enfermedad.

¿Por qué fue tan homicida esta guerra? La tecnología avanzada de la guerra industrial moderna y las manifiestas aspiraciones genocidas de los nazis brindan parte de la respuesta. El carácter global de la contienda ofrece otra. Por último, la Segunda Guerra Mundial se solapó con, y a la larga degeneró en, una serie de conflictos menores, aunque no menos amargos: una guerra civil en Grecia; desavenencias entre ortodoxos, católicos y musulmanes en Yugoslavia, y pugnas políticas por el control de la resistencia francesa. Aunque estas luchas se cobraron menos vidas, dejaron hondas cicatrices políticas. Lo mismo ocurrió con los recuerdos de la guerra. El imperio de Hitler no habría durado tanto sin la aquiescencia activa o pasiva de muchos, y eso generó amarguras y reproches durante años.

En este y muchos otros aspectos, la guerra siguió atormentando durante la segunda mitad del siglo. Cincuenta años después de la Batalla de Stalingrado, el periodista Timothy Rybeck descubrió que cientos de esqueletos yacen aún al aire en los campos alrededor de la ciudad. Muchos cadáveres no se inhumaron jamás. Otros se dejaron en fosas comunes poco profundas. A medida que el viento y el agua erosionan el terreno, los campesinos aran los campos y los adolescentes cavan en busca de medallas y cascos para venderlos como curiosidades, siguen aflorando huesos a la superficie. Uno de los encargados de supervisar la creación de tumbas permanentes con placas conmemorativas realizó la tarea expresando algo más que mero cansancio: «Este trabajo de volver a sepultar a los muertos —dijo— no se acabará nunca.»

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