La confusión de entreguerras
La Gran Guerra tumbó cuatro imperios y dejó tras de sí nueve millones de muertos. La muerte atravesó fronteras, ideologías, clases y generaciones; afectó a antiguas mansiones, ciudades industriales, pueblos y granjas de toda Europa y sus dominios en el exterior. Destruyó vidas y futuros, tambaleó valores apreciados y pilares de estabilidad, y produjo inquietantes revelaciones de brutalidad. La aceptación de las pérdidas incalculables de la guerra deparó gran variedad de reacciones, desde esfuerzos tenaces por recuperar la «normalidad» anterior a la guerra hasta la experimentación cultural, el repudio del pasado o la fragmentación de viejos regímenes y disposiciones políticos. Desde el punto de vista de finales de la década de 1930, la novedad más impresionante del período de entreguerras fue que la democracia casi llegó a desaparecer. En aquella época quedaban pocas democracias occidentales. Y hasta en ellas, entre las que destacaban la de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, los regímenes sufrieron un desgaste por las mismas presiones y tensiones que en otros países hundieron la democracia por completo.
Las razones del deterioro de la democracia variaron de acuerdo con circunstancias nacionales particulares. Sin embargo, cabría identificar algunas causas generales. La más importante radicó en una serie de alteraciones continuadas en la economía mundial, las cuales se debieron a su vez a trastornos causados por la Primera Guerra Mundial y los acuerdos de reparación de daños de Versalles, y, más tarde, por la Gran Depresión de 1929-1933. Otra causa de la crisis de la democracia estribó en el aumento del conflicto social. En todo Occidente, las tensiones de la guerra ensancharon las eternas divisiones sociales, y las decepciones de la posguerra generaron una polarización severa. Mucha gente abrigó la esperanza de que la paz conllevara cambios. Tras los sacrificios de los años de guerra, gran parte de la ciudadanía obtuvo en recompensa el derecho a votar. Sin embargo, no estaba nada claro que su voto contara, o que las élites tradicionales que dominaban la economía y parecían sostener las riendas de la política, hubieran perdido un ápice de poder. Grandes sectores del electorado se sintieron cada vez más atraídos por los partidos políticos, muchos de ellos extremistas, que prometían defender sus intereses. Por último, el nacionalismo, aguzado por la guerra, supuso una fuente clave de descontento tras ella. En Italia y Alemania, el sentimiento nacionalista frustrado se volvió en contra de los gobiernos. En países nuevos como Checoslovaquia, y en el este y el sur de Europa, los roces entre minorías nacionales plantearon problemas enormes a los regímenes democráticos más bien frágiles que las gobernaban.
El caso más espectacular de decadencia de la democracia llegó con el auge de nuevas dictaduras autoritarias, sobre todo en la Unión Soviética, Italia y Alemania. Como se verá, las experiencias de estos tres países presentan diferencias significativas como resultado de las diversas circunstancias y personalidades históricas. Pero en todos los casos, muchos ciudadanos se dejaron convencer de que sólo medidas drásticas conseguirían poner orden a partir del caos. Esas medidas, que incluyeron la eliminación del gobierno parlamentario, restricciones estrictas de la libertad política y una represión cada vez más virulenta de los «enemigos» del estado, se aplicaron con una mezcla de violencia, intimidación y propaganda. El hecho de que tantos ciudadanos se mostraran dispuestos a sacrificar sus libertades fue un síntoma de su alienación, impaciencia o desesperación.
LA GUERRA CIVIL RUSA
La toma de poder bolchevique en octubre de 1917 no fue más que el comienzo de los eventos revolucionarios en Rusia. Tras firmar la paz por separado con Alemania en marzo de 1918, los bolcheviques, dirigidos por Lenin, actuaron para consolidar su poder político en el seno de la nación (véase el capítulo 24). Pero la incautación del poder por parte de los bolcheviques y la retirada de la guerra polarizaron la sociedad rusa y prendieron una guerra civil que resultó mucho más costosa que el conflicto con Alemania. El tratado de paz reactivó a los enemigos de los bolcheviques, en especial a los que se asociaron con el expulsado régimen zarista, quienes empezaron a atacar al nuevo gobierno desde la periferia del antiguo imperio. Los adversarios de los bolcheviques, conocidos por el nombre colectivo de los «blancos», conformaban un grupo variado unido con poca consistencia para lograr el objetivo común de apartar a los «rojos» del poder. Su fuerza militar provenía sobre todo de los defensores del viejo régimen, incluidos mandos militares zaristas, monárquicos reaccionarios, la antigua nobleza y desafectos partidarios liberales de la monarquía. Los blancos se sumaron a grupos tan diversos como los defensores liberales del gobierno provisional, mencheviques, revolucionarios sociales y bandas de campesinos anarquistas, conocidos como «verdes», que se oponían a cualquier poder estatal central. Los bolcheviques también se enfrentaron a insurrecciones por parte de intensos movimientos nacionalistas en algunas zonas del antiguo imperio ruso, entre ellas Ucrania, Georgia y las regiones al norte del Cáucaso. Por último, diversas potencias extranjeras, como Estados Unidos, Gran Bretaña y Japón, emprendieron intervenciones menores pero amenazadoras en la periferia del antiguo imperio. El apoyo exterior de los blancos demostró entrañar un peligro insignificante para los bolcheviques, pero sirvió como instrumento de propaganda; los bolcheviques afirmaron que los blancos intentaban ayudar a potencias extranjeras a invadir Rusia. Las intervenciones también consolidaron la desconfianza bolchevique en las potencias del mundo capitalista puesto que, según el marxismo, era natural que se opusieran a la existencia del primer estado «socialista» del mundo.
Al final, los bolcheviques ganaron la guerra civil porque consiguieron más apoyos (o al menos una aceptación tácita) en la mayoría de la población, y porque estaban mejor organizados para afrontar la propia guerra. Los bolcheviques se movilizaron con rapidez para luchar, pasando por alto muchos de sus principios radicales sobre igualitarismo y autonomía política, para favorecer férreas estructuras burocráticas y militares. León Trotski, el héroe revolucionario de 1905 y 1917, se convirtió en el nuevo comisario de guerra, y creó un engranaje militar disciplinado que fue en aumento hasta reunir unos cinco millones de hombres en 1920. El Ejército Rojo de Trotski venció a los ejércitos blancos a finales de 1920, aunque la lucha continuó hasta 1922. Los bolcheviques también invadieron Polonia, y casi llegaron hasta Varsovia antes de ser arrollados.
Al finalizar el conflicto, el país había sufrido alrededor de un millón de bajas en combate, varios millones de muertos de hambre y enfermedades causadas por la guerra y entre cien mil y trescientas mil ejecuciones de civiles como parte del terror rojo y blanco. La barbarie de la guerra engendró odios permanentes dentro de la emergente nación soviética, sobre todo entre las minorías étnicas, y embruteció a la sociedad recién nacida bajo el nuevo régimen bolchevique.
La guerra civil modeló asimismo el enfoque bolchevique de los aspectos económicos del «socialismo». Cuando Lenin tomó el poder en 1917, aspiraba a crear, al menos a corto plazo, un sistema de capitalismo de estado que emulara las prósperas economías europeas durante la guerra. El nuevo gobierno tomó el control de la industria a gran escala, la banca y otros sectores económicos importantes al tiempo que permitió que continuara la actividad económica privada a pequeña escala, incluida la agricultura. La guerra civil empujó al nuevo gobierno hacia una postura económica más radical conocida como «comunismo de guerra». Los bolcheviques empezaron a requisar grano al campesinado, ilegalizaron el comercio privado con los bienes de consumo tachándolo de «especulación», militarizaron las instalaciones de producción y abolieron el dinero. La mayoría de estos cambios se produjeron como respuesta improvisada a un deterioro de las condiciones económicas que escapaba al control del régimen. Pero la idea del comunismo de guerra resultó atractiva a los bolcheviques radicales. De hecho, muchos creyeron que el comunismo de guerra reemplazaría al sistema capitalista que se había derrumbado en 1917.
Eran esperanzas en gran medida infundadas. Aunque el comunismo de guerra cubrió las necesidades de la guerra civil, trastocó aún más una economía ya devastada por la guerra. La guerra civil asoló la industria rusa y vació las grandes ciudades. La población de Moscú descendió un 50 por ciento entre 1917 y 1920; la de Kiev, un 25 por ciento. Las masas de obreros urbanos, que habían apoyado con firmeza la revolución bolchevique, volvieron a disolverse por las zonas rurales; de los tres millones y medio de trabajadores empleados en las grandes industrias antes de 1917, sólo un millón y medio seguía en el tajo a finales de 1930. Entre 1920 y 1921, la producción industrial había caído a tan sólo el 20 por ciento de su rendimiento antes de la guerra. Los efectos del comunismo de guerra resultaron más devastadores en la agricultura. Por un lado, la guerra civil había resuelto la «cuestión de la tierra» en beneficio del campesinado, el cual tomó y redistribuyó los terrenos nobles de manera espontánea. En 1919, el campesinado poseía casi el 97 por ciento de la tierra distribuida en parcelas pequeñas, por lo común inferiores a ocho hectáreas. Con todo, el sistema agrícola sufrió daños severos debido a la guerra civil, la requisa de grano del comunismo de guerra y la ilegalización de todo el comercio privado con el grano. En 1921 se produjo una hambruna generalizada que se cobró unos cinco millones de vidas.
Cuando acabó la guerra civil, los obreros urbanos y los soldados se impacientaron con el régimen bolchevique, el cual había prometido socialismo y la cesión del control a los trabajadores, pero había practicado algo más parecido a una dictadura militar. A finales de 1920 estallaron huelgas generales y protestas, pero los bolcheviques se movieron con rapidez y eficacia para acallar las «revueltas populares». Con el aplastamiento de los disidentes, el régimen bolchevique que emergió de la guerra civil dejó bien claro que no toleraría enfrentamientos internos.
EL PERÍODO DE LA NPE
Para dar respuesta a esas dificultades políticas y económicas, los bolcheviques abandonaron el comunismo de guerra y, en marzo de 1921, adoptaron un rumbo completamente distinto y conocido como la Nueva Política Económica (NPE). La NPE regresó al capitalismo estatal que se había intentado desarrollar justo después de la revolución. El estado siguió gestionando toda la gran industria y los intereses monetarios (lo que Lenin llamaba las «alturas dominantes» del sistema económico), mientras que a los individuos se les permitía tener propiedad privada, comerciar libremente dentro de unos límites y, lo más importante, explotar sus tierras en beneficio propio. Los impuestos fijos del campesinado quedaron sustituidos por la requisa de grano; todo lo que excediera de los impuestos estipulados les pertenecía y podían emplearlo como estimaran oportuno. El bolchevique más identificado con la NPE fue Nikolái Bujarin (1888-1938), un teórico marxista joven y brillante que defendía que el mejor método para que los bolcheviques industrializaran la URSS consistía en gravar con impuestos la actividad económica privada del campesinado. A éste se le animaría a «enriquecerse», de modo que sus impuestos podrían mantener la industrialización urbana y la clase obrera. El propio Lenin describió la NPE como «un paso atrás para dar dos pasos adelante».
La NPE tuvo un éxito innegable para la recuperación de la agricultura soviética tras la guerra civil; en 1924, las cosechas agrícolas recuperaron los niveles de producción previos al conflicto. Fue una época próspera para los campesinos, calificada por un historiador como «edad dorada del campesinado ruso». Los campesinos recibieron gran permisividad para hacer lo que quisieran, y respondieron redistribuyendo las tierras de la nobleza entre ellos para nivelar las diferencias económicas entre ricos y pobres; consolidando estructuras sociales tradicionales en el campo (sobre todo la comuna campesina), y produciendo cantidades suficientes de grano para alimentar el país, aunque para ello siguieron utilizando métodos agrícolas muy primitivos. La NPE tuvo menos éxito, en cambio, a la hora de animar a los campesinos a consumir en los mercados para beneficiar a las áreas urbanas. Durante los años veinte, los bolcheviques tuvieron dificultades para producir bienes manufacturados lo bastante baratos como para que el campesinado comerciara con el grano para adquirirlos. Los campesinos se limitaron a abstenerse de participar en el mercado y se guardaron para sí los excedentes de grano, el ganado o sus licores destilados en la clandestinidad. Esto trajo como consecuencia una serie de carencias en el suministro de grano a las ciudades, una situación que instó a muchos bolcheviques a pedir la reimplantación de las radicales prácticas económicas del comunismo de guerra. Sin embargo, el destino de aquellas propuestas radicales estaba ligado al destino del hombre que, en contra de todas las expectativas, acabaría sustituyendo a Lenin como líder de la URSS y convirtiéndose en uno de los dictadores más conocidos de todos los tiempos: Iósiv Stalin.
STALIN Y LA «REVOLUCIÓN DESDE ARRIBA»
El ascenso de Stalin fue veloz e imprevisto. Su éxito político se basó en conflictos internos del partido durante la década de 1920, pero también estuvo muy ligado al abrupto fin del período de la NPE a finales de los años veinte y al inicio de un programa global de modernización social y económica. Esta «revolución desde arriba», tal como acabó llamándose, fue la transformación social y económica más rápida que haya experimentado cualquier nación de la historia moderna. Sin embargo, se llevó a cabo con un coste de vidas humanas sin precedentes.
Stalin (1879-1953) era un bolchevique oriundo de la nación caucasiana de Georgia; su verdadero nombre era Iósiv Dzhugachvili. Stalin, hijo de un zapatero pobre, inició sus estudios en un seminario ortodoxo para hacerse sacerdote por insistencia de su madre. Rechazando el sacerdocio, participó en la actividad revolucionaria del Cáucaso y pasó muchos años exiliado en Siberia antes de la revolución. Fue un miembro destacado del partido bolchevique antes y durante la Revolución rusa. Pero Stalin no fue una de las figuras centrales durante los inicios del partido bolchevique y, desde luego, no era uno de los favoritos para liderar el partido. El problema de la sucesión de Lenin apareció con el deterioro de su salud a partir de 1922 y su muerte en 1924, pero por entonces ya existía el convencimiento generalizado de que León Trotski, héroe de la guerra civil, era el mejor candidato para ocupar el puesto de Lenin. Sin embargo, otros bolcheviques destacados también aspiraron a asumir el liderazgo.
Aunque Stalin no era un orador brillante, como Trotski, ni un teórico marxista respetado, como Bujarin, sí era un estratega político magistral, y participó en el juego de la política interna del partido casi sin cometer ningún fallo tras la muerte de Lenin. Stalin dejó fuera de juego dentro del partido bolchevique a sus oponentes (muchos de los cuales apoyaban el principio leninista del liderazgo colectivo dentro de las altas esferas del gobierno), los aisló y expulsó uno tras otro. Trotski fue el primero en marcharse de las altas instancias del partido acosado por una coalición de Stalin y otros que, irónicamente, recelaban de que Trotski aspirara a tomar el control del partido. A continuación, Stalin se centró en quienes habían sido sus aliados para echar a cada uno en su momento y culminar con la expulsión de Bujarin del politburó en 1928-1929.
La maniobra de Stalin contra Bujarin no se limitó al terreno político. También fue asociada al deseo de Stalin de desterrar el sistema de la NPE e iniciar una campaña de industrialización total. A finales de la década de 1920, Stalin había empezado a congraciarse con los detractores de la NPE que no confiaban en que la industrialización de la URSS pudiera llevarse a cabo mediante los impuestos de la agricultura practicada por el campesinado modesto. Stalin empezó a presionar para acelerar la industrialización ya en 1927, espoleado por el temor de quedarse atrás frente a Occidente y por la amenaza sensible de otra guerra mundial. Casi todos los líderes bolcheviques de las altas instancias apoyaron el plan de Stalin para aumentar el ritmo de la industrialización. Pero apenas nadie defendió lo que sucedió después: un giro brusco hacia una industrialización y una colectivización de la agricultura impuestas.
En 1927, una mala cosecha provocó otra crisis en el sistema de recolección de cereales. Los bajos precios de los productos agrícolas y los altos precios de los escasos artículos industriales animaron a los campesinos a acaparar el grano, lo que produjo escasez de alimentos en las ciudades y dificultades para la recaudación de impuestos entre el campesinado. A comienzos de 1928, Stalin ordenó a los funcionarios locales de las remotas zonas de los Urales y Siberia que empezaran a requisar grano porque, presuntamente, tenían cosechas abundantes pero iban rezagadas en el pago de impuestos. Esta recuperación del comunismo de guerra no tardó en aplicarse a todo el país. En 1929, los escalafones más altos del partido dieron un giro radical al rumbo impuesto por la NPE, y se embarcaron en la colectivización completa de la agricultura, empezando por las regiones más importantes para la producción de grano. En esas zonas hubo que convencer a los campesinos, incluso por la fuerza, de que abandonaran las tierras privadas de labor. O bien se incorporaban a granjas colectivas, donde se aunaban recursos y se entregaba una parte fija de las cosechas al estado, o ingresaban en granjas estatales, donde recibían un sueldo como trabajadores.
La colectivización
Al principio se pensó que la colectivización sería un proceso gradual, pero a finales de 1929 Stalin acometió una colectivización obligatoria de la agricultura. En pocos meses, el politburó empezó a exigir el uso de la fuerza contra los campesinos que se resistieran a la colectivización, aunque al principio esas órdenes se mantuvieron en secreto. El proceso subsiguiente fue brutal y caótico. Los funcionarios locales del partido y la policía obligaron a los campesinos a abandonar sus tierras privadas, sus aperos de labranza y su ganado, y a incorporarse a granjas colectivas. Los campesinos se resistieron, a menudo con violencia. Entre 1929 y 1933 se produjeron unos mil seiscientos levantamientos generales en la URSS; algunos implicaron a varios miles de personas, y su aplastamiento exigió la intervención del ejército, incluido el uso de artillería. Los campesinos también se resistieron a la colectivización sacrificando el ganado antes de cedérselo a las granjas, lo cual supuso unas pérdidas que obstaculizaron la producción agrícola durante los años siguientes. Consciente de una posible crisis, Stalin tuvo la habilidad de suspender el proceso de forma temporal a comienzos de 1930, pero poco después dio orden de continuar con él de un modo más gradual. En 1935 la colectivización agraria era completa en casi todos los territorios de la URSS.
Para facilitar la colectivización, Stalin acometió asimismo un ataque frontal contra los campesinos denominados kulaks (un término despectivo para designar a los campesinos acomodados que significa literalmente «tacaños»). En cambio, la mayoría de los kulaks no estaba mejor que sus vecinos, y la palabra se convirtió en otra más de las muchas empleadas para nombrar a los campesinos hostiles a la colectivización. Entre 1929 y 1933 hubo alrededor de un millón y medio de campesinos desplazados, despojados de sus propiedades y enviados desde sus tierras de labranza bien a territorios inhóspitos del este y norte soviéticos o a tierras pobres más próximas a sus lugares de origen. Las tierras y posesiones de aquellos desafortunados campesinos se repartieron entre granjas colectivas o, como era habitual, entre los funcionarios locales y campesinos que participaron en el proceso de liquidación. La «liquidación de los kulaks como clase» magnificó los efectos perjudiciales de la colectivización agrícola, y ambas cosas juntas generaron una de las hambrunas más devastadoras de la historia europea moderna. Los campesinos obligados a integrarse en granjas colectivas tuvieron pocos incentivos para producir excedentes alimentarios, y no es de extrañar que el exilio de gran parte de los campesinos más productivos debilitara el sistema agrícola. Entre 1932 y 1933, el hambre se extendió por la zona meridional de la Unión Soviética, la región agrícola más productiva del país, de ahí que el hambre que se padeció allí careciera especialmente de sentido. El hambre de 1933 costó entre tres y cinco millones de vidas. Durante la hambruna, los bolcheviques conservaron sustanciales reservas de cereales en otras partes del país, suficientes para salvar, como mínimo, muchos cientos de miles de vidas, pero se negaron a enviar aquel grano a las zonas afectadas porque prefirieron aislar las regiones aquejadas por el hambre y dejar que la gente muriera de inanición. Las reservas de grano se vendieron en el extranjero a cambio de divisas fuertes y se almacenaron para usarlas en caso de guerra. Después de 1935 nunca volvió a producirse ninguna resistencia generalizada al poder soviético en el campo. Pero la resistencia había obligado al estado a ceder pequeñas parcelas privadas de tierra a familias campesinas; aquellos terrenos llegaron a aportar hasta el 50 por ciento de la producción agrícola nacional a partir de uña fracción minúscula de la tierra.
LOS PLANES QUINQUENALES
Según Stalin, la colectivización procuró los recursos para el otro gran aspecto de su «revolución desde arriba»: una campaña veloz de industrialización forzosa. El organigrama de este proceso de industrialización lo constituyó el primer plan quinquenal (1928-1932), una serie de objetivos ambiciosos proyectados por Stalin y su séquito en 1927, y que siguieron revisando al alza. El plan exigía esfuerzos de industrialización verdaderamente hercúleos, y sus resultados se sitúan en uno de los períodos más asombrosos de crecimiento económico observados jamás en el mundo moderno. El rendimiento industrial de la URSS creció un 50 por ciento en cinco años; la tasa de crecimiento anual durante el primer plan quinquenal se situó entre el 15 y el 22 por ciento. Este crecimiento impresionó aún más en el contexto de la depresión económica que sacudía los cimientos de las economías occidentales a finales de los años veinte y comienzos de la década de 1930. Los bolcheviques construyeron industrias completamente nuevas en ciudades completamente nuevas. La localidad de Magnitogorsk, por ejemplo, emergió de una estepa estéril y deshabitada en 1929 y se convirtió en una ciudad siderúrgica de unos 250.000 habitantes en 1932; al menos en cuanto a magnitud, rivalizó con todo lo construido por Occidente. El impulso de la industrialización transformó el paisaje del país tanto como la población. Ciudades como Moscú y Leningrado doblaron sus dimensiones a comienzos de la década de 1930 mientras que por toda la URSS surgieron ciudades nuevas. En 1926, sólo la quinta parte de la población vivía en zonas urbanas. Quince años después, en 1939, esa cifra casi ascendía a un tercio. La población urbana había aumentado de 26 a 56 millones en menos de quince años. La URSS iba bien encaminada a transformarse en una sociedad urbana, industrial.
Esta industrialización veloz se logró, sin embargo, con un coste humano enorme. Muchos proyectos de gran magnitud se realizaron con el trabajo de presos, sobre todo en el sector maderero y minero. El organismo de campos de trabajos forzados, conocido como gulag, se convirtió en parte central del sistema económico estalinista. La gente era arrestada y enviada a estos campos de trabajo por una variedad abrumadora de cargos que iban desde infracciones insignificantes hasta ponerse en contacto con extranjeros, o la mala fortuna de haber nacido en el seno de una familia burguesa o kulak. El sistema de campos de trabajo se extendió por toda la URSS en la década de 1930: al final de la década había unos 3,6 millones de personas encarceladas por el régimen. Este ejército de prisioneros se utilizó para ejecutar las labores de industrialización más arduas y peligrosas, como la construcción del canal Moscú-mar Blanco. Para ahorrar costes, el canal que conectó Moscú con los puertos marítimos del norte se construyó sin usar ninguna maquinaria. Se cavó literalmente a mano, ya que la fuerza humana se usó para propulsarlo todo, desde cintas transportadoras hasta martinetes. Decenas de miles de individuos perdieron la vida durante su materialización. Este proyecto, uno de los predilectos de Stalin, jamás funcionó en condiciones porque, al carecer del calado suficiente, se helaba en invierno. Fue bombardeado al inicio de la Segunda Guerra Mundial.
El sistema económico creado durante esta «revolución desde arriba» también adoleció de problemas estructurales que afectarían a la URSS durante toda su historia. La economía planificada, cuya producción anual se programaba íntegra y de antemano desde Moscú, nunca funcionó de forma racional. La industria pesada siempre estuvo más favorecida que la industria ligera, y el énfasis en la cantidad casi convirtió la calidad en un sinsentido. Una fábrica que tuviera asignada la producción de una cantidad determinada de pares de zapatos, por ejemplo, podía abaratar costes si los confeccionaba todos iguales y de la misma talla. El consumidor se encontraba con productos inservibles, pero el productor cumplía el programa. Con el impulso industrializador de Stalin la URSS pasó de ser una nación agraria a convertirse en una potencia industrial mundial en cuestión de unos pocos años pero, a largo plazo, el sistema resultaría un desastre económico.
La revolución de Stalin también deparó cambios culturales y económicos fundamentales. La «revolución desde arriba» alteró la fisonomía de las ciudades soviéticas y las clases trabajadoras que las habitaban. Las localidades nuevas estaban formadas en buena medida por una primera generación de agricultores que trasladaron sus tradiciones rurales a las urbes y, con ellas, cambiaron la frágil cultura urbana que había existido durante los años veinte. También las mujeres se fueron incorporando cada vez más al mercado laboral urbano durante la década de 1930, de manera que pasaron de conformar el 20 por ciento a casi el 40 por ciento de la mano de obra urbana en una sola década, y en 1940 constituían dos tercios de la mano de obra en la industria ligera.
Al mismo tiempo, Stalin promovió un giro claramente conservador en todos los sectores culturales y sociales. En el arte, el modernismo radical de los años veinte quedó aplastado por el realismo socialista, una estética adormecedora que celebraba el giro hacia el socialismo y no dejaba ningún margen a la experimentación. La política familiar y la función de cada género experimentaron un retroceso similar. Los primeros activistas bolcheviques habían apoyado un intento utópico por reconstruir una de las estructuras básicas de la sociedad prerrevolucionaria (la familia) y por crear una estructura social proletaria realmente nueva. En la década de 1920, los bolcheviques legalizaron el divorcio, expulsaron a la Iglesia ortodoxa de las ceremonias matrimoniales y autorizaron el aborto. Stalin abandonó aquellas ideas comunistas sobre la familia y favoreció los esfuerzos para afianzar los lazos familiares tradicionales: el divorcio se tornó más difícil, el aborto se ilegalizó en 1936 salvo en casos de riesgo para la vida de la madre, y la homosexualidad se declaró un delito. Los subsidios y el apoyo estatal a las madres, que por entonces eran progresivos, no lograron cambiar la realidad de que las mujeres soviéticas se vieran cada vez más abocadas a soportar la doble carga de la familia y el trabajo remunerado para sostener la versión estalinista de la sociedad soviética. Todos los ámbitos de la política cultural y social soviéticas experimentaron recesiones similares.
EL GRAN TERROR
El culmen de la represión estalinista llegó con el «Gran Terror» de 1937-1938, el cual dejó casi un millón de muertos y hasta un millón y medio más de personas en campos de trabajos forzados. Cuando Stalin consolidó su dictadura personal sobre el país, eliminó enemigos (reales e imaginarios) junto a individuos y grupos que él consideraba superfluos para la nueva sociedad soviética. Como se ha visto, la represión fue esencial para el sistema estalinista desde comienzos de la década de 1930, pero los años 1937 y 1938 conllevaron un cambio cualitativo y cuantitativo, un torbellino de represión generalizada a una escala sin precedentes.
El terror apuntó hacia varias categorías de «enemigos» internos, desde la cúpula hasta el último escalafón de la sociedad soviética. Las élites políticas pasadas y presentes fueron, quizá, las víctimas más visibles. El nivel más elevado del mismísimo partido bolchevique experimentó una purga casi absoluta; alrededor de cien mil miembros del partido fueron expulsados, la mayoría de ellos mediante sentencias de cárcel o ejecución. Muchos altos cargos del partido, incluido Bujarin, fueron condenados en juicios teatrales escenificados con sumo cuidado, y luego fusilados. La purga también golpeó (con especial atrocidad) a élites que no pertenecían al partido, empresarios industriales e intelectuales. Entre 1937 y 1938, Stalin purgó del ejército a quienes consideraba amenazas potenciales arrestando a unos cuarenta mil oficiales y fusilando al menos a diez mil. Estas purgas trastocaron el gobierno y la economía pero permitieron a Stalin promocionar un cuerpo nuevo y joven de oficiales sin experiencia durante la época prestalinista y cuya carrera, aunque no su vida, estaba en deuda con la persona de Stalin. Grupos étnicos enteros despertaron recelos, como polacos, ucranianos, lituanos, letones, coreanos y otros con supuestos lazos al otro lado de la frontera que, en la mente de Stalin, suponían una amenaza para la seguridad nacional. En las capas «bajas», entre doscientos y trescientos mil campesinos «dekulakizados», delincuentes menores y otros inadaptados sociales fueron arrestados y muchos de ellos fusilados.
El Gran Terror sigue constituyendo uno de los aspectos más desconcertantes de la andadura de Stalin hacia el poder dictatorial. Gracias a una lógica más bien retorcida, el terror consiguió que Stalin consolidara su control sobre todos los aspectos de la vida social y política en la URSS, pero lo hizo destruyendo los elementos más talentosos de la sociedad soviética. El terror fue, en cierta medida, el resultado de la paranoia personal de Stalin, pero también fue un fin apropiado para la «revolución estalinista» que comenzó en 1927-1928 con la conclusión de la NPE.
La revolución de Stalin tuvo unas consecuencias profundas. Ningún otro régimen en la historia de Europa occidental había intentado jamás abordar una reordenación íntegra de la política, la economía y la sociedad de una nación importante. Los soviéticos lo hicieron en tan sólo diez años. Casi la totalidad de la industria y el comercio privados estaba abolida en 1939. Las fábricas, las minas, las vías férreas y las empresas de servicios públicos pertenecían en exclusiva al estado. Las provisiones pertenecían bien a empresas gubernamentales o bien a cooperativas donde los consumidores tenían acciones. La agricultura se socializó casi por completo. No obstante, no todo fue desastroso durante esta década. Hubo avances, en especial en el terreno de las reformas sociales. El analfabetismo se redujo de casi el 50 por ciento a alrededor de 20 por ciento, y el número de personas con acceso a una educación superior fue en aumento. Las ayudas del gobierno para madres trabajadoras y la hospitalización gratuita mejoraron mucho los niveles de salud pública. Esta década terrible dio paso a una sociedad industrial, más urbana que rural, y más moderna que tradicional. Pero fue una sociedad muy castigada durante el proceso, en el que, en nombre de un poder dictatorial absoluto, se purgó de la sociedad a buena parte de los campesinos más productivos, intelectuales más dotados y élites económicas y sociales más experimentadas. La URSS que emergió de este tumultuoso período apenas conseguiría resistir las tremendas presiones a las que la sometió el azote alemán menos de tres años después del fin del terror.
Al igual que muchos países europeos, Italia salió de la Primera Guerra Mundial como una democracia en peligro. Italia pertenecía al bando ganador y fue uno de los Cuatro Grandes (junto a Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos) que prepararon los acuerdos de paz tras el conflicto. Pero la guerra había costado a Italia casi setecientas mil vidas y más de 15 mil millones de dólares. Estos sacrificios no fueron mayores que los de Francia o Gran Bretaña, pero resultaban difíciles de asumir por una nación mucho más pobre. Es más, Italia había recibido promesas secretas que se retiraron cuando chocaron con principios de autodeterminación. Las pretensiones italianas en la costa este del Adriático, por ejemplo, fueron muy disputadas y al final negadas por Yugoslavia. Italia recibió la mayoría de los territorios austriacos que reclamó, pero muchos sostuvieron que eran recompensas insuficientes por sus sacrificios. Grupos de militantes nacionalistas tomaron Fiume, una ciudad portuaria a orillas del Adriático, y la retuvieron durante un año antes de que el ejército italiano los disolviera. Al principio, los nacionalistas culparon de aquella «victoria mutilada» al presidente Wilson, pero, poco tiempo después, arremetieron contra sus propios dirigentes y lo que ellos consideraban las debilidades de las democracias parlamentarias.
Italia arrastraba problemas desde hacía mucho que se agravaron con la guerra. Desde la unificación, la nación italiana había estado escindida por una sima económica nociva, dividida entre un norte industrializado y próspero y un sur agrario y pobre. El conflicto social en relación con la tierra, los salarios y el poder local causó fricción tanto en las zonas rurales como en los núcleos urbanos. Los gobiernos se percibían a menudo como corruptos, indecisos y derrotistas. Éste fue el contexto de los problemas más acuciantes a los que se enfrentó Italia después de la guerra.
La inflación y el desempleo constituyeron, quizá, los efectos más destructivos de la guerra. La inflación generó precios elevados, especulación y explotación económica. Y aunque los sueldos normales también hubieran subido, el mercado laboral de posguerra se vio desbordado por el regreso de los soldados. Es más, las élites empresariales fueron sacudidas por huelgas, cada vez más extendidas y frecuentes, y por el cierre de mercados extranjeros. El gobierno parlamentario que se estableció después de la guerra no consiguió aliviar estas condiciones terribles, y los italianos reclamaron reformas radicales. Para la clase obrera, eso equivalía a socialismo. En noviembre de aquel año, los socialistas obtuvieron alrededor de un tercio de los escaños del Congreso de los Diputados. El movimiento se volvió cada vez más radical: en 1920, los obreros socialistas y anarquistas tomaron montones de fábricas, la mayoría del sector metalúrgico, e intentaron gestionarlas en beneficio de los propios trabajadores. En el campo, la mayoría de los campesinos tenía pocas tierras, y muchos no poseían ni una, de modo que trabajaban como agricultores rurales a cambio de un salario en fincas grandes. Las demandas de una reforma agraria se volvieron más militantes. En algunas zonas rurales, las llamadas «ligas rojas» intentaron dividir grandes haciendas y obligar a los terratenientes a reducir las rentas. En todas estas acciones, el modelo de la Revolución rusa, del que sólo se tenía una idea vaga, instó al desarrollo de un radicalismo local. Los votantes abandonaron en grandes números los partidos mal organizados de centro y la izquierda moderada y apoyaron a dos grupos más radicales: los socialistas y el Partido Católico del Pueblo (recién creado con la bendición del papa), los cuales atrajeron a la gente corriente, en especial de las zonas rurales. Ninguno de estos partidos pregonó la revolución, pero ambos instaron a acometer amplias reformas sociales y económicas.
El ascenso de la marea radical, sobre todo vista contra el fondo de la revolución bolchevique, preocupó a otros grupos sociales. Industriales y terratenientes temieron por sus propiedades. Los pequeños comerciantes y los oficinistas (sectores sociales que no creían que el movimiento obrero defendiera sus intereses) se vieron enfrentados a las élites empresariales por un lado, y a los radicales aparentemente revolucionarios por otro. La amenaza desde la izquierda provocó un intenso fortalecimiento de la derecha. El fascismo se presentó en forma de grupos vigilantes que desarticulaban huelgas, se enfrentaban a los obreros en las calles o expulsaban a las ligas rojas de las tierras ocupadas en el campo.
EL ASCENSO DE MUSSOLINI
«Yo soy el fascismo», dijo Benito Mussolini y, en efecto, el éxito del movimiento fascista italiano dependió en gran medida de su liderazgo. Mussolini (1883-1945) era hijo de un herrero socialista. Su madre era maestra de escuela y él, respetuoso, siguió sus pasos. Pero su inquietud e insatisfacción lo animaron a salir pronto de Italia para continuar estudios en Suiza. Allí dedicó parte del tiempo a sus libros y el resto a escribir artículos para periódicos socialistas. Expulsado del país por promover huelgas, regresó a Italia, donde ejerció como periodista y, con el tiempo, como editor de Avanti, el principal diario socialista.
Mussolini no abrazaba ninguna doctrina en particular, y sus ideas se invirtieron en diversos aspectos. Cuando la guerra estalló en agosto de 1914, Mussolini insistió en que Italia debía permanecer neutral. Apenas había adoptado esta postura cuando empezó a reclamar su participación junto al bando aliado. Privado del puesto de editor de Avanti, fundó un periódico nuevo, Il Popolo d’Italia, en el que dedicó sus columnas a despertar entusiasmo por la guerra, e interpretó como una victoria personal la decisión tomada en la primavera siguiente por el gobierno italiano de intervenir al lado de los aliados.
A comienzos de octubre de 1914, Mussolini había organizado grupos, llamados fasci, para conseguir apoyos para la guerra. Los fasci estaban formados por jóvenes idealistas, nacionalistas fanáticos. Después de la guerra, estos grupos constituyeron la base del movimiento fascista de Mussolini. (La palabra fascismo deriva del término latino fascis: un haz de varas que representaba la autoridad del estado romano. El fascio italiano significa «haz» o «conjunto»). En 1919, Mussolini esbozó el programa original del partido fascista. Tenía varios elementos sorprendentes, como el sufragio universal (que incluía a las mujeres), la jornada laboral de ocho horas y un impuesto de sucesiones. El nuevo proyecto adoptado en 1920 eliminó todas las referencias a reformas económicas. Ninguno de aquellos programas otorgó grandes éxitos políticos a los fascistas.
Pero lo que les faltó en cuanto a apoyos políticos lo compensaron con una determinación agresiva. Se ganaron el respeto de las clases medias y terratenientes, e intimidaron a muchos otros reprimiendo a la fuerza los movimientos radicales de los obreros industriales y el campesinado. Lanzaron ataques, a menudo físicos, contra los socialistas y consiguieron tomar algunos gobiernos locales. Cuando el régimen nacional se debilitó, la política coercitiva de Mussolini lo convirtió en la solución aparente para la ausencia de liderazgo. En septiembre de 1922, emprendió negociaciones con otros partidos y con el rey para conseguir la participación fascista en el gobierno. El 28 de octubre, un ejército formado por unas cincuenta mil milicias fascistas uniformadas con camisas negras marchó sobre Roma y ocupó la capital. El primer ministro se resignó y, al día siguiente, el rey, Víctor Manuel III, invitó de mala gana a Mussolini a que formara un consejo de ministros. Sin disparar una sola bala, los Camisas Negras habían tomado el control del gobierno italiano. La explicación de su triunfo debe buscarse no tanto en la fuerza del movimiento fascista en sí, como en los desengaños italianos después de la guerra y la debilidad de las clases gobernantes previas.
El sistema parlamentario se había desmoronado bajo la presión. Y aunque a Mussolini le habían garantizado «legalmente» su poder, de inmediato empezó a instaurar una dictadura monopartidista. Las doctrinas del fascismo italiano tenían tres componentes. La primera la representaba el estatismo. Se declaró que el estado integraba todos los intereses y toda la lealtad de sus miembros. No había «nada por encima del estado, nada fuera del estado, nada en contra del estado». La segunda la constituía el nacionalismo. La nación era la forma más elevada de sociedad, con vida y alma propias, al margen de las vidas y las almas de los individuos que la componían. La tercera la conformaba el militarismo. Las naciones que no se expanden, a la larga se marchitan y mueren. La guerra ennoblecía al hombre y regeneraba los pueblos aletargados y decadentes.
Mussolini empezó a reconstruir Italia de acuerdo con estos principios. El primer paso consistió en modificar las leyes electorales para que garantizaran a su partido mayorías parlamentarias sólidas, y en intimidar a la oposición. Luego se dedicó a clausurar por completo el gobierno parlamentario y otros partidos. Abolió el sistema del consejo de ministros y retiró casi todos los poderes al parlamento. Convirtió el partido fascista en parte integrante de la constitución italiana. Mussolini asumió el doble cargo de primer ministro y líder del partido (duce) y se valió de las milicias del partido para eliminar a sus enemigos por medios violentos. Asimismo, el gobierno de Mussolini controló la policía, amordazó a la prensa y censuró la actividad académica.
Mientras, Mussolini pregonó el fin del conflicto de clases y su sustitución por la unidad nacional. Acometió la reordenación de la economía y el trabajo anulando el poder del movimiento obrero del país. La economía italiana pasó a depender de veintidós compañías, cada una de ellas responsable de una empresa industrial importante. En cada compañía había representantes de los sindicatos, cuyos miembros estaban organizados por el partido fascista, de los trabajadores y del gobierno. Los miembros de aquellas empresas tenían la función de establecer juntos las condiciones laborales, salariales y los precios. Pero, por supuesto, las decisiones de aquellos organismos eran supervisadas muy de cerca por el gobierno y favorecían la postura de la administración. De hecho, el gobierno se alineó pronto con los grandes negocios y creó más bien una burocracia corrupta, en lugar de una economía revolucionaria.
Mussolini consiguió cierta aprobación por parte de la clase obrera mediante programas estatales que incluyeron grandes proyectos de obras públicas, construcción de bibliotecas, vacaciones pagadas para los trabajadores y seguridad social. En 1929, zanjó el conflicto que Italia mantenía con la Iglesia católica romana desde hacía sesenta años. Firmó un tratado que garantizó la independencia de la residencia papal en la Ciudad del Vaticano y prometió indemnizaciones por las expropiaciones ejecutadas durante la unificación italiana. Por otro lado, el tratado estableció el catolicismo romano como religión oficial del estado, aseguró la formación religiosa en las escuelas públicas e hizo preceptivas las ceremonias matrimoniales religiosas. El acuerdo con la Iglesia formó parte de la campaña de Mussolini para «normalizar» relaciones con otras instituciones italianas, como el ejército, la industria, la Iglesia y la monarquía, con el fin de mantener la estabilidad.
En realidad, el régimen de Mussolini dedicó muchos esfuerzos a conservar el statu quo. Los oficiales del partido ejercieron cierto grado de supervisión política sobre los burócratas, pero no hubo muchos que se infiltraran en la burocracia. Es más, Mussolini mantuvo una relación amistosa con las élites que habían contribuido a su ascenso al poder y les aseguró que, con independencia de las diferencias que él proclamara entre el fascismo y el capitalismo, la economía de Italia seguiría dependiendo de la empresa privada.
El dictador italiano alardeaba de que el fascismo había apartado al país del caos económico. Al igual que otras economías europeas, la italiana, en efecto, mejoró a finales de la década de 1920. El régimen se esforzó mucho por transmitir una imagen de eficiencia, y son conocidas las afirmaciones de los admiradores de Mussolini proclamando que, cuando menos, «había hecho que los trenes funcionaran a su hora». Sin embargo, el fascismo contribuyó poco a aliviar la situación de Italia durante la depresión mundial de los años treinta.
Como el nazismo después, el fascismo entrañó elementos contradictorios. Aspiró a restablecer la autoridad tradicional y, al mismo tiempo, a movilizar a toda la sociedad italiana con fines económicos y nacionalistas, un proceso que, inevitablemente, fue en detrimento de las autoridades anteriores. Creó organizaciones autoritarias nuevas y actividades acordes con esos objetivos, como programas de entrenamiento para mantener a los jóvenes en forma y movilizados, campamentos para jóvenes, ayudas a madres de familias numerosas, reuniones políticas y desfiles en pequeñas localidades rurales. Este tipo de actividades infundió en la gente cierta sensación de participación en la política, aunque ya no disfrutara de derechos políticos. Esta ciudadanía movilizada, pero, en esencia, pasiva, constituyó uno de los distintivos del fascismo.
El 9 de noviembre de 1918 (dos días antes del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial) miles de alemanes tomaron las calles de Berlín para derrocar el gobierno imperial casi sin derramamiento de sangre. Aquella concentración, o levantamiento masivo y en buena medida inesperado, se dirigió hacia el Reichstag, en el centro de la ciudad, donde un miembro del Partido Socialdemócrata (SPD) anunció el nacimiento de una nueva república alemana. El káiser había abdicado sólo horas antes, lo que dejó el gobierno en manos del líder socialdemócrata Friedrich Ebert. La revolución se extendió con rapidez por el país devastado por la guerra; consejos de trabajadores y soldados asumieron el control en la mayoría de las ciudades grandes en un par de días, y cientos de ciudades a finales de mes. La «Revolución de Noviembre» fue rápida y generalizada, aunque no tan revolucionaria como temieron muchos conservadores de clase media y alta. La mayoría de los socialistas siguieron un curso cauteloso y democrático: querían reformas pero también aspiraron a mantener intacta buena parte de la burocracia imperial existente. Sobre todo, querían una asamblea nacional elegida por el pueblo que redactara una constitución para la nueva república.
En cambio, pasaron dos meses antes de que pudieran celebrarse las elecciones, un período de crisis que casi derivó en guerra civil. Cuando retomaron el control, los socialdemócratas otorgaron al orden la máxima prioridad. El movimiento revolucionario que llevó al SPD al poder ahora lo amenazaba. Los socialistas independientes y un partido comunista incipiente reclamaban reformas radicales y, en diciembre de 1918 y enero de 1919, organizaron levantamientos armados por las calles de Berlín. Temeroso de una revolución al estilo bolchevique, el gobierno socialdemócrata volvió la espalda a sus aliados de antaño y mandó bandas militantes de trabajadores y voluntarios a aplastar las rebeliones. Durante el conflicto, los combatientes del gobierno asesinaron a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, dos dirigentes comunistas alemanes que se convirtieron en mártires inmediatos. La violencia prosiguió hasta 1920 y creó una amargura duradera entre los grupos de izquierdas.
Pero fue más importante aún que el revolucionario período posterior a la guerra diera origen a bandas de contrarrevolucionarios militantes. Nacionalistas ex combatientes y otros más jóvenes ingresaron en los llamados Freikorps («cuerpos libres»). Estos cuerpos aparecieron por todo el país y llegaron a captar varios centenares de miles de miembros. Los ex oficiales del ejército que dirigieron estas milicias dieron continuidad a su experiencia bélica luchando contra «bolcheviques», polacos y comunistas. Los Freikorps se regían por criterios políticos muy de derechas. Como antimarxistas, antisemitas y antiliberales, sentían escasos afectos por la nueva república alemana o su democracia parlamentaria. Muchos de los primeros líderes nazis habían luchado durante la Primera Guerra Mundial y participado en unidades de Freikorps.
El nuevo gobierno alemán, conocido como la República de Weimar en honor a la ciudad donde se había redactado su constitución, consistió en una coalición de socialistas, centristas católicos y demócratas liberales, un arreglo necesario, puesto que ningún partido obtuvo por sí solo una mayoría de votos durante las elecciones de enero de 1919. La constitución de Weimar se basó en los valores del liberalismo parlamentario y forjó un marco abierto y pluralista para la democracia alemana. A través de una serie de acuerdos, la constitución estableció el sufragio universal (tanto para mujeres como para hombres) y una declaración de derechos que no sólo garantizó libertades civiles, sino también una serie de derechos sociales. Sobre el papel, al menos, el movimiento revolucionario había triunfado.
Pero el gobierno de Weimar duró poco más de una década. En 1930 entró en crisis, y en 1933 se desmoronó. ¿Qué ocurrió? El fracaso de la democracia alemana no era previsible. Sobrevino como consecuencia de una confluencia de crisis sociales, políticas y económicas que por separado eran manejables, pero juntas resultaron desastrosas.
Muchos de los problemas de Weimar nacieron con la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, no sólo devastadora sino también humillante. La pérdida ignominiosa ante los aliados conmocionó a muchos alemanes, quienes no tardaron en oír rumores de que el ejército no había sido derrotado en la batalla, sino que había sido «apuñalado por la espalda» por los dirigentes socialistas y judíos que ocupaban el gobierno alemán. Los mandos del ejército alimentaron esta versión antes incluso de que finalizara la guerra y, aunque no era cierta, ayudó a sanar el orgullo herido de los patriotas alemanes. En la década siguiente, los buscadores de un chivo expiatorio acusaron también a la aparente laxitud del régimen republicano, tipificada en lo que ellos consideraban la moderna decadencia de Berlín en los años veinte. Según muchos críticos, lo que hacía falta era un liderazgo autoritario para guiar la nación y recobrar el respeto ante el mundo.
El Tratado de Versalles aumentó la sensación alemana de deshonra. Alemania se vio obligada a entregar la décima parte de su territorio, a aceptar toda la responsabilidad de la guerra y a reducir el tamaño de su ejército a la exigua cifra de cien mil hombres, un castigo que irritó a los mandos militares, con gran peso político. Pero lo más importante es que el tratado gravó Alemania con unas reparaciones abrumadoras. La gestión de los 33 mil millones de dólares adeudados creó problemas al gobierno y sólo provocó el enfado del público. Algunos detractores del tratado de indemnizaciones exigieron una política obstruccionista de suspensión de pagos con el argumento de que la ingente suma condenaría la economía alemana durante todo el futuro previsible. De hecho, según una estimación, la deuda no se habría saldado hasta 1987. En 1924 Alemania aceptó un calendario nuevo de compensaciones trazado por un comité internacional dirigido por el financiero estadounidense Charles G. Dawes. El canciller alemán Gustav Stresemann había encauzado el país hacia una política exterior de cooperación y reconciliación que duró toda la década de 1920. Muchos alemanes, en cambio, siguieron resintiéndose de las indemnizaciones, los acuerdos de Versalles y el gobierno que siguió acatando el tratado.
Las grandes crisis económicas también desempeñaron un papel central en el derrumbamiento de Weimar. El primer período de emergencia llegó a comienzos de los años veinte. El gobierno, tambaleante aún por la inflación durante el período bélico, recibió fuertes presiones para conseguir ingresos. La financiación de los programas de desmovilización después de la guerra, la asistencia social y las indemnizaciones obligaron al gobierno a seguir acuñando moneda. La inflación se volvió casi imparable. En 1923, tal como escribe un historiador, la situación económica había «adquirido unos tintes casi surrealistas». El kilo de patatas rondaba nueve marcos en enero, y 80 millones de marcos en octubre. El precio de la ternera se acercó a 4 billones de marcos el kilo. El gobierno adoptó al fin medidas drásticas para estabilizar la moneda en 1924, pero millones de alemanes ya se habían arruinado. A quienes dependían de ingresos fijos, como pensionistas y accionistas, se les esfumaron los ahorros y los títulos. La crisis económica asestó un duro golpe a los empleados de clase media, agricultores y obreros, y muchos de ellos abandonaron los partidos políticos tradicionales como protesta. A su entender, los partidos que afirmaban representar a las clases medias habían creado los problemas y se habían revelado incapaces de arreglarlos.
A primeros de 1925, en cambio, la economía y el gobierno de Alemania parecieron recuperarse. A través de préstamos monetarios, el país logró pagar sus indemnizaciones rebajadas y ganar dinero mediante exportaciones baratas. En las ciudades grandes, los gobiernos socialistas municipales patrocinaron proyectos de construcción que incluyeron escuelas, hospitales y viviendas obreras de bajo coste. Pero aquella estabilidad económica y política era engañosa. La economía siguió dependiendo de grandes inyecciones de capital procedente de Estados Unidos fijadas por el plan Dawes como parte del esfuerzo para saldar las compensaciones. Aquella dependencia tornó la economía alemana especialmente vulnerable a la evolución económica estadounidense. Cuando la bolsa del país americano cayó en 1929, y comenzó la Gran Depresión (véase más adelante), el flujo de capital hacia Alemania quedó prácticamente paralizado.
La Gran Depresión empujó el sistema político de Weimar al borde del desplome. En 1929 había dos millones de desempleados; en 1932, seis millones. En esos tres años, la producción descendió un 44 por ciento. Los artesanos y pequeños comerciantes perdieron nivel económico e ingresos. A los agricultores les fue aún peor, ya que nunca llegaron a recuperarse de la crisis de principios de los años veinte. El campesinado organizó manifestaciones multitudinarias contra la política agraria del gobierno incluso antes de la depresión. Para los oficinistas y funcionarios, la depresión significó sueldos más bajos, unas condiciones laborales pésimas y la amenaza constante del desempleo. El propio gobierno derivó hacia una crisis y encontró oposición desde todos los frentes. Agobiado por unos ingresos tributarios que cayeron en picado y un aumento vertiginoso de alemanes necesitados de subvenciones, recortó repetidas veces las ayudas sociales, lo que desmoralizó aún más al electorado. Por último, la crisis brindó una oportunidad a los detractores de la República de Weimar. Muchos industriales eminentes apoyaron la vuelta a un gobierno autoritario y se aliaron con terratenientes igualmente conservadores, unidos por el deseo de políticas económicas protectoras para estimular la venta de artículos y alimentos nacionales. Estas fuerzas conservadoras ejercían un poder considerable en Alemania que quedaba fuera del control del gobierno. Lo mismo sucedía con el ejército y los funcionarios del estado, sectores formados por contrarios a la república, hombres que rechazaban los principios de la democracia parlamentaria y la cooperación internacional que Weimar representaba.
Adolfo Hitler había nacido en 1889 en Austria, no en Alemania. Era hijo de un oficial de aduanas menor, funcionario de Austria. Hitler abandonó sus estudios y marchó a Viena en 1909 para hacerse artista. Rechazado por la academia y temporalmente sin techo, se ganó la vida a duras penas haciendo manualidades y pintando acuarelas baratas en la capital. Durante ese espacio de tiempo, desarrolló los violentos prejuicios políticos que acabarían convirtiéndose en las directrices básicas del régimen nazi. Sentía gran admiración por los políticos austriacos que elogiaban el antisemitismo, el antimarxismo y el pangermanismo. Cuando estalló la guerra en 1914, Hitler figuraba entre las multitudes jubilosas que inundaron las calles de Múnich y, aunque era ciudadano austriaco, se alistó en el ejército alemán, donde proclamó haberle encontrado al fin sentido a su vida. Tras la guerra, se unió al recién creado Partido Obrero Alemán, cuyo nombre cambió en 1920 a Partido Nacionalsocialista Obrero (abreviado popularmente como Nazi). Los nazis no eran más que uno de los numerosos y reducidos grupos de militantes discordantes con el régimen y leales a un nacionalismo racial y al derrocamiento de la República de Weimar. Salieron del entorno político que se negó a aceptar la derrota o la Revolución de Noviembre, y que culpó de todo tanto a los socialistas como a los judíos.
Hitler, ambicioso y franco, ascendió con rapidez la corta escalera hacia el liderazgo del partido gracias a sus dotes como orador hábil para las campañas políticas. En 1921 se convirtió en el Führer (el líder) de sus seguidores en Baviera. El gran público lo consideraba un «demagogo vulgar», si es que llegaba a fijarse en él. En noviembre de 1923, durante los peores días de la crisis inflacionaria, los nazis realizaron un intento fallido (el Putsch de la Cervecería en Múnich) para derrocar el gobierno estatal de Baviera. Hitler pasó los siete meses siguientes en prisión, donde escribió su manifiesto autobiográfico y político Mein Kampf (Mi lucha) en 1924. La obra combinaba el antisemitismo con el anticomunismo para exponer con gran detalle la teoría popular de que Alemania había sido traicionada por sus enemigos y que el país necesitaba un liderazgo fuerte para recuperar su peso internacional. El Putsch fallido de 1923 procuró a Hitler una experiencia reveladora; admitió que los nazis tendrían que hacer política si querían acceder al poder. Tras su excarcelación en 1924, Hitler reasumió el liderazgo del partido. Durante los cinco años posteriores, consolidó su poder sobre un número creciente de afiliados que lo apoyaron con fervor. Con el cultivo activo de la imagen de que el movimiento nazi era una cruzada contra el (judeo-) marxismo y el capitalismo, se retrató a sí mismo como el heroico salvador del pueblo germano.
Un factor igualmente importante para el ascenso de Hitler al poder lo representó el ambicioso programa sin precedentes de la campaña nazi. Durante las «elecciones de la inflación» de 1924, los nazis obtuvieron el 6,6 por ciento de los votos como partido de protesta en la banda radical. Con la estabilización económica de mediados de los años veinte, su escaso resultado cayó por debajo del 3 por ciento. Pero durante este período de decadencia aparente, los nazis se dedicaron a crear una organización amplia entre los activistas del partido que contribuyó a fundar los cimientos para los éxitos electorales que consiguió con posterioridad.
Las elecciones de 1928 representaron un instante crucial tanto para la República de Weimar como para los nazis por dos razones. En primer lugar, a partir de entonces, la política se polarizó entre la derecha y la izquierda, lo que prácticamente hizo inviable el establecimiento de una coalición que respaldara la continuidad de la democracia de Weimar. En segundo lugar, evidenciaron que los votantes descontentos, sobre todo los campesinos, estaban desertando de los partidos políticos tradicionales y votando a otras organizaciones de carácter corporativo que defendían sus reivindicaciones y promovían sus demandas. Los nazis aprendieron con rapidez a sacar provecho de esta división del electorado. Con anterioridad habían intentado, con poco éxito, arrebatar a la izquierda los numerosos votos de la clase obrera alemana. Ahora, guiado por su jefe de propaganda, Joseph Goebbels, el partido reforzó los esfuerzos por atraer a miembros de las clases medias urbanas y rurales. El mensaje más constante del partido, machacado en su propaganda, discursos y mítines, fue que los nazis se oponían a todo lo que representaba Weimar: el sistema político, los organismos económicos, la izquierda y el movimiento obrero, los códigos morales más liberales, que las jóvenes vistieran a la moda «decadente» de los años veinte, y a las películas «cosmopolitas» como Sin novedad en el frente. (Las pandillas de nazis provocaron disturbios callejeros durante el primer pase de la película en Berlín; Goebbels boicoteó una proyección posterior arrojando bombas fétidas y soltando ratones dentro de la sala). Según los nazis, las respuestas a los problemas de Alemania sólo podían llegar a través de una ruptura con Weimar. El partido se presentó como joven y dinámico para crearse una imagen nacional como alternativa a los partidos conservadores de clase media. En 1930, reforzados por la crisis económica, los nazis estuvieron más consolidados y más organizados que nunca, y obtuvieron el 18,3 por ciento de los votos.
¿Quién votaba a los nazis? Análisis recientes de los resultados electorales y los materiales de las campañas indican que los nazis recibieron el apoyo de diferentes grupos en cada momento y por razones diversas. Los nazis recibieron un apoyo amplio entre los pequeños hacendados y las clases medias rurales mucho antes de la depresión. Los nazis les ofrecían protección económica y un estatus social renovado. Otros sectores de la clase media, en especial pensionistas, nobles y viudas de guerra, respaldaron a los nazis durante la crisis económica, cuando temieron un descenso de la seguridad o de las pensiones, y cuando los viejos partidos conservadores no lograron satisfacer sus necesidades. Los nazis también cortejaron a los funcionarios, de gran tradición elitista. Y aunque no consiguieron votos entre los obreros industriales, encontraron parte del respaldo más firme entre los trabajadores artesanos y de la pequeña industria manufacturera.
En 1930, el partido obtuvo 107 de los 577 escaños del Reichstag, precedido tan sólo por los socialdemócratas, que consiguieron 143. Ningún partido logró la mayoría. Sin el apoyo nazi no podía establecerse ninguna coalición de gobierno, y los nazis se negaron a formar parte de cualquier gabinete que no estuviera encabezado por Hitler. El canciller, Heinrich Brüning, del Partido de Centro Católico, siguió gobernando mediante decretos de emergencia, pero su política económica deflacionaria resultó desastrosa. La producción industrial prosiguió su desplome y el desempleo continuó su ascenso. En 1932, Hitler se presentó como candidato a la presidencia y perdió por poco, aunque desplegó una campaña sin precedentes en aeroplano y visitó veintiuna ciudades en seis días. Cuando en julio de 1932 se convocaron otras elecciones parlamentarias, los nazis consiguieron el 37,4 por ciento de los votos y, aunque no les brindaron la mayoría absoluta, sí supusieron una mayoría relativa. Los nazis pudieron afirmar que constituían el partido capaz de captar respaldo por encima de las fronteras geográficas, de clase y entre generaciones. Se beneficiaron de su calidad de desconocidos que no habían participado en coaliciones parlamentarias impopulares. De hecho, el fracaso de los partidos tradicionales fue la clave del triunfo de los nazis.
A pesar del éxito electoral de 1932, el partido nazi no había ganado una mayoría; Hitler no estaba en el poder. Fue elegido canciller en enero de 1933 por el presidente Hindenburg, quien confiaba en crear un gobierno conservador en coalición alineando a los nazis con los partidos menos radicales. Pero Hindenburg y otros miembros del gobierno subestimaron el poder y la popularidad de los nazis. Tras instalarse legalmente en el poder, Hitler sacó el máximo provecho de él de inmediato. Cuando un anarquista holandés ligado al partido comunista abrió fuego contra el Reichstag la noche del 27 de febrero, Hitler aprovechó la ocasión para anular los derechos civiles «como medida de defensa contra los actos violentos comunistas». Convenció a Hindenburg para disolver el Reichstag y convocar nuevas elecciones el 5 de marzo de 1933.
Dirigido por Hitler, el nuevo parlamento le otorgó garantías legales para ejercer un poder ilimitado durante los cuatro años siguientes. Hitler proclamó su nuevo gobierno como el Tercer Reich. (El Primer Reich fue el imperio alemán de la Edad Media; el Segundo correspondió a la época de los emperadores).
LA ALEMANIA NAZI
En el otoño de 1933, Alemania se había convertido en un estado monopartidista. La izquierda socialista y comunista quedó aplastada por el nuevo régimen. Casi todas las organizaciones no nazis fueron abolidas u obligadas a fundirse en el sistema nazi. Los líderes del partido nazi se hicieron cargo de varios ministerios del gobierno; los Gauleiter del partido, o jefes regionales, asumieron responsabilidades administrativas en todo el país. La propaganda del partido aspiró a impresionar a la ciudadanía con la «eficiencia monolítica» del régimen. Pero, en realidad, el gobierno nazi fue un intrincado laberinto burocrático en el que tanto los organismos como los individuos rivalizaron con fiereza por granjearse el favor de Hitler.
Curiosamente, al final del primer año en el poder, los desafíos más serios de Hitler llegaron desde el seno del partido. Las tropas de asalto paramilitares de Hitler (SA) se habían creado para mantener la disciplina dentro del partido e imponer orden en la sociedad. El número de miembros de las SA se disparó después de 1933, y muchos de sus componentes celebraron el nombramiento de Hitler como el comienzo de una auténtica revolución nazi. Este radicalismo alarmó a los grupos conservadores más tradicionales que habían contribuido a nombrar a Hitler canciller. Para conservar el poder, Hitler debía apaciguar a las SA. La noche del 30 de junio de 1934, más de mil oficiales de alto rango de las SA, incluidos algunos de los compañeros más antiguos de Hitler, fueron ejecutados durante una sangrienta purga conocida como la noche de los cuchillos largos. La purga despejó el camino para la creación de una segunda organización paramilitar, la Schutzstaffel (guardia personal), o SS. Dirigida por el fanático Heinrich Himmler, las SS se convirtieron en el arma más temible del terror nazi. Según Himmler, la misión de las SS consistía en combatir a los enemigos políticos y raciales del régimen, lo que incluyó la construcción del sistema de campos de concentración. El primer campo, en Dachau, se abrió en marzo de 1933. La policía secreta nacional, conocida como la Gestapo, se encargó de arrestar, recluir en campos y asesinar a miles de alemanes. Pero el cuerpo policial solía tener poco personal y demasiadas tareas administrativas; según ha revelado un historiador, era cualquier cosa menos «omnisciente, omnipotente y omnipresente». De hecho, la mayoría de los arrestos se basó en denuncias voluntarias de unos ciudadanos normales contra otros, a menudo como insignificantes ataques personales. La cúpula de la Gestapo no pasó por alto que aquellas denuncias ofrecían un grado de control que la propia Gestapo jamás lograría adquirir.
A pesar (o tal vez por eso mismo) de estos esfuerzos por anular a la oposición, Hitler y los nazis disfrutaron de un apoyo popular considerable. Muchos alemanes aprobaron el uso de la violencia contra la izquierda. Los nazis pudieron jugar con miedos muy arraigados frente al comunismo y emplearon un lenguaje de hondo orgullo y unidad nacional que resultó muy atractivo. Muchos alemanes vieron a Hitler como el símbolo de una Alemania fuerte y revitalizada. Los propagandistas fomentaron un culto al Führer, describieron a Hitler como un líder carismático con la energía magnética necesaria para someter al pueblo. El atractivo de Hitler también radicó en su habilidad para darle al pueblo alemán lo que quería: trabajo a los obreros, una economía productiva a los industriales y un baluarte contra el comunismo a quienes recelaban de la oleada de revoluciones. Su hechizo no procedía tanto de los programas que defendía como de su rebeldía contra las políticas que se habían practicado en Alemania. Por último, prometió devolver a Alemania su grandeza nacional y «derrocar» el Tratado de Versalles, y en la década de 1930 pareció que lo lograba con una serie de triunfos diplomáticos sin ningún derramamiento de sangre.
Los planes de Hitler para la recuperación nacional requerían un rearme a gran escala y la autosuficiencia económica. Con políticas similares a las del resto de países occidentales, los nazis hicieron grandes inversiones públicas, impusieron controles estrictos en el mercado para detener la inflación y estabilizar la moneda, y aislaron Alemania de la economía mundial. El régimen emprendió proyectos de construcción financiados por el estado (carreteras, viviendas públicas, reforestación). Más tarde durante esta década, cuando los nazis reconstruyeron todo el complejo militar alemán, el desempleo cayó de más de seis millones de personas a menos de doscientas mil. La economía alemana parecía mejor que cualquier otra de Europa. Hitler lo denominó su «milagro económico». Estas mejoras fueron significativas, sobre todo para los alemanes que habían vivido los continuos desórdenes de la guerra, la inflación, la inestabilidad política y la crisis económica.
Como Mussolini, Hitler intentó acabar con el conflicto de clases restándole poder a las instituciones obreras. Ilegalizó sindicatos y huelgas, congeló salarios y organizó a trabajadores y patronales en el Frente Nacional de Trabajo. Al mismo tiempo, los nazis aumentaron las ayudas sociales a los trabajadores, por lo común en línea con el resto de naciones occidentales. Las diferencias de clase quedaron un tanto atenuadas por los intentos del régimen de infundir un nuevo «espíritu» nacional en toda la sociedad. Las organizaciones populares atravesaron barreras de clase, sobre todo entre los jóvenes. Las juventudes hitlerianas, una asociación basada en el modelo de los Boy Scouts, enseñaron con gran éxito los valores del Reich de Hitler a los niños; el Servicio de Trabajo Nacional obligaba a los estudiantes a trabajar durante un tiempo en construcciones subvencionadas por el estado y proyectos de recuperación. La política del gobierno animó a las mujeres a retirarse del mercado laboral, tanto para aliviar el desempleo como para ajustarse a las ideas nazis sobre el papel que le correspondía a la mujer. «¿Puede una mujer», preguntaba un propagandista, «concebir algo más bello que sentarse con su esposo en su hogar acogedor y escuchar en su interior el telar del tiempo tejiendo la trama y la urdimbre de la maternidad…?».
Racismo nazi
En el núcleo de la ideología nazi radicaba un racismo especialmente virulento. Gran parte del mismo no era nuevo. Hitler y los nazis se sirvieron de una variante renovada y especialmente violenta del darwinismo social decimonónico, según la cual las naciones y los pueblos luchaban por la supervivencia de tal forma que los pueblos superiores se fortalecían en el proceso. A comienzos del siglo XX, el auge de las ciencias sociales había trasladado los prejuicios y el pensamiento racial del siglo XIX a un terreno nuevo. Del mismo modo que la medicina había curado enfermedades del cuerpo, los médicos, criminólogos y asistentes sociales buscaban métodos para curar las enfermedades sociales. En todo Occidente, científicos e intelectuales trabajaban para depurar el cuerpo político, mejorar la raza humana y eliminar lo «no adaptado». Hasta las mentes más progresistas aprobaban a veces la eugenesia, un programa de ingeniería racial para mejorar tanto la adaptación personal como la pública. Las políticas eugenésicas del Tercer Reich comenzaron en 1933 con una ley para la esterilización forzosa de «innumerables personas inferiores y con taras hereditarias». Este «racismo de higiene social» se convirtió más tarde en el asesinato sistemático de pacientes con enfermedades mentales y físicas. La política social estaba regida por una separación fundamental entre quienes tenían «valor» y quienes no lo tenían, con la pretensión de crear una utopía racial.
La piedra angular del racismo nazi radicó en el antisemitismo. Este fenómeno de siglos formaba parte de la sociedad cristiana desde la Edad Media. En el siglo XIX, el antisemitismo cristiano tradicional fue incorporado a una corriente de teoría nacionalista antijudía. Gran parte de los teóricos del nacionalismo europeo veía al pueblo judío como un intruso permanente que sólo podría ser asimilado y convertirse en ciudadano si negaba su identidad judía. A finales del siglo XIX, durante el Caso Dreyfus en Francia (véase el capítulo 23), los antisemitas franceses y europeos lanzaron un bombardeo propagandístico en contra de los judíos; montones de libros, panfletos y revistas culparon a los judíos de todos los problemas de la modernidad, desde el socialismo hasta la banca internacional y la cultura de masas. El ocaso del siglo XIX también conllevó una oleada de pogromos (asaltos violentos a las comunidades judías), sobre todo en Rusia. El antisemitismo racial trazó una línea entre judíos y no judíos basada en una biología errónea. La conversión religiosa, fomentada por cristianos antisemitas tradicionales, no cambiaba la biología. Ni tampoco la asimilación, aconsejada por pensadores nacionalistas más laicos.
Es importante no generalizar, pero estas variantes del antisemitismo constituían fuerzas políticas consolidadas y no encubiertas en la mayoría de Occidente. Atacando a los judíos, los antisemitas atacaban a las instituciones modernas (desde partidos socialistas y la prensa de masas hasta la banca internacional) como parte de una «conspiración judía internacional» para socavar la autoridad y la nacionalidad tradicionales. Los dirigentes de partidos conservadores explicaron a los comerciantes y trabajadores que «los capitalistas judíos» eran los culpables de la desaparición de los pequeños negocios, debido a la emergencia de grandes almacenes gigantescos y a las precarias oscilaciones económicas que amenazaban su medio de subsistencia. En Viena, los votantes de clase media apoyaban a los cristiano-demócratas, abiertamente antisemitas. En Alemania, en 1893, dieciséis antisemitas declarados fueron elegidos para el Reichstag, y el partido conservador convirtió el antisemitismo en parte de su programa oficial. Hitler confirió a este antisemitismo un giro especialmente homicida al ligarlo a doctrinas de guerra y de racismo de higiene social.
¿Hasta qué punto tuvo acogida el virulento antisemitismo de los nazis? Aunque la «cuestión judía» fue claramente la obsesión primordial de Hitler a comienzos de la década de 1920, el tema perdió protagonismo durante las campañas a medida que el partido ingresó en la política imperante, y dejó paso a ataques contra el marxismo y la democracia de Weimar. Es más, las ideas antisemitas no habrían diferenciado al partido nazi de cualquier otro de la derecha política; es probable que sólo tuviera una importancia secundaria en las opiniones de la gente acerca de los nazis. En cambio, poco después de que Hitler accediera al poder, los judíos alemanes se vieron discriminados, despojados de sus derechos como ciudadanos y convertidos en objeto de actos violentos. Las leyes raciales excluyeron a los judíos del ejercicio de funciones públicas ya en abril de 1933. Los nazis instaron a boicotear a los comerciantes judíos, mientras que las SA crearon la amenaza constante de una violencia aleatoria. En 1935, los Decretos de Núremberg privaron a los judíos (definidos por genealogía) de su ciudadanía alemana y prohibieron los enlaces matrimoniales entre judíos y el resto de alemanes. La violencia se intensificó. En noviembre de 1938, las SA atacaron unos setecientos cincuenta establecimientos judíos, quemaron casi doscientas sinagogas, mataron a noventa y un judíos y agredieron a varios miles más durante una campaña de terror conocida como Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos. Este tipo de violencia despertó cierta oposición entre los alemanes de a pie. La persecución legal, en cambio, sólo halló una aquiescencia silente. Y desde la perspectiva de la población judía, la Kristallnacht dejó claro que no existía ningún lugar seguro para ella dentro de Alemania. Por desgracia, sólo quedaba un año para que el estallido de la guerra impidiera escapar a los judíos.
¿Qué tenían en común el nacionalsocialismo y el fascismo? Ambos surgieron en el período de entreguerras como respuesta a la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa. Ambos eran radicalmente antisocialistas y anticomunistas, decididos a «librar» a sus naciones de la amenaza del bolchevismo. Ambos eran muy nacionalistas; consideraban que la solidaridad nacional se anteponía a cualquier otra lealtad y sustituía a cualquier otro derecho. Ambos se oponían al sistema parlamentario y a la democracia porque, a su entender, eran incómodos y dividían a la sociedad. Ambos basaban su poder en una política autoritaria generalizada. En todos los países occidentales existieron movimientos similares, pero sólo en unos pocos casos llegaron a formar regímenes. El nazismo, en cambio, se distinguió por convertir un estado racial puro en el centro de su ideología, una ideología que conduciría a un conflicto global y a una matanza.
Las tres democracias más importantes de Occidente (Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos) vivieron historias casi paralelas durante los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. En los tres países los gobiernos depositaron la confianza en las políticas y supuestos anteriores a la guerra hasta que la Gran Depresión los obligó a acometer grandes reformas sociales que sentarían las bases de los estados modernos con seguridad social pública. Estas naciones capearon el temporal de los años de entreguerras, pero no les resultó nada fácil.
Francia siguió temiendo a Alemania y aprovechó cualquier oportunidad para prolongar al máximo la debilidad alemana. Durante el gobierno del conservador moderado Raymond Poincaré en la década de 1920, Francia intentó mantener bajo el precio de los productos manufacturados conteniendo los sueldos. Esta política de deflación contentó a los empresarios pero supuso una gran carga para la clase obrera. Édouard Herriot interrumpió el servicio de Poincaré como primer ministro y ocupó el puesto durante dos años a mediados de la década de 1920. Herriot, afiliado a los socialistas radicales, era el portavoz de pequeños empresarios, de los granjeros y de la clase media baja. Herriot decía que apoyaba la reforma social, pero se negó a subir los impuestos para costearla. Entretanto, el conflicto de clases bullía latente bajo la superficie. A medida que prosperaron las industrias, los patronos se negaron a negociar con los sindicatos. El período de grandes huelgas inmediatamente posterior a la guerra fue seguido por un declive acusado de la actividad sindical. Y aunque el gobierno aprobó un programa modificado de seguridad social en 1930 (con pensiones por enfermedad, vejez y fallecimiento), la insatisfacción obrera continuó.
El conflicto social también estalló en Gran Bretaña. Ansiosa por recuperar su posición como la mayor potencia industrial y financiera del mundo, Gran Bretaña también persiguió una política de deflación con la esperanza de abaratar sus productos manufacturados y hacerlos más atractivos en el mercado internacional. El resultado fue una reducción de los sueldos que minó el nivel de vida de muchos trabajadores británicos. Su resentimiento contribuyó a la elección del primer gobierno del Partido Laborista en 1924, y el segundo en 1929. No obstante, el Partido Laborista consiguió poco debido a su situación minoritaria en el parlamento. Además, su líder, el primer ministro J. Ramsay MacDonald, fue un socialista más bien tímido. El gobierno conservador recobró el poder en 1925 encabezado por Stanley Baldwin y se negó a abandonar la política deflacionaria, la cual siguió bajando los sueldos. Como respuesta, los sindicatos británicos se volvieron cada vez más militantes y, en 1926, los sindicatos convocaron una huelga general de ámbito nacional. El único efecto apreciable de aquel parón laboral fue el aumento de la antipatía de las clases medias hacia los obreros.
Estados Unidos era el bastión del conservadurismo entre todas las democracias. Los presidentes elegidos en la década de 1920 (Warren G. Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover) mantuvieron una filosofía social formulada por los magnates de las grandes empresas del siglo XIX. El tribunal supremo utilizó su poder de supervisión legislativa para anular la legislación progresista decretada por el gobierno de cada estado federado y, en ocasiones, por el congreso.
La Gran Depresión de 1929 asestó un golpe mortal a las políticas económicas y sociales conservadoras del período anterior a la guerra. Esta depresión mundial alcanzó la máxima intensidad durante los años 1929 a 1933, pero sus efectos perduraron toda una década. Para quienes la presenciaron, la depresión representó tal vez la experiencia formativa de su vida y la crisis decisiva del período de entreguerras. Fue un factor relevante para el auge del nazismo pero, en realidad, obligó a todos los países a forjar políticas económicas nuevas y a afrontar un desorden económico sin precedentes.
LOS ORÍGENES DE LA GRAN DEPRESIÓN
¿Qué causó la Gran Depresión? Sus raíces más hondas se hunden en la inestabilidad de los mercados nacionales y en la interdependencia de las economías nacionales. A lo largo de la década de 1920, los europeos habían seguido un ritmo de crecimiento lento. Una caída importante de los precios agrícolas mundiales perjudicó a los países del sur y el este de Europa, donde la agricultura se practicaba a pequeña escala y con altos costes. Incapaces de obtener ganancias del mercado internacional, esos países agrícolas compraron menos productos manufacturados a las zonas más industriales del norte de Europa, lo que deparó una caída generalizada de la productividad industrial. Las restricciones al mercado libre dañaron aún más la economía. Aunque los países deudores necesitaban mercados abiertos donde vender sus productos, la mayoría de los países impusieron grandes barreras comerciales para proteger la industria nacional de la competencia extranjera.
En octubre de 1929, se desplomaron los precios en la Bolsa de Nueva York. El 24 de octubre, el «jueves negro», 12 millones de acciones se cambiaron en medio de un caos insólito. Pero resultó más sorprendente aún que el mercado siguiera cayendo. El jueves negro fue seguido por el lunes negro y, luego, el martes negro: la caída de precios unida a un número elevadísimo de transacciones contribuyeron a convertir ese día en el peor de la historia de la bolsa hasta la fecha. El impulso de Estados Unidos como acreedor internacional durante la Gran Guerra propició que la caída tuviera consecuencias inmediatas y desastrosas en Europa. Cuando se desplomó el valor de las acciones, los bancos se vieron faltos de capital, y los no rescatados por el gobierno, obligados a cerrar. Los inversores internacionales reclamaron su dinero. Una serie de entidades bancarias cerró sus puertas, entre ellas, Credit Anstalt, el banco más grande de Austria, con considerables participaciones en dos tercios de la industria austriaca. Los obreros no sólo se quedaron sin actividad, sino que los industriales despidieron prácticamente a toda la mano de obra. En 1930, había cuatro millones de estadounidenses en paro; en 1933, 13 millones; casi un tercio de la mano de obra. Por entonces, la renta per cápita en Estados Unidos había descendido el 48 por ciento. En Alemania también se produjo una caída brutal. En 1929, había dos millones de desempleados; en 1932, seis millones. La producción disminuyó el 44 por ciento en Alemania y el 47 por ciento en Estados Unidos.
El hundimiento de la bolsa condujo a un desastre bancario generalizado y casi paralizó la economía.
En un principio, los gobiernos occidentales reaccionaron ante la depresión con medidas monetarias. En 1931, Gran Bretaña abandonó el patrón oro; Estados Unidos siguió el mismo ejemplo en 1933. Al desvincular sus monedas del precio del oro, estos países esperaban abaratar el dinero y, por tanto, que estuviera más disponible para los programas de recuperación económica. Esta medida sirvió como precursora de un programa amplio para el control de la divisa que cobró gran importancia dentro de una política global de nacionalismo económico. Otra actuación importante fue que Gran Bretaña se apartó de su tradicional política de libre comercio en 1932 e impuso aranceles protectores tan elevados que alcanzaron el 100 por cien. Pero la política monetaria por sí sola no podía acabar con las penurias de las familias corrientes. Los gobiernos se vieron cada vez más obligados a gestionar sus problemas con amplias reformas sociales.
Gran Bretaña fue la nación más precavida en cuanto a ayudas sociales. En 1931 llegó al poder un gobierno nacional formado por miembros de los partidos Conservador, Liberal y Laborista. Sin embargo, para comprometerse a financiar programas eficaces de asistencia pública, el gobierno tenía que gastar más de lo que ingresaba, y era reacio a ello. Por otro lado, Francia adoptó la política más avanzada para combatir los efectos de la depresión. En 1936, ante la amenaza de los ultraconservadores de derrocar la república, los partidos Radical, Radical Socialista y Comunista formaron un gobierno de Frente Popular encabezado por el socialista Léon Blum que duró dos años. El Frente Popular nacionalizó la industria del armamento y reorganizó la banca de Francia para evitar el control monopolístico de los grandes accionistas sobre el crédito. El gobierno decretó asimismo una jornada semanal de cuarenta horas para todos los trabajadores urbanos, e inició un programa de obras públicas. En beneficio del campesinado creó la Oficina del Trigo, encargada de fijar los precios y regular la distribución del cereal. Aunque el Frente Popular disipó temporalmente la amenaza de la derecha política, a menudo los conservadores no cooperaron y se mostraron poco convencidos de los intentos por ayudar a la clase obrera francesa. Blum, socialista y judío, afrontó un intenso antisemitismo en Francia. Temiendo que Blum se convirtiera en el precursor de un Lenin francés, los conservadores declararon: «Mejor Hitler que Blum». Sus deseos se cumplieron antes de que finalizara esa década.
La respuesta más espectacular ante la depresión provino de Estados Unidos por dos razones. En primer lugar, era el país que había dependido durante más tiempo de la filosofía económica decimonónica. Antes de la depresión, la clase empresarial había abrazado con firmeza el dogma de la libertad contractual. Los magnates de la industria insistieron en su derecho a formar monopolios, y usaron al gobierno como herramienta para frustrar las demandas tanto de trabajadores como de consumidores. En segundo lugar, la depresión fue más severa en Estados Unidos que en las democracias europeas. Había salido ileso de la Primera Guerra Mundial (es más, había obtenido de ella pingües beneficios), pero ahora su economía quedó más devastada que la europea. En 1933, Franklin D. Roosevelt sucedió a Herbert Hoover como presidente y anunció un programa de reformas y reconstrucción para salvar el país que denominó New Deal[5].
El New Deal pretendía que el país retrocediera sobre sus pasos sin destruir el sistema capitalista. El gobierno controlaría la economía, subvencionaría programas de ayudas y financiaría proyectos de obras públicas para mejorar el poder adquisitivo general de la población. Estas políticas se definieron a partir de las teorías del economista británico John Maynard Keynes, quien ya había ejercido su influencia durante los encuentros para acordar los tratados de paz en 1919 en París. Keynes sostenía que el capitalismo podría crear una sociedad justa y eficiente si los gobiernos intervenían en su funcionamiento. Primero, Keynes abandonó la vaca sagrada de los presupuestos equilibrados. Sin abogar por una financiación continuamente deficitaria, proponía que el gobierno operara de forma deliberada en números rojos siempre que las inversiones privadas no resultaran suficientes. Keynes aprobaba también la creación de grandes cantidades de capital arriesgado (dinero de alto riesgo, inversiones de alto rendimiento) el cual consideraba la única forma de capital productiva para el ámbito social. Por último, recomendaba el control monetario para fomentar la prosperidad y el pleno empleo.
Además de la seguridad social y otras iniciativas, Estados Unidos adoptó un programa keynesiano de «gestión de la divisa» con el que reguló el valor del dólar de acuerdo con las necesidades de la economía. El New Deal ayudó tanto a los individuos como al país a recuperarse, pero dejó sin resolver el problema crucial del desempleo. En 1939, después de seis años de New Deal, Estados Unidos aún tenía más de nueve millones de desempleados (una cifra que superaba el paro conjunto del resto del planeta). Sólo la irrupción de otra guerra mundial (que exigió millones de soldados y trabajadores en el sector del armamento) logró que Estados Unidos alcanzara la recuperación total que el New Deal no había podido conseguir.
Ya hemos visto cómo respondieron los gobiernos y la ciudadanía a las crisis sociales, políticas y económicas. El período de entreguerras deparó sacudidas igual de intensas en las artes y las ciencias. Las formas artísticas revolucionarias que empezaron a aparecer con el cambio de siglo se desplazaron de las esferas marginales a la corriente principal. Artistas, escritores, arquitectos y compositores rechazaron los valores estéticos tradicionales y experimentaron con formas nuevas de expresión. La tradición también se vio ultrajada por científicos y psicólogos, cuyo trabajo planteó grandes desafíos a convicciones muy asentadas sobre el universo y la naturaleza humana. Por último, la cultura de masas, en forma de radio, películas y publicidad, agudizó muchas inquietudes y sirvió como ejemplo de las promesas y los peligros de la modernidad.
INTELECTUALES DE ENTREGUERRAS
Al igual que mucha otra gente, los novelistas, poetas y dramaturgos quedaron decepcionados ante la brutalidad de la guerra mundial y a incapacidad de la victoria para cumplir sus promesas. Gran parte de la literatura del período de entreguerras reflejó frustración, cinismo y desencanto; pero muchos escritores se sintieron fascinados también por los revolucionarios avances científicos, incluida la exploración de los secretos ocultos de la mente por parte del psicoanálisis. Las obras de varios escritores reprodujeron el estado de ánimo de la época: las primeras novelas del estadounidense Ernest Hemingway, por ejemplo, así como la poesía del anglo-estadounidense T. S. Eliot y el teatro del alemán Bertolt Brecht. En Fiesta (1926), Hemingway brindó al público una descripción vehemente de la llamada generación perdida, la cual sirvió de modelo a otros escritores como el estadounidense F. Scott Fitzgerald. En su monumental poema «La tierra baldía» (1922), Eliot presentó una filosofía cercana a la desesperación: la vida es una muerte en vida que hay que soportar como el aburrimiento y la frustración. Los temas de Eliot se repitieron en William Butler Yeats, poeta irlandés nacionalista que, como Eliot, deploraba la superficialidad de la vida moderna. En las obras de teatro que escribió para los dueños de cabarés de la clase obrera, Brecht despreció la corrupción del estado y la futilidad de la guerra. Como muchos artistas, se rebeló contra la cultura elevada y los valores de la burguesía, pero también protestó contra el elitismo pretencioso de sus contemporáneos.
Otros escritores centraron la atención en la consciencia y la vida interior, y experimentaron a menudo con nuevas variantes de prosa. El escritor irlandés James Joyce fue muy célebre por sus experimentos con el lenguaje y las formas literarias, sobre todo con la técnica del «monólogo interior», la cual perfeccionó en Ulises (1922). Lo mismo sucedió, aunque en menor medida, con las novelas del francés Marcel Proust y la inglesa Virginia Woolf (1882-1941). Los ensayos y novelas de Woolf, entre ellas La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) y Una habitación propia (1929), brindaron críticas elocuentes y agudas de las instituciones selectas de Gran Bretaña, desde las universidades que aislaban a las mujeres en centros separados y mal financiados, hasta el asfixiante decoro de las familias y las relaciones de la clase media.
La depresión de 1930 obligó a muchos escritores a reexaminar el estilo y la finalidad de sus obras. En medio de las amenazas del desastre económico, el totalitarismo y la guerra, la literatura se politizó cada vez más. Los autores se sintieron llamados a condenar la injusticia y la crueldad, y a indicar el camino hacia una sociedad mejor. Es más, dejaron de orientar sus obras sólo hacia el resto de la intelectualidad para dirigirse también hacia la gente corriente. En Las uvas de la ira, por ejemplo, el escritor estadounidense John Steinbeck describió la mala situación de los agricultores empobrecidos que abandonaban Dust Bowl (Oklahoma) en dirección a California para encontrarse con que toda la tierra estaba monopolizada por empresas que explotaban a los trabajadores. Algunos escritores británicos jóvenes, como W. H. Auden, Stephen Spender y Christopher Isherwood, simpatizaban con el comunismo y creían que, como artistas, tenían la obligación de politizar su obra para preconizar la revolución. Rechazaron el pesimismo de sus predecesores literarios inmediatos en favor de un compromiso optimista con su causa.
ARTISTAS DE ENTREGUERRAS
Las tendencias artísticas discurrieron muy paralelas a las literarias. Las innovaciones de la vanguardia anterior a la guerra florecieron durante el período de posguerra y, de hecho, siguieron dominando el arte durante buena parte del siglo XX. Los artistas continuaron centrándose en experiencias subjetivas, la multiplicidad de significados y la expresión personal. Aparecieron numerosos estilos y muy variados, aunque todos tenían una modernidad característica relacionada con el rechazo de las formas y valores tradicionales. Las artes plásticas respondieron a las rápidas transformaciones de la sociedad del siglo XX, por ejemplo, los cambios que depararon las nuevas tecnologías, los descubrimientos científicos, el abandono de los principios tradicionales y la influencia de las culturas no occidentales. Al igual que los literatos del período, los artistas plásticos transgredieron las fronteras estéticas y se apartaron mucho de los gustos convencionales de la gente corriente.
Pablo Picasso se dejó llevar más lejos aún por su genio particular hasta llegar a las variaciones e invenciones cubistas. Un grupo conocido como «expresionistas» defendió que el color y la línea ya expresan por sí solas cualidades psicológicas inherentes, de modo que un cuadro no necesita portar ningún objeto figurativo. El ruso Vasili Kandinski llevó esta postura hasta su extremo lógico denominando improvisaciones a sus cuadros sin titular e insistiendo en que no significaban nada. Otro grupo de expresionistas rechazó aquellos experimentos intelectuales para defender lo que ellos llamaron «objetividad», con lo que aludían a una valoración sincera del estado de la humanidad. Atacaron con frecuencia la codicia y decadencia de la Europa de la posguerra. Como representante principal de este grupo figura el alemán George Grosz, cuya postura cruel y satírica se ha comparado con una «navaja cortando un grano». Sus mordaces ilustraciones a modo de caricaturas se convirtieron en las representaciones más famosas del despreciado gobierno de Weimar.
Otra escuela se rebeló contra la idea misma del principio estético. Los principios se basan en la razón, argumentaban, y el mundo había demostrado más allá de toda duda (luchando contra sí mismo a muerte) que la razón no existe. Estos artistas, autollamados dadaístas (supuestamente por un término tomado al azar del diccionario), estaban dirigidos por el francés Marcel Duchamp, el alemán Max Ernst y el alsaciano Jean (Hans) Arp. Rechazando todas las convenciones artísticas formales, los dadaístas crearon «invenciones» aleatorias a partir de recortes y yuxtaposiciones de madera, vidrio y metal, y les asignaron nombres insólitos como, por ejemplo, La recién casada desnudada también por sus solteros (Duchamp). Los artistas afirmaban que sus obras carecían de sentido y respondían a un juego, pero los críticos tenían opiniones distintas y las veían más bien como expresiones del subconsciente. El dadaísmo influyó en artistas surrealistas como el italiano Giorgio de Chirico y el español Salvador Dalí, quien exploró el interior de la mente y realizó cuadros irracionales, fantásticos y, por lo común, melancólicos. El dadaísmo adoptó asimismo un trasfondo político, sobre todo en Alemania, al brindar una crítica social nihilista que rozaba el anarquismo. Con sus ataques al racionalismo extendidos al teatro y las letras, estos artistas desafiaron las propias bases de la cultura nacional.
Algunos artistas respondieron a la sensación de crisis internacional de un modo muy similar a los escritores. Durante los años treinta, sus pinturas, dirigidas directamente al gran público, expresaron dolor e indignación. Los miembros más importantes de este movimiento fueron los muralistas mexicanos Diego Rivera y José Clemente Orozco, y los estadounidenses Thomas Hart Benton y Reginald Marsh. Estos hombres aspiraron a reproducir las condiciones sociales del mundo moderno, plasmando con todo detalle las esperanzas y penurias de la gente corriente. Aunque rompieron con las convenciones del pasado, no había nada ininteligible en su obra. Era un arte para todos. Gran parte de él portó el aguijón de la sátira social. Orozco, en especial, se regodeó en ridiculizar la hipocresía de la Iglesia y la codicia y la crueldad de plutócratas y saqueadores.
Los arquitectos también rechazaron el sentimentalismo y la tradición. Entre 1880 y 1890, diseñadores de Europa y América anunciaron que los estilos arquitectónicos imperantes no armonizaban con las necesidades de la civilización moderna. Los arquitectos modernos fueron precursores de un estilo conocido como «funcionalismo»; este grupo incluyó a Otto Wagner en Austria, Charles Édouard Jeanneret (conocido como Le Corbusier) en Francia, y Louis Sullivan y Frank Lloyd Wright en Estados Unidos. El principio básico del funcionalismo rezaba que el aspecto de un edificio debe revelar su uso y finalidad reales. «La forma siempre sigue a la función», era la máxima de Sullivan. La ornamentación se diseñaba para reflejar una era de ciencia y maquinaria. Un sobresaliente practicante europeo del funcionalismo fue el alemán Walter Gropius, fundador en 1919 de una escuela (la Bauhaus) en Dessau que sirviera como centro para la teoría y la práctica de la arquitectura moderna. Gropius y sus seguidores declararon que el estilo de sus diseños, que con el tiempo se llamaría «internacional», era el único que permitía la aplicación correcta de materiales nuevos: cromo, vidrio, acero y hormigón.
AVANCES CIENTÍFICOS DE ENTREGUERRAS
Los artistas e intelectuales de la época estuvieron muy influidos, no ya por la sociedad o la política, sino por la ciencia. Los trabajos novedosos del físico alemán Albert Einstein revolucionaron no ya toda la estructura de las ciencias físicas, sino que también desafiaban los conceptos básicos de la gente corriente acerca del universo. Einstein, reconocido en seguida como uno de los grandes intelectos de todos los tiempos, empezó a cuestionar los mismísimos fundamentos de la física tradicional a principios del siglo XX. En 1915 ya había propuesto formas completamente nuevas para reflexionar sobre el espacio, la materia, el tiempo y la gravedad. Su teoría más famosa, la de la relatividad, sostiene que el espacio y el movimiento son relativos entre sí, y no absolutos. Junto a las tres dimensiones de siempre, Einstein incorporó una cuarta (el tiempo) y representó las cuatro como fundidas en el continuo espaciotemporal. Esto significaba que la masa depende del movimiento, de manera que los cuerpos en movimiento (sobre todo a velocidades muy elevadas) tienen una forma y una masa distintas a las que tendrían en reposo.
Las teorías de Einstein allanaron el camino para otro descubrimiento revolucionario en física: la división del átomo. Ya en 1905, Einstein estaba convencido de la equivalencia entre masa y energía, y desarrolló una fórmula para convertir la una en la otra. La ecuación, expresada como E = mc2, establece que la cantidad de energía que alberga un átomo en su interior es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz. La fórmula no halló ninguna aplicación práctica durante años. Pero en 1932, cuando el inglés sir James Chadwick descubrió el neutrón, que no porta carga eléctrica, los científicos dispusieron de una herramienta perfecta para bombardear el átomo, es decir, para escindirlo. En 1939, Otto Hahn y Fritz Strassman, ambos físicos alemanes, consiguieron dividir átomos de uranio bombardeándolos con neutrones. La reacción inicial produjo una serie de reacciones en cadena: cada átomo dividido disparó más neutrones que, a su vez, escindieron otros átomos. Durante la Segunda Guerra Mundial, los científicos de Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos fueron acuciados por gobiernos deseosos de transformar aquellos hallazgos en armas. Los científicos estadounidenses prepararon en seguida una bomba atómica, el arma más destructiva jamás creada: un legado irónico para Einstein, un hombre que dedicó gran parte de su vida a fomentar el pacifismo, el liberalismo y la justicia social.
Otra contribución importante para la física y que no tardó en incorporarse a la cultura popular fue el «principio de incertidumbre» postulado por el físico alemán Werner Heisenberg en 1927. Heisenberg, muy influido por Einstein, demostró que es imposible (incluso en teoría) medir a la vez la posición y la velocidad de un objeto. La teoría sólo tenía relevancia al tratar con átomos o partículas subatómicas, debido a la naturaleza interconectada de las ondas y las partículas a esas escalas pequeñas. Aunque el gran público apenas comprendía aquellos conceptos científicos sin precedentes, las invocaciones metafóricas de la «relatividad» y el «principio de incertidumbre» encajaban con las ambigüedades del mundo moderno. Para mucha gente, nada era definitivo, todo estaba cambiando, y la ciencia parecía demostrarlo.
LA CULTURA DE MASAS Y SUS POSIBILIDADES
Sin embargo, los cambios culturales trascendieron con creces los círculos de las élites artísticas o intelectuales. El ascenso espectacular de los medios de comunicación durante los años de entreguerras transformó la cultura popular y la vida de la gente corriente. Los nuevos medios de comunicación (sobre todo la radio y el cine) alcanzaron audiencias sin precedentes. La vida política incorporó muchos de estos medios nuevos, lo que desencadenó el temor de que la gente común, cada vez más nombrada como las «masas», fuera manipulada por la demagogia y la propaganda. En 1918, la política popular pasó a convertirse con rapidez en una realidad cotidiana: lo que equivalía al sufragio casi universal (según el país), partidos políticos bien organizados que tendían la mano a los votantes y, en general, más participación en la vida política. La política popular fue acompañada por un aumento de la cultura de masas: los libros, periódicos, películas y modas se producían en grandes cantidades y con formatos estandarizados, que resultaban menos costosos y más accesibles, para atraer no sólo a más gente, sino a más tipos de gente. Las viejas formas de «cultura popular» solían ser locales y específicas de una clase. La cultura de masas, al menos en principio, atravesó fronteras entre clases, etnias y hasta nacionalidades. El término, sin embargo, puede resultar engañoso. El mundo de la cultura no se volvió homogéneo de repente. No más de la mitad de la población leía periódicos con regularidad. No todo el mundo escuchaba la radio, y quienes lo hacían tampoco creían todo lo que oían. Pero el ritmo de la transformación cultural aumentó notablemente. Y durante los años de entreguerras, la cultura de masas demostró que había adquirido un potencial tanto democrático como autoritario.
La expansión de la cultura de masas se basó en la aplicación generalizada de las tecnologías existentes. La comunicación inalámbrica, por ejemplo, se inventó antes de que cambiara el siglo, y tuvo un empleo limitado en la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, gracias al incremento de la inversión financiera, la industria radiofónica tuvo un éxito espectacular en la década de 1920. Tres de cada cuatro familias británicas tenían radio a finales de los años treinta y, en Alemania, la proporción era aún mayor. En todos los países europeos, los derechos de emisión dependían del control del gobierno; en Estados Unidos, la administración de la radio recayó en empresas. La emisión radiofónica se convirtió pronto en la tribuna nacional improvisada para los políticos, y desempeñó un papel nada trivial en la creación de nuevas variantes de lenguaje político. Las tranquilizadoras charlas informales del presidente Franklin Roosevelt aprovecharon el puente que tendía la radio entre el mundo público de la política y el mundo privado doméstico. Hitler cultivó una personalidad radiofónica diferente gritando salvajes invectivas; sólo en 1933 pronunció unos cincuenta discursos. En Alemania, los propagandistas nazis radiaban sus mensajes a los hogares o los gritaban con gran estruendo a través de micrófonos en las plazas públicas de forma constante y repetitiva. La radiodifusión creó nuevos rituales de vida política y brindó nuevos medios de comunicación y persuasión.
Lo mismo sucedió con la publicidad. No era nueva, pero sí adquirió una relevancia novedosa. Las empresas gastaron mucho más en publicidad que antes. Las imágenes visuales impactantes reemplazaron a viejas propagandas que sencillamente anunciaban productos, precios y nombres de marcas. Muchos observadores consideraron la publicidad como la «más moderna» de todas las formas artísticas. ¿Por qué? Era una comunicación eficiente, racionalizada y tipificada, que se servía de la psicología moderna; las agencias de publicidad afirmaban dominar la ciencia de saber cómo vender. En un mundo rehecho por la política popular, y en un momento en que el poder adquisitivo de la gente corriente empezaba a crecer, aunque despacio, el elevado interés por la publicidad (al igual que por gran parte de la cultura de masas) resultó evidente para muchos.
Los cambios más espectaculares aparecieron en las pantallas de cine. La tecnología de las imágenes en movimiento llegó antes; la década de 1890 fue la era de las sesiones a cinco centavos (Nickelodeons) y de las películas cortas. Y, en aquel período, Francia e Italia tenían una industria cinematográfica fuerte. Los cortos informativos durante la guerra popularizaron más el cine, lo que favoreció que durante el período de entreguerras alcanzara gran éxito. Cuando se incorporó sonido a las películas en 1927, los costes se dispararon, la competencia aumentó y la audiencia creció con rapidez. Se calcula que en la década de 1930, el 40 por ciento de los británicos adultos acudía a ver películas una vez a la semana, una cifra sorprendentemente alta. Muchos iban más a menudo incluso. La industria cinematográfica estadounidense se volvió muy competitiva en Europa, porque se mantenía gracias a las dimensiones de su mercado nacional, a inversiones inmensas destinadas a equipos y distribución, a una mercadotecnia agresiva y al sistema de Hollywood para tener famosos consistente en firmar contratos a largo plazo con actores muy conocidos que, en cierto sentido, tipificaban el producto y garantizaban el éxito de la película.
También Alemania albergó un grupo de directores, escritores y actores de talento, así como una productora importante, UFA (Universum Film AG), que dirigió los estudios más grandes y mejor equipados de Europa. La historia de la UFA discurrió paralela a la del país: durante la Primera Guerra Mundial dependió de la administración del gobierno, quedó destruida con la crisis económica de comienzos de los años veinte, fue recuperada por nacionalistas alemanes adinerados a finales de esa década y, por último, quedó bajo el control nazi. Durante los años de Weimar, UFA produjo algunas de las películas más notables del período, entre ellas Der letzte Mann (El último hombre, también conocida como El último o La última carcajada), una película aclamada en todo el mundo y dirigida por F. W. Murnau, uno de los dos grandes maestros del expresionismo alemán. El otro fue Fritz Lang, director de obras maestras como la película de ciencia-ficción Metropolis (1926) y la película alemana más famosa M-Eine Stadt sucht einen Mörder (1931; cuyo título en castellano fue M, el vampiro de Dusseldorf). Tras la llegada de Hitler al poder, los nazis asumieron el control de UFA, que pasó a depender de Joseph Goebbels y el ministerio de propaganda. Aunque la producción continuó sin parar durante el Tercer Reich, muchos de los miembros más capaces de esta industria huyeron del régimen opresivo y pusieron fin a la edad dorada del cine alemán.
La nueva cultura de masas inquietó a muchos. La amenaza procedía directamente de Estados Unidos, que inundó Europa de exportaciones culturales después de la guerra. Las películas del oeste, las novelas de tres al cuarto y el jazz (cuya popularidad fue en aumento en la década de 1920) introdujeron nuevos estilos de vida en Europa. La publicidad, las comedias y las novelas rosas diseminaron imágenes nuevas y a menudo desconcertantes de la feminidad. Las «nuevas mujeres», con melenas cortas y vestidos también cortos, parecían resueltas, coquetas, caprichosas y materialistas. El género del «salvaje oeste» tuvo gran éxito entre los quinceañeros, con gran pesar para sus padres y educadores, quienes lo consideraban un pasatiempo impropio y de clase baja. En Europa, la atracción que ejercía la cultura popular estadounidense en gente de todas las clases sociales irritó a las jerarquías sociales de toda la vida. Ciertos críticos conservadores aborrecieron el hecho de que «la esposa del sacerdote se sentara junto a su criada durante las sesiones cinematográficas dominicales, para quedarse igual de absorta que ella en la contemplación de las estrellas de Hollywood». Los críticos americanos compartieron muchas de esas mismas preocupaciones. Pero Estados Unidos disfrutó de más estabilidad social y política que Europa. La guerra y la revolución habían sacudido las economías y culturas europeas y, dentro de ese contexto, la «americanización» parecía un método rápido y cómodo para realizar el cambio económico y cultural. Un crítico expresó del siguiente modo una preocupación común: «América es la fuente de esa oleada terrible de uniformidad que pone a todo el mundo el mismo abrigo sobre la piel, el mismo libro en la mano, el mismo bolígrafo en los dedos, la misma conversación en los labios, el mismo automóvil en lugar de pies».
Los gobiernos autoritarios, sobre todo, tacharon esos cambios de amenazas decadentes a la cultura nacional. Los gobiernos fascista, comunista y nazi intentaron por igual controlar no sólo la cultura popular, sino también la cultura elevada y el modernismo que, por regla general, no estaban en línea con los diseños de los dictadores. Stalin prefirió el «realismo socialista» a la nueva vanguardia soviética. Mussolini tenía predilección por la cursilería clásica, aunque aceptó mucho más el arte moderno que Hitler, quien despreciaba su «decadencia». El nazismo tuvo una estética cultural propia que fomentó el arte y la arquitectura «arias», y rechazó el estilo moderno, «internacional», que los nazis asociaban con la «conspiración judía internacional». El modernismo, el funcionalismo y la atonalidad se prohibieron: los distintivos de la supremacía cultural de Alemania durante la República de Weimar se sustituyeron por el resurgimiento, promovido por el gobierno, de un supuesto pasado místico y heroico. Los aclamados experimentos de Walter Gropius en la arquitectura modernista, por ejemplo, quedaron como monumentos a todo lo que los nazis aborrecían. La escuela de la Bauhaus se clausuró en 1933, y Hitler contrató a Albert Speer como arquitecto personal para encargarle el diseño de grandiosos edificios neoclásicos además de un extravagante proyecto para reconstruir toda la ciudad de Berlín.
Al igual que otros gobiernos autoritarios, los nazis usaron los medios de comunicación como vías eficaces de adoctrinamiento y control. Las películas pasaron a formar parte del uso pionero que hicieron los nazis de la «política espectacular». Las campañas a través de los medios, los mítines multitudinarios, los desfiles y ceremonias: todo estaba diseñado para exhibir la fuerza y la gloria del Reich, y para impresionar e intimidar a los espectadores. En 1934, Hitler encargó a la cineasta Leni Riefenstahl la grabación de un mitin político protagonizado por ella misma y Albert Speer en Núremberg. La película, titulada El triunfo de la voluntad, fue un himno visual a la raza nórdica y el régimen nazi. Todo en la película era a una escala descomunal: multitud de cuerpos en formación para desfilar, banderas que subían y bajaban al unísono; la película invitaba a los espectadores a rendirse al poder del gran ritual y el simbolismo. El cómico Charlie Chaplin respondió con la célebre sátira El gran dictador (1940), una parodia de la pomposidad nazi que cosechó gran éxito.
Los nazis también intentaron eliminar las influencias de la cultura popular estadounidense, que incluso antes de 1933 ya se había despreciado como ejemplo de degeneración biológica y cultural. Por ejemplo, los críticos asociaron los bailes estadounidenses y el jazz (cada vez más populares en las ciudades alemanas) con lo que los nazis consideraron las «razas inferiores» de los negros y los judíos. No obstante, con la cultura los nazis se vieron obligados a encontrar un equilibrio entre la propaganda del partido y el entretenimiento popular. El régimen permitió que continuaran muchas importaciones culturales, incluidas películas de Hollywood, al mismo tiempo que cultivaba deliberadamente alternativas alemanas al cine, la música, las modas y hasta los bailes procedentes de América. Joseph Goebbels, ministro de propaganda que controló la mayoría de la producción cinematográfica, otorgó gran valor a la viabilidad económica. Durante el Tercer Reich, la industria cinematográfica alemana ofreció comedias, fantasías escapistas e historias sentimentales. Desarrolló su propio sistema para tener famosos e intentó contentar al público; al mismo tiempo se convirtió en uno de los mayores competidores internacionales. Para el consumo interno, la industria produjo también crueles películas antisemitas, como El judío eterno (1940) y El judío Süss (1940), una historia ficticia sobre un prestamista judío que arruina la ciudad de Württemberg en el siglo XVIII. En la última escena de la película, la ciudad expulsa a toda la comunidad judía pidiendo que la «posteridad respete esta ley». Goebbels comunicó que todo el consejo de ministros del Reich había visto la película y la había considerado «un logro increíble».
Las tensiones de la Primera Guerra Mundial crearon un mundo apenas reconocible, transformado por la revolución, la movilización generalizada y las víctimas. En retrospectiva, cuesta no ver el período subsiguiente como una sucesión de fallos. El capitalismo se hundió con la Gran Depresión, las democracias se derrumbaron ante el autoritarismo y el Tratado de Versalles se demostró sin efecto práctico. Pero las experiencias y las impresiones de la gente corriente se entienden mejor si los errores del período de entreguerras no se tratan como inevitables. A finales de la década de 1920, muchos vieron con un optimismo cauteloso la posibilidad de que se superara la herencia dejada por la Gran Guerra y de que se resolvieran los problemas. La Gran Depresión (1929-1933) destruyó esas esperanzas y conllevó el caos económico y la parálisis política. La parálisis y el caos crearon, a su vez, nuevas audiencias para líderes políticos que ofrecían soluciones autoritarias, y más votantes para sus partidos políticos. Por último, los problemas económicos y la confusión política dificultaron en gran medida la solución de las crecientes tensiones internacionales que se tratan a continuación. En la década de 1930, hasta el optimismo cauteloso acerca de las relaciones internacionales había dejado paso a la aprensión y el pavor.
BULLOCK, Alan, Hitler y Stalin: vidas paralelas, Barcelona, Plaza & Janés, 1994.
CARR, Edward, Historia de la Rusia soviética, Madrid, Alianza, 1984.
—, La Revolución rusa: de Lenin a Stalin, 1917-1929, Madrid, Alianza, 2002.
COHÉN, Stephen, Bujarin y la revolución bolchevique: biografía política, 1888-1938, Madrid, Siglo XXI, 1976.
CONQUEST, Robert, El Gran Terror, Barcelona, Caralt, 1974.
EVANS, Richard, La llegada del Tercer Reich: el ascenso de los nazis al poder, Barcelona, Península, 2005.
—, El Tercer Reich en el poder, 1933-1939, Barcelona, Península, 2007.
GAY, Peter, La cultura Weimar, Barcelona, Argos Vergara, 1984.
GETTY, Arch, y Oleg NAUMOV, La lógica del terror: Stalin y la autodestrucción de los bolcheviques (1932-1939), Barcelona, Crítica, 2001.
HAFFNER, Sebastian, La revolución alemana de 1918-1919, Barcelona, Inédita, 2005.
HOBSBAWM, Eric, Historia del siglo XX, 1914-1991, Barcelona, Crítica, 2002.
KERSHAW, Ian, Hitler, Barcelona, Península, 2007.
—, El mito de Hitler: imagen y realidad en el Tercer Reich, Barcelona, Paidós, 2003.
KEYNES, John Maynard, Las consecuencias económicas de la paz, Barcelona, Crítica, 2002.
KLEMPERER, Victor, LTI: la lengua del Tercer Reich: apuntes de un filólogo, Barcelona, Minúscula, 2004.
—, Quiero dar testimonio hasta el final: diarios 1933-1945, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003.
LAQUEUR, Walter, Stalin: la estrategia del terror, Barcelona, Ediciones B, 2003.
LEWIN, Moshe, El siglo soviético: ¿qué sucedió realmente en la Unión Soviética?, Barcelona, Crítica, 2006.
OVERY, Richard James, Dictadores: la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin, Barcelona, Tusquets, 2006.
SCHMIDT, Paul, Europa entre bastidores: del Tratado de Versalles al Juicio de Núremberg, Barcelona, Destino, 2005.
SEBAG MONTEFIORE, Simon, Llamadme Stalin: la historia secreta de un revolucionario, Barcelona, Crítica, 2007.
TAIBO, Carlos, La Unión Soviética. El espacio ruso-soviético en el siglo XX, Madrid, Síntesis, 1999.
VIDAL, César, La ocasión perdida: la Revolución rusa de 1917: del régimen zarista a los horrores del estalinismo, Barcelona, Península, 2005.